Camilo Venegas

Resort



Para Diana, Ana Rosario y María,

que navegaron por la bahía conmigo.

“La vida es toda recuerdos

excepto por un único momento presente,

que pasa tan rápido

que apenas puedes ver cómo se escapa”

Tennessee Williams

Check in

El Moby Dick Resort & Club es un hotel de tres estrellas en la costa de la bahía de Samaná. Pequeñas habitaciones hechas de ladrillos, madera y techos de zinc perecen hacer equilibrio en el borde de un promontorio. Justo frente a su playa hay un barco hundido y, en la misma dirección, un cuarto de milla mar adentro, dos pequeños islotes que parecen ballenas.

La bahía es inmensa. En un extremo tiene un pueblo en ruinas. Desde lejos, se divisan pequeños botes de pescadores y un tren encallado en una estación que también se derrumba. Allí abre todas las noches el bar Palermo. Hacia el Sur, hay un sinnúmero de islas donde suelen anidar las aves migratorias.

Hay dos maneras de llegar al hotel. Por tierra, a través de una vía que parece una montaña rusa; o por mar, alquilando un bote en el muelle del pueblo, que está justo al lado del tren encallado. La mayoría de los turistas llegan por tierra. Por lo regular se bajan del autobús con náuseas, debido a las curvas, las subidas y las bajadas de la carretera.

El dueño del Moby Dick Resort & Club es Massimo, un peluquero italiano que invirtió todo lo que tenía en hacer realidad su sueño de vivir en el Caribe. Solo los sábados en la mañana ejerce su antiguo oficio. Para poderse pelar con él hay que reservar con suficiente tiempo. Apenas atiende a cuatro personas: tres mujeres y un hombre.

Aunque Massimo jamás ha leído Melville, es un gran conocedor de su obra maestra. La película de John Huston, documentales y reportajes le han permitido acercarse a la novela sin tener que abrirla. Aun así, tiene un ejemplar en su mesa de noche y otro en la recepción del hotel.

La bahía de Samaná es uno de los mejores lugares del mundo para observar a las ballenas jorobadas del Atlántico. La mayoría de los turistas que llegan al hotel de Massimo lo hacen movidos por la ilusión de verlas emerger lo más cerca posible.

Suele abrir el restaurante con dos palmadas. Pone las manos lo más alto posible y las hace sonar fuerte. Luego sus brazos, con un estilizado amaneramiento, caen sobre su cintura. La cocina se anuncia como mediterránea, pero en verdad todos sus platos son italianos.

—Buon appetito —dice Massimo mesa por mesa, antes de inclinar la cabeza y hacer una pregunta—, ¿todo bien?

Se nota que la música que se escucha en las bocinas fue cuidadosamente seleccionada. Siempre da la impresión de que ha sido escogida especialmente para el momento. A veces, por las noches, suena rock and roll. Pero en la mayoría de las ocasiones lo que se oye es jazz y baladas italianas.

La mano derecha de Massimo es Daggoo, un negro enorme que nadie sabe si es dominicano, haitiano o de alguna otra isla del Caribe. Habla todos los idiomas con el mismo acento de Massimo. Su voz es tan grave que a veces suena como un tambor. Casi siempre anda descalzo y tiene un arpón grabado en la camisa del uniforme.

—Daggoo es nuestro arponero —suele decir Massimo cuando alguien repara en el bordado.

El sonido de las aves determina el paso de las horas en el Moby Dick Resort & Club. Como todos los que llegan hasta él vienen decididos a no hacer nada y con el firme propósito de perder el tiempo, el cielo parece siempre mucho más agitado que la tierra.

En la recepción, en el centro de un círculo de asientos rústicos con cojines enormes, hay una mandíbula de ballena. Los huesos están sujetos del techo por un cable de acero. Cuando hace mucho viento. La mandíbula gira lentamente, como si fuera una proyección en tercera dimensión.

El trago de bienvenida es un Bloody Mary. Si algún huésped se rehúsa a tomarlo, Massimo insiste y no se separa de él hasta que lo ha terminado. “La sangre de Doña Mary no puede derramarse en vano”, dice con un tono que nunca deja claro si se trata de una broma o una amenaza.

Piccinni, el recepcionista, es dominicano. Su apellido no es otra invención de Massimo. Su padre y su abuelo también eran Piccinni. Como ellos, se llama Víctor. Pero a eso sí le ha hecho caso omiso el peluquero, quien desde el primer día le dice Niccolò. Lo pronuncia meciendo los brazos, como si dirigiera una orquesta.

De la cocina se ocupa Tumbarello, un joven siciliano que fue asaltado en Santo Domingo. Perdió todos sus documentos y el dinero. Deambuló por varios lugares del país hasta que llegó la estación en ruinas. En el Palermo, donde se dan cita los seres más extravagantes, le hablaron del hotel.

Massimo le propuso que trabajara en la cocina hasta que reuniera el dinero para el regreso. Tumbarello fue honesto. Le confesó que solo sabía hacer lasaña, según la receta de su madre, y carbonara. “¡A sufficienza!”, respondió el peluquero, quien de inmediato se dio a la tarea de enseñarle las recetas emblemáticas de la casa.

Pudiera pensarse que en el Moby Dick Resort & Club aquí nunca ha pasado nada que merezca la pena ser contado. Sin embargo, los hechos que ocurrirán a continuación, se desencadenaron en unas pocas semanas. Uno tras otro.

