Mongolia

Once días después de salir de casa empezábamos el Transiberiano propiamente dicho. Llegamos a la estación de tren nerviosos, con media hora de adelanto y después de haber pasado por el supermercado el día antes para comprar comida suficiente para sobrevivir un mes en una isla desierta. Todos los turistas que andábamos por allí nos mirábamos unos a otros con disimulo, pero sin poder evitar dejar escapar alguna sonrisa como diciendo: “sí, yo también voy a hacer el Transiberiano”. Finalmente, y después de un rato que se nos hizo eterno subimos al tren por el procedimiento chino de seguir a la manada.

Teníamos billetes de cama dura con cuatro literas por compartimento y nuestra gran duda era saber con quién nos tacaría compartir viaje. La verdad es que la primera impresión no pudo ser peor: dos chicas mongolas con cuatro maletas más grandes que ellas que nada más llegar nos dijeron que tenían sueño y que querían dormir. Visto el plan las dejamos en el vagón y nos fuimos a conocer gente. Como todo el mundo había tenido la misma idea nos juntamos en los pasillos un tropel que traía de cabeza a los revisores, pero así pudimos conocer al grupo de españoles que viajaban con una organización y una preparación como no la han conocido ni en Suiza, todo lo contrario que nosotros, a la pareja de gringos que estudiaban en China y que planeaban ir a Cuba si Obama ganaba las elecciones y les daban el visado, al inglés que se había apuntado a un rally y al catalán que trabajaba en China como periodista y que iba a Mongolia a renovar su visado. Con este último, Joan (el de la cinta azul en el pelo), acabamos haciendo un tour en furgoneta por el país y buscando cervezas en mitad de la estepa mongola a las tantas de la mañana.

Fotos: Esperando la salida del Transiberiano en Beijing. El vagón-restaurante. Ana con una de nuestras compañeras de viaje.

El paisaje fue cambiando poco a poco: de las montañas verdes en las primeras horas de la mañana fuimos pasando a un paisaje cada vez más llano y desértico. A media mañana llegamos a Datong, donde el tren se detuvo más de una hora, dándonos tiempo a bajar, conocer gente y sudar tinta para intentar mantener una conversación con los revisores. A lo largo de la tarde entramos en la provincia china de la Mongolia Interior, donde el paisaje ya era plenamente desértico. Ya no cambiaría hasta Ulan Bator. Hacia el final de la tarde llegamos a la frontera, donde nos sellaron los pasaportes y nos hicieron bajar mientras revisaban el tren. Hicimos tiempo comprando en un supermercado que hay en la misma estación y charlando con el inglés del rally, que nos dio la idea para el viaje del verano siguiente por el sudeste asiático. Finalmente, un par de horas después volvimos a subir para cruzar la frontera. Entonces ocurrió algo curioso: todos los soldados que habían estado revisando el tren se alinearon a lo largo del andén y se cuadraron mientras sonaba en los altavoces de la estación una marcha militar. Cosas de China: recibidos y despedidos con honores militares.

La entrada en Mongolia fue mucho menos espectacular. Nos sellaron los pasaportes y nos dejaron seguir camino sin más trámite. Entre unas cosas y otras nos habían dado las dos de la mañana y habíamos madrugado mucho. Era hora de nuestra primera noche en el tren.

A la mañana siguiente el paisaje era exactamente igual que al acostarnos, pero al menos nuestras compañeras de viaje habían recuperado el sueño perdido y pudimos estar un rato hablando con ellas. Lo de hablar, por supuesto, es un decir, porque una vez que se acababan las cuatro palabras de inglés que chapurreaban la cosa se complicaba, aunque al final siempre se ha demostrado que comunicarse es sobre todo cuestión de ponerle intención.

Le hicimos una última visita al vagón-restaurante para desayunar. Para nuestra sorpresa lo habían cambiado en la frontera y la verdad es que habíamos ido a peor: no tenía aire acondicionado y los precios estaban en tugriks, la moneda mongola. Como sólo teníamos euros nos cobraron haciéndonos un cambio estupendo… para ellos, claro. En pocas palabras, nos cobraron casi el doble.

A las cuatro de la tarde, 34 horas después de salir de Beijing, llegamos a Ulan-Bator.

