Sindo Pacheco

EL REGRESO DE INFORTUNADA ENAMORADA

—una historia con el sabor de la vainilla—

El ciclón llegó como un ciclón, mojándolo todo noche y día. Llovía fuerte o llovía suave, pero la lluvia no dejaba de lloverse. En otros tiempos, la pasábamos en los arroyos crecidos, como la vez aquella que el Abuelo casi se ahoga en el charco La Picúa. Lo sacamos del agua, y José, que entonces era el jefe de la pandilla, le dio respiración artificial, sin que le hiciera falta alguna, y se hizo el que lo había salvado. Pero ya somos grandes para andar por ahí atravesando aguaceros por los campos.

El viento hacia fiuuu, fiuuu, con unas ráfagas muy fuertes, y a cada rato llovía atravesado. Las gotas de una esquina iban por el aire hasta la otra, y no se podía estar ni en los portales.

Yo lo que más extrañaba era el sol, la escuela, el aula y a Susana Bustamante. Tenía muchas ganas de ver a Susana Bustamante. Durante la semana santa, su familia se fue para la playa en Trinidad, y llegó con la piel dorada que daba gusto. Todo el mundo le preguntaba si había estado en la playa. Sus hoyuelos, más claritos porque el sol no puede entrar hasta allí adentro, resaltaban de lo lindo.

Sexto es un grado muy difícil. Las fracciones son cuentas malísimas de sacar, y por nada del mundo se puede estar faltando a la escuela. Pero entonces, casi finalizando el curso, se aparece este ciclón.

Hacía más de una semana que no había clases; pero yo, día por día, me ponía una capa vieja de mi papá y salía para Laudelino Arias, que ahora se llama Camarada Stalin.

—¡Pablito, que no hay escuela, el ciclón no se ha ido todavía! —me decía mamá.

Pero yo siempre creo que de pronto va a salir el sol.

—¡Qué sol ni que ocho cuartos! ¿No ves cómo está el cielo…?

Yo me iba de todas formas y me paraba debajo de un portal que hay a la entrada, y esperaba y esperaba, a ver si, aunque no hubiera clases, Susana Bustamante aparecía de pronto, porque igual que yo, ella pensaba que iba a salir el sol. Pero no, nunca le pasaba igual que a mí. Yo creo que las muchachas no son tan idiotas como uno.

Últimamente, ella no quiere ni hablarme. Dice que me fui solo para el cine y para la biblioteca, y que no solamente no la invité, sino que no fui capaz ni de avisarle. Si se lo hubiera dicho, como ella hizo conmigo cuando se fue para la playa, no hubiera habido ningún agravio.

Dime tú: agravio. Yo no sé de dónde saca las palabras. Antes, cuando algo le gustaba mucho, ella decía: ¡uy, me encanta!; pero hace mucho tiempo ya que no lo dice.

Susana siguió con su perorata de las obligaciones y los agravios. Yo debía saber bien claro, si es que no lo sabía, que entre nosotros había que confesarse las cosas y evitar malentendidos; pero, lamentablemente, ya era demasiado tarde, y “por tanto y consiguiente” no quería saber más de mí.

—Te odio. Egoísta. Embustero. Mentiroso.

Todo eso me dijo, de lo más enojada, casi a punto de llorar, y desde entonces no se me quita la tristeza.

La tristeza es una cosa que te quita los deseos de hacer nada.

Yo seguía debajo del portal y nadie venía a acompañarme. Y como llovía de lado y cada vez más fuerte, empezaba a darme frío; y el frío con la tristeza es una cosa tan horrible que no hacía más que temblar y que temblar, y me iba a la casa, con aquella tristeza de agua y frío.

—Mira eso, Pablito, te vas a enfermar; pareces un pollo mojado.

Yo me encogía de hombros. Cuando uno está así, le da lo mismo ser que no ser un pollo mojado.

—Anda y cámbiate esa ropa. Estás un poco raro últimamente, ¿qué te pasa?

