Pedro Luis Rodriguez


EL SEÑOR COOPER


La negra estaba sentada en uno de los bancos del malecón, con el cuerpo inclinado hacia el frente. Sus ojos tenían una tonalidad rojiza y miraban a su alrededor, nostálgica, con miedo; a su lado, había un maletín sin trabillas, descolorido.

El señor Cooper se situó a poca distancia para observarla. La mar estaba en calma, diáfana. El olor a salitre le entraba por la nariz y el sol mañanero calentaba su piel. A esa hora de la mañana, por el pequeño malecón solo transitaban algunos empleados de los bares, restaurantes y tiendas del balneario.

―Good morning.

Ella no respondió.

―¿Hablas el español?

Lo miró extrañada; después, afirmó con la cabeza.

—Te tengo un empleo

Estaba seria, con los ojos húmedos.

―Trabajarás en mi casa. Te daré un sueldo, comida y cama. No quiero amigas ni familiares, solo podemos estar nosotros.

La mirada inexpresiva recorría el rostro del señor Cooper.

―¿Me entiendes?

―¿Qué trabajo es, señor?

Quiso confesar su verdadero objetivo, pero era demasiado pronto.

―Hace una semana despedí a mi criada. Mi casa es un desorden. Espero que seas eficiente.

Quiso decirle algo, pero se mantuvo callada. Solo se escuchaban los pasos pausados de una anciana que transitaba a su lado y el sonido de la brisa del mar; el olor a salitre era persistente. La muchacha lo miró: tenía una expresión sombría en el rostro; los ojos opacos; la barbilla le temblaba. Afirmó con la cabeza.

Un cuarto de hora después estaba en la puerta del apartamento en un edificio del centro del balneario. Era amplio y cálido: cuatro dormitorios, dos baños amplios, una sala con un gran balcón, una cocina–comedor de losas azules y maderas finas y, por último, una despensa.

Ella entró detrás del señor Cooper mirando ansiosa hacia todas partes.

―¿Cuál es tu nombre? ―la voz sonó autoritaria.

―Sadiku.

―Sa...Sa…, Sadiku. Eso no es un nombre, es como un mugido de animal.

Lo miró fijo a los ojos. El señor Cooper indicó que lo siguiera. Llegaron frente a una puerta que él empujó:

—Este va a ser tu dormitorio.

Era el más pequeño y nunca se había utilizado.

Mientras veía, en la televisión, algún partido de fútbol o un concierto de música clásica, tenía la costumbre de cenar ensalada, un pedazo de carne y sandía. Esa noche, comió despacio, dando tiempo a que la negra saliera de su habitación. Tenía en la mente la primera imagen de ella que había visto por la tarde: los senos redondos y duros, el vientre liso y escurridizo, las caderas amplias y los muslos torneados.

Su búsqueda había comenzado, un mes atrás, en el bar–cafetería el Ogro verde, del señor Mann, cuando el francés Truffaut, entre cañas viendo un juego del Manchester, relató su convivencia con una colombiana.

—Mi albanesa tiene las caderas más anchas que he visto —exponía Valantinov.

—Yo tengo de criada a una marroquí. Cada noche me calienta el lecho —alardeaba Milne.

—¿Y tú, cuándo vas a llevar una a tu casa? —le preguntó Buñuel.

Negó con la cabeza: él las prefería en Las Orquídeas, o el Oh yes.

Comenzaron las burlas, las recriminaciones. El señor Cooper no aguantaba que lo ofendieran. Mientras Giggs lograba el gol que llevaba al Manchester United a la final de la Copa de Europa, se imaginó su cama invadida por una ninfa de caderas anchas y sonrisa complaciente.

Primero la buscó en Las Verónicas, donde los guiris se aglutinaban impacientes y ebrios por las noches. Se acercó a una negra alta y pelada al rape que se ofendió con su propuesta. Ella, gritaba, no podía estar encerrada en una casa; si él quería, podía darle placer; pero a sesenta euros la media hora. Por lo demás, nada de nada.

