Mi Viaje hacia un Consumo Crítico y Responsable


Alex Hernández-García, Exalumno


Es difícil exagerar los riesgos a los que se enfrenta la humanidad si seguimos destruyendo el planeta al ritmo actual. La amenaza más importante es, sin duda, el cambio climático, provocado por el incremento en las emisiones de gases de efecto invernadero—principalmente dióxido de carbono, metano y óxido nitroso—producidas por la actividad humana desde el comienzo de la revolución industrial a finales del siglo XVIII. Los efectos globales más evidentes del cambio climático para los expertos son el aumento de la temperatura en la atmósfera y los océanos, la reducción de hielo y nieve permanente y la subida del nivel del mar. Los cambios tan drásticos que se han observado en las últimas décadas no habían ocurrido ni siquiera en el transcurso de varios milenios. Las consecuencias de estas alteraciones en la naturaleza incluyen la desaparición de especies de animales y plantas, el aumento de la temperatura hasta niveles inhabitables para el ser humano, la escasez de recursos esenciales como el agua potable, el aumento de la frecuencia de desastres naturales como inundaciones o incendios forestales, así como de pestes y plagas que afectan a la salud y a la producción de alimentos. Muchas de estas consecuencias ya están ocurriendo, y lo que suceda en las próximas décadas depende de manera crucial de lo que la humanidad logre reducir las emisiones de carbono y otros gases. Las estimaciones más optimistas—si empezáramos ahora a reducir de manera radical las emisiones—incluyen efectos irreversibles en el plazo de siglos o milenios, pero ofrecen un margen para prevenir las peores consecuencias. Las estimaciones pesimistas—si seguimos como hasta ahora—me espantarían incluso a los lectores que hayan aguantado hasta el final de este primer párrafo dramático. Así que me reservo los detalles. PINCHA PARA SEGUIR LEYENDO

Prometo que mi intención con este texto es ofrecer una visión optimista e ideas que yo mismo he llevado a la práctica, pero antes me voy a permitir otro párrafo sobre otra de las catástrofes naturales que está provocando la humanidad: la producción desproporcionada de residuos, sobre todo de plástico. La producción masiva de plástico comenzó en los años 50 del siglo XX y hasta ahora ha ido aumentado de manera exponencial. En 1950 se generaron algo más de 2 millones de toneladas, en 1993 unos 160 millones y en 2015 casi 450 millones. Otra manera de ilustrar este crecimiento exponencial es el hecho de que en los últimos 15 años la humanidad ha generado la mitad de todo el plástico de la historia. Cada minuto se venden un millón de botellas de plástico en el mundo, y casi la mitad del plástico que se produce es para productos de un solo uso. De todo el plástico que se ha producido, solo el 9 % se ha reciclado, el 12 % se ha quemado y el resto, casi el 80 %, ha terminado en vertederos o en la naturaleza. Se estima que hay más de 5 billones de fragmentos de plástico en los océanos—es decir, más que estrellas en nuestra galaxia—con un peso de casi trescientas mil toneladas, que equivale casi al peso de todas las personas de la Comunidad de Madrid juntas. Lo más dramático es que se estima que, en el mejor de los casos, el plástico tarda en descomponerse 450 años y algunos materiales permanecerán para siempre en el medio ambiente. El plástico de los océanos mata a focas, tortugas y otros animales por estrangulamiento, a ballenas por daños en el estómago y prácticamente todas las aves marinas comen plástico. Se han encontrado microplásticos en más de 100 especies acuáticas y también en animales terrestres. Datos como estos, unidos al hecho de que la mayoría de los plásticos se producen a partir de derivados químicos del petróleo, hacen evidente que el actual uso de este material no es sostenible.