Después todo volvió a esa normalidad que establece la vida cotidiana incluso en los lugares de paso. Massimo acaba de abrir el restaurante con dos palmadas. Ha puesto las manos lo más alto posible y las ha hecho sonar fuerte. Luego sus brazos, con un estilizado amaneramiento, cayeron sobre su cintura.

—Buon appetito —dice mesa por mesa, antes de inclinar la cabeza y hacer una pregunta—, ¿todo bien?

Un último detalle. En un promontorio contiguo al del hotel hay un faro abandonado. Es de hierro y tiene una larga escalera de caracol que sube hasta el lugar donde estuvo la farola. Los 31 de diciembre, a las 12 de la noche, Massimo hace encender una fogata en lo alto.

No pertenece al hotel, pero al menos una vez al año su luz alumbra el camino que conduce a los viajeros hasta el Moby Dick Resort & Club.

Un café en Katmandú

Se llama Víctor Piccinni, pero le dicen Niccolò. Suele pasarse toda la noche mirando películas en la televisión. Sólo aparta la vista del aparato si un huésped le pide algo o si empieza a llover. La mayoría de los huéspedes hablan en italiano, pero en la noche son más bien silenciosos. La lluvia cae en cuanto oscurece, dos o tres aguaceros fuertes y rápidos.

Piccinni quería ser director de cine, pero acabó trabajando en la recepción del Moby Dick Resort & Club. Tiene 29 años y nunca ha viajado. El trayecto más largo de su vida fue una excursión a la frontera con Haití. Ya no recuerda casi nada de lo que vio en Dajabón, pero no se le olvida una frase del Padre Bassani.

—Esto se parece a Katmandú —dijo el sacerdote jesuita, que era argentino y tenía una barba muy larga.

Cuando en la televisión ponen entrevistas a directores de cine, Piccinni sólo le presta atención a lo que dicen. Cada vez que eso sucede, no escucha ni a los turistas ni a la lluvia. La entrevista más reciente fue a Woody Allen.

—Hago las películas que quiero y así logro vivir en un mundo irreal de mujeres bellas, hombres ingeniosos y situaciones dramáticas —dijo Woody después de soltar una bocanada de humo—. Me he escapado hacia una vida en el cine, del otro lado de la cámara.

A Piccinni ya no le interesa escapar, ni siquiera hacer cine, pero le gustaría vivir al menos una vez en un mundo irreal de mujeres bellas, hombres ingeniosos y situaciones dramáticas.

Se llama Anna, así, con doble ene. No cree en la suerte, es agnóstica, tiene 40 años y quiere hacer un viaje a República Dominicana. Detesta la comida asiática y tres amigas suyas ha tenido experiencias terribles en Vietnam, Singapur y Malasia. Esa es la razón por la que solo piensa en el Caribe cuando le hablan del Trópico.

El viaje a Santo Domingo se le ocurrió viendo una película porno. Había tenido un día de perros y cuando llegó a su casa se quitó los zapatos. En puntas de pie fue hasta el bar y se sirvió un whisky a las rocas. Cuando se lanzó en el sofá, cayó encima del control remoto del televisor.

En la pantalla aparecieron dos negros y una rubia. La escena sucedía en una playa oscura y desolada, donde sólo se escuchaba el ruido del mar y los gemidos exagerados de la mujer. En el fondo de la escena, entre unas palmeras a contraluz, parpadeaba un cartel de neón: Welcome to Dominican Republic.

A Anna le escena le pareció burda, decadente, pero poco a poco se le fue haciendo un nudo en la garganta y cuando se vino a dar cuenta, ya no podía tragar. La mujer sobreactuaba, pero era evidente que estaba disfrutando lo que le hacían. Anna lo supo porque se acariciaban las manos.

—En las películas porno nadie se acaricia las manos —pensó.

No se lo dijo a nadie, pero decidió participar en La Ruleta de la Suerte para pagarse el viaje a República Dominicana. Vio el programa por seis meses de manera ininterrumpida.

Las reglas de La Ruleta de la Suerte no han cambiado desde 1975. Tres jugadores se enfrentan a un panel en blanco, donde deben adivinar las letras correctas que forman una palabra. El que resuelva el puzzle, gana todo el dinero que ha acumulado en esa jugada. Las consonantes se piden a través de la ruleta, las vocales se compran cuando ya se ha acumulado suficiente dinero.

Anna se aprendió de memoria las 24 casillas de la ruleta. Su meta no era el Volkswagen del año, al que puede aspirar el jugador que más dinero acumule. Para ella 1,000 euros era suficiente. En una agencia de viajes que está en el mismo edificio que su oficina, había varias ofertas al Caribe.

La ruleta tiene premios en metálico desde 25 hasta 150 euros, comodines, botes, pérdidas de turno y quiebras. Anna llenó el formulario en la página web de Antena 3. Al indicar sus gustos y preferencias, eligió casi todos: economía, tecnología, entretenimiento, compras, formación, viajes, música, libros, cine, espectáculos y actualidad. Sólo excluyó familia, hogar, motor y deportes.

Dos meses después recibió un email donde le comunicaban que había sido elegida. El estudio le pareció mucho más pequeño que en la televisión. Sólo eso le llamó la atención. Estaba tan enfocada en su objetivo, que apenas reparó en todos esos pequeños detalles que suelen cohibir a los que se paran por primera vez delante de una cámara.

—La primera concursante de hoy se llama Anna, con doble ene, y es de Madrid —dijo el presentador.

—Qué lindo nombre, Anna, con doble ene —pensó Piccinni mientras le subía el volumen al televisor, porque el ruido del aguacero no lo dejaba escuchar.

