La Oración del Taller 

Siguiendo una antigua enseñanza y, antes de dar inicio a los trabajos, solemos invocar al G:. A:. D:. U:. para que bendiga todos los actos que en su honor –y, en secreto-, vamos a representar. Así sucede también con diferentes ceremonias ligadas a distintas religiones, creencias o misterios que pretenden brindar a quienes los practican una oportunidad propiciatoria de acercamiento al campo espiritual que todos llevamos escondido y que, generalmente, olvidamos por alguna razón que constituye una antigua contradicción de nuestra existencia.

 

Aquel vasto territorio que tenemos que recorrer entre tinieblas, nos mueve a buscar un apoyo en alguien o en algo que físicamente desconocemos, pero del cual tenemos tantas pruebas de su favor que patentizan su presencia y que, por temor o ignorancia, solemos atribuir a lo misterioso, a lo oculto y también a lo sagrado. No en vano atribuirle el carácter de omnipotente y soberano, significa llamarle el todopoderoso, el omnipresente. Y es que, en verdad, se halla en todas partes, porque precisamente es el universo y recordemos que éste es su templo, el lugar donde habita, en donde mora. Por ello, penetra los más profundos secretos del pensamiento. Y este reconocimiento, sincero y temeroso nos obliga a aceptar que nada escapa a su poder. Ni siquiera el secreto más celosamente guardado, ni el pensamiento más finamente elaborado, la idea que de pronto nos ilumina o la palabra que no se dice para consagrar la prudencia como delicado instrumento del alma.

 

Y es que en el mundo en el cual se desenvuelve el hombre moderno, entre palabras y actitudes antagónicas, solemos errar una y otra vez por dejarnos llevar por impulsos estrictamente materiales, perdiendo así el sentido exacto de nuestra existencia. Por ello invocamos a ese divino poder que purifica nuestros corazones con el sagrado fuego de su amor. Nada más espiritual ni más generoso que el misterio de la purificación como acto sagrado al cual acudir. En diferentes épocas de la historia del hombre, desde aquella simbólica aparición en el Antiguo Testamento hasta en la más racional y moderna de sus versiones que dan paso al homo sapiens, aún así, el hombre apela a aquella remota ceremonia de la purificación. Esta, en su versión más rudimentaria e inocente, como la del Fuego, por ejemplo, cobra para él, en ese contexto histórico, un especial significado, porque reconoce también aquel extraño elemento que nos da luz, vida o calor. O también poder, temor y muerte. Sin embargo, la invocación que a nosotros se refiere, es aquella que corresponde a una síntesis maravillosa: el sagrado fuego de su amor. Fuego y amor. Fuego eterno y amor divino. Un elemento material y otro espiritual. No se trata pues de cualquier fuego. Es un fuego sagrado. Y, obviamente, no se trata de cualquier amor. Es el amor de un Ser supremo. Es la conjunción sublime de lo material y lo espiritual. Aquel antiguo simbolismo que sólo Él podría explicar. Aquella dualidad aparentemente contradictoria que sólo puede esconderse detrás de una extraña alegoría, en donde se funde todo lo que nosotros somos, todo lo que podemos ser, todo lo que podemos mejorar o, incluso, echar a perder.

 

Tal es el acto de purificación al que aludimos en nuestra oración iniciática y tal es la divinidad a la cual invocamos, como una súplica propiciatoria para que nos guíe con su infalible mano por la senda de la virtud y arroje fuera de su santuario la maledicencia y la impiedad. Porque solo en la esperanza de encontrarnos en aquel sublime estado podemos ser guiados hacia Él y hacia su templo. Y porque su templo no solo es el universo, el taller y los antiguos linderos. Su templo es fundamentalmente cada uno de nosotros. Y nadie mejor que nosotros para conocer la verdadera estructura de nuestro propio templo, es decir, de sus cimientos, sus columnas, los capiteles, el terreno sagrado, los adornos y las debilidades que lo atacan y que lo ponen en peligro hasta convertirlo en escombros.

 

Por ello es que rogamos que nuestros pensamientos se dirijan a la grande obra de nuestra perfección, para que consigamos al fin ver coronados nuestros trabajos con su misericordiosa recompensa. Recompensa que solo reside en la satisfacción de saber que hemos avanzado hacia un nivel más alto de espiritualidad, en donde solo se alcanza la serenidad como premio y la humildad como enseñanza.

 

MM:. Jorge Briceño Miller