LA MUCHACHA

En las cercanías de la ancestral mansión, vivía una familia muy humilde, colmada de penurias sin fin.

La hija mayor de esa familia era una muchacha de hermosos y vivarachos ojos negros que peinaba unos largos cabellos oscuros como el azabache. Era joven, apenas llegaba a la treintena y, además de despierta e inquieta, estaba llena de ganas de enfrentarse a la vida.

Sin embargo, había vivido toda su existencia entre las carencias más absolutas y la necesidad y la obligación de hallar una forma de ganarse el sustento para ayudar a su madre y a sus dos hermanos.

Quedó huérfana al morir su padre en combate en una de las batallas acontecidas durante los años de la infamia, aquellos que asolaron Europa en mitad del siglo veinte. Su madre no podía con la carga que representaba sacar adelante tres hijos de cortas edades a los que, desgraciadamente, solo podía alimentar con dificultades.

La joven tan solo pudo asistir a la escuela lo necesario como para dominar la escritura, la lectura y las cuatro cuentas necesarias para no ser engañada en exceso en su andadura cotidiana.

Era consciente de que el futuro que se abría ante ella no era halagüeño y que su vida estaría dedicada a trabajar dura y constantemente para sobrevivir o, en realidad, mal vivir y, mientras pudiera, sacar adelante a sus hermanos menores que ella.

Queriendo proteger su propia desdicha había depositado su fe en la amistad de los libros, y el futuro, en la intención redentora de su novio que, como ella eran dos almas perdidas en un mandala del Cuarternario. A la espera de aquellos minutos helados, el otoño entraba de puntillas con su cosecha de desdichas. La melancolía es tan sólo una tristeza aplazada.