El Moby Dick estaba casi vacío. Después que salió el último grupo de italianos, sólo permanecen en él un matrimonio canadiense, una haitiana con su hija y una mujer mayor que dice que es austriaca. Por primera vez, desde que Piccinni trabaja en la recepción, en el hotel hay 20 habitaciones desocupadas.

El matrimonio canadiense se llaman el señor y la señora Atwood. La haitiana y su hija tienen el mismo nombre: Edwidge. La austriaca insiste en que todos le digan Margaret, pero cada vez que alguien se refiere a ella, dice La Gringa. Los cinco huéspedes del hotel están en el lobby. Son ya las cuatro de la tarde, pero por el calor parece que es mediodía.

El aire está muy seco, empezará a llover en cualquier momento. Edwidge, madre, lee un libro en voz alta. Edwidge, hija, juegan con un gato que se llama Pavarotti. El gato es muy negro y tan gordo como el tenor. La niña y el gato giran alrededor de una pelota que tiene pintado el mapa del mundo.

El señor Atwood resuelve un crucigrama y la señora Atwood se unta diferentes cremas por todo el cuerpo. Cuando él habla, ella se calla y cuando él se calla, ella habla; pero no pareciera que conversan. Más bien dicen cosas que ninguno de los dos oye y a ninguno de los dos les interesa.

Margaret da vueltas en círculos y mira el reloj cada vez que pasa frente a la marquesina. En algún momento, todos los que están en la recepción se han preguntado la edad de Margaret. El señor Atwood fue el que le calculó menos años: 50; y Edwidge, madre, la que más: 68. La señora Atwood estuvo a punto de acertar, calculó 60 y en realidad son 63.

Una motocicleta con dos hombres llegó envuelta en una nube de humo blanco. El que conducía apuntó hacia Margaret.

—Esa es La Gringa —dijo el motociclista.

—Okey —dijo el pasajero—, te pago cuando me vengas a buscar.

El pasajero, un moreno alto y corpulento, caminó muy despacio en dirección a Margaret. Todos, hasta Pavarotti, se quedaron mirándolo.

—¿Usted es La Gringa?

—Mucho gusto, Margaret.

—Un placer, Wander.

Margaret salió caminando en dirección a su habitación seguida de cerca por Wander. Entre todos circuló una mirada y una sonrisa de complicidad, sólo Edwidge, hija, y Pavarotti se mantuvieron al margen.

Un lugar que no te puedes perder. En casa, Anna siempre había acertado esta sección, pero ahora no tiene ni la más mínima idea de qué se trata. La pista es Nepal y tiene que hacer girar la ruleta. De ese país ella sabe bien poco: que está en el Himalaya, que su capital es Katmandú y que, en 2001, el príncipe heredero asesinó a sus padres, el rey y la reina.

El nombre del lugar tiene dos artículos y dos palabras. La primera palabra tiene seis letras y la segunda trece. La ruleta estuvo a punto de detenerse en Quiebra, pero llegó hasta los 150 euros. Anna estaba indecisa si decir la ele o la ese. Lo ideal sería una letra que estuviera repetida.

—Anna, tienes que decir una letra ya —le dijo el presentador del programa.

—La, laaa, la ese de Sevilla —dijo con los ojos cerrados.

—¡Sí, Anna, hay una ese!

—¿Tiras de nuevo o compras una vocal?

—Compro. Compro la a.

—¡Muy bien, Anna, porque tenemos cinco a!

La próxima vez que hizo girar la ruleta cayó en 100 euros. Anna pidió la “te de Tenerife” y había dos, una en la primera palabra y otra en la segunda. Cada vez que uno de los jugadores acierta una letra, se enciende la casilla que le corresponde. Entonces, la asistente del presentador va hasta la luz, la toca y aparece la letra.

Anna hizo girar otra vez la ruleta y cayó en Pierde Turno. Roberto, el próximo jugador, acertó la “b de Barcelona”, pero falló al comprar la o. Silvia tuvo mejor suerte, aunque sólo logró acumular 150 euros. Acertó la “hache de Huelva” y la “pe de Pamplona”, falló al comprar la “i de Ignacio”. A partir de ese momento, Anna consiguió poner todas las letras, incluso la uve, con la que tuvo una corazonada.

—Anna, sólo te falta una letra. Pero como no conoces el lugar, tienes que adivinarla.

—Tengo la corazonada de que es la uve de Valencia —dijo mientras cerraba los ojos y se tapaba los oídos.

—¡Es correcto, Anna, ya puedes resolver!

—¡La Estupa de Svayambhunath!

—Cosa que no te puedes perder si vas a Nepal —comentó el presentador—. Según una leyenda nepalí, Katmandú era un lago gigante habitado por una flor de loto. Un día, el dios de la sabiduría secó el lago y creó el valle de Katmandú. Sobre el lugar exacto en el que flotaba la flor sagrada, se alzó una colina. En la cima de esa colina se levantó un templo, la Estupa de Svayambhunath.

—Uf, te juro que lo he adivinado, no tenía ni la más mínima idea, ¿eh?.

Una tormenta tropical se acerca. Según los pronósticos, pasará a unos cincuenta kilómetros al Norte. Sus vientos no son tan fuertes, pero las depresiones en el Trópico siempre son una amenaza. Anna lo acaba de oír en la radio del taxi y no lo puede creer. Todas las letras que tuvo que adivinar para hacer el viaje al Caribe y ahora es probable que no vea salir el sol.

