No hay hormigas en la nieve.

Fragmento de novela.

El viejo saco de cuero tallado donde guardabas tu Stradivarius, que golpeaba rítmicamente tu espalda como si pretendieras sincopar la sucesión cansina y atormentada de tus pasos pisando la nieve, y el pequeño y raído maletín, también de cuero, que manillas apretabas fuerte, casi rabiosamente, con tu mano izquierda, enguantada como único modo de huir de las mordidas frías de la ventisca, comenzar a ser un peso insoportable, tan aplastante como tu tristeza, apenas te alejaste por aquella acera de la Kantstrasse, vacía a esa hora de la madrugada, rumbo a una nada que te pareció asfixiante, inconmensurablemente desoladora. Y ese recuerdo, esa imagen, lo sabes, te ha acompañado desde entonces y, podrías jurarlo, caminará adonde vayas hasta el día que te toque despedirte de este tan jodido.

Nueve años llevabas ya sintiéndote acechado, incluso en los cortos y volátiles días del verano, por ese desamparo pernicioso y letal que te provocaba la frialdad, la nubosidad mortuoriamente gris de esos cielos y, más que nada, la fugaz belleza de esos copos blancos que , con una tozudez supina, adquirían aquella apariencia sucia que te hacía recordar los escupitajos teñidos por el ocre fangoso del tabaco y la sangre africana de tu abuelo, en los lejanísimos días en que lo viste consumirse bajo los estragos desgarradores de la tuberculosis, allá en Cuba.

Nueve años que, como si la nieve los contaminara, luego de un centelleo inicial fueron enturbiándose gradualmente, consiguiendo romper ese blindaje intangible que habías logrado encajar a la perfección en torno a tu verdadero yo, día tras día, protegiéndote de ese mundo exterior que, lo sabías, seguiría siendo siempre un territorio ajeno, extraño; armadura espiritual que, tú tan ingenuo, creías invulnerable. ¿O acaso no era ingenuidad haber olvidado las sabias palabras del siempre sabio Ignacio Cervantes, aquella tarde de 1863 en que, todavía sentado frente al flamante teclado de un Bechstein recién adquirido por el Liceo de La Habana, mientras ensayaban para la función de esa noche , aseguró que iba a darte el más importante de los consejos?

─Eres negro, José ─dijo, cambiando su inicial sonrisa de complicidad por una máscara seria que te conmovió y te conmovía siempre que rememorabas esa escena─ ... y este mundo que vivimos no está preparada para los negros.

Había sido, tal vez, el más enrevesado de sus consejos. Aunque vendrían otros muchos luego de aquel concierto en el Liceo de La Habana ─tú tenías apenas once años y él, dieciséis, mas ya la gloria lo perseguía─, fue ese el más difícil de asimilar. Sólo llegaste a comprender la aguda sabiduría de aquella sugerencia, ¿o fue acaso una premonición?, gracias a tu estancia de varios años en el Conservatorio de París donde volviste a encontrártelo, a tus visitas a los más ilustres escenarios del mundo a partir de ese 1870 en que ganaste el Premio de Interpretación del Conservatorio que te haría dar los primeros pasos hacia la fama, a tu cara a cara diario con la farándula artística europea, con la superficialidad rancia y teatral de esa fauna que habitaba las grandes casas de la nobleza en aquellas tierras frías y con la veleidosa sexualidad de las blancas damas de sangre azul.

─Cuando esas luces de la fama te cieguen y olvides que eres negro, muchacho, estarás atravesando la puerta de tu autodestrucción.

─¿Cómo olvidar algo así? ─contestaste. Aún cuando sabías que el joven maestro Cervantes no tenía ni un pelo de estúpido, esa posibilidad de olvido te parecía una obviedad rayana en la estupidez: ahí estaba tu piel negrísima, tu pelo acaracolado que alisabas a la fuerza siguiendo al pie de la letra las instrucciones de tu madre, las palmas blancas de tus manos.

─La fama es el más letal y engañoso de los venenos, José ─sentenció entonces Cervantes─. Y tú, créeme, vas a ser uno de los músicos más famosos del mundo. Cualquiera que te vea tocar el violín podría apostar a que serás un grande.

