China

Salimos de Salamanca el 18 de julio en el último autobús del día, con la idea de llegar a Barajas a dormir. En general suele ser buena idea dormir en el aeropuerto cuando tu avión sale temprano para olvidarte de prisas y atascos mañaneros, pero en el diseño de Barajas no está previsto que la gente pueda necesitar echar una cabezada. Acabamos durmiendo en el suelo, que sin esterilla se reveló en toda su dureza.

El vuelo a Zúrich salía a las 9.30. Lo cogimos sin desayunar, a la espera de que Swiss Air tuviera un detalle (para una vez que no viajamos en low-cost…) La escala en Zúrich era de veinte minutos, pero la legendaria puntualidad suiza hizo que después de cambiar de terminal aún nos sobraran cinco. Ahora venía lo bueno: 11 horas por delante para cruzar Asia entera hasta Shangai. Fue bastante llevadero, a base de películas, comidas, tentempiés, almuerzos y desayunos. El desfase horario hizo que desayunáramos 6 horas después de comer.

Shangai

El choque es impresionante. Al principio no notas nada, claro, porque todos los aeropuertos del mundo son iguales, pero en cuanto bajas del Maglev (un pequeño capricho que nos dimos. Levitación magnética para viajar a 350 km/h) te golpea de lleno: los letreros en chino (aquí no es que no entiendas el idioma, como en Alemania, aquí eres analfabeto), la gente, el calor, la humedad, los olores…todo se junta y todo se une para darte una bofetada en tu soñolienta cara. Ahora estás en Asia.

La reserva de la primera noche de alojamiento es necesaria para tramitar el visado. Lo habíamos hecho a través de la página web de HI y se convirtió en nuestra forma de buscar alojamiento a lo largo de China. Teniendo en cuenta que las ciudades chinas suelen tener varios millones de habitantes resulta cómodo darle una dirección al taxista con la seguridad de que habrá un sitio libre. En el caso de la red de HI, el precio de las habitaciones dobles solía rondar los 10-15 €, con mobiliario nuevo, muy acogedoras y extremadamente limpias.

Para las dos primeras noches habíamos elegido el Mingtown Hiker YH, muy céntrico y con restaurante. De camino al hostel descubrimos dos importantes cosas de China. La primera, que cuando no entiendes los letreros orientarse no es fácil. La segunda, que los chinos son uno de los pueblos más amables que existen y que en cuanto ven a un extranjero con un mapa en la mano y aspecto de perdido se acercan a preguntar qué necesitas. Claro que no hablan nada que no sea chino, pero a veces hay suerte y uno habla dos palabras de inglés y hace de traductor para el resto. Si no, toca emplear el último recurso: dibujitos y el universal lenguaje de gestos. En nuestro caso fue una chica encantadora que nos acompañó hasta la misma puerta del hostel, en un paseo de más de veinte minutos. Subimos a la habitación y nos echamos una siesta de antología. Los relojes chinos dirían que era mediodía, pero el cuerpo decía que eran las 4 de la mañana.

Nos levantamos cuatro horas más tarde sin saber muy bien si debíamos desayunar, comer o seguir durmiendo. Optamos por dar una vuelta para empezar a tomarle el pulso a la ciudad. La primera visita, a 10 minutos del hostel, era obligada: el Bund, el famoso skyline de Shangai, que es sin duda la imagen más conocida de la ciudad. Recorrer la zona de los rascacielos y regatear unas camisetas se llevó el resto de la tarde, pero por la noche descubrimos uno de los grandes placeres de China: los masajes de pies. Por 5 € tienes a tu disposición una hora de auténtico y genuino placer que nadie que visite china debería perderse.

Fotos: Ana con la encantadora chica que nos acompañó hasta la puerta del hostel. El Bund. Las otras calles de Shangai (no todo son rascacielos)