Aunque en la página web se veía mucho mejor, el hotel no le pareció mal. Nada ha cambiado en la recepción. Los mismos muebles, las mandíbulas de la ballena y hasta la foto de John Coltrane. El retrato del músico sentado, con el saxofón sobre las piernas y una flauta en las manos, es anacrónico, pero por una razón que Anna no sabría explicar, fue decisiva cuando tuvo que decidir el hotel donde se quedaría.

—Buenas noches, tengo una reserva a nombre de Anna, así, con doble ene.

—¿Tú eres Anna de verdad?

—¿Acaso has conocido a una Anna de mentira?

—Sí, sí, digo, no, no…

—Yo siempre he sido Anna, nunca he tenido otro nombre.

—No, lo que quiero decir es que yo te vi.

—¿Y dónde me has visto?

—Tú eres la Anna, la de la doble ene, la que salió en el programa de las letras.

—¡No lo puedo creer! ¿De verdad que me viste en la tele?

—Claro, no se me olvida lo de la Estupa de... la Estupa de… la Estupa de Svayambhunath, ¡puf!

—Pero ese era el nombre más difícil de aprender de todos.

—Sí, pero es que yo una vez fui a Dajabón, un lugar de aquí, de Dominicana, y el Padre Bassani dijo que se parecía a Katmandú.

—Oye, ¿y tú cómo te llamas?

—Me llamo Víctor, Víctor Piccinni pero aquí todos me dicen Niccolò.

—¿Y eso por qué?

—No sé, cosas del dueño, que le cambia el nombre a todo.

Se imaginó una playa con arena hasta donde se pierde la vista, pero en verdad no es más que una estrecha franja de costa cercada por los dos extremos del hotel. El cielo está negro y el agua muy turbia. Parece Galicia o el País Vasco, cualquier lugar de la tierra menos el Caribe. Muy cerca de ella un pelícano se encajó en el agua, al rato emergió y se quedó flotando.

—Es bonito, ¿no? —dijo Víctor.

—Bueno, la verdad es que hubiera preferido venir en otro momento —dijo Anna—. Odio las tormentas.

—No te preocupes, los ciclones pasan rápido. Seguro que el último día te podrás bañar.

El señor y la señora Atwood venían caminando por la costa y entraron a la playa del hotel por una pequeña brecha que hay en la cerca. El señor Atwood trae un pescado y la señora Atwood dos cocos.

—Hello, Niccolò —dijo la señora Atwood.

—Hello, Niccolò —dijo el señor Atwood.

—Hello —dijo Piccinni.

—Hello —dijo Anna.

El señor Atwood levantó su pescado con orgullo.

—Wao, beautiful chillo —dijo Piccinni.

— Snapper —dijo el señor Atwood—, snapper.

—Yes, yes —dijo Piccinni— pero aquí es chillo, chi-llo.

—Ah, okay, chi-llo, chi-llo —dijo el señor Atwood y se alejó en dirección al restaurante.

La señora Atwood saludó a Anna con la cabeza y le dijo adiós a Piccinni moviendo uno de los cocos en el aire.

—No hay mucha gente en el hotel, ¿no?

—No, es que aquí lo que más vienen son italianos. El próximo grupo llega el día que tú te vas.

—¿Hoy trabajas por el día?

—Hoy era mi día libre, pero Massimo, el dueño del hotel, me pidió que me quedara hasta que pase la tormenta. Es que él está en Miami, haciéndose un chequeo médico, y esto del ciclón lo tiene muy preocupado.

—Tampoco te pedí que me dieras tantos detalles.

Un remolino surgió de pronto muy cerca de ellos y le llenó los ojos de arena a Anna. Piccinni se inclino sobre ella para ayudarla. Necesitaban un pedazo de tela y Anna le hizo señas de que usara su propia blusa. Piccinni lo intentó, pero era muy ajustada y no alcanzaba. Entonces Anna se la quitó y la puso en sus manos.

—¿Ya?

—Ya.

—Toma, póntela.

—¿No se puede estar así en la playa?

—No, no, digo, sí, sí.

Hay un gran silencio en torno a ellos, ninguno de los dos se mueve. Del otro lado del cristal, se ve caer un torrencial aguacero. Anna fue la primera en levantar la cabeza. Luego descruzó sus piernas y se balanceó sobre sí misma hasta quedarse colgando de la cama. Piccinni también giró sobre sí mismo y quedó boca arriba. Ni el aguacero, ni los truenos, ni su respiración… no se oía nada.

—Por fin sucede algo que justifique el viaje —dijo Anna.

—Tengo sueño, el día está bueno para dormir —dijo Piccinni.

Un relámpago llenó de luz la habitación. Anna se tapó los oídos en espera del trueno y, justo cuando sacó la cabeza de entre sus manos, se oyó un sonido ensordecedor. Más allá del balcón, por el sendero que conduce al otro bloque de habitaciones, pasaron el señor y la señora Atwood. Estaban empapados y caminaban muy despacio, como si la lluvia no les importara.

—¿Qué querías ser cuando fueras mayor? —Preguntó Anna acomodando su cabeza en la cintura de Piccinni.

—Director de cine —respondió sin pensarlo.

—¿Y por qué no has hecho una peli?

—Porque en este país es imposible.

—Uf, odio los complejos tercermundistas. No me digas que eres el típico tío que cree que todos, menos él, tienen la culpa de todas sus frustraciones.

—No, no, la culpa es mía.

—¿Y qué directores te gustan?

—Muchos, no te podría decir uno.

—¿Has visto Match Point, la película de Woody Allen?

—Sí, claro, me gusto mucho.

—Cuando estábamos en la playa recordé la escena del aguacero.