Y se enredó en una disquisición que sonó a trabalenguas en la cabeza del niño que todavía eras por esos tiempos y que, por si no bastara, se sintió más que halagado, abrumado por el elogio que sobre él vertía, como decían ya algunos periódicos de la época, "el magnífico Ignacio Cervantes, gloria que elevará a Cuba al Olimpo musical universal".

─La exquisitez de tu talento, querido José ─dijo Cervantes, con ese tono profesoral tan ceremonioso que te hacía verlo mucho más viejo de lo que en realidad era─; esos dones naturales que Dios te dio para la interpretación, te empujarán al centro de una batalla para la que debes prepararte ya: la lucha implacable pero sutil, entre la necesidad que tendrá el mundo blanco de exaltarte por ese talento que ellos son conscientes no puede ser desperdiciado ni social ni económicamente, y el rechazo ancestral que cargarás a todas partes por el color de tu piel.

No olvidar que eras negro, en primer lugar ─y aquí tu recién estrenado amigo, si mal no recuerdas, dijo que ello debías asumirlo como parte de tu estrategia de vida─, significaba mantener una postura de dignidad para que nadie, fuera cual sea su rango en la sociedad, te denigrara por el hecho de ser negro. Aunque muchos no lo dijeran, insistió, en su fuero interno eras un bicho de feria, alguien que podría ingresar en uno de esos circos que mostraban al mundo hombres de dos cabezas, mujeres barbudas, enanos con patas de cerdo. Olvidar que para el pensamiento que imperaba serías simplemente un negro exótico que tocaba el violín como los ángeles ─ "que son bien blancos, por cierto", precisó─ era un error de perspectiva que no podría jamás permitirte.

No olvidar que eras negro, además y sobre todas las cosas, significaba no creerte jamás que la fama podría aclararte la piel, borrar las inamovibles fronteras que separaban tu mundo ─negro, cubano, pobre, bestiecilla domesticada en un confín colonizado por el imperio de los Reyes Católicos─ de ese otro mundo blanquísimo, cuasi celestial según creían quienes en esos territorios se pavoneaban por sus títulos, herencia sanguínea y riquezas, donde tus marcas de identidad ─tener la piel oscura, los bolsillos vacíos y haber estado bajo las botas de los soldados de las cortes europeas─ eran los distintivos más escandalosamente visibles de los seres inferiores, de los perdedores por fatalidad histórica, geográfica o de cuna.

─No dejes nunca que la fama nuble tus entendederas, muchacho ─dijo al final Cervantes, en tono aún más grave─. El día que creas que eres uno de ellos, olvidando lo que tu piel les grita cada vez que te ven: "toca bien, pero es sólo un negro", ese día lo perderás todo. Te lo dice uno que con 19 años ya ha sufrido las mordidas de esta fiera llamada arte que se ha ocurrido domar. Pero yo soy blanco, en eso te llevo ventaja: siempre me verán como uno de ellos.

─Mi padre dice lo mismo ─respondiste, recordando varias escenas familiares que, pese a tu corta edad y sin que entonces lo supieras, trabajo alimentado secreta, solapadamente, tu decisión de convertirte en un grande, más que nada por honrar a tu padre, por lograr lo que él no pudo justamente por ese infortunado estigma: el color de la piel─. Le oí decir cierta vez que esa guerra del negro liberto por imponerse en esta sociedad de blancos era una pérdida de tiempo. Que por eso se rindió y decidió tocar música popular y dejarle la de conciertos a los blancos.

─No se equivoca ─te interrumpió Cervantes y se traqueó los dedos, en ese gesto que muchas veces, en otros encuentros en Cuba y el mundo, le viste hacer al final de cada interpretación─. La música bailable, las danzas populares, las rumbas de salón ... es el único espacio de libertad que hoy se le permite a los negros libres. No olvides que la mayoría de ustedes ...

─Somos esclavos, lo sé ─y esa confesión, una vez más, como la realidad misma sufrida por los de tu raza que tus ojos veían en aquella Habana, dolía.