Es fácil sobrecogerse ante esta información y es, al mismo tiempo, tentador pensar que el cambio climático y el abuso desproporcionado del plástico y otros residuos no tiene nada que ver con uno mismo; que es solamente culpa de los gobiernos y las grandes empresas, y es solamente su responsabilidad encontrar una solución. Es sencillo concluir que el impacto de una sola persona es insignificante y, por tanto, no merece la pena cambiar nada. Sin embargo, hay motivos racionales para pensar lo contrario. En primer lugar, los seres humanos somos animales sociales, y el comportamiento de un individuo a veces es imitado por otros y se puede expandir de manera exponencial—como los contagios por virus. Además, en las dinámicas sociales suele haber una masa crítica y después de que un cierto número de personas han adoptado un comportamiento, este se extiende muy rápidamente. Esto ocurre tanto para lo bueno, como para lo malo. Segundo, aunque la llave para desencadenar los cambios más efectivos la tienen, efectivamente, las grandes empresas y los gobiernos, estos no suelen tener mucha iniciativa para temas medioambientales—especialmente las primeras—y actúan solamente cuando una cantidad de gente suficientemente grande—la masa crítica—demanda cambios: consumir es un acto político. Además de estos motivos algo abstractos, 1 también hay motivos morales para plantearse cambiar las cosas de manera individual. En mi caso, una vez hube leído suficientes datos como los de los dos primeros párrafos, me empezó a quitar el sueño la idea de que yo mismo era parte del problema.


La semilla de estas ideas que más tarde me quitarían el sueño empezó a germinar durante mi paso por el Jaime Ferrán, hace ya, aproximadamente, una eternidad. Recuerdo mis años en el Jaime como una época de eclosión de mi conciencia política. No en el sentido de pensar a qué partido iba a votar cuando cumpliera los dieciocho, sino conciencia política en el sentido amplio del concepto, que he esbozado hace un momento: soy un individuo que forma parte de una sociedad, que utilizo los recursos del planeta, y como tal tengo tanto responsabilidad como poder e influencia en el resto, ya sea pequeña o grande. La explosión de mi conciencia política coincidió con el incremento sustancial de responsabilidad—y libertad—al independizarme de mi familia. En mi caso, esto ocurrió cuando me mudé a Berlín en 2016. De repente, decisiones que hasta entonces habían tomado mis padres por mí, pasaron a depender de mí mismo. Además, el hecho comenzar una vida en una ciudad y un país nuevo, me permitió reevaluar otros hábitos que, a pesar de que en Madrid ya eran mi decisión, estaban muy influidos, para bien y para mal, por las dinámicas sociales que tenía a mi alrededor.


Uno de los aspectos más evidentes de aquel cambio en mi nivel de responsabilidad y libertad era, sin duda, mi alimentación. Comemos varias veces al día y, al contrario de lo que parece cuando vivimos con una familia que nos prepara la mayoría de las comidas, los alimentos ni se compran ni se cocinan solos. Administrar la alimentación de uno mismo implica incontables pequeñas decisiones, y creo que este conjunto de decisiones es uno de los instrumentos políticos más poderosos a nuestro alcance. Por ejemplo, la cadena de la industria alimentaria es responsable de más de un cuarto de los gases de efecto invernadero emitidos por los seres humanos. Pero no todos los alimentos generan las mismas emisiones. La gran mayoría del plástico de un solo uso se utiliza en la alimentación. Pero no todos los alimentos malgastan plástico. Aunque en general hablamos de industria alimentaria, según qué y dónde compre, mi dinero irá a parar en mayor o menor o medida a sostener una familia de agricultures de frutas y verduras, o al bolsillo de los accionistas de una multinacional de alimentos procesados de dudoso valor nutricional y con evidentes impactos socioambientales. De estas y otras implicaciones de mis decisiones de consumo empecé a ser consciente al independizarme y tener que tomarlas yo mismo. Desde entonces, he ido modulando mis decisiones alrededor de un equilibrio entre lo que creo que es un consumo sostenible y saludable y unos hábitos de vida que no me hacen ni esclavo, ni mártir, ni obsesionado. En el resto del artículo mi intención es compartir parte de lo que he aprendido y mi experiencia personal, con la humilde esperanza de que lo que me funciona a mí, quizá funcione con alguien más y juntos contribuyamos a mejorar el planeta.


