Alberto Garrido

CORAZÓN DE PERRO

Para Guillermo Vidal, in memoriam.

Me fui con mis tíos cuando Mamá se volvió loca y le pegó candela a la casa. Una casa de tablas arde muy rápido y no da tiempo a apagarla, sobre todo si a alguien se le ocurre pegarle candela de noche, cuando uno está muerto de sueño después de aburrirse en la escuela o de andar mataperreando por ahí, y el padre ha llegado borracho y dice que hubo fiesta en la fábrica y se tira en la cama con la ropa puesta y se queda roncando (huele a perfume barato de mujer y tiene una marca roja en la camisa) y mamá dice bajito, maldito maricón de mierda. Y yo no entiendo por qué mamá lo insulta de esa manera si se ve claro que la marca es de la boca de una mujer, y mamá se inclina sobre la boquita pintada y la está olisqueando como una perra y después da vueltas por el cuarto, se da golpes en la cara y repite, maricona, puta, y cuando me ve me suelta un manotazo y me manda a acostar, en tu cuarto no, sanaco, quédate con éste. Éste es mi padre. Y aunque está borracho lucha por quitarme la única sábana que tenemos para taparnos los dos y como no consigue destaparme entonces me pasa la pierna por encima y me abraza y huele a sudor, a hierro, a perfume y a alcohol de tienda, aunque mi papá no toma alcohol de tienda pero huele así cuando me tira el aliento en la cara y me quedo dormido y me despierta el humo que no nos deja respirar, y las planchas de zinc nos caen arriba y oigo los carajos de papá y los gritos de la gente, se quema la casa de La India, se quema la casa de Cacha. Mamá estaba loca por prenderle candela a la casa aún antes de enfermarse de los nervios, le encantaba decir que la casa era quien la tenía enferma, y lo repetía, aunque se acabara de sacar la centena en la bolita. Tenía un rosario de maldiciones para cada hora del día y para cada persona que se encontrara, pero las peores maldiciones se las guardaba para ella misma, y las soltaba si no había dinero o comida, si mi padre tardaba demasiado en la fábrica o me veía llegar sucio de la calle. Salía al patio y abría los brazos en cruz y gritaba: Trágame tierra. Ay, Dios, por qué no me partes en cuatro, coño. Un día cayó el rayo que ella estaba pidiendo. Fue a mediodía, y no había ni una nube ni aire de agua cuando el rayo estuvo a punto de partir a mi madre, pero ella acababa de entrar con las ropas que había quitado del cordel. Sentí sus pasos, la oí gritar, ay el niño, y apartó el saco que era la puerta de mi cuarto, menos mal que no te pasó nada, y me besó más de lo que jamás me había besado, que besarse para ella era una babosada y nadie sabía cuántos gérmenes, bacterias y bichos podían transmitirse por la baba, y eso era costumbre de animales, de perros. Me besó como si fuera un milagro que yo estuviera vivo, aullando de felicidad y soltando palabrotas, sin pensar que el rayo muy bien podía haber sido para ella, un aviso de dios para que mamá no jodiera tanto pidiéndole malos rayos que la partieran en cuatro ni que la tierra se abriera y se la tragara, que era la otra petición importante que le hacía casi siempre al Señor. Mi padre era la otra cara de la moneda: no creía en Dios, ni en la Virgen, ni en los santos, ni en la madre que lo había parido. Sus tres grandes obsesiones eran el trabajo, hablar mal de todos los jefes del mundo, y perfumarse para salir detrás de otras faldas más queridas que las de mi madre. Siempre llegaba tarde de la fábrica, porque habían estado fundiendo una pieza que tenían que entregar en tiempo récord, en saludo a un congreso y venía tomado y con olor a perfumes baratos y eso sublevaba a mi mamá y le preguntaba si había estado de putas y él, no estoy en nada, eran las muchachitas (las muchachitas eran sus compañeras de trabajo), no soportaban verlo churroso y sudado después de fundir una nueva pieza en saludo a otro congreso (cabrones, decía mi padre, viven de congreso en congreso), y las muchachitas le echaban sus propios perfumes (horrorosos perfumes de canapé, comentaba, puro meado de chivo), y cómo decirles que no, mujer, a unas muchachitas tan generosas y sacrificadas, y ella le gritaba, mírame a los ojos, Cheo Pérez, y él le clavaba sus ojos azules, sin pestañear, y había llamitas creciendo, que a mi padre no había cosa que le cayera peor (salvo los jefes) que los interrogatorios de mi madre, qué pasa, chica, y el corazón me empezaba a sonar como un tambor y mamá se iba encogiendo y salía al patio dándose golpes en la cara, preguntándose entre dientes si su marido no estaría clavándose a esas bollilocas abnegadas. Mi padre trabajaba tanto que incluso los domingos, cuando estaba con nosotros, después de dormir hasta las diez, sacaba una silla a la calle, un pedazo de tela percudida, una brochita y se ponía a pelar casi de gratis a los muchachos del barrio. Se metía con las vecinas y ellas le sonreían, porque consideraban a mi padre un tipazo, un galán de cine. Comentaban que mi padre y mi madre eran la pareja dispareja (él blanco, ella india; él risueño, ella amargada; él tan tratable, ella una hiena). Realmente la mayoría estaban babeadas por mi padre (con su pelo medio canoso y sus ojos azules y sus músculos de gladiador), y traían las piaras de muchachos y esperaban contentas a que mi padre les desgraciara las cholas, y le preguntaban, tati, dónde aprendiste a pelar, en el ejército, (ellas soltaban unas risitas, como si aprender a pelar en el ejército tuviera alguna gracia) y dónde cogiste esos músculos, en la calle, (más risitas) y de quién sacaste esos ojazos que parecen soles, y mi padre se echaba a reír y todo comenzaba a estremecerse con su risa de trueno, se zarandeaban las paredes como en un temblor de tierra, y mamá dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y sacaba su cabeza para preguntar, Cheo, ¿quieres que te fría un huevo? Y él le contestaba: ¿Por qué mejor no te fríes una teta? Y eso me incomodaba porque mamá volvía a lo suyo, pero las mujeres afuera se revolcaban con sus risitas (perras ruinas, decía mamá entre dientes), y cuando mi padre se convencía de que no había moros en la costa les preguntaba, ¿eres casada o feliz?, y no importaba la respuesta, porque después les hablaba de lo bonito que tenían el pelo, los ojos, la boca, el lunar, las piernas, y les preguntaba si podía verlas en un lugar, por supuesto, lejos del barrio, y algunas cambiaban la voz y susurraban, dónde, y mi padre les decía, en el Venus, y cuadraban para verse el día tal a tal hora, y mi padre me miraba, o mejor dicho, me aplastaba con los ojos, como si observara a una mosca y la vida de esa mosca estuviera en no zumbar demasiado. Después se viraba para los muchachos, les voy a hacer un pelado de macho encojonado, y las mujeres volvían a reírse, y sus hijos parecían pichones de tiñosa, pero estaban muy orgullosos del pelado que les estaba haciendo