Ahora tenías que dejar a tus espaldas Berlín, una ciudad que te había mimado, que habías amado, aunque en esos períodos de gloria, enceguecido por los aplausos y las loas de los blancos más ricos del mundo, olvidaras la sabia advertencia de tu buen amigo , hasta dejar de ver que aquellos mimos eran sólo el instante de desenfreno de las pasiones previsto en un circo exquisitamente orquestado para que el glamur de sus linajudos apellidos de sangre azul brillara más; espectáculo circense al que solían invitar a criaturas de burda y tosca sangre roja, cuya única lumbre era poder hacer bien lo que desde los orígenes del mundo los blancos hacían bien.

─Me llaman "El Paganini negro", viejo ─le dijiste a tu padre, gozoso, en uno de tus viajes a Cuba, reproduciendo el orgullo que te bañaba como un bálsamo cálido, oloroso, cada vez que en los periódicos un crítico te comparaba con el más grande violinista de todos los tiempos: Niccoló Paganini.

─¿Y eso es un orgullo? ─le oíste decir, las arrugas de su frente tensas, como almidonadas, su mirada fría.

─¿Sabes quién es Paganini, viejo? ─y quedaste mirándolo, confuso.

─Un blanco rico que tocó tan bien como tú ─soltó, remarcando esas últimas cuatro palabras, lacónico, y volviste a sentir la misma mirada recriminadora, seca, si fallabas en una nota, allá en los lejanos días de tu infancia cuando él era tu maestro, el primero, el más exigente que hayas tenido.

─Como Paganini no ha tocado nadie, viejo ─replicaste, incómodo, pero sintiéndote aplastado por el filo de sus ojos─. Hay obras suyas, tan difíciles, que otros violinistas ni siquiera han podido tocar.

─¿Quién dice eso? ¿Tu maestro en París, Camilo Sivori? ¿No te has detenido a pensar aunque sea un minuto que Sivori fue el alumno favorito de Paganini y que es obvio que para él Paganini sea un Dios? O, más exacto, pues pareces que olvidas algo que te he dicho que no debes olvidar, tu piel negra, ¿crees que un blanco rico le va a decir a un negro pobre que puede igualar en maestría a otro blanco rico al que él y los de su raza han endiosado? ¿Has probado tú a tocar esas obras?

─Lo de decirme "Paganini Negro" es cosa de los periodistas ... ─intentaste cortar.

─¿El dueño de alguno de esos periódicos es negro? ─te interrumpió él y quedó, otra vez, más que mirándote, hincándote con su mirada acerada, como de cuchillo─. ¿Es tan difícil que entiendas que esa comparación va contra ti? No dejes jamás que te comparen con nadie, hijo, y menos con un blanco. Toda comparación con otro, sea cual sea el color, es ofensiva, pero en nuestro caso compararte con un blanco es aún peor: te convierte en un eterno segundón, ¿no lo entiendes? Tú eres Brindis de Salas, el más grande violinista de estos tiempos, y punto.

En verdad, te lo has confesado muchas veces en esos instantes de meditación y soledad que has pasado caminando por la ciudad, la vida cotidiana en Berlín, tus constantes visitas a otras ciudades, el tête à tête sostenido en estos años con la realeza y todo lo que vale y brilla en Europa desde que el Emperador Guillermo II te nombró Músico de Cámara, han dispuesto ante ti un rosario extensísimo de evidencias que debían haberte recordado, vez tras vez, las advertencias que, sin ponerse de acuerdo, te dieron a tiempo Ignacio Cervantes, tu padre y tu otro maestro, el compositor belga asentado en Cuba José Van der Gutch. Pero en eso tenía razón tu amante cubana de Kreuzberg, Petra White, prima de uno de tus únicos amigos verdaderos desde que coincidieron en París, José White, que compartía contigo dos de esos "estigmas",

─Nadie sabe lo que duele el veneno del alacrán, hasta que te clava su aguijón ─había dicho Petra desde la cama, todavía desnuda, mientras te vestías apresuradamente para regresar a tu casa y no podías dejar de mirarla, soberbia en su juvenil belleza negra , como consciente de las ataduras que te lanzaba con la soberana perfección de sus curvas. Petra, la dulce y ardorosa Petra, siempre filosofando en parábolas que tomaba de algún Patakín africano, asesinada dos años atrás por ese blanco cabrón que la apuñaló cuando ella, con esa fuerza ancestral de las negras de raza conga, se resistió a ser violada en un callejón oscuro de la apartada villa de Steglitz.