—Nada, que el ciclón no acaba de largarse.

Yo no sé para donde van los ciclones cuando se van; pero cuando el ciclón se fue por fin, y volvieron las clases, yo tenía una felicidad y dos tristezas. Me encantaba que el sol estuviera allí alumbrándolo todo; pero, aparte de mi tristeza por Susana, sentía tristeza de pensar que pudiera venir otro ciclón. Los ciclones vienen por su cuenta sin que podamos darnos cuenta, y cuando más ganas tiene uno de encontrarse con Susana Bustamante.

II

El sábado, antes de irnos a la casa, la maestra Luisa levantó la mano derecha con el índice en lo alto, y esperó y esperó muy callada. Cuando ella hace ese gesto, se produce un silencio como de muerte. La maestra es delgada, seria, y siempre viste de negro como si tuviera luto. Tal vez se le murió la madre o el marido y nadie se ha atrevido a preguntarle.

—El ciclón provocó muchos daños en Pinar del Río —nos dijo—, y las lluvias, en todas partes. Ha habido afectaciones en los sembrados, en las cosechas, y existe escasez de alimentos. Hay que ser solidarios con los demás. No quiero que el lunes ninguno de ustedes, oigan bien, venga a la escuela sin haber hecho una buena acción. De ahora en adelante, aunque no haya un huracán, hay que realizar buenas acciones.

—¿Qué cosa es una buena acción, maestra? —preguntó el Abuelo.

—Buenas acciones son aquellas en las cuales uno ayuda a los demás, a cualquiera que lo necesite. Ayudar a un cieguito a cruzar la calle, por ejemplo, es una buena acción.

Esa misma tarde salí a hacer buenas acciones.

—¿Y eso para qué? —quiso saber Chencho.

Chencho está en quinto grado.

—Mi maestra nos dijo eso. Hay pasarle la calle a cualquier ciego.

Nos paramos en la cafetería de Graña a esperar que Jorrín se sentara en el portal de su casa. Jorrín tiene una enfermedad que le puso los ojos blancos por completo. Cuando los abre, se le ve una nata blanca blanca, como una leche, que no lo deja ver. Por eso siempre usa unas gafas oscuras.

—Hola, Jorrín, ¿cómo está?

—¿Quién es, Pablito? —Jorrín ya está viejo, y no oye muy bien tampoco. Estaba comiéndose un pastel de guayaba, que crujía entre sus dientes.

—Pablito y Chencho. ¿No quiere que le ayudemos a cruzar la calle Masó?

—¿La calle Masó…, para qué?

—Para estirar las piernas, Jorrín. Dicen que eso es muy bueno.

—No, muchas gracias. Otro día estiro las piernas.

Dimos una vuelta por el pueblo, por la heladería, pero todo estaba poniéndose sombrío, como si fuera a venir otro ciclón. La biblioteca estaba cerrada y no había una buena película ni nada con qué entretenerse.

El domingo, que ya era otro día, nos situamos en la cafetería.

—¿No hay pasteles de guayaba?

—Los pasteles se acabaron —nos dijo un dependiente.

Todo el mundo quiere comer pasteles de guayaba; pero los pasteles siempre se acaban. Apenas Jorrín se había sentado en su sillón, salimos para allá.

—Hola, Jorrín, ¿cómo está?

—¿Quién es, Pablito? —esta vez no estaba comiendo nada.

—Pablito y Chencho. ¿No quiere que le ayudemos a cruzar la Masó?

—La Masó…, ¿para qué…, para estirar las piernas?

—No, están vendiendo pasteles. ¿No le gustan los pasteles de guayaba?

—A mí me encantan, ¿por qué no me traen tres pesos de pasteles?

—Sólo venden uno por persona, vamos, que nosotros le compramos un peso cada uno.

Jorrín se puso de pie, tomó su bastón, una jaba de tela y registró en sus bolsillos.

