Roberto Mendez
Del CUADERNILLO ROMANO
1
¿Por qué brama el ciervo
en lo alto de la escalera?
O mejor, ¿qué grita a los curiosos
incapaces de aplacar su lomo
o enfrentar las astas al aire sin sosiego?
No es el animal vulnerado
y ávido de absoluto
en una página de San Juan de la Cruz,
ni aquel, mínimo y desamparado,
que Martí, por piedad, ocultó en el verde.
Un artista lo esculpió en tiempos feroces,
le dio voz y fuerte grupa,
después lo entregó a los augures
o al olvido.
Arrancado de la sombra, grita hoy
a los cuatro vientos,
en lo alto de la escalera vaticana.
Nadie escucha su ansiedad,
pocos se detendrían
ante el anuncio
del vuelo que quizá
nunca emprenda.
Víctima de todos los tiempos,
el ciervo clama
y no escuchan.
Exiliado del día,
extranjero para todos,
grita mientras las ancas puedan sostenerlo
y no espera a mañana.
2
La muchacha de perfil modigliani
ha entrado con su bicicleta roja
en el patio de San Estéfano Rotondo.
Es tarde y va a misa de domingo.
Ya no volveré a verla,
del mismo modo
que no habré de perderme otra vez
en este rincón de la ciudad,
ni voy a percibir el aroma
de las hierbas tiernas y de su prisa
rumbo a esa celebración secreta
que me arrebata su perfil,
su blancura asediada
por la humedad de las piedras
y los signos del mediodía.
Con ella y sus ruedas veloces
se va el sabor de Roma toda,
su tiempo y el mío, inexorables,
se pierden en el atrio cerrado y silvestre
de San Estéfano Rotondo,
mudas ya las campanas
y los latines flotando en el aire
como palomas grises.
Tiene prisa y no deja sombra.
3
El otoño de Roma
no es más hermoso que el invierno,
así como los acordes dorados de Monteverdi
no son más perfectos
que un verso de Eugenio Montale.
Desde luego,
no es lo mismo ver caer una hoja
y descubrir en ella
el sabor del crepúsculo vencido
a sentir que la llovizna
se prende como una memoria sucia a los codos
y cala el paseo, el descanso, la poesía.
Los muros de Roma
no son más hermosos
si reflejan el áureo caracol de septiembre
que asaeteados por la escarcha
de un febrero con corbata gris.
Todo está en el que camina bajo el paraguas,
en el que llama, aquí y allá
y no encuentra sitio
ni ruta para volver a su alma.
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7
Bajo la lluvia común de la tarde,
en el rincón de un patio del Capitolio
yace un pie de Constantino.
¿Cómo pudo esa porción del Grande
ir a descansar en ese rincón
entre musgos, esquirlas de mármol
y boletos de anteayer?
Cuentan que aquel coloso
dominaba la plaza, estremecía
los corazones de los peregrinos
que subían hasta ella con antorchas
y una plegaria en los labios trémulos.
De todos los césares, decían,
era el mayor, el más piadoso
y también el más cruel
-eso no lo decían tan alto-.
Arrancó el imperio de las manos de sus enemigos,
perdió a cambio un hijo, una esposa,
hizo morir a los viejos dioses
sin saber que él mismo
iba a desangrarse con ellos.
Gracias a una visión
cambió fronteras, derribó palacios
e hizo teñir el lino de los inocentes
con la púrpura peligrosa de los intocables.
Un día Roma no fue más Roma
y el coloso fue derribado
o cayó por la piqueta mayor del olvido.
Hoy guardan aquí sin demasiado celo
un pie y más allá
está el índice ante el que tantos temblaban,
en días de sol
los turistas se retratan con ellos
y después, gracias a maravillas mayores,
los olvidan.
Las estatuas de los grandes
suelen ser muy frágiles.
Roberto Méndez Martínez (Camagüey, Cuba, 1958). Poeta, ensayista y narrador. Miembro de Número de la Academia Cubana de la Lengua y Correspondiente de la Real Academia Española. Premio de Poesía “Nicolás Guillén”, 2001. Tiene publicados alrededor de cuarenta volúmenes, entre más recientes se encuentran los poemarios: Epístola para una sombra (Letras Cubanas, 2013), Libro de la ventura (Extramuros, 2014) y Fiestas de otoño (Ediciones Matanzas, 2016) y los ensayos Plácido y el laberinto de la ilustración (Letras Cubanas, Colección Premio Alejo Carpentier, 2017) y Una noche en el ballet. Guía para espectadores de buena voluntad. (Ediciones Cumbres, Madrid, 2019).