─Al menos el asesino ya pagó, José ─le dijiste a White meses después del asesinato, en una de tus usuales visitas a París, aún tu pecho estrujado por una incómoda tristeza─. Moví algunos hilos entre mis conocidos en la Corte. Si no lo hacía así, ya sabes, nadie se interesaría en atrapar al asesino de una criada pobre que, encima, era negra.

─Es nuestra cruz, Brindis ─te llamaba siempre así, aunque muchos de las amistades comunes te llamaban como a él, José─. Llevo en total casi diez años en Francia y no me he salvado del calvario de ser negro ni siquiera porque soy hijo de un rico empresario francés. Cuando ven mi pasa rizada y mi piel es como si vieran la cara de mi madre en los tiempos en que era una pobre negra esclava.

Incluso él te lo había recordado y, como decía tu bisabuela esclava cuando te regañaba, vieja cascarrabias de ciento cuatro años cuya libertad lograron comprar para que viviera sus últimos días en casa del hermano de tu padre, aquellas palabras de tu amigo entraron "a tu coco vacío por una guataca y salen por la otra, vejigo'e mierda ".

¿Qué te impedía dejar de ser ese Brindis de Salas que, obnubilado por la magnificencia de la ciudad, la alcurnia natural y la refinadísima cultura de los berlineses, se vio vapuleado por el romántico deseo de pasear por aquellas calles de la Berlín de 1870, ciudad que conociste como parte de la gira por el Premio de Interpretación del Conservatorio de París? ¿Existía alguna poderosa razón para que, tras todas tus amargas experiencias berlinesas, ese espíritu deslumbrado que habitaba en ti dejara libre a tu cuerpo de la esclavitud con la que lo secuestró desde tu segunda visita en 1884 cuando, parado en el puente sobre el río Spree desde donde contemplaste por largo tiempo la sobrecogedora majestuosidad del Palacio Real, te dijiste en alta voz que querías vivir en un sitio de nombre y alcurnia tan sonora: ¿Berlina? ¿Qué nuevo traspiés o infortunio necesitabas vivir para entender que, aunque insistieras tozudamente, aquel no era tu mundo, que tu carácter no encajaba en ninguna de las piezas con los que la rancia aristocracia, alemana y blanquísima, había edificado aquella ridícula pasarela de banalidades que llamaban alta sociedad? ¿No eran ciertas de algún modo las palabras recriminatorias de Gertraud, tu esposa, en esa última discusión que cortaste con un portazo minutos atrás, antes de bajar las escaleras para verte ahí, en esa Kantstrasse vacía por donde avanzas hacia un sitio aún indeterminado, esta vez sólo en compañía de tu Stradivarius y tu maletín de cuero?

Amir Valle

Amir Valle (Cuba, 1967). Escritor, Periodista y Editor. Su obra narrativa ha sido elogiada, entre otros, por los premios Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, Gunter Grass, Herta Müller y Mario Vargas Llosa. Saltó al reconocimiento internacional por el éxito en Europa de su serie de novela negra «El descenso a los infiernos», sobre la vida actual en Centro Habana, integrada por Las puertas de la noche (2001), Si Cristo te desnuda (2002), Entre el miedo y las sombras (2003), Últimas noticias del infierno (2004), Santuario de sombras (2006) y Largas noches con Flavia (2008). Su libro Jineteras (Habana Babilonia), publicado por Planeta obtuvo el Premio Internacional Rodolfo Walsh 2007, a la mejor obra de no ficción publicada en lengua española durante el 2006. Entre otros premios internacionales en el 2006 resultó ganador del Premio Internacional de Novela Mario Vargas Llosa con su novela histórica Las palabras y los muertos (Seix Barral, 2006). Sus libros más recientes son las novelas Hugo Spadafora - Bajo la piel del hombre (Aguilar, 2013), Nunca dejes que te vean llorar (Grijalbo, 2015) y el libro de cuentos Nostalgias, ironías y otras alucinaciones (Betania, 2018). En la primavera de 2021 Grijalbo publicará su novela No hay hormigas en la nieve. Reside en Berlín, donde trabaja en los servicios informativos de televisión de la agencia Deutsche Welle para América Latina y desde donde dirige la editorial Ilíada Ediciones y OtroLunes - Revista Hispanoamericana de Cultura.