—Ah, sí, ¿la que se le transparenta la ropa a Scarlett Johansson?

—Hum, creo que acabo de descubrir el verdadero problema —dijo Anna mientras lanzaba una almohada al rostro de Piccinni— tienes ojo de espectador, no de cineasta.

—¿Por qué elegiste viajar a República Dominicana en tus vacaciones?

—Por una película porno.

—No, en serio, ¿por qué no te fuiste a Katmandú, por ejemplo?

—Ya te he dicho la verdad, pero si quieres te miento.

Dostoievski dijo una vez que la belleza salvará el mundo. Anna recordó esa frase mientras caminaba hacia el restaurante, debajo de la lluvia. Todos los huéspedes estaban sentados en una mesa larga que dispusieron en el mismo centro, para que las ráfagas de agua no la alcanzaran. Anna se sentó al lado de Margaret y justo enfrente de Edwidge, madre.

En el otro extremo de la mesa, el señor y la señora Atwood discutían acaloradamente. El señor Atwood se sacaba espinas de la boca mientras la señora Atwood le daba de comer a Pavarotti. Margaret dijo algo, pero Anna no estaba segura de que era con ella y siguió mirando a lo lejos, donde la lluvia y el mar se convertían en una misma neblina.

—Eres española, ¿verdad? —Preguntó Edwidge, madre.

—Sí, soy española.

—¿Y dónde viven los españoles? —Preguntó Edwidge, hija.

—¡En España! —Respondieron Edwidge, madre, y Anna al mismo tiempo.

La frase a coro las hizo reír también al mismo tiempo.

—¿Y vosotras de dónde sois? —Preguntó Anna mirando hacia Edwidge, hija.

—Mi madre es haitiana, mi padre es portugués y yo soy dominicana —respondió Edwidge, hija.

—Dostoyievski dijo una vez que la belleza salvará el mundo.

—¿Y eso a qué viene? —dijo Edwidge, madre, con cara de extrañeza.

—Que hace un instante recordé esa frase y no le veía sentido hasta que os vi. Las dos sois muy guapas.

—¿Estás sola?

—¿En la vida o en el hotel?

Otra vez las dos se rieron al mismo tiempo y, para colmo de coincidencias, ambas se cubrieron el rostro.

—Bueno, primero que nada me llamo Anna, con doble ene.

—Nosotras nos llamamos Edwidge —dijo Edwidge, hija, y se puso de pie para jugar con Pavarotti.

La niña resbaló al tratar de perseguir al gato, pero Piccinni logró alzarla por los brazos antes de que se cayera de espaldas. El señor y la señora Atwood aplaudieron el oportuno rescate. Margaret suspiró aliviada, llevándose las manos a sus senos enormes. Edwidge, madre, le dio las gracias a Piccinni y le hizo un ademán a la niña para que no se volviera a parar de la mesa.

—Anna, te estaba buscando.

—Ah, no lo sabía.

—¿Qué harás cuando termines de comer?

—Bueno, eeeh, Edwidge me ha invitado a jugar a las cartas en su habitación.

Edwidge, madre, sonrió por la mentira y Edwidge, hija, celebró la noticia. Piccinni se encogió de hombros y se marchó en dirección a la cocina. Margaret se inclinó hacia Anna y trató de decirle algo al oído. Anna le hizo una señal de que no había entendido nada. Entonces Margaret se acercó aún más y puso sus manos como si fueran una bocina.

—Cuidado con estos chicos, son muy posesivos —repitió Margaret en un español al que no se le distinguía bien el acento.

En la radio se oye algo indescifrable y una pareja baila sobre una pista de hielo en la televisión. Hay un gran desorden por todas partes, un sendero de ropa interior conduce hasta el baño. Anna trae a Edwidge, hija, dormida sobre su hombro. Con mucho cuidado, acomodó a la niña en la cama que está más alejada del vidrio del balcón. Sobre la otra cama, están repartidas las cartas para un juego que no comenzó.

—¿Por qué te inventaste la excusa de las cartas? —Preguntó Edwidge, madre.

—Porque era creíble —Respondió Anna.

—¿De verdad quieres jugar?

—Nooo, me aburren un montón las cartas. Eso te iba a decir hoy cuando te vi jugando con tu hija en el desayuno.

—A mí me gusta jugar a las cartas, sobre todo cuando estoy triste.

—Lo que te dije de Dostoievski es cierto, ¿sabes?

—¿Cómo era, no lo recuerdo bien?

—Que eres guapísima, que eres una mujer increíble.

Edwidge, madre, comenzó a barajar el paquete de cartas y Anna se inclinó hacia delante para acariciar su cabello extremadamente corto. La música llegó a su fin y comenzó a sonar una jazz band. El sonido aún no es claro, pero acompaña mejor a los que danzan sobre el hielo en la televisión. Afuera el aguacero y los vientos arreciaron. Justo en el momento en que un relámpago alumbró todo, pasaron abrazados Margaret y el motociclista.

—¿Quieres algo de beber?

—No, gracias, estoy un poco mareada por las cervezas del almuerzo.

—¿Quieres alguna otra cosa?

—No, no, gracias.

—¿Quieres…

—Sshhh…

Anna se separó de Edwidge, madre, y le quitó la blusa con mucha lentitud. Edwidge, madre, mantuvo la vista fija en las cartas y sólo dejó de jugar cuando tuvo que levantar los brazos para que acabaran de desnudarla. La jazz band hizo silencio para darle paso a un solo de saxo. El bailarín se separó de la bailarina y empezó a girar a toda velocidad. El solo de saxo quedó interrumpido por el resto de los instrumentos de vientos. La danza sobre el hielo terminó de pronto, después que el bailarín se deslizara de rodillas hasta hundir su rostro en el vientre de la bailarina.