Las grandes ciudades chinas son absolutamente insufribles: el tráfico es caótico y tiránico con el peatón, que se ve marginado a apartarse de un salto cada vez que oye un claxon a su espalda. El hormigón, que todo lo envuelve, y al que aquí se rinde culto, como componente fundamental de un urbanismo hostil que no contempla la necesidad de incluir zonas verdes en una ciudad. Los itinerarios que a la vista de un plano son lógicos, se vuelven impensables: avenidas de ocho carriles, cruces elevados, el caos más absoluto. Hicimos un intento de paseo el segundo día para visitar el Buda de Jade, pero resultó imposible. A partir de entonces aplicamos la vieja máxima de que si no puedes vencer, únete: en taxi a todas partes. Siguiendo esta consigna recorrimos el resto de lugares de interés de Shangai: el Buda de Jade, el jardín de Yuyuan y las preciosas calles que lo rodean. Los jardines chinos son el lugar perfecto para escapar del tráfico, y proporcionan un respiro ante el insoportable calor del verano. Eso sí, no olvidéis daros dos capas de repelente para los mosquitos antes de visitar uno. Las callejuelas que rodean el jardín de Yuyuan forman el Bazar. La joya del conjunto es La casa del Té, situada en medio de un pequeño lago y comunicada por un puente con 9 curvas para protegerla de los espíritus. El Buda de Jade merece una visita, no sólo por el propio Buda, sino por la devoción que se respira en el templo.

Fotos fila superior: El Templo del Buda de Jade

Fotos fila inferior: La casa del Té. El Jardín Yuyuan. Una calle de los alrededores

Hangzhou

Comprar nuestro primer billete de tren chino resultó bastante sencillo, pero la primera impresión fue demoledora: los paneles electrónicos de varios metros de largo llenos de caracteres chinos no apuntaban nada bueno. Pero tuvimos suerte: la chica de la taquilla hablaba dos palabras de inglés y no fue necesario darle el papel bilingüe que nos habían escrito con la mejor intención en el hostel. Teníamos nuestro billete a Hangzhou. Habíamos comprado los billetes en una pequeña oficina que la Renfe china tiene en el centro de la ciudad y nuestro tren salía de la estación sur, situada fuera de mapa (y eso en una ciudad de 16 millones de habitantes son palabras mayores). Pero el precio de un taxi en China no supone ningún problema. Una hora y media de trayecto y 4 € tuvieron la culpa.

En China han adoptado un método para gestionar las estaciones de tren que a los extranjeros nos resulta muy útil. Básicamente se trata del método de embarque de los aeropuertos: todo el mundo está en una sala de espera común (varias si la estación es grande) hasta que anuncian tu tren. Enterarte de que se trata de tu tren no supone un problema porque desde que tienes el billete tienes también el número del tren, así que resulta sencillo estar pendiente de los paneles para seguirle la pista. En el momento en el que lo anuncian se levanta todo el mundo a la vez y forman una perfectamente rectilínea cola para pasar el control de billetes. No hay más que seguir al resto de viajeros para que te lleven hasta tu tren. Por cierto, que esta misma operación en Rusia resulta mucho más complicada.

Un tren ultramoderno nos dejó en Hangzhou en una hora y media. Siguiendo el procedimiento que habíamos estudiado para la ocasión y que nos dio muy buen resultado en toda China, le enseñamos al taxista la guía bilingüe de hostels que nos habían dado en Shangai y le señalamos el que habíamos reservado el día anterior en el último hostel (en los hostels chinos Internet es gratuito). Nos dejó en la puerta por un euro. En China, los mapas, guías y folletos bilingües valen su peso en oro.

El hostel que habíamos elegido era el Hangzhou Wu Shan Yi International YH (de HI), a un paso del lago del Oeste y que como todos los que cogimos a lo largo del país resultó cómodo, céntrico, limpio, acogedor y barato (unos 15 € la habitación doble). Alquilamos unas bicis en el mismo hostel con la idea de darle la vuelta al Lago del Oeste. No es que el día acompañara mucho, con sus 40º y la humedad asfixiante, pero a base de perder la cuenta de las botellas de agua que bebimos le dimos la vuelta completa. En toda China no tendréis problemas para comprar agua y refrescos fríos en los puestos callejeros, a un precio irrisorio (unos 40 céntimos) y sin que os intenten enchufar botellas rellenadas. El lago es interesante, cuenta con un par de pagodas y una zona de nenúfares, pero no compartimos la opinión de que Hangzou sea una de las ciudades más bonitas de China. No tiene calles que merezca la pena recorrer y sólo cuenta con otro atractivo que merezca señalar: el Templo de Lingyng. En cualquier caso, lo que sí es cierto es que Hangzhou está muy cerca de Shangai, y el rodeo no supone demasiado trastorno, sobre todo teniendo en cuenta la excelente red de comunicaciones de la zona oriental del país.

Al día siguiente visitamos el templo de Lingyng. Quizá lo más interesante de este templo sea el Buda Sonriente esculpido en la roca.

