Cuando el cielo besó la tierra nació María,
que significa la simple,
la buena, la llena de gracia.
María es el respiro del alma,
es el último aliento del hombre.
María desciende en nosotros,
es como el agua que se extiende
en todos los miembros y los anima,
y de carne inerte que somos
nos convertimos en viva potencia.
Brotaba en ella luz,
como si en ella en plena noche
llegase de pronto el día.
Y estaba tan llena de Su voz
que María a veces se hacía grande
como una montaña,
y tenía frente a ella
el Sinaí y el Calvario,
y era aún más grande que ellos,
que estas montañas ardientes
más allá de las cuales ella ponía
el gran mensaje de amor
que se llamaba Vida.
Y mientras se lavaba
en las fuentes más puras
y sus abluciones
eran castas
porque María estaba hecha
solo de agua.
María quiere decir tránsito,
escucha, pies ligeros y veloces,
ala que purifica el tiempo.
María significa algo que vuela
y se pierde en el cielo.
Ella era de estatura mediana y extraordinaria
belleza, sus movimientos eran los de una
bailarina ante el sol.
Su virginidad era tan materna que todos los
hijos del mundo hubiesen querido confluir en sus
brazos.
Era aromática como una oración, providente como
una matrona, era silencio, oración y voz.
Y era tan casta y sombra, y era tan sombra
y luz, que sobre ella se alternaban todos los
equinoccios de primavera.
Si levantaba las manos, sus dedos se tornaban aves,
si movía sus pies llenos de gracia la
tierra se hacía manantial.
Si cantaba, todas las criaturas del mundo
callaban para escuchar su voz.
Pero sabía ser también solemnemente muda.
Sus ojos nacidos para la caridad, exentos de cualquier
cansancio, nunca se cerraban, ni
de día ni de noche, porque no quería perder de
vista a su Dios.
Salvad a la madre de Jesús,
ella es morada de ángeles,
ella es morada de la Palabra.
La palabra fiat
ha cortado su vientre en dos:
mitad oscuridad y mitad dolor.
Salvad el valle del Señor.
Para caminar Dios niño
necesita un prado,
para caminar Dios
necesita el mundo.
Salvad a la madre de Dios,
ella es tierna,
ella es solo una joven,
pero lleva los cuchillos de la sabiduría
en su vientre
para abrir un pasaje al demonio.
Ella lo enfrentará,
la madre de Dios,
la mejor,
lo tomará para siempre,
lo expulsará al infierno.
Ella,
la heroína de todos los tiempos,
la dulce madre de Dios,
la tierna doncella del amor,
ella abrirá paso a la poesía,
ella abrirá paso al sol.
Salvad a la tierna madre de Dios,
a sus pechos inmaduros,
a sus brazos blanquísimos,
a sus manos que acunarán
al Dios verdadero.
Salvad sus caderas de jade,
sus ojos que parecen estrellas,
su piel que es blanca
como el respiro.
Fue trasplantado en ella
el árbol y la luz,
el pez de la inmanencia,
el Dios secular,
ambrosía de todas las gentes.
Bendecid a la tierna doncella de Dios
y a su señorío.
Ella será la reina,
la reina de los cielos,
ella se convertirá en el manto secular
que cubrirá de dicha a los humanos.
Saludad en ella
la puerta de la sonrisa bendita
y la futura omnisciencia:
ella ha previsto todo
porque aunque no tenga raíces
María es la sola raíz del mundo.
Te han enseñado el pecado como ley
del demonio y tú no te has enfurecido.
Solo has observado al hombre como una tierra
inundada de errores y le has arrancado las malas hierbas
del deseo, el hambre, la sed, el sueño, el gran
miedo al dolor.
Quien te mira, quien te conoce deja las armas
de la defensa contra el dolor y comprende que solo
tú puedes aniquilarlo con el sentido de la misericordia
de Dios.
Eres la ley divina pero también una cesta
de paz y de fermento, eres la tierra que
surge, la tierra que te adora y te agradece, tú
conoces los movimientos del cielo, la palabra desnuda, y
tus grandes ojos celestiales son antídotos
contra la muerte.
Poder morir en ti es el consuelo del hombre.
Confiarte nuestra alma significa insultar
ese ala que es demonio y que pasta con nuestras
entrañas.
Eres hermosa, peregrina de fe, nunca nadie
ha logrado representarte porque eres un
suspiro, y aunque Dios ha querido vestirte con ropajes
de materia, el Espíritu ha guiado tan
alto tu corazón hasta raptarte eternamente en
éxtasis.
Tu gran hombre fue Jesús, tu espiritualidad
se encarnó en él. Jesús descendió en
tus entrañas infinitas veces y tú
lo vestiste con tu llanto secular, con tu llanto que
atraviesa los siglos.
Los siglos y la historia nunca morirán hasta que
los atraveserás como una espada.
Eres la pobreza y la riqueza, el sueño y la
contradicción, la voluntad de Dios y la voluntad
del hombre, a quien educas a la contemplación.
El dolor es tu morada, es la morada del mundo,
y sin embargo, eres la reina de los ángeles, la reina
nuestra, la reina de todos los tiempos.
María,
hay vientos
que arden y gimen en nosotros,
y dividen nuestras íntimas partes
en muchos flagelos
y nos rompen los huesos
y son las tentaciones,
los proyectos equivocados,
las huellas indisciplinadas,
los féretros de los muertos
que según nosotros no tienen resurrección.
Cuán pretencioso es el hombre
que piensa que el invierno congela todo
y no espera en la primavera.
El hombre bebe su propio odio
como un buen vino,
y cuanto más odia más se siente ebrio,
y cuanto más se siente ebrio
más abandona
las orillas de tu juventud.
Jesús es una llama de amor,
él purificará el mundo,
quemará las escorias del dolor,
pero para hacer esto, hijo,
hemos sufrido en un madero desnudo,
sin vestiduras,
atravesados por miserables espadas.
Tu dolor es de carne,
el mío es un dolor del alma.
Mi alma grita, Jesús,
mis carnes sufren.
Devolvedme los restos de mi niño.
Que nunca lo hubiese visto correr por los prados,
que nunca lo hubiese escuchado gritar de alegría,
que nunca me hubiese encontrado con su rostro
tan beato,
para hacerme beata entre las gentes.
Mis rodillas,
avídas de andanzas
fueron generadas
por tu gracia.
Tuve que descansar
a los pies de la montaña
sin nunca ascenderla,
pero te agradezco
por destinarme a servir.
No para ser
una poderosa reina,
sino una humilde sierva.
Tú me concediste
la contemplación.
He contemplado Tu Sabiduría,
he contemplado Tu Creación.
He visto de cerca
cómo me creaste
y cómo me bendijiste.
He aprendido todo de Ti,
como toda mujer terrenal
sabe todo del hombre que ama.
Ella lo conoce desde su infancia,
lo anhela en sus destinos,
lo encierra en sus delirios.
Así es la mujer que ama.
Pero Tú,
que no tenías principio,
me has hundido
en la carne angelical
donde no se nace
y no se muere
sino con su resurrección
y su grito.
Yo, María,
soy tu grito, o Señor.
Con tu grito mariano
Tú has revolucionado las gentes,
con los velos de mi castidad
has puesto pudor
donde había vicio y odio.