La lluvia también sabe a sal. Las ráfagas dispersan al salitre por todas partes. De nada vale que los empleados se esmeren en mantener la limpieza, el caos empieza a ocupar todos los espacios del hotel. El agua, las ramas de los árboles y la basura que ha sido arrastrada desde bien lejos lo han ensuciado todo. Margaret está semidesnuda, muy despeinada y maldice en inglés. Wander sangra por la nariz y Pavarotti mordisquea un pequeño pájaro que fue abatido por el viento.

—¡Tu maldita madre, gringa del coño! —dice Wander mientras levanta la cabeza para tratar de contener la hemorragia.

El señor y la señora Atwood a duras penas tratan de acercarse a Margaret. Apretados el uno contra el otro, avanzan de lado, para que el agua y el viento no les golpeen en la cara. No se oye bien lo que hablan. Primero hablan el señor y la señora Atwood, a un mismo tiempo, como si repitieran a coro las mismas frases. Luego los dos se callan y escuchan con atención a Margaret, que parece seguir maldiciendo.

Se oyó el ruido de una motocicleta y una nube de humo blanco se mezcló con todos los olores de la tormenta. Los cuatro se quedaron muy atentos al sonido del motor y por un momento no hicieron nada más que escucharlo. Wander apuntó a Margaret y se quedó así hasta que estuvo seguro de que ella lo estaba mirando.

—¡Me la vas a pagar, maldita gringa! —dijo Wander y salió corriendo mientras se cubría la nariz con las dos manos. De pronto resbaló y estuvo a punto de caer. Margaret y los esposos Atwood no pudieron contener una risa burlona. Cuando el ruido del motor dejó de oírse y la nube blanca desapareció del entorno, la señora Atwood abrazó a Margaret, que no pudo contenerse más y empezó a llorar.

Scarlett Johansson nunca enseña las tetas. Está empapada y su blusa se ha vuelto del todo trasparente, pero aún así no se le ve nada, absolutamente nada. Lo demás es el color amarillo de la hierba y el sonido constante del agua. Aunque la tormenta ha arreciado aún más, a Piccinni lo único que le importa es el aguacero que le está cayendo encima a Scarlett. Tiene la vista clavada en el televisor.

—Qué casualidad, justo ayer hablamos de Match Point —dijo Anna apoyándose con los dos codos en el mostrador de la recepción, para que Piccinni pudiera verla.

—¡Mierda, qué susto!

—Te decía que justo ayer hablamos de esa escena.

—Ah, sí, lo recuerdo...

—Y el único comentario que se te ocurrió hacerme es que Scarlett Johansson nunca enseña las tetas.

La blusa de Anna también está muy mojada y transparente, pero a ella sí se le ve todo, hasta el color de los pezones. Piccinni trató de esquivar la vista, pero al final se dio por vencido y miró con descaro.

—¿Cuáles te gustan más, las mías o las de ella?

—No podría decirte, ella no ha dejado que yo se las vea.

—Eso es una salida elegante.

Edwidge, madre, y Edwidge, hija, aparecieron envueltas en una misma manta que tenía una extraña pintura llena de arabescos. Caminan muy despacio, para no resbalar, aún así la niña acabó deslizándose por un largo charco de agua hasta caer de bruces contra un sofá donde Pavarotti duerme. El gato todavía tiene algunas plumas enredadas en las patas.

Cuando Edwidge, madre, trató de alcanzar a su hija, soltó la manta que, ayudada por el viento, se abrió como una vela y cayó tendida sobre el agua. Piccinni dejó de mirarle las tetas a Anna y empezó a descifrar el dibujo de la manta. Dentro de un arco de llamas, una rara deidad blandía una espada.

—¿Y eso también es arte haitiano? —Preguntó Piccinni cuando la curiosidad acabó por vencerlo.

—No, ¿cómo va a ser eso arte haitiano? —Reaccionó Edwidge, madre, algo molesta—. ¿Dónde tienes los ojos?

—Bueno, sí, ahora que lo miro bien, parece algo oriental, ¿no?

—Exacto. Es Chandamaharoshana, una deidad budista. Me lo trajo el padre de Edwidge de Katmandú.

—¡Tolón tolón! ¡Segunda coincidencia! —Dijo Anna mientras agitaba el brazo, como si estuviera sonando una campana.

—¿Segunda coincidencia? —Preguntó Edwidge, madre.

—No me hagas caso, es algo entre Woddy Allen y yo —dijo Anna— ¿Nos vamos al restaurante?

Las dos mujeres y la niña se cubrieron con la manta de Chandamaharoshana. Edwidge, madre, resbaló y Anna acudió en su ayuda, sujetándola por las nalgas. Las dos mujeres se cruzaron una mirada de complicidad. Piccinni no supo explicarse el sentimiento que le produjo aquel suceso. Volvió a la película. Scarlett Johansson y Jonathan Rhys Meyers hacían el amor bajo la lluvia, encima de la hierba. Aun así, a ella no se le veía nada.

Una gran calma se produjo de pronto. Algunos se alegraron de aquel súbito buen tiempo, pero la señora Atwood advirtió que podría tratarse del ojo del huracán. Según ella, había leído en National Geographic que el “ojo” es un área precisa donde hay muy poca precipitación y a veces se pueden ver el cielo azul o las estrellas.