Fotos: El Lago del Oeste y el Buda Sonriente

De vuelta al hostel para coger las mochilas antes de ir a la estación de autobús nos sucedió lo único parecido a un intento de timo que tuvimos en todo el país y, en realidad, en todo el viaje. Resultó que por la mañana habíamos pagado en torno a un euro por el trayecto del hostel al templo, que duró unos quince minutos. Pero al volver el taxista nos dio un paseo turístico que duró tres cuartos de hora y costaba casi tres euros. Evidentemente, no es que el importe le fuera a sacar de pobre, pero a nadie le gusta que le timen, así que sacamos el mapa para explicarle el recorrido que habíamos hecho aquella misma mañana y lo que habíamos pagado. El tipo al principio decía que no, que imposible, y finalmente acabó aceptando la evidencia de que habíamos hecho exactamente el mismo recorrido aquel día y nos cobró un euro. Si esta fue la peor experiencia que tuvimos en el país podéis imaginaros hasta que punto China es un país seguro y hospitalario con el visitante.

Suzhou

El viaje de Hangzhou a Suzhou lo hicimos en autobús porque en el hostel nos habían dicho que las conexiones eran mejores que con el tren. Las estaciones de autobús no están tan perfectamente organizadas como las de tren, pero siempre se encuentra a alguien que te acaba cogiendo de la mano y dejándote delante de tu autobús. Habíamos llegado a la estación con tiempo suficiente para comer algo antes de que saliera el autobús y decidimos probar algo que llevábamos días preguntándonos qué sería. Lo venden en los quioscos, en un envase de algo más de medio litro. Se trata de comida deshidratada: verduras, pasta, y cosas así. Le añaden agua hirviendo (del grifo, por supuesto. Abstenerse los delicados de estómago) y se deja reposar cinco minutos. No está mal, sobre todo si completas la comida con un poco de jamón ibérico traído desde España. Unos chicos de Estados Unidos nos preguntaron que dónde se compraba eso. A once horas de avión, les dijimos.

Las carreteras chinas nos impresionaron tanto como la red de ferrocarril: en lo que a transporte se refiere, nos estábamos moviendo con tanta comodidad como en un país europeo, aunque el interior del país seguramente será otro cantar. Al llegar a Suzhou nos estaba esperando un tropel de comisioneros de hotel, pero siempre hemos desconfiado de los hoteles que necesitan gente apostada en las estaciones. Cogimos un taxi y conocimos a uno de los taxistas más simpáticos que hemos visto nunca. No sabía dónde estaba el hostel, pero allí estaba nuestra guía de hostels chinos bilingüe para sacarnos del apuro. A cada poco nos pedía que le volviéramos a enseñar el mapa y según nos acercábamos nos iba señalando las calles en señal de triunfo. Al final tuvo que acabar preguntando, pero hay que reconocer que nos dejó en la misma puerta. Habíamos elegido el Mingtown Suzhou YH, bien situado, tan agradable como los anteriores y encima algo más barato (unos 11 € la habitación doble). La red de albergues realmente nos tenía impresionados. China tiene una de las mejores y más baratas redes de albergues del mundo.

Suzhou es una ciudad muy agradable llena de canales. Alguno será capaz de decir algo del estilo de “la Venecia de China”, pero no seremos nosotros, porque la comparación va mucho más allá de lo razonable, y además este tipo de comparaciones hacen que te crees falsas expectativas que hacen que la ciudad te decepcione. En cualquier caso, el centro es abarcable a pie y para el estándar chino es agradable de pasear.

No era tarde y nos pusimos en marcha para visitar la joya de Suzhou: el Jardín del Administrador Humilde. Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y 7€ de entrada. Es extraño como un país tan barato como China tiene sin embargo entradas tan caras para ver sus monumentos. El Jardín es una maravilla, con sus estanques, nenúfares, casitas y la colección de bonsáis, pero los mosquitos volvieron a acribillarnos. Debían estar encantados con el festín que les estaban proporcionando los dos únicos occidentales que no se habían untado hasta las orejas de repelente.

Volvimos al centro para cenar. En el hostel nos habían recomendado una zona de estilo occidental, tipo centro comercial, para pasar la tarde. Era curioso ver cómo en cuanto entrabas en una tienda el dependiente se abalanzaba sobre ti, seguramente convencido de que la venta era cosa hecha. Las marcas de allí sí resultaban baratas, pero los precios de las marcas más conocidas eran similares a los europeos. Para las falsificaciones había que esperar a Beijing. Cenamos en un restaurante atestado de gente, lo que casi siempre garantiza la calidad de la comida. Fue una suerte que la carta tuviera fotos, porque si no sólo os quedará el remedio de decir: “póngame lo que está comiendo aquel de allí”. No comimos perro, tortuga ni nada parecido. Todo muy normal: arroz, sopa, pollo y cosas así, pero estaba todo para chuparse los dedos y entre los dos no fuimos capaces de acabar 3 € de comida.

