Rusia

Se acababa Mongolia. Nos levantamos a las 6.30 para coger un autobús dirección Ulan-Ude (la primera ciudad rusa) ya que, al parecer, cruzar la frontera rusa en bus es más rápido que en tren. Nunca sabremos si nos habría ido mejor en tren, pero lo cierto es que en bus tardamos tres horas. Aquel día el dios de los viajeros (el único dios en el que creemos) debía estar con nosotros, porque al llegar a Ulan-Ude cogimos un taxi a la estación de tren y nos dio el tiempo justo de comprar un billete para el tren que salía hacia Irkust veinte minutos más tarde. A quien venga de Suiza puede que veinte minutos le parezca tiempo más que suficiente para comprar un billete, pero en la vieja Rusia se te puede ir el doble de tiempo sólo para hacer la cola, más otro tanto para encontrar a alguien dispuesto a tomarse la molestia de intentar entenderte, y no hablo de ir en plan arrogante hablando inglés, sino de leer el papel donde con todo cuidado has apuntado el nombre del destino en cirílico, la hora, el día y el número del tren. La respuesta habitual era un “niet, niet” sin siquiera mirar el papel, otras veces lo miraban, escribían algo en el ordenador, y después de darnos unos segundos de tensa espera, vuelta al “niet, niet”. A lo largo de las semanas que estuvimos en Rusia llegamos a odiar estas palabras con toda nuestra alma y a celebrar la compra de cada billete como si del gordo de la lotería de Navidad se tratara.

En fin. Aquel día no quedaba sitio en Plastkarni y los cogimos en Kupe, donde, si bien es cierto que es cerca del doble de caro, se viaja de cine.

Irkust y el lago Baikal

Llegamos a Irkust a primera hora de la mañana después de una noche tan cómoda como en la mejor cama de hotel. De hecho, a nosotros el traqueteo del tren nos hace caer como niños a las primeras de cambio. Un tranvía nos acercó de la estación de tren a la de autobús por la centésima parte del importe que nos pedían los taxistas. A juzgar por el poco empeño que ponían en regatear sospecho que la gente suele aceptar el primer precio.

No había billetes para ese día a la isla de Olkhon, en el lago Baikal, así que tuvimos que coger un minibús privado que salía a los diez minutos. A las cuatro de la tarde estábamos allí.

A mi el lago Baikal en general y esta isla en particular me encantaron. Creo que tienen una luz y una magia especial. Hablo en singular porque Ana no se mostró tan fascinada y el hecho de que no haya ni agua caliente ni saneamiento no le ayudaron a cambiar de opinión.

Quizá la mejor opción para alojarse en el lago sean las casas particulares, pero este dato seguramente cambiará pronto, porque el Baikal es un lugar de veraneo habitual de los rusos y por lo tanto imagino que, como todos los sitios muy turísticos, sufrirá grandes transformaciones en breve.

Al día siguiente nos apuntamos a una excursión en furgoneta hasta el cabo Norte de la isla por unos 10 € con comida incluida. Es un lugar fantástico, donde la gente suele ir a meditar porque, al parecer, tiene mucha energía positiva, o algo así. Nosotros de energías positivas no entendemos mucho, pero aún así la excursión vale la pena. Lo más curioso fue que la comida consistió en sopa de pescado que el conductor preparó allí mismo después de encender un fuego. Misterios de Rusia.

Rusia puede ser un país muy hostil, y no sólo con el extranjero. Como ejemplo, os contaré que al día siguiente, cuando volvíamos a Irkust, el conductor se cayó del techo de la furgoneta mientras colocaba las maletas. A pesar de que el golpe sonó a costilla rota, no se movió nadie del sitio y el hombre tuvo que arrastrase como buenamente pudo hasta su asiento y conducir las más de 6 horas que hay hasta Irkust. Es cierto que cuando le dabas la mochila te respondía con un gruñido, pero aun así nadie se apiadó de él cuando se cayó. Al llegar a Irkust tenía curiosidad por saber si alguien se ofrecería voluntario para bajar las mochilas y, como cabía esperar, no lo hizo nadie. Al final subí yo y aún después de todo lo vivido no puede por menos que sorprenderme cuando veía a la gente gritando desde abajo para que bajara su mochila la primera.

