EL MAYORDOMO

Aquel mayordomo vestía siempre con el decoro propio de los tristes y saltaba de su cama cuando la promesa de un nuevo día todavía estaba horneándose en las manos de Dios. Iba disfrazado de tonto y le acusaron por ello de apropiación cultural. Sabía que el secreto de la felicidad de un buen mayordomo consiste en convertir la costumbre en liturgia; en ser mudo y que por tu boca sólo hablen los espíritus (vasconcelianos o no).

En otras palabras: en llevar una vida monacal y alquilada a la fantasía colonial de cualquier amo; porque tragedia es ver envejecer a los dioses, heroísmo es tener que ponerles un enema. Nuestro mayordomo también tenía un ojo vago desde la infancia y era un nihilista de esfuerzo comprometido. La única venganza que se permitía con el presente, por tanta aria, por tanta Kiri Te Kanawa, aburrido de Mozart, era eructar en sol menor. “Así empezó Tom Jones”, se decía a sí mismo.

Le gustaba el funky y en su círculo era conocido como el Sam Cooke de Torrejón. Era de honrado espíritu republicano; disfrutaba con los orgasmos de las lavadoras y capaz de soportar la soledad tan sólo con la ayuda de un botijo como de criar, en el living room, aquel hato de gallinas heredadas de una top model sordomuda. En estos tiempos inflacionarios, había aprendido a hacer leche vegetal en casa ordeñando ficus. Padecía ataques de claustrofobia, una de esas cosas que se sienten, o bien por la falta de dinero, o después de haber probado una Cruzcampo. También pudiera ser, a falta de otra explicación, que estuviera poseído por el Covid macho.