Al día siguiente nuestro primer objetivo estaba claro: había que comprar el billete para Beijing. El chico del hostel, que era un poco agonías, nos había comentado que era un trayecto que convenía reservar con antelación, a veces hasta de una o dos semanas. Ya nos veíamos atrapados en Suzhou hasta el final del viaje, pero no fue para tanto. Había billetes para esa misma noche y en dos clases distintas: cama dura y cama blanda. La cama blanda costaba 45 €, por 30 € de la dura, así que la elección estaba servida. No es caro, considerando que hay casi 1200 Km. de viaje. No teníamos ni idea de cuál era la diferencia entre cama dura y cama blanda, pero en China con 15 € vives un día entero.

El tren salía a las 20.30, así que teníamos todo el día por delante para ver el resto de Suzhou. Empezamos por la colina del Tigre, a cuatro kilómetros del centro. Se trata de una zona ajardinada con una impresionante pagoda de piedra en el interior. También hay un jardín de bonsáis aún más grande y variado que el del Jardín del Administrador Humilde. Habíamos ido en taxi, pero volvimos caminando por una calle paralela al canal que comunica la colina con la ciudad. Este canal es navegable, así que también es posible volver en barco.

Fotos: Los canales de Suzhou. El Jardín del Administrador Humilde. Los bonsais de la colina del Tigre.

Para comer no nos lo pensamos. La temperatura debía rondar los 40º, con una humedad insoportable, así que el aire acondicionado del Pizza Hut fue una tentación que no pudimos resistir. Habíamos acabado de comer hacía rato, pero se estaba tan bien y fuera hacía tanto calor que ninguno hacía amago de moverse. Finalmente, y en un alarde de valor, salimos a la calle y volvimos al hostel para recoger las mochilas y encaminarnos a la estación de tren.

Embarcamos según el método chino de seguir a la manada hasta el tren. Nuestros compañeros de viaje iban a ser un matrimonio con una niña pequeña que en contra de mis peores temores no se movió en toda la noche. Además, la cama dura china resultó ser un compartimento con tres literas a cada lado sumamente cómodas y aire acondicionado de los que funcionan, pero no te dejan congelado. Dormimos de un tirón toda la noche en el primer tren nocturno del viaje. Quedaban muchos más.

Beijing

Al llegar a Beijing una idea nos obsesionaba: comprar los billetes para Mongolia. Habíamos oído que a veces había problemas para conseguirlos e incluso barajábamos como alternativa el autobús, lo que no habría sido lo más adecuado nada más empezar el viaje. En la estación central no fue posible comprarlos. Nos recorrimos todos los edificios que la componen y no hubo nada que hacer: ni ventanilla para extranjeros ni nada. Finalmente, y ya que allí nadie parecía saber dónde se compraban esos billetes cruzamos la calle y preguntamos en un hostel que hay justo enfrente. Una de las grandes ventajas de los hostels en China es que el personal habla un poco de inglés. Allí nos informaron de que los billetes para Mongolia los vende únicamente la agencia estatal de turismo china, CITS, que tiene una oficina muy cerca de allí, en el primer piso del Hotel Internacional. No hubo ningún problema parar elegir fecha porque el único servicio semanal que había antes ha sido reforzado (al menos en verano) con dos servicios más. Reservamos para cuatro días más tarde en cama dura, por supuesto.

El hostel que habíamos reservado en Beijing era el Far East International YH, más que nada por su cercanía a la plaza de Tiananmen, el corazón de Beijing. La verdad es que nos encontramos la plaza de improviso cuando íbamos en el taxi y nos impresionó. No es para menos: 800 metros de largo y 500 de ancho para formar la mayor plaza del mundo con 440.000 m2. La plaza se extiende desde el mausoleo de Mao hasta la Ciudad Prohibida, donde cuelga el inmenso retrato de Mao que la preside. No deja se der significativo que el Transiberiano discurra entre dos plazas míticas. La mayor plaza del mundo en un extremo y la Plaza Roja de Moscú, de concepción similar por su grandiosidad, en el otro. Después de dejar las mochilas en el hostel la recorrimos de punta a punta. No hicimos la cola para ver a Mao, pero semanas más tarde sí la hicimos para ver a Lenin. En Tiananmen nos ocurrió algo curioso que después se repetiría muchas veces: los chinos se acercaban para hacerse fotos con nosotros, o nos pedían que posáramos junto a sus hijos. Al principio se nos hacía raro, pero al final, y como si fuéramos estrellas de Hollywood, lo asumíamos como lo más normal del mundo. A lo que no nos acostumbramos es a posar haciendo la V de la victoria, aunque allí lo haga todo el mundo.