Cruzamos la calle, y Chencho y yo llegamos con él de cada brazo. Antes de que pudiera pasar algo, Chencho dijo:

—Graña, ¿se acabaron los pasteles?

—Sí, pero tenemos boniatillos, marquesitas, polvorones…

—Ah, carajo, ¿oyó, Jorrín? Se acabaron los pasteles. ¿No quiere marquesitas? ¿No le gustan los polvorones?

—No, solamente los pasteles.

Bueno, en la dulcería están haciendo más. Dicen que vienen otra vez.

Cruzamos al otro lado, cuando Chencho dijo:

—Mi gorra…, ah, carajo —Chencho siempre está diciendo ah, carajo.

Volvimos con Jorrín hasta la cafetería, cruzando de nuevo la Masó.

—Mírala allí —dijo Chencho, que no tenía ninguna gorra.

Hizo un gesto como si se la pusiera en la cabeza.

—Ya me puse la gorra —gritó—. Menos mal que no se perdió.

Nadie que se ponga una gorra dice: ya me puse la gorra, pero Jorrín no se dio cuenta de ese detalle.

Lo sentamos en su sillón. Dimos una vuelta por el barrio. Ni el Abuelo ni Rafa estaban por todo aquello, mucho menos Susana Bustamante. Como en una hora, ya estábamos de vuelta.

—Vamos, Jorrín.

—¿Adónde?

—A buscar los pasteles.

—Vayan ustedes primero a ver si ya vinieron.

—Claro, Jorrín. De aquí se ve la cola y la gente con sus platos y con sus moldes de plástico.

Cruzamos la calle.

—¿Esa cola es para pasteles? —preguntó Chencho.

—¿Qué cola, ni qué pasteles?

—Ah, carajo, no son pasteles, Jorrín, pero hay pastillas de menta. ¿No le gustan las pastillas de menta?

—No, solamente los pasteles.

El lunes, cuando la maestra preguntó por las buenas acciones, enseguida levanté la mano, luego de mirar a Susana. Últimamente ella se sienta un poco lejos de mí; y ni siquiera vuelve la cabeza hacia acá. No quiere recordar que nosotros somos como una misma cosa.

—A ver, Pablo Benítez, ¿cuál fue la buena acción?

—Ayudé a seis ciegos a pasar la calle.

—¿A seis ciegos…?

—Era el mismo ciego, maestra Luisa, pero lo pasé seis calles.

—¿Seis calles, Pablo?

—Bueno, maestra, la misma calle; pero lo crucé seis veces.

—¿Seis veces?

—Sí, tres veces para allá y tres para acá.

—Muy bien, así se hace. Los niños de bien hacen esas cosas. ¿El ciego te pidió que le ayudaras a cruzar?

—No, maestra, pero se le veía en la cara; y Chencho y yo lo convencimos.

—¿Y eso para qué?

—Para que estirara las piernas.

—¿Y el ciego quería estirar las piernas?

—No, maestra; pero lo invitamos a comprar pasteles en la cafetería.

—¿Y había pasteles en la cafetería?

—No, maestra, pero había marquesitas, polvorones y pastillas de menta.

Yo pensé que iba a decir: ¿Y le gustaron al cieguito las marquesitas y los polvorones?; pero ella cambió la expresión de su rostro:

—Felicidades, hicieron muy bien. Así son los niños buenos, revolucionarios.

Sindo Pacheco. Nacido en 1956 en Cabaiguán, Cuba, es autor de una obra narrativa que hasta el momento suma una decena de títulos, entre novela y cuento, editados tanto en su país como en Puerto Rico, Colombia, España y los Estados Unidos. Merecedor de varios premios literarios, como el Casa de las Américas obtenido en 1994 por la novela juvenil María Virginia está de vacaciones. Su más reciente volumen de relatos, Un pie en lo alto y otras encerronas (La Pereza, 2013; Letras Cubanas, 2014), recibió el Premio de la Crítica Literaria de Cuba, diez años después de haberlo ganado la primera vez en 1994. Actualmente reside en Miami.