VOZ DEL NARRADOR
Cuenta la historia que una familia vivía en una pequeña casa asentada en un terreno, el cual cultivaban y les servía como medio de vida.
Un día el noble hacendado que poseía casi todas las tierras de la zona, aprovechando que la familia labraba sus campos, invadió la casa a la espera del regreso de los campesinos. Cuando llegaron a su pequeña morada, el terrateniente les ordenó que abandonaran las tierras rápidamente.
Consternado por la situación, el padre de familia preguntó por qué debían hacer tal cosa si eran si eran su terruño, a lo que el terrateniente le respondió que eran de su propiedad. El campesino, desolado, quiso saber por qué le pertenecían si siempre habían sido de ellos.
Visiblemente incómodo, el hacendado respondió que él las había heredado de su padre, que, a su vez las había obtenido del padre de su padre y así sucesivamente, generación tras generación.
El campesino preguntó cuál fue el origen de tal posesión, quería conocer cuándo y cómo obtuvo uno de sus antepasados las tierras por primera vez, a lo que el terrateniente respondió enfurecido que lo hizo porque luchó contra alguien por ellas.
El campesino, tratando de conservar su medio de vida, le espetó que, al igual que su antepasado, él lucharía contra el terrateniente por las tierras, ya que, si fue justo que un ancestro del hacendado peleara por ellas contra otro señor para obtenerlas, sería justo y de esperar que él tuviera el mismo derecho para poder conseguirlas. Y añadió que si entonces no fue equitativo apoderarse de ellas, ahora existiría el derecho a que pudieran ser retomadas.
(Aquí se corta la narración y se produce la ergodicidad. El oyente/vidente le pone el final a este relato según su voluntad)
PAUSA PROLONGADA
Pasaron los años, que después fueron décadas. Un noble señor habitaba la mansión que había heredado de sus ancestros y dirigía con exigencia y rudeza el enorme patrimonio acumulado por su familia y por él a lo largo de lustros y lustros. Era un hombre solitario que rehusaba el trato con sus semejantes.
Pero, el tiempo transcurría y fue consciente de que, de manera inevitable, un día desaparecería de este mundo y todas sus posesiones se perderían en manos del Estado.
Deseando perpetuar el apellido familiar decidió que tomaría esposa con la finalidad de traer un heredero a esta tierra y, ¿quién sabe?, quizá encontrar el amor que nunca había experimentado.
Decidido a cambiar su existencia, hacía algún tiempo que había puesto sus ojos en la bella muchacha que trabajaba a su servicio en la casa. Era una joven hacendosa y tenía el hogar en perfecto estado y las cosas en orden. Sin duda sería una buena mujer para convertirla en su mujer. Al fin y al cabo, él la consideraba una más de sus pertenencias.
Pero lo que se prometía como un arreglo satisfactorio para ambos cónyuges, acabó torciéndose.
El gran objetivo de su acuerdo, traer un hijo a este mundo, no se realizaba. El hacendado, convencido de que su única oportunidad para obtener un heredero pasaba por su relación con su esposa, empezó a perder la esperanza. Su carácter se volvió más huraño y hosco si cabía. Añadió un toque avaro a su comportamiento y restringió muy considerablemente el acceso de su mujer al dinero y a los bienes materiales. Cercenó su libertad y vigiló sus movimientos.
En esa época un muchacho llegó al pueblo en busca de trabajo. Se trataba de un joven de unos treinta años. Alegre, despierto, fuerte y de aspecto físico muy atractivo, añadía a todo ello una gran capacidad para convencer cuando hablaba. Deseoso de darle una oportunidad a su vida, ansioso por prosperar, llegó a la conclusión, después de haber conversado con varios lugareños, de que la mejor forma de hacerlo sería entrando al servicio del noble, propietario de la mansión y de prácticamente todo lo que rodeaba la villa.
Pero eso él ya lo sabía.
Él había llegado hasta allí tras haber meditado mucho lo que quería conseguir. Lo que realmente deseaba era venganza…
Continuidad de los parques
Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
MUCHACHA
¡Dios mío, estás herido! Déjame ver.
JOVEN ENAMORADO
No te preocupes, cariño, es un simple arañazo. Estoy bien.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
MUCHACHA
Querido, ¿tienes claro lo que has de hacer? ¿Cuáles deben ser tus movimientos? No podemos cometer errores. ¡Tengo tanto miedo!
JOVEN ENAMORADO
No te preocupes, mi amor. Lo tengo todo grabado a fuego en mi cabeza. Muy pronto serás libre. Te amo y te amaré siempre.
NARRADOR
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.