Fotos: Ana en la plaza de Tiananmen, delante de la Ciudad Prohibida. Una niña vestida de domingo.

En la parte norte de la plaza de Tiananmen se encuentra la entrada de la mayor atracción de Beijing: la Ciudad Prohibida. Es una impresionante e inacabable sucesión de más de 800 pabellones que suman 9.999 habitaciones. Parece ser que había un dios que tenía 10.000 en su palacio y no era plan de incomodarle con un exceso de osadía. En el centro se encuentra el Palacio de la Suprema Armonía, pero puede que disfrutéis más de la visita si escapáis de la multitud perdiéndoos por alguno de los pequeños pabellones de las bandas laterales. Para visitar la Ciudad Prohibida con un mínimo de calma preved medio día.

Salimos de la Ciudad Prohibida por el norte (es decir, atravesándola de parte a parte), después de caminar toda la mañana. Las dimensiones en Beijing son algo realmente impresionante: en línea recta hay cerca de 4 kilómetros desde el extremo de la plaza de Tiananmen al extremo de la Ciudad Prohibida. El destino ideal para descansar un poco de la caminata y del calor lo teníamos justo delante: el lago de BeiHai. Allí pasamos el resto de la tarde paseando un poco entre los preciosos pabellones construidos sobre el lago, viendo a la gente practicar kung-fu y tomando coca-colas. Como primer día en la capital no había estado mal: teníamos nuestros billetes a Mongolia y habíamos visto la plaza donde se tomó la famosa foto del hombre parando a la columna de tanques. Siempre se siente algo especial cuando visitas un lugar del que tienes recuerdos desde que eres niño, como la primera vez que ibas a Madrid y veías la Puerta del Sol o el edificio del Banco de España, que hasta que llegó el euro salía en el Telediario día sí, día también. O si vas a Jerusalén y tocas el Muro de las Lamentaciones. O el Big Ben de Londres. O la torre Eiffel de París. Ese momento te separará para siempre de aquellos que se han conformado con verlo en la televisión, desde casa, mientras cambian de canal.

Fotos: Los pabellones sobre el lago de BeiHai. Un detalle de la Ciudad Prohibida. La famosa foto del hombre parando la columna de tanques en Tiananmen.

El día siguiente amaneció especialmente caluroso, y eso en China y en verano es mucho decir. Salimos del hotel recién duchaditos, con la ropa impecable, y cincuenta metros más tarde estábamos como si hubiéramos acabado una maratón. Cogimos un autobús al Palacio de Verano y nos pasamos allí el resto del día. Como todo en China, es de unas dimensiones impresionantes. Solamente el inmenso lago central ya merecería una visita, pero la delicadeza de los pabellones y el exquisito cuidado puesto en la pintura de la madera requieren pararse con un poco de calma.

Por la noche nos dimos un pequeño capricho: cenamos en el Quanjude Roast Duck Restaurant, el lugar referencia para comer el famoso pato laqueado. Está muy bueno, pero es realmente caro. Ya os hemos comentado que en Suzhou no fuimos capaces de acabar tres euros de comida; pues aquí una especie de menú degustación que incluya el pato os costará de 25 a 30 euros. Por cierto, que tuvimos que pedir que nos cambiaran de mesa porque a nuestro lado había un chino echando unos escupitajos que amenazaban con hacer resbalar a las camareras. Quizá allí no esté mal visto, pero para nuestra cerradísima mentalidad occidental no era plan cenar con semejante espectáculo.

Fotos: Tres imágenes del Palacio de Verano: un pabellón, detalle del artesonado de un pasillo y un hombre volando una cometa.