Hay mucha gente que es capaz de cambiar su vida de la noche a la mañana. El tipo de persona que se hace propósitos de año nuevo, y los cumple. Yo, en cambio, soy de los que ni se molesta en hacer propósitos cuando acaba el año. Ojo, no por conformista. Más bien yo trato de cambiar todo el año. Digamos que me marco propósitos ideales a medio plazo y trato de acercarme continuamente, poco a poco. Para los que hayan pasado por las matemáticas de bachillerato, como si fuera una función asintótica—no una de esas curvas perfectas del libro de texto, sino una con ruido u oscilaciones. Por ejemplo, un día leí que una persona que deja de comer carne reduce a la mitad, de media, sus emisiones de dióxido de carbono. O que producir un kilo de carne de ternera requiere unos 20 mil litros de agua—unas 100 duchas de 10 minutos—o que el 93 % de los mamíferos del planeta, sin contar a los humanos, son ganado para la alimentación. Saber estas y otras cosas me hizo decidir que no quería basar mi alimentación en productos de origen animal. Hay quien decide hacerse vegana o vegano de un día para otro, lo cual admiro y respeto profundamente. En mi caso, decidí reducir mi consumo de carne poco a poco y, a día de hoy, mi alimentación es prácticamente vegana y no echo nada de menos, más bien al contrario. Mantengo cierta flexibilidad que me libra de un estrés y una esclavitud que, de otra manera, me lo haría complicado. Por ejemplo, una vez, visitando Palestina—cuyo viaje conté en un artículo hace unos años en esta revista—nos acogió una familia palestina en Hebrón. Las mujeres de de la familia habían hecho un gran esfuerzo para recibirnos con hospitalidad a mí y a mí compañera y prepararon una cena que llevaba carne. Mi compañera, vegetariana desde hacía muchos años, literalmente no podría habérserla comido. Que yo pudiera saltarme mi norma habitual nos ahorró una situación aún más incómoda, pero que ella no lo hiciera nos dio la oportunidad de hablar sobre un tema que era extraño para esta familia. No hace falta hacer una promesa de sangre, para toda la vida, para adoptar unos hábitos de consumo con un impacto mucho menor en el medio ambiente.


Con el plástico y el resto de residuos he hecho un viaje parecido, progresivo. Cuando empecé a cuestionarme la aberración que me parecía que, por ejemplo, unos plátanos, que la naturaleza nos ofrece en un envoltorio natural, los supermercados los empaqueten en una bandeja de plástico envuelta en otro plástico, que a la hora de pagar meterían en otra bolsa de plástico, decidí que solo iba a comprar frutas y verduras a granel, sin más embalaje que mi mochila y mis propias bolsas de tela reutilizables. En la práctica, esto supuso que dejé de hacer mi compra de frutas y verduras en grandes supermercados, a hacerla en mercados que ofrecen sus productos a granel. Ningún sacrificio. Y, por el mismo esfuerzo, mi dinero pasaba a financiar más directamente a los agricultores, y menos a las multinacionales que deciden vender sus productos con plástico, entre otras muchas prácticas cuestionables. Y de paso participaba en la vida del barrio y conocía a los vecinos. Al poco tiempo, me di cuenta de que había dejado de malgastar plástico en mis frutas y verduras, pero lo seguía utilizando para comprar pasta, arroz, legumbres y otros alimentos. ¿Podría prescindir de ese plástico también? Esta transición no fue tan sencilla, pero fue posible. Poco a poco fui descubriendo las tiendas donde podía comprar alimentos a granel y desarrollé unos hábitos de compra para adaptar mis nuevos requisitos sin demasiadas molestias. Una de las claves en esta transición fue la reutilización de envases, sobre todo de tarros de cristal de otros alimentos. Cada tarro pasó a convertirse en el recipiente para comprar y conservar un nuevo alimento en la cocina. Igual que hoy en día allá donde hay alimentos envasados en plásticos yo veo basura, en la comida envasada en tarros de cristal yo no solo veo comida sino también un futuro envase reutilizable cientos de veces. Por supuesto, llegó un momento en que empecé a vislumbrar que llegaría un punto en que tendría más tarros de los que podía usar, así que empecé a pensar que alimentos de los que compraba en botes de cristal necesitaba realmente. Esto motivó una nueva transición muy interesante en la que pasé de comprar muchos alimentos procesados y envasados en tarros, a hacerlos yo mismo. Por ejemplo, en vez de comprar salsas en botes de cristal, las empecé a hacer yo mismo. Lo mejor es que no solo reduje mi cantidad de residuos y emisiones asociadas al transporte, sino que mi alimentación pasó a ser mucho más sana y sabrosa al estar hecha por mí, con productos sencillos, frescos, de buena calidad, sin conservantes extraños y sin cantidades surrealistas de sal, azúcar, aceite de palma y otras sorpresas que nos cuela la industria alimentaria.