—Eso es lo que sucede cuando el ojo del huracán está encima de uno— dijo la señora Atwood con un tono algo sobreactuado.

Como si alguien le hubiera dado la palabra, el señor Atwood se puso de pie y empezó a recitar:

—It was a clear steel-blue day. The firmaments of air and sea were hardly separable in that all pervading azure; only, the pensive air was transparently pure and soft, with a woman’s look, and the robust and man-like sea heaved with long, strong, lingering swells, as Samson’s chest in his sleep.

Todos se miraron sin entender nada. Uno de los camareros, que llevaba una bandeja con un enorme pescado asado, adornado con frutas y vegetales, hizo una mueca queriendo dar a entender que el señor Atwood había perdido el juicio. Todos le rieron la gracia. Pero el señor Atwood le arrebató la bandeja de las manos y se paró encima de una silla.

—Moby Dick or The Whale! —dijo como si se dirigiera a un público mucho más numeroso—. Herman Melville. Moby Dick or The Whale!

—Señores, ¿dónde está Margaret? —Preguntó Edwidge, madre— Hoy no la he visto en todo el día.

Parecía una ballena que se ha suicidado. El cuerpo inflado y deforme flotaba al mismo compás de todas las cosas que la bahía había arrastrado. Nadie demarcó nada, pero todos han guardado cierta distancia. La señora Atwood llora sin consuelo y el señor Atwood no parece preocupado por eso. Trepó a lo más alto del diente de perro y, como si se dirigiera a la furia del mar, comenzó a declamar.

—Almost simultaneously, with a mighty, volition of ungraduated, instantaneous swiftness, the White Whale darted through the weltering sea. But when Ahab cried out to the steersman to take new turns with the line, and hold it so; and commanded the crew to turn round on their seats, and tow the boat up the mark; the moment the treacherous line felt that double strain and tug, is snapped in the emptry air!

Por el Este, un cerrado aguacero avanzaba haciendo un ruido ensordecedor. Por el Oeste, se acercaban cuatro policías y un hombre esposado. El hombre esposado resultó ser Walder. El rostro le sangraba y caminaba con mucho trabajo, como si también le hubieran golpeado las piernas. El aguacero, los policías y el prisionero llegaron al mismo tiempo.

Piccinni miraba la escena a través de sus puños cerrados, como si se tratara del lente de una cámara. Durante un largo rato, enfocó el cuerpo de Margaret, que daba duros bandazos, como un bote encallado. Luego, muy lentamente, como si tratara de que los espectadores entendieran la magnitud del aguacero, se dirigió a los policías y al prisionero.

Por último, después de captar todos los detalles posibles, Piccinni enfocó al resto del grupo. La señora Atwood continuaba llorando sin consuelo. El señor Atwood recitaba ya algo ininteligible.

—Ahora sé que de verdad eres cineasta —dijo Anna.

—¿Por qué te convenciste? —Preguntó Picinni sin deshacer su cámara de puños cerrados.

—Porque lo has filmado todo de una manera increíble —dijo Anna y le dio un beso.

Pocos minutos después, gracias a la furia del aguacero, su blusa volvería a ser transparente.

—¿Qué imagen te diría que una película sucede en Santo Domingo? —Preguntó Piccinni mientras hojeaba una revista de viajes, de esas que amontonan en las recepciones de los hoteles.

—¿Por qué me preguntas eso? —Anna tomó otra y la abrió justo donde había una vista panorámica de Londres a doble página.

—Ahí tienes un ejemplo —dijo Piccinni quitándole la revista de las manos—. Si Woody Allen quiere que sus espectadores se den cuenta que se historia se desarrolla en Londres, hace que un autobús rojo y de dos pisos pase por el fondo del plano. También puede meter a uno de sus personajes en una de esas cabinas de teléfonos que también son rojas o mostrar el Big Ben o ese edificio nuevo que parece un pepino por la ventana de un apartamento...

—No se me ocurre nada que represente a Santo Domingo, no lo conozco bien.

—Nadie la conoce bien, ni siquiera nosotros los dominicanos. Por eso siempre sale un hombre vendiendo cocos frente al mar. Eso es lo que creen que somos.

—Bueno, en tu caso, eso es una oportunidad —dijo Anna quitándole la revista a Piccinni—. vete de aquí y haz una película donde logres eso. Encuentra ese detalle por el que todos reconocerían a Santo Domingo.

—Yo no soy Woddy Allen, no podría aunque quisiera.

—Perdona si esto que te voy a decir te ofende, pero es lo que pienso. Una vez leí, no recuerdo donde, que el gran problema de los países subdesarrollados es que tienen una excusa y un culpable para todo.

Piccinni abrió otra revista. Era un reportaje de la Zona Colonial de Santo Domingo. La línea del horizonte estaba delimitada por dos puentes colgantes. Debajo, el humo de una planta eléctrica flotante enmascaraba una fila interminable de vehículos. En primer plano, un moreno con un sombrero enorme y sin camisa le ofrecía cocos a unos turistas que retrataban el Alcázar de Colón.

—Qué negro se ha puesto el cielo, ¿verdad?

—Yo creo que lo peor no ha pasado todavía.

Parece un día de verano. Pero el sol no ha logrado borrar del todo la huella de la tormenta. Son las 11 de la mañana y en Playa Esmeralda el silencio es proporcional a la humedad relativa: 100%. A contraluz, Anna parece uno de esos personajes que espera por un tren en una perdida estación de una vieja película. En eso pesó Piccinni cuando la vio inmóvil, junto a su equipaje.