Al día siguiente decidimos que después de más de una semana en China había llegado el momento de ir a por la Gran Muralla. La Gran Muralla china se extiende a lo largo de más de 7.000 kilómetros por todo el norte del país. Como podéis imaginar, después de varios siglos desde su construcción, su estado es de ruina en gran parte del trazado. Sin embargo, se han mantenido y restaurado algunas secciones cercanas a Beijing que permiten al viajero asombrarse ante la faraónica obra de ingeniería realizada. Las secciones restauradas más importantes son: Badaling, la más turística, quizá por la cercanía a la capital (unos 70 kilómetros). Mutianyu, menos turístico y casi igual de cercana y Simatai, a 110 kilómetros de Beijing y situada en un paraje montañoso que exige buena forma física a quien quiera recorrer este tramo. Hay varias opciones para acercarse hasta allí: autobús de línea regular, taxi o la que a nuestro juicio es la más cómoda: acercarte a Tiananmen y subirte a uno de los autobuses organizados que por un precio más que asequible te incluyen la visita a la Muralla, el almuerzo y, en nuestro caso, la visita a las Tumbas Ming. Aunque en un principio habíamos pensado ir a Simatai, al final había muchas más opciones de transporte para Badaling y allí nos fuimos, resignamos a sufrir lo que la palabra aglomeración significa en China.

Salir de una ciudad de más de 10 millones de habitantes no se hace así como así. De hecho, y como de costumbre en China, la carretera era estupenda, por lo que nos llevó más tiempo salir de Beijing que llegar a la Muralla. La primera impresión, viéndola a lo lejos, ya fue impresionante, pero cuando pones el pie sobre ella y trepas hasta una de las torres de vigilancia es cuando te sobrecoge: muralla, muralla y más muralla hasta donde te alcanza la vista, subiendo, bajando, siguiendo el contorno de la montaña durante cientos y miles de kilómetros. Caminamos unos tres cuartos de hora, más que nada para intentar escapar de la multitud, y valió la pena por sentarse un rato a contemplarla sin el agobio de tanta gente.

De vuelta a Beijing paramos a comer y a visitar las Tumbas Ming. El billete ya nos había parecido barato cuando lo compramos sin tener ni idea de que incluía la comida, así que imaginaos incluyéndola. Las Tumbas Ming nos parecieron bastante decepcionantes, pero están rodeadas de un paisaje precioso, como podéis ver en las fotos.

Fotos: Los viajeros en la Gran Muralla China. Las Tumbas Ming. La vida nocturna en un hutong cualquiera de Beijing.

Por la tarde nos lo pasamos en grande con otra de las grandes atracciones de Beijing y de toda China: el regateo de falsificaciones en el Mercado de la Seda. Que nadie se deje engañar por el nombre. En realidad, tiene la apariencia de un Corté Inglés, con sus cinco plantas, sus escaleras automáticas y su aire acondicionado, pero te lo puedes pasar fenomenal regateando sin piedad por camisetas, polos, pantalones, zapatillas, maletas, relojes y todo lo que podáis imaginar. Cada planta está dedicada a un producto. Para que no os coja de sorpresa y no pequéis de pardillos tened en cuenta que el precio final suele andar por la décima parte del primero que os den. Para ayudaros, ahí van algunos precios: camiseta de marca pija, 3€. Reloj Rolex, Tag Heuer o similar automático, 9 €. Si es de pila, 3€. Zapatillas, 5€. Mochila North Face 6€. Por último, añadir que todo lo que trajimos ha dado un resultado excelente, incluido el reloj de 9 €.

En nuestro último día en la capital de China lo primero que hicimos fue mudarnos al hostel situado justo enfrente de la estación. El tren a Mongolia salía temprano a la mañana siguiente y no teníamos ganas de andar cogiendo taxis a esas horas. La verdad es que no fue caro, pero tampoco estaba a la altura de los demás hostels del país.

La mañana la pasamos en la parte norte de la ciudad, donde se encuentran los templos del Lama y de Confucio. Más impresionante resulta el Templo del Cielo, que además cuenta con un parque anexo ideal para un paseo. Por la tarde aun tuvimos tiempo de hacer una segunda visita al Mercado de la Seda y de darnos el capricho de un último masaje de pies. No dejaremos de insistir en que es tan relajante y tan barato que todos los que os deis os parecerán pocos a la vuelta.

Fotos: El Templo del Lama. El Templo de Confucio. El Templo del Cielo.

Con esto China tocaba a su fin. Un país sorprendente, de dimensiones abrumadoras, lengua indescifrable y calor insoportable durante el verano, pero con un pueblo encantador que os hará sentir como es casa desde el primer momento. Hay que darse prisa en visitarlo, porque nadie sabe en qué se convertirá de aquí a unos años.

En cuanto a nuestro viaje, al día siguiente el Transiberiano y Mongolia nos esperaban. Sólo de pensarlo, nos costó un poco más de lo normal coger el sueño aquella noche.

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