Mi viaje hacia un consumo con menos residuos y más consciente de sus impactos socioambientales continuó más allá de la alimentación. Por ejemplo, me pasé al jabón y al champú sólido, que los hay fantásticos, y hasta se pueden hacer en casa, como se había hecho toda la vida. También descubrí que hacerme mi propio desodorante en casa es facilísimo, hacen falta solo tres ingredientes y es hasta divertido hacerlo. En general, la receta básica no es nueva, sino las clásicas tres erres: reducir, reutilizar, reciclar. El orden no es aleatorio, y reciclar debe ser el último recurso. Sin embargo, la publicidad de los lobbies del reciclaje—en España, principalmente Ecoembes y Ecovidrio, que son organizaciones controladas por las grandes empresas productoras de envases alimentarios—parecen habernos convencido de que si tiramos nuestros envases en contenedor del color apropiado está todo solucionado y nada se pierde por el camino. La realidad, por desgracia, es más complicada. Por ejemplo, la gran mayoría del plástico reciclado no se puede utilizar para envases alimenticios y casi todo el plástico en alimentación es de nueva producción. Por otro lado, el reciclaje de plástico, vidrio, aluminio, etc. requiere grandes cantidades de energía y, por tanto, emisiones de gases de efecto invernadero. Por eso es tan importante primero reducir al máximo—evitar comprar plástico, por ejemplo—y segundo reutilizar—tarros de cristal, por ejemplo. Reutilizar parece que está mal visto por mucha gente, pero tiene un enorme potencial en el consumo sostenible. Desde que me marché de Madrid he tenido que mudarme unas cuantas veces, la última vez a Montreal hace unos meses. Si cada vez hubiera comprado nuevos todos los objetos que necesito, no solo me habría costado un dineral, sino que habría hecho que se extrajeran nuevos materiales para ello, que se gastara energía en fabricarlos y transportarlos y, por supuesto, el trabajo de mucha gente. En su lugar, he dado una nueva vida a muchas cosas que, desde luego, no merecían terminar en un vertedero tan rápido: bicicletas, muebles, vasos, platos, batidoras, ollas exprés, routers, instrumentos musicales, ropa. . . De hecho, a día de hoy hay muy pocas cosas que compre completamente nuevas y me he dado cuenta de que comprar de segunda mano, vender y regalar son todo ventajas.


