José Kozer
REINO
La Osa Menor, terraza, al fondo los bancales:
frutos menores, el
rebuzno y el largo
mugido de Io, la
vaca roja, el libro
(de las admoniciones)
abierto.
Unas monjas franciscanas jugando pelota, al
fondo (del fondo
de sus voces)
Dios carece de
incertidumbre:
dieciocho figuras
de estameña,
rostros carmelitas,
carnes ebúrneas,
mi figuración.
La avena loca crece en el acantilado, batazo,
una monja se embasa,
las faldas recogidas
a la altura de las
pantorrillas, sólo yo
veo sus pechos
saltones, calostro
encostrado, jadear.
Ésta es la pasión de
Dios por sus criaturas,
darles visto bueno para
todo, a la intemperie.
Se apagan las luces, regresan a sus casas en
grupos conversando
en voz baja sobre el
irremediable empate
dictaminado (¿de
antemano?) (tópico
de discusión) en las
Alturas. La Virgen
se santigua porque
estoy muerto, y
ahora me llamo a
la vez de golpe
Eugenio Montejo,
Gastón Fernández
Carrera, Ángel
Escobar.
Ludir y ludir la carne rebajando y rebajando la
vanidad, ¿hasta dónde?
Las monjas franciscanas
con sus atavíos y collares
de cuentas permanecen
imperfectas, en cada
desperfecto se ceban
al alba los insectos de
la recriminación: y yo
me preparo perdiendo
día a día terreno.
Esta batalla está perdida, y no habrá otra. Noche
cerrada, día y noche
(noche cerrada): no
me supe alejar.
Virarme. He sido
un redomado imbécil,
la pura verdad. Siempre
te pasas (voz del padre)
no descansas (voz del
padre) habla pausado.
¿Pautado? Levanto la cabeza, dejo caer el punto
y cabo recién mojado
en el tintero del pupitre,
quinto grado (o sexto)
tercer piso, aulas
acristaladas en
penumbra, a la
izquierda está Cuba,
a la derecha una puerta
de salida, no se ve un
alma: en lo adelante
tendré que fabricarlo
todo: unas vacas de
goma, conversaciones
asirias, figuras de
gutapercha: y una
adolescencia
sin altibajos
(falsificada).
Ludión que no
sube ni baja, en
el fondo una estrella
oxidada, peces de
vidrio (anaranjados).
El único aspecto visible sería que me acabo de
levantar de la silla de
enea en la terraza que
da a los bancales, el
terreno llano donde
los arrapiezos juegan
pelota, rebuzna un
asno matalón (yo,
en la platea) en el
placer (intacto) de
la esquina: no
contemplo otra
posibilidad que el
llano, la cueva del
cangrejo que huye
de medio lado, la
negra tierra de
Polonia.
HOMENAJE A SOLEIDA RÍOS
De baquelita su pellejo. Caballo pardo. Bata de dril,
turbante rojo. Collar
de caracoles de los
playazos de Oriente.
Sandalias de corcho.
Un pavo real en la
mirada. Benjuí su
aliento. El aliento de
la desalentada. Alada
y desangelada a sus
sesenta años. Cómo
le tiembla la quijada.
Tragar seco, tragar
duro. El tazón de
arroz moreno, las
tiras de viandas,
agua a pelo, algún
refresco color
gasolina, de postre
una cucharada de
azúcar prieta, unas
gotas de limón en la
mermelada de canistel.
El caballo regresa solo
al establo, color carmelita
la sierra, el soto a la vista,
el jardín de la entrada se
llenó de tila y de pamplinas.
Cañadas, y un desfiladero
que por seguro conduce a
la gran ciudad (celestial):
un lugar que llaman Sierra
de los Órganos, Jardines
de la Reina. Memorizar
palabras. Las de casa
(allá) las del libro (cerca)
las que subrepticias saltan
impertérritas de la Nada,
la penetran (está preñada).
Su pijama colorado para
el alba, todas las albas,
hasta la altura donde
Dios, etc. Amor blanco
primero, el hijo del
boticario, hasta el
fondo, en la bodega,
en la rebotica, las
antesalas: entre guásimas
y flamboyanes, a lo lejos.
Y luego salir a buscar
fantasmas.
Los secaderos de café, baya colorada.
Tributos a la mejorana, las infusiones, la mano rugosa
de la madre, por pasarelas
regresa de los promontorios
(muerta) hora de servir té de
hierbas, sacar los pañuelos
rojos, canturrear para
adentro que los dioses
están inquietos: pregunta
con el canto de la mano
en alto si prefieren miel,
limón, raspado de la
panela de azúcar prieta,
la emoción de ver entrar
la parentela, oquedad
oquedad: y a un gran
amigo venidero, ya
asoma (el nombre)
Ángel Escobar.
Se tiró.
Del pellejo azabache.
