Los perros de nariz enharinada contemplan la salida del sol con una reverencia implícita en el fondo de sus ojos sin pestañas. Son infaltables como los relojes y como ciertas extrañas criaturas que aparecen a menudo retratadas en los diarios. Sus dientes agudos se asemejan a sierras metálicas, y hay algo de humano en la forma de sus orejas. Cuando tienen hambre, fijan la mirada en un objeto cualquiera y al cabo de un rato emiten un sonido ronco y constante, como el motor de un coche a la distancia. A las diez menos cuarto se desprenden de sus pieles ficticias como una araña que abandona su tela, y asoman, sonrosados y temerosos, por el boquete abierto en la pared sus hocicos trémulos. Son perros de paladar arqueado y negro, y las patas almohadilladas entintan los tapetes cuando se dirigen en fila india hacia el depósito de hierros viejos.