Mucha gente piensa que estos hábitos de consumo suponen un enorme sacrificio, requieren de mucho tiempo y dedicación y, por tanto, me hacen más infeliz. La realidad es quizá sorprendente y difícil de explicar a quien no haya reflexionado sobre estas cuestiones, pero lo voy a intentar. Con el tiempo, me he dado cuenta de que cosas como hacer mi propio desodorante, salsas y cocinar en general, más que robarme tiempo, llenan esos ratos de significado y contribuyen a una sensación de consciencia y conexión con el mundo. El sistema que la humanidad ha creado en la mayor parte del mundo en los últimos siglos—el capitalismo—ha sido perfeccionado para ocultarnos qué hace falta para fabricar cosas, y nos limitemos a consumirlas, cuanto más, mejor. Es muy difícil que al coger un paquete de cereales en el estante de un supermercado, seamos conscientes de que para que ese paquete llegue hasta ahí y yo lo pueda comprar por un puñado de euros, hizo falta quizá quemar una parte del Amazonas y desplazar y dejar sin agua a familias campesinas en Colombia para plantar palma aceitera. Es solamente un ejemplo sobre un artículo de los miles del supermercado. No entraré en lo que hace falta para fabricar, qué sé yo, una bandeja de pollo que cuesta hasta menos que el paquete de cereales, o unos pantalones de Zara. Aunque pueda parecerlo, esta desconexión con lo que hace falta para producir las cosas que nos rodean es relativamente nueva. Una señora de un pueblo en los años treinta sabía perfectamente de dónde venía la ropa que llevaba puesta y la comida que tenía en el plato. No estoy defendiendo que debamos coser nuestra propia ropa y cultivar todos nuestros alimentos, sino cuestionando que no tener ni la más remota idea de qué camino han hecho para llegar hasta nosotros sea algo positivo. Al menos a mí, en tanto que ser humano y ser vivo de este planeta, tomar esa consciencia y dedicar tiempo y atención a las cosas que necesito para vivir no me hace más infeliz, sino al revés. Lo que me hace infeliz es ver que a mi alrededor hay mucha presión para que hagamos todo lo contrario.


Una de las excusas más extendidas para no cambiar nada es que lo que haga una sola persona tiene un impacto ínfimo. Antes de concluir, quiero poner un par de ejemplos personales de cómo los pequeños gestos pueden generar cambios en cadena. Cuando dejé de comprar en supermercados, empecé a ir a una tienda de barrio en Berlín. Para comprar en esta tienda, primero se metían las frutas y verduras a granel en una cesta o un carro y, antes de pagar, un señor las pesaba y las metía en bolsas de plástico. Durante varias semanas, cada vez que iba a la báscula le decía al señor que no quería bolsa, que era mejor para el medio ambiente. Al poco tiempo, las bolsas de plástico que se habían utilizado durante años se convirtieron en bolsas de papel. Sé que yo no era el único que rechazaba las bolsas de plástico, pero también sé que contribuí al cambio. Otro ejemplo: al lado de mi última casa en Berlín hay una heladería siciliana con los mejores helados que he probado. Mi compañera de piso y yo, como no queríamos gastar las tarrinas de usar y tirar, llevábamos unos tarros de cristal de casa y les pedíamos que nos sirvieran el helado ahí. El primer día nos miraron extrañados; el segundo nos reconocieron; el tercero ellas mismas habían montado un sistema de tarros de cristal reutilizables para todo el mundo.


No he escrito este artículo para señalar culpables, sino para recordarnos que tenemos el poder de cambiar las cosas. No hay una manera perfecta de consumir o de vivir en el mundo. Hay una manera consciente y atenta, y otra manera que finge consumir con los ojos cerrados. Si dejamos que nuestros ojos se abran, aceptamos que coexistimos con otros seres humanos y otros seres vivos en el planeta—en lugar de pensar que el planeta se hizo para nosotros—lo demás vendrá solo y poco a poco. Si estás estudiando en el instituto, estás seguramente a punto de vivir algunos de los cambios más importantes de tu vida: vas a ganar mucha libertad y, con ella, responsabilidad. Ambas son un regalo que nos otorgan el poder de elegir en qué mundo queremos vivir. Frenar el cambio climático depende de que los seres humanos cambiemos nuestra relación con el planeta cuanto antes, y una de las llaves más importantes para acelerar esa transición la tenéis quienes estáis a punto de empezar a tomar decisiones importantes.

El Cambio Climático

Libertad Reguera Duarte, 2ºG Bachillerato


En estos últimos años, se ha lanzado cada vez más la alarma sobre cambio climático, pero, ¿de verdad sabemos de lo que hablamos? ¿Por qué tendríamos que asustarnos al oír “cambio climático”?

El cambio climático es la variación global del clima de la Tierra, que afecta a los parámetros climáticos (temperatura, precipitaciones,...). Gracias a que hemos podido estudiar el clima, que es un campo complejo de investigar y que cambia rápidamente porque intervienen una gran cantidad de factores, sabemos que el clima de la Tierra nunca ha sido estático. Desde decenios a miles y millones de años, ha habido variaciones en todas las escalas temporales por alteraciones en el balance energético. Una de esas variaciones, que cabe destacar, es un ciclo de unos 100.000 años de períodos glaciares, y después de períodos interglaciares.