Tomsk

En Irkust tuvimos suerte: esa noche salía un tren hacia Tomsk a las dos de la madrugada, lo que nos dejaba toda la tarde para conocer la ciudad con calma y hacer algo de compra para el viaje. La situación lo requería, porque estamos hablando de dos días metidos en un tren, y eso, para dos personas, son doce comidas, si no me fallan los números.

El viaje resultó genial. Compartíamos departamento con un uzbeco que trabajaba en Rusia y volvía a casa por vacaciones. A pesar de que no hablaba una palabra de inglés, los gestos y los dibujos hicieron maravillas y pudimos y pudo enterarse de todo lo que le quiso. Se mostró muy sorprendido cuando se enteró de que vivíamos juntos sin estar casados: “ah, tú sultán”, me decía. Después hizo como seis llamadas a casa y decía “España…excursia…” y se reía.

A las ocho de la mañana del nueve de agosto llegamos a Tomsk. Búsqueda de hotel (50 €, limpio, bien situado, con parabólica para poder ver las Olimpiadas de Pekín, que ya habían empezado, de lo mejor de Rusia) y a ver la ciudad, que resultó ser un oasis: tranquila, agradable, con las casitas de madera que la han hecho famosa. Es cierto que no está en la línea principal del Transiberiano y que normalmente se requiere cambiar de tren en Taiga, pero aún así vale la pena.

El golden ring: Suzdal y las iglesias de cúpula de cebolla

De nuevo en el tren y de nuevo con dos días de trayecto por delante. Siempre que te subías al tren tenías un puntillo de nerviosismo por conocer a tus compañeros de viaje, porque son muchas las horas que vas a convivir con ellos. Volvimos a tener suerte: nos tocó una pareja joven rusa: Alexei, militar, y Juliette, casados desde hacía siete años y con una niña de la misma edad. Con ellos se cerraba el círculo de compañeros de tren, y todos tuvieron dos cosas en común: todos fueron encantadores y todos nos preguntaron cuanto ganábamos en España. Nosotros solíamos devolverles la pregunta y así nos enteramos de que en Mongolia se podía esperar ganar 100$ al mes, 200 en Uzbekistán, 500 en Irkust y 2000 nuestro amigo militar, que era un mando medio, según pudimos entenderle.

Habréis notado que no nos hemos detenido demasiado en las descripciones del propio Transiberiano. No queremos engañar a nadie: el paisaje que atraviesa el tren resulta extraordinariamente monótono, así que al final, hacer el Transiberiano se convierte en una experiencia que cada cual valorará en función de la suerte que haya tenido con los compañeros de viaje y sus experiencias personales, pero, objetivamente, el viaje no impresiona.

A la una de la tarde llegamos a Vladimir. Bus a Suzdal y los ojos como platos al ver un pueblo precioso, encantador, y con iglesias de cúpula de cebolla que personas. La mala noticia es que está muy cerca de Moscú, es muy turística, y eso se nota en los precios: tuvimos que pagar 60 € por un cuchitril con el agua caliente limitada por horas y limpieza la justa.

Nos pasamos toda la tarde dando vueltas por la ciudad y nos fuimos pronto a la cama, porque, aunque parezca mentira, 50 horas de tren lo dejan a uno molido.

Moscú

El Transiberiano se había acabado, pero al viaje le quedaban dos platos fuertes. Para empezar, Moscú, ciudad inmensa y hostil de más de nueve millones de habitantes. En mi opinión Moscú condensa, para lo bueno y para lo malo, todo lo que es Rusia. Allí se pueden ver cochazos de lujo aparcados frente a grandes hoteles y restaurantes carísimos donde nuevos ricos cenan junto a rubias de infarto, mientras a sólo unos metros la gente pide en la boca del metro o se emborracha con alcohol barato. No es casualidad que en Rusia la medida más común para envasar el vodka no es 750 ml. como en España, sino 375 ml., considerada por muchos rusos como la dosis individual necesaria para matar el frío y el tiempo una tarde (o demasiado a menudo una mañana) cualquiera.

