EL LECTOR

Cuando ya había rebasado los sesenta años de edad, y se encontraba vagando por los inmensos salones y estancias de su palaciego hogar, el hombre es consciente de que casi toda su vida la ha vivido en soledad, únicamente acompañado por un mayordomo que hablaba con él lo imprescindible.

Las personas a su alrededor huían ante su presencia. Su carácter era despótico, huraño, reacio al contacto con sus semejantes a los que consideraba meros parásitos que se aprovechaban de su patrimonio. Todo ello hacía que nadie mostrara el menor interés hacia lo que le aconteciera o hacia lo que sucediera a su alrededor, salvo que sus decisiones afectaran a alguno de los habitantes de la ciudad. Este sentimiento era el mismo que él destilaba hacia sus vecinos.

Tenía un comportamiento tan autoritario que rozaba la opresión hacia los que le rodeaban, víctimas de su poder económico ancestral. Con el paso del tiempo se había aislado más y más en su mansión.

Con el paso de los años una sola idea se había alojado en su cerebro, un pensamiento que rondaba su cabeza de manera permanente: necesitaba un heredero que se hiciera cargo del patrimonio de su familia, hoy disfrutado y dirigido por él, y le diera continuidad; si no, todo desaparecería.

Las hojas del calendario caían inexorablemente y llegó el momento en el que sintió que, haciendo un esfuerzo hercúleo, debía casarse, aunque tuviera que hacerlo solo por acabar con su obsesión y cumplir con lo que consideraba un deber.

Allí sentado, mientras cenaba menestras, reflexionaba a menudo sobre la muerte en vida que era imaginar un futuro sin heredero. Pero era lo que correspondía a una vida sin perspectiva. Dormitaba, a veces, y se me presentaba el espíritu del doctor Jiménez del Oso. Era un aviso letal que evidenciaba que sólo en la parapsicología encuentra el alma la caridad, porque desarrolla al límite una de sus capacidades: la intuición. Me quedaba poco tiempo. Iba a ingresar en el club de las horas contadas. Lo había pensado mucho antes, Lao-Tse: “los nuevos comienzos a menudo se disfrazan de finales dolorosos”.

Él creyó que su puñalada me quitaba la vida, pero yo ya había muerto mucho tiempo atrás, enfermo de fantasía, porque a mí también dejó de contarme historias, cuando murió, el tío Celerino. Lo que descansaba en aquel sillón orejero, lo que el terciopelo verde -el color de las pesadillas- acariciaba, tan sólo era un cadáver uniformado sin enterrar y cansado de amortajar el tiempo. Siempre había creído que las enfermedades de la imaginación producían poetas y crepúsculos dorados; pero hay veces que los pensamientos no se sueñan: se roncan. Cuando me vieran muerto, iban a encontrarse con la autopsia de un perdedor.

Testamento e impuestos, fueron las últimas palabras que pronuncié. Algún mal sueño con Donald Trump. Después, ladeé la cabeza y llegó la muerte ante el silencio del subjuntivo. Mientras el perro me despeinaba la barba, mi alma marchaba a echar unas peonadas recogiendo basura en el infierno.