Ulan-Bator

La primera sensación al bajar fue de mareo. Después descubriríamos que cuando el viaje se extendía más allá de 24 horas al bajar teníamos la sensación de que el suelo se movía. Afortunadamente, esta especie de jet-lag ferroviario dura sólo un ratillo.

En la estación de tren nos recibieron los comisioneros de los hostels. Como no teníamos nada cogido aceptamos dos o tres tarjetas y folletos y nos dirigimos a Idre’s Hostel, a un paso del centro. La habitación doble nos costó 18 $. La verdad es que lo que espera cualquier hostel de Ulan-Bator no es tanto que te alojes en ellos, sino que les contrates el viaje por el interior del país. Mongolia es un país que carece de cosas que a los turistas europeos nos parecen absolutamente básicas: carreteras, medios de transporte que te lleven a cualquier punto del país, un hotel en el lugar de destino, etc. Debido a esto, la forma en la que el 99% de la gente recorre el país es contratando un tour que se realiza con una furgoneta y durmiendo en gerts (esa especie de tiendas de campaña de los nómadas mongoles).

La tarde en UB no aportó nada: es la ciudad más fea del mundo que nosotros conocemos. Un proyecto de ciudad comunista a medio construir. Lo más recomendable de esta ciudad es el restaurante Marco Polo donde unas camareras monísimas sirven unas pizzas espectaculares.

Terelj Nacional Park

Al día siguiente cogimos un autobús a Terelj Nacional Park, a algo más de 1 hora de UB y unos 2 euros de billete. Es un paisaje de media montaña que nuestro compañero de viaje Joan calificó de “primo-hermano de Mordor”. Todos los hostels de UB os ofrecerán la excursión a un precio desorbitante, pero no vale la pena, porque ir en autobús es bastante cómodo, razonablemente rápido y sobre todo, muy barato. Tenéis autobús por la mañana para ir y a última hora de la tarde para volver. No vale la pena quedarse a dormir.

El interior del país

Al final acabamos cogiendo un tour para recorrer algo del interior de Mongolia de 4 días de duración, aunque los hay de hasta un mes. El precio es de unos 30€ por persona y día, aunque depende de los que seáis y cómo se llene la furgoneta, porque el sueldo del guía y del conductor y el combustible se pagan igual para uno que para seis. Nosotros estuvimos preguntando por el hostel con la intención de completar el grupo, porque sólo éramos tres: Ana, yo, y Joan, el periodista catalán que habíamos conocido en el tren y con el que habíamos ido a Terelj Nacional Park el día anterior. Finalmente fichamos para la causa a un sueco, Martin, que venía conduciendo desde Estocolmo para un rally solidario. La cosa iba así: se buscaban un coche viejo con el conducían desde Europa y al llegar a Mongolia se subastaba para destinar el importe recaudado a fines benéficos. Martin era un trotamundos al que todo le parecía bien y nunca se quejaba por nada, salvo el día que volvimos, cuando descubrió que le habían robado la tienda de campaña del almacén del hostel donde la había dejado.

Salimos de UB a las dos de la tarde y llegamos al gert a las nueve. Siete horas de viaje para hacer no más de 200 km. El trayecto fue una sucesión inacabable de prados verdes con unas montañas al fondo que parecía que se alejaban según avanzábamos. Los gerts son muy acogedores. Cenamos pasta y verdura y al saco. Al día siguiente realizamos los típicos paseos en caballo, camello y subida a la duna de arena. Por la tarde más furgoneta para llegar a Karakorum, la antigua capital de Mongolia. Al día siguiente visitamos el templo y emprendimos el largo trayecto de vuelta a UB, donde llegamos a las diez de la noche, justo a tiempo para quitarnos los dos dedos de polvo que todos traíamos encima y meternos unas pizzas con una cerveza fría en Marco Polo.

Qué decir de Mongolia…un país inmenso donde las distancias y la falta de carreteras hacen que los desplazamientos de conviertan en una tortura. Es un país para, o bien darle una pincelada rápida mientras se piensa en la China que has dejado y en la Rusia que viene, como hicimos nosotros, o bien tomárselo con calma, dedicarle un mes o más, equiparse con material de acampada y lanzarse a la aventura en su estado más puro. La decisión es vuestra.

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