En fin. Contaba que llegamos a Moscú, esta vez no en tren, sino en bus, más frecuente, barato y, todo hay que decirlo, alternativo. Fuimos a la boca de metro más cercana y al hostel. Elegimos el famoso Godzilla’s y nuestra opinión es buena: limpio, bien situado y, para lo que es Moscú, en precio.

Nos fuimos directamente al Kremlin, donde nos recibieron con una inmensa cola no provocada por una afluencia masiva de gente, sino, simplemente, por la habitual desidia de la burocracia rusa. La sensación al comprar una entrada en Rusia, aunque te dejes la mitad del presupuesto del día, es siempre de que el que te la vende te hace un favor. En cualquier caso, el Kremlin es uno de esos lugares en el mundo que todo viajero debe ver, y mejor aún la anexa Plaza Roja: inmensa, fantástica, como si el país hubiera querido demostrar al mundo su poderío en las dimensiones de esta plaza. Una vez leí que el Transiberiano comienza y termina en dos plazas grandiosas, y es cierto: al ver la Plaza Roja te viene a la mente la Plaza de Tiananmen. En la propia plaza Roja podréis ver también el mausoleo de Lennin. Sólo podréis parar un instante frente a la momia, porque los soldados que la custodian enseguida os empujarán para que sigáis caminando.

Como todavía no era tarde decidimos ocuparnos un poco de la logística del viaje: fuimos a una estación de tren a comprar el billete a San Petersburgo. De la taquilla normal nos echaron, desviándonos al “service center”, una sala especial para turistas con aire acondicionado, sofás grandes y más taquilleras que viajeros. A pesar de que estábamos comprando con dos días de antelación (algo que no habíamos hecho desde Pekín) nos dijeron que no había billetes de tren ni para el día 14 ni para el 15 y que para el 16 sólo quedaban billetes para el tren de las 3 de la madrugada. Teniendo en cuenta que debe haber más de veinte trenes diarios entre las dos ciudades resultaba un poco difícil de creer. Al volver al hostel descubrimos que en Moscú es un negocio muy rentable la compra de billetes de tren a cambio de una comisión y muchos recepcionistas lo practican, así que al día siguiente volvimos a la estación con María, la recepcionista del hostels y, ¡oh, maravilla! había trenes para el día que quisiéramos en la clase que quisiéramos. Que cada cual saque sus propias conclusiones, pero esta es la nuestra: Rusia es un país donde la corrupción, la incompetencia y la desidia campan a sus anchas. Por supuesto se puede alegar que habrá de todo, y es cierto, pero viajando por Rusia os encantareis demasiado a menudo con situaciones como las descritas.

Pasamos la tarde en el barrio de los artistas, el Rabat, donde nos encontramos con el grupo de españoles con el que habíamos coincidido el primer día de tren, cuando salimos de Pekín. Ellos habían hecho un tour bastante largo por Mongolia y nos confesaron que habían quedado bastante decepcionados con el país y con la agencia. En Moscú se suponía que tenían una reserva en el Godzilla’s, pero al llegar al hostel les dijeron que no había sitio.

Nos fuimos de Moscú aquella noche. Al día siguiente estaríamos en San Petersburgo.

Lo que bajo ningún concepto podéis perderos en Moscú es el Metro. Es absolutamente increíble, con sus mármoles, escaleras, lámparas…en suma, una maravilla, y además gratuita.