En el Oh, yes, mientras una opaca luz roja iluminaba la piel blanquísima de la polaca que se retorcía sobre su cadera, le hizo la propuesta. Ella dejó de contonearse. “Claro que no. En estos tres meses de visa, tengo que trabajar duro. ¿Qué piensas? Soy casada y debo mantener a dos hijos”. Entonces, puso un anuncio en el periódico: solicitaba a una criada experimentada en los quehaceres del hogar.

En una semana se entrevistó con cuatro señoras mayores, feas y casadas, se fue San Isidro y se acercó a una chica de pelo largo y pantalón ajustado.

—Sé mi empleada, vivirás conmigo y ni a tu familia tercermundista, ni… Lo abofeteó. Varios latinoamericanos salieron en defensa de la muchacha y lo amenazaron con golpearlo, si no se marchaba con sus propuestas primermundistas.

Después de cenar, se paró frente al dormitorio de la negra: ¿Qué estaría haciendo? Cerró los ojos. Complacido, se pasó suavemente la lengua por los labios; se separó de la puerta, todo era cuestión de tiempo.

A la mañana siguiente, apenas abrió los ojos, la recordó. En la cocina descubrió una figura encorvada sobre un caldero. El señor Cooper se quedó mirándola: vestía un traje largo hasta sus tobillos, de colores vivos y que le dejaba el dorso desnudo. La espalda era delicada y tierna.

La chica dejó de comer y se volvió lentamente.

―Hace dos días que no como nada.

Al señor Cooper le agradaba su tono de voz. Ahora parecía una muchacha sumisa, tímida. Esa había sido la impresión que tuvo, cuando la vio sentada en el banco del malecón, con el rostro lloroso.

Dio un paso; Sadiku se arrinconó a la pared. Él sonrió:

―Enséñame los dientes, aún no te los he visto.

Abrió la boca, lentamente.

―Tienes una buena dentadura. Un día me agradecerás que te haya sacado de las calles.

Y se fue.

El bar del señor Mann estaba semivacío. Los guiris de turno venían pasadas las seis. Tampoco vio a sus amigos habituales. Se creía infalible en el trato con mujeres de la condición de Sadiku. Ella no era Melisa Lan, su ex esposa, con sus discursos de sociedad. Su nueva criada no poseía esos recursos, era solo una criatura de poco raciocinio. “Nosotros fuimos a África para sacarlos de su salvajismo”, recordó las palabras de su abuelo. Sin papeles para trabajar ni amigos ni hogar ni nada, terminaría en Las Verónicas, como otra prostituta más. Debía sentirse halagada de que él la llevase a su casa.

Regresó, cuando el sol era un plato rojizo a punto de entrar en el mar. Quería verla: esa noche sentía deseos de poseerla. No estaba ni en la sala ni en la cocina. Tocó en la puerta de su dormitorio, pero no tuvo respuesta. Quizás se había marchado: pensó Entonces se percató de que la puerta estaba entreabierta. ¿Ella lo esperaba?

Pedro Luis Rodríguez Molina Cuba (1972) escritor, profesor de historia y asesor de literatura. Obtuvo el Premio Nacional de Talleres Literarios, 1997. Fue Premio de cuento en la Bienal “Ada Elba Pérez” de 1999, con Más allá de la espera. Ganó el Premio Beca de creación literaria “Nubes verdes”, en el género Novela, de la Asociación Hermanos Saíz, en el año 2000, con su obra El mezquino de Babel. Mereció el Premio de cuento “Batalla de Mal Tiempo” en 2004, con Conjeturas y el Premio Nacional “Mono-Rosa”, también en cuento, en 2005. Obtuvo un Accésit en cuento en el XXV concurso de cuentos “Gabriel Aresti”, España, 2007, con su obra Los de siempre. Premio de cuento “Un pueblo con suerte”, género cuento, 2012. Tercer premio en novela corta, en el concurso “La casa por la ventana”, con la obra: La franquicia de los verdugos; convocado por el proyecto Arte Cuba, Estados Unidos de Norteamérica, 2012.