Roberto Lastre
LOS PERROS AL SOL
Al sol, no a la sombra de los rosales de mi madre
ni de los altos árboles del mango,
los perros de casa, cuatro,
hacían un número en el césped.
Casi un reloj, marcaban los cuartos de hora
o dibujaban una cruz o los puntos cardinales.
Cuántas posibilidades en ese descanso vespertino.
Tumbados, a pesar del calor del trópico,
los perros imitaban al tiempo,
al nuestro, los años y años echados
como perros, ladrando al cielo
con la mirada en el mar de fondo,
mientras las nubes corrían y las palabras
se iban y cada perro se quedaba al sol,
todo sentidos, todo olores y luz asida.
Los perros del jardín de mi madre
dibujaban un reloj sin manillas
o una rosa de los vientos sin el viento
o un número cuatro que se restaba
suspirando
o una cruz sin el hijo de dios.
Levantaban una pata, se lamían el sexo
y volvían a un sueño de cielo, semiabiertos los ojos
rojizos.
MI HERMANO TENÍA UN LADA AZUL
Era amarillo y oxidado
cuando vino de la zona franca de Colón,
vendido como nuevo.
Un auto que tenía cara de sueño
y gemía como un niño bueno,
patinando sobre los zapatos viejos.
Le curaron heridas y cicatrices mal cosidas,
lo pintaron de azul celeste
y le cambió la cara, se pareció a mi hermano
y le dio por no parar de correr, alegre
e inocente como la ilusión que nos hacía,
ganada su segunda vida en buenas manos.
Yo lo miraba y me veía en sus ojos opacos,
polvorientos, como si me creciera la cabeza
y mi cuerpo fuera solo sombra.
Tenía música con las puertas abiertas
en un intento de volar sin rumbo y sin fin
entre el mar y la tierra.
A mi hermano le quitaron todo viaje,
de súbito era un pasado, día que se doblaba
sobre ayer como si bailara
con los Derviches.
El Lada azul se comía sus huellas
entre dos casas y una playa vigilada
y él se fue.
El Lada se quedó en el porche de la casa,
con poca sangre y una soledad sincera.
Mi padre lo llevaba de vez en vez
a alimentarle las neuronas
y lo devolvía a su descanso silencioso.
Un día vinieron a buscarlo
con unas pocas palabras:
“Vehículo de un desertor.”
Mi padre lloraba.
JUEGOS AL ESCONDIDO
No hacía falta contar hasta diez
ni cerrar los ojos.
Estábamos escondidos
desde la mañana, al vestirnos
y ponernos los zapatos.
No nos veíamos en los espejos
ni en los ojos de otros.
Eran tiempos de no ver aunque miraras.
Eran días de ir cuando venías.
No medíamos las palabras porque las medidas
nunca eran las mismas,
aunque sí las paredes y el ayer remoto
que nos guiaba.
Salíamos de casa escondidos,
entrábamos en los lugares públicos
a escondernos.
Y en las cafeterías y en las tiendas
nos atendían personas escondidas
que escondían.
No hacía falta contar hasta diez
y todo el mundo ya estaba escondido.
MI CIUDAD
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar -no esperes-
no hay barco para ti, no hay camino.
Así como tu vida la arruinaste aquí
en este rincón pequeño, en toda la tierra la destruiste.
Konstantinos P. Cavafis
La Habana no tenía rincones o era toda
hecha de rincones mientras yo aprendía
o me hacía yo, con doce años, esperando
siempre una guagua.
Toda la vida se me fue en una guagua
repleta o en los estribos como una triste
y amenazada hoja de árbol.
Lo que más me hizo fue la espera
y después el trayecto,
viajar de una esquina a otra,
de una casa a otra
por calles que cambiaban de bares y de cines
de la noche al día,
con muchachas cercanas pero distantes,
con amigos que se clavaban en tu vida.
La Habana de los ochenta no tenía rincones,
era toda belleza en pedazos,
en recuerdos,
en sueños,
en desperdicio,
en rémora.
La Habana era lo que quedaba de La Habana
cuando nosotros, tan jóvenes,
nos echábamos a vivir ya sin espacio ni tiempo.
LAS HORAS DOBLADAS
Estaban doblados los relojes,
las agujas nunca
pudieron llegar a la hora exacta.
No conocí que existieran las horas
exactas, ni minutos fijos,
sólo había finales de discursos y de reuniones
y de jornadas de nada
y nada era,
ni llegaba a tiempo nada.
Chorreaban
las horas en los muros desmoronados,
en las ventanas remendadas como zapatos,
en las sábanas que colgaban por los húmedos balcones
como relojes doblados.
Y no había agujas, ni siquiera números
romanos o árabes en los círculos derretidos
tras los cristales.
Allí nos mirábamos con caras de diablos
y éramos ángeles,
allí nos mirábamos desdibujados,
perdiéndonos en un resplandor ajeno,
hechos un número doblado: el seis se hacía
cero como el nueve y el ocho,
el uno era menos uno y el cuatro siete...
¿Cómo saber si existías al salir de casa
y pedir el último en una cola hacia la muerte?
También la muerte estaba doblada,
parecía la vida con unos dientes postizos
y las pestañas derretidas.
Roberto Luis Rodríguez Lastre, nacido en Cuba en 1958, Licenciado en Derecho en la Universidad de La Habana en 1983 y Master Internacional en Sociología Jurídica en 1996.
Poeta y narrador desde la infancia, ha escrito varios libros de cuentos y de poemas y cinco novelas, de las cuales hay publicaciones parciales y en antologías diversas, además de los libros editados: EL TIEMPO DE LA VIDA, novela (2004), VAPOR DEL VACÍO, poesía (2010), SINFONÍA DE LOS ADIOSES, novela colectiva (2010), MUERTO VIVACE, novela (2014), EL QUIETO ESPLENDOR DE MIL SUEÑOS, novela (2019) y CÚCARAMÁCARA, novela (2020).
Desde el año 2001 dirige la editorial ARTE ACTIVO EDICIONES, que ha publicado más de 180 libros de diferentes autores.
Imparte un taller literario desde el año 2001 en la ciudad de Vitoria-Gasteiz, del cual han salido varias publicaciones importantes y por el que han pasado autores hoy reconocidos.
También ha impartido clases de Ontología Jurídica en las Aulas de la Experiencia de la Universidad del País Vasco y ha dado conferencias en varias instituciones públicas y académicas.
Participa periódicamente en programas de televisión y de radio.
Reside en Vitoria-Gasteiz, capital política del País Vasco.