—¿Ya has llamado al taxi?

—Me dijeron que llegaría en 15 minutos.

—Bueno, cuando llegues a Madrid no dejes de mandarme un email, también podemos chatear y si me aceptas en Facebook...

— Niccolò, ¿te puedo pedir un favor?

— Siempre me llamas de una manera equivocada, primero me dijiste Woody Allen y ahora Niccolò.

— Así es como te dicen todos, ¿no?

— Bueno…

— Víctor Piccinni, ¿te puedo pedir un favor?

—Claro, mi vida consiste en eso, soy recepcionista de un hotel.

—Justamente de eso se trata.

—¿De qué?

—Vete de aquí. No sé si del hotel o del país, pero tienes que dejar este mundo tan aburrido y al menos por una vez trata de vivir la vida que has soñado vivir.

—Eso se dice fácil cuando se vive en Madrid y se puede viajar por las películas porno te lleven.

—Cuando nos conocimos te dije que no soporto los complejos tercermundistas.

—¡Vengo de una vez!

Piccinni pasó a través de la mandíbula de la ballena y entró en una pequeña gift shop que hay justo frente a la recepción. Anna podía verlo buscar entre flamencos de madera, muñecas de barro sin rostro, tamboras, botellas de mamajuanas, joyas de ámbar, dioses taínos, cuadros de arte haitiano y coloridas camisetas. Al final pareció encontrar lo que buscaba.

—Aquí tienes, llévate esto como recuerdo de tu viaje al Caribe.

Anna soltó una carcajada. Pero tomó con mucho cariño aquella pequeña figura de barro, madera y semillas. Era un triciclo lleno de cocos que era conducido por un moreno sin camisa con la bandera dominicana tatuada en la espalda.

—¡Vaya viajecito al trópico que me he dado! —dijo Anna mientras examinaba todos los detalles de la artesanía.

—Sí, fue raro, ¿no?

—Estuve en un hotel de italianos donde sólo hay yanquis, el sol salió el día en que me marcho, me acosté con un negro que quiere ser Woody Allen y con una haitiana que es más europea que yo y, para colmo, presencié un asesinato. ¿A dónde digo que fui cuando me pregunten?

—¿Crees que nos volvamos a ver?

—Me encantaría, lo único que te aseguro es que no será en este lugar.

—¿Y dónde?

—Huuumm... ¡En Katmandú!

—¿En Katmandú?

—Si, la próxima vez que nos encontremos, quiero que me invitas a un café y me cuentes por fin cuál será la historia de tu película.

—¿Y en Katmandú beben café?

—No sé, eso depende de tu imaginación.

El Moby Dick Resort & Club está lleno de turistas italianos. Aunque en la recepción hay muy pocas personas, las voces y las carcajadas se oyen por todos lados. Son ya las cuatro de la tarde, pero por el calor parece que es mediodía. El aire está muy seco, empezará a llover en cualquier momento.

El señor Atwood resuelve un crucigrama y la señora Atwood se unta diferentes cremas por todo el cuerpo. Cuando él habla, ella se calla y cuando él se calla, ella habla; pero no pareciera que conversan. Más bien dicen cosas que ninguno de los dos oye y a ninguno de los dos les interesa.

Piccinni está del otro lado del mostrador. A sus espaldas, en el noticiero de CNN, aseguran que “la renuncia del primer ministro Pushpa Kamal Dahal ahondó la crisis política que vive hoy Nepal, aun cuando no ha celebrado el primer aniversario de la abolición de la monarquía y su declaración como república”.

Edwidge, madre, lee un libro en voz alta. Edwidge, hija, juega con Pavarotti. La niña y el gato giran alrededor de la pelota que tiene pintado el mapa del mundo. Piccinni se puso de pie y le hizo una señal a la niña para que se acercara. La niña tomó la pelota con las dos manos y se acercó al mostrador, que es mucho más alto que ella.

—Ayúdame a buscar dónde queda Katmandú —le dijo a la niña, que pareció no entender nada—, está por allá, por allá, casi llegando a China.

Camilo Venegas Yero (Paradero de Camarones, 1967) es escritor y comunicador. Estudió teatro en la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán, en La Habana. En Cuba, fue editor de las revistas El Caimán Barbudo y La Gaceta de Cuba. Luego dirigió el Fondo Editorial Casa, de Casa de las Américas.

Desde el año 2000 reside en Santo Domingo, República Dominicana, donde ha sido editor y colaborador de periódicos y revistas (El Caribe, Pasiones, Hoy, Diario Libre, Estilos y Listín Diario). Además, ha laborado en compañías y agencias internacionales como consultor en comunicaciones estratégicas.

En 2002, uno de los números de Pasiones, la revista cultural de la cual era editor en el diario El Caribe, recibió el Award of Excellence que otorga la Society for News Design, de Estados Unidos. Como editor, ha coordinado la publicación de anuarios y volúmenes conmemorativos de importantes instituciones y corporaciones.

Entre sus libros publicados se encuentran Las canciones se olvidan (1992), Los trenes no vuelven (1994), Itinerario (2003), Irlanda está después del puente (premio Internacional Casa de Teatro 2004), Afuera (2007), ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes? (2012) y Prueba de vida (2017).

En 2015 mereció el Premio Caonabo de Oro, el más importante reconocimiento que otorga la Asociación Dominicana de Periodistas y Escritores (ADPE). Es socio fundador de Ediciones El Fogonero, una firma que ofrece asesoría en estrategias de comunicación y producción de contenidos.

Está casado con Diana Sarlabous Sosa desde 2012.