La camisa blanca se le abrió de pelo en pecho a media
altura.
Golpeó seco, coco rajado, sesos colorados, policromados,
órale. Está comprobado: la
mucha escritura enrojece
las grises cavernas, sombra
azul de las circunvoluciones
mentales, ángel a las simas,
senos, pozas, limpiar y limar
luego a manguerazos la
calle, barrer lo seco, mundo
descocotado, todo lo mata.
No descree Soleida Ríos, sólo que. Invoca, aunque sepa
que. Le gustaría usurpar
la naturaleza del árbol
a la vista (laurel) el ave
(tomeguín: chica, fíjate
bien que es un choncholí):
subir con Jacob la escala
hasta el pico del aura,
despeñarse, descenso
seguro en andas,
cargada por sus
dioses.
La flor de pedo es negra, negra la rosa mosqueta, de
blanco visten las auras
tiñosas, las niñas negras
mequetrefes, de lazo
amarillo, enclenques:
el pintiparado moño
relumbra, todo el
mundo con el tiempo
lo imita. Las niñas
vistieron de blanco
a las tiñosas.
Ésta es la mujer (sesentona) del agujero elíptico
lustrando día y noche
(para calzarlo, ajustado)
el zapato izquierdo del
amigo muerto: ya entra,
ya tiempo con universo
se ajustan a la medida
del pie. ¿Y el derecho?
Eso será otra muerte,
sin golpe seco, más
aguada para cantar,
menos vertical.
UN DÍA FELIZ
No
devengo, el dedo en la llaga si hubiera llaga,
penuria no tengo, aflicción
poca o ninguna que yo
sepa, estoy de vuelta
(abajo) procuro, apenas,
un pinar por su aroma,
la deformación visible
(palpable) de ciertas
ramas, arena, agujas
pudriéndose entre
hormigas carmelitas:
constato que no
procuro nada más
allá de la pineda,
una es ésta, aquí
a la vista, otra
es aquélla en la
memoria allá por
los años ochenta
(finales, creo) al
norte: invitado
(acogido) había
hecho un trato, se
nos daba casa y
comida, transporte,
cinco días a cambio
de un trabajo de taller
literario, y a mí que
me es fácil corregir,
acepté: corregir no
en el sentido
escatológico cubano
sino confuciano, y me
dispuse a trabajar en
equipo, comimos de
maravilla, yo en
particular aquellos
días dormí como un
tronco, de mañana
mi mujer y yo, en
ayunas nos íbamos
al mar: una hora
paseando en silencio,
ella veía piñones,
piñas caídas, riscos
a lo lejos de su lugar
de crianza, y yo
macaos, cangrejos
de río, los abedules
de mi padre, las lilas
blancas en flor de
mamá, y de añadidura
paros carboneros
posándose ora en la
copa de los pinos o
la palma de mi mano,
en vilo, y derecha.
Me siento por estas fechas ancho, pancho, tiro
a relajo montones de
asuntos para mis
adentros, de lo de
afuera me abstengo,
casi me abstraigo, y
a resultas, como que
de poco me entero,
rara vez me altero:
la arterial va normal,
lo circulatorio como
Dios manda, el apetito
ni febril ni decaído, de
un par de docenas de
dolencias, dolores
corporales, sólo dos
me incordian, uno por
atrás, otro por debajo.
No obstante los tiro a
relajo, los doblego a
base de desviar la
mente, y de imponer
silencio: la tarde cae,
el día repunta en su
más oscura dirección,
y como viene sucediendo
no deja señales notables:
en su lugar, ya con el
piyama puesto, los ojos
entornándose por propia
cuenta, lo que del día
queda, como desde
hace tiempo me ocurre,
es el sabor del almuerzo
de las doce y media, y
hoy haber pasado cuatro
horas leyendo a Ángel
Escobar, a Günter Grass
(tengo abandonada la
lectura de las leyes de
Manú) en cuestión de
minutos bebo un vaso
corto de agua, hago
menores aguas, tomo
una píldora de valeriana,
me hundo en la oscurana,
y al sueño: sé, lo sé, que
tendré dorados sueños
de dorada bisutería, me
veré desabrochándole
a Guadalupe el collar
de perlas que se puso
para el fiestón de anoche
donde echamos a la
cubana tremendo pie
los dos: abro el cierre,
le quito el collar que le
queda de perlas, la
aprieto por detrás, se
ríe: qué le habré
susurrado al oído
que estalla a carcajadas
hacia su interior, su risa
una cascada de la
campanilla a los
borborigmos de ese
punto filipino que es su
ombligo.
José Kozer es un escritor cubano nacido en La Habana el 28 del marzo de 1940 pero radicado en los Estados Unidos desde 1960. Ha publicado más de cincuenta libros, la gran mayoría de poesía, aunque entre ellos también se encuentran diarios y narrativa.