San Petersburgo

Llegamos a las tres de la tarde, molidos tras doce horas de viaje. Como íbamos bien de tiempo para conocer la ciudad, ya que le habíamos reservado tres días, decidimos dedicar la tarde a asegurar el transporte a Tallin. Nos decidimos por el autobús, relativamente cómodo y barato, que a estas alturas del viaje nuestra menguada cartera agradecía. Y hablando de cartera, en San Petersburgo el alojamiento de barato no tiene nada, y no solo nos tocaba dormir en dormitorio compartido, sino que encima cada uno en una habitación.

Al día siguiente nos fuimos a Petrodvorest, el palacio de las fuentes situado junto al golfo de Finlandia. 9 € de entrada, que, a mi juicio, resulta cara.

De vuelta en San Petersburgo nos fuimos al Hermitage para comprar la entrada de tarde, que si no eres un adicto al arte y con medio día te resulta suficiente para ver el museo, te permite ahorrar algo. Tuvimos que hacer una cola de una hora para conseguir la entrada. Mención aparte merecen las mujeres que guardan las salas, absolutamente encantadoras. Esperamos que cunda el ejemplo en el resto del país.

Al día siguiente nos lanzamos a conocer San Petersburgo al completo. La ciudad es magnífica, con sus canales, avenidas y palacios. Id preparados de calzado cómodo, porque las distancias son realmente importantes.

El último día lo dedicamos a volver a algunos sitios que nos gustaron especialmente y hacer las compras: chocolate, caviar y vodka de las marcas recomendadas por nuestros últimos compañeros de tren.

El viajero que llegue a Rusia notará tres escalones bien definidos. En el primer escalón está San Petersburgo, ciudad profundamente europea, donde solamente al comprar un billete de tren o realizar alguna gestión parecida se empieza a notar algo. El segundo escalón es Moscú, ya rusa casi al 100% donde el viajero apreciará las importantes diferencias en el día a día con Europa y lo difícil que resulta moverse por el país. El último escalón que el viajero abordará está al este, en Siberia, la Rusia profunda de las caras arrugadas, la gente siempre dispuesta a pasar de ti, los hoteles carísimos y ruinosos y a todo el resto de cosas que forman este país y que hacen de él el menos hospitalario que hayamos conocido. Sabemos que esta opinión contrariará a más de uno y que muchísima gente estará dispuesta a defender todo lo contrario, pero esto es lo que nosotros nos encontramos, agravado por el contraste con China, donde nos sentimos como en casa desde el primer momento.

Tallin

A las diez de la noche cogimos el autobús a Tallin. Para nuestra sorpresa la frontera resultó un trámite rápido y, tras acomodarnos como mejor pudimos, pasamos la noche durmiendo hasta las que amanecimos, demasiado pronto para mi gusto, a las cinco y media en estación de autobuses de Tallin. Era tan pronto que el edificio de la estación estaba cerrado. Por fin, a las seis, abrieron. Cogimos un bus al centro con una pareja de andaluces de viaje por las repúblicas Bálticas y les acompañamos al hotel en el que nos habíamos alojado nosotros dos años antes.

Tallin es una ciudad preciosa, fantástica, por la que es un placer pasear, y más aún a esas horas en las que todavía no había sido tomada por los cientos de turistas que la visitan a diario. Por la noche nos fuimos a dormir al aeropuerto, como solemos hacer cuando el avión sale pronto por la mañana.

Copenhage

El viaje y los vuelos de conexión nos regalaron una soleada mañana en Copenhague que por supuesto aprovechamos. La recordábamos de tres años atrás, cuando subimos hasta Noruega en coche. Siempre es un placer visitar una ciudad ya conocida, porque vas con una calma que la primera vez no tienes.

Y se acabó. Vuelo a Madrid y autobús a Salamanca. Cinco semanas más tarde, y después de cruzar medio mundo estábamos de vuelta en casa. ¿El resumen del viaje? Seamos sinceros: el Transiberiano tiene mucho de nombre y de leyenda, hasta el punto de que probablemente supera la realidad de lo que el viajero se encontrará, pero esa es una opinión que os corresponde a vosotros.