Entonces, si ha pasado más veces, ¿por qué nos debería de preocupar tanto? El cambio climático es consecuencia de causas naturales, sin embargo, ahora la acción del hombre es también una causa de ello. Por lo que, al haber más causas, el cambio climático está avanzando más rápido de lo que debería, lo que deriva en la extinción de bastantes especies de animales y plantas, ya que no se podrán adaptar con tanta rapidez a los hábitats cambiados. También faltará agua potable, cambiarán notablemente las condiciones para producir alimentos y aumentará el número de muertes, todo esto por las catástrofes naturales (olas de calor, sequías, inundaciones, tormentas, etc.) que forman parte del cambio climático. La salud de millones de personas se podrá ver amenazada o afectada por la desnutrición, la malaria y las enfermedades que se transmiten por el agua.

Pero, ¿qué hemos hecho para que estemos adelantando tanto el cambio climático? Básicamente hemos alterado la concentración de algunos gases que la naturaleza se encargaba de equilibrar. La industria, la combustión de combustibles fósiles y la agricultura han liberado dióxido de carbono, óxido nitroso y metano, que son gases que forman parte de los gases del efecto invernadero. Este efecto da nombre a la acción de una capa de gases en la atmósfera que retiene el calor del sol. Sin los gases del efecto invernadero, el planeta tendría una temperatura tan baja que no podría existir vida, pero al aumentar la producción de estos gases, hemos visto que la temperatura ha aumentado 0'6°C más en el siglo XX, y que el nivel del mar ha subido unos 11 centímetros. Si habiendo aumentado un 30% estos gases ha habido estos cambios, ¿no creéis que aumentándolo más no va a acabar peor? Es obvio que sí, pero ya, ¿qué podemos hacer para evitar el cambio climático?

El cambio climático no se puede evitar, ya que como hemos visto anteriormente lleva pasando desde hace millones de años, pero sí se puede ralentizar, lo contrario de lo que hemos hecho. Sí que podemos reducir sus efectos y adaptarnos a sus consecuencias, o sea, combatirlo aplicando medidas de menor a mayor escala que ayuden a frenar este cambio. Estas acciones se llaman medidas de mitigación y adaptación al cambio climático:

  • La mitigación consiste en realizar acciones que reduzcan y limiten las emisiones de los gases de efecto invernadero, así evitando que la temperatura global aumente. Estas acciones son: invertir más en energías renovables, bajar el nivel de producción del carbono, promover la eficiencia energética, y electrificar procesos industriales o implementar la electricidad a medios de transporte.

  • La adaptación va enfocada a reducir la vulnerabilidad ante las consecuencias del cambio climático, por lo que consiste en mejorar infraestructuras, en que las instalaciones sean seguras y resistentes, en reforestar los bosques, restaurar los paisajes, tratar y depurar el agua, y producir un cultivo flexible y variado. También habría que invertir en investigación y desarrollo del comportamiento de los factores climáticos, para prever los desastres naturales que va a haber, y así poder buscar más soluciones a los problemas que nos va a causar el cambio climático.

En conclusión, el cambio climático no sería tan peligroso si hubiéramos tenido cuidado y conocimiento de las implicaciones que tiene concentrar tal cantidad de gases. En estos momentos, nos queda relativamente poco tiempo para poder conseguir rebajar estas consecuencias. Sin embargo, para disminuirlas, principalmente tienen que colaborar las empresas que consumen tanto los gases de efecto de invernadero y los gobiernos, para que pongan leyes para frenar el caos que vamos a acabar viviendo, y no es que estén muy a la labor de colaborar en esta emergencia climática. Lo que podemos hacer la gente a título personal es reducir gastos en las industrias principalmente textiles y ganaderas, que son las que más consumen, y manifestarnos para que los que tienen más poder que nosotros hagan algo contra esto.