Nuvia Estévez

DAGUERROTIPO

La niña que está en el borde de la puerta soy yo. Desde este rincón puedo observarla detenidamente. Aún conserva los zapatos ortopédicos de punta cuadrada, el pelo ralo y amarillo, esa mirada absorta que sostengo con facilidad.

A veces las niñas regalan flores. Mi hija oficia de dulce podadora. Coloca un ramillete de vicarias sobre mis rodillas mientras dice “a que no adivinas lo que traje” y sale a correr.

Temo que eche al suelo a su madre que aún está recostada en la puerta mirándome con aire

acusador.

Los ojos hablan más que la lengua. Quiero descifrar lo que la niña intenta decirme, la tristeza detrás de sus pestañas, el mohín de la boca. Pero he dejado de ser yo y soy mi madre, mirándome.

Ella es más rubia y tiene los ojos claros. Trae una bata de satén rosa y zapatos de charol. Siempre que la recuerdo anda así, como en aquella foto donde cruzaba los pies. Puedo compararla con Sofía Loren haciendo de madre en alguna película casi olvidada, pero se me ocurre Mesalina.

Mi madre no se mueve. Es el aire quien la acaricia. Es el viento que cruza por la ventana y a ratos la hace sonreír. Pero no es a mí a quien sonríe, es a nadie.

Nadie puede ser el otro extremo del dintel carcomido, la cucaracha que da vueltas y vueltas. Nadie puedo ser yo. Pero puede ser la niña que trajo el ramo de flores y preguntaba por la existencia de Jesús, por el destino del hombre.

Nadie puede ser otra: la misma que sonríe como si mirara a un espejo, la misma que posa y a la vez se esconde para ocultar lo que brota de la raíz..

Nadie pueden ser todas. Esas tres niñas que se aúpan y desmiembran. Esas tres mujeres que se rompen, vuelven a fundirse, escapan de mis ojos. Sin regreso.

ISLA NEGRA

Mientras enciendo este cigarro Neruda agoniza. Ama sus rostros, sus estatuas, sus máscaras, como a la ola perpetua que lo inunda.

Yo iría en una de sus botellas hasta la roca frente a su ventanal, pero mi hija tiene cinco años de palidez.

Mientras absorbo, el amigo brota como el aguacero, se vuelve animal mío, dice que nada es un poema, que un poema es ser el loco de siempre.

Fumo. Anochece. ¿Quién puede llevarme hasta su laberinto si es imposible armar otra emboscada? ¿Quién podrá izarme sobre su desnudez, si el mar es solo mío, su brillo metálico que asfixia, el puro aroma del salitre hasta el fondo de la nariz?

Respiro. Un cigarro puede ser la salvación o la muerte, un cigarro puede ser amar el universo, correr sobre la cuerda floja.

Que nadie venga a ahuyentar el humo. Que nadie rompa este fuego agradable de decapitación mientras mi hija rifa una nostalgia, mientras mi madre apaga las lámparas de coca que ardieron sobre su juventud.

Que nadie venga. Ni mi padre con la trombosis golpeando los pasillos. Ni mis muertos con sus infartos y la impiedad del abandono.

Fumo. Me pierdo para siempre en la humareda.

Nuvia Inés Estévez Machado (Cuba, 1971). Poeta y narradora. Licenciada en Español-Literatura. En el 2001 obtuvo el Premio David de la UNEAC con su poemario Maniquí desnudo entre escombros. Ha publicado, además, Arrepentida de llamarme Circe, Claveles para Rachel, Penancolía, Últimas piedras contra María Magdalena, Misterio de Clepsidras y Las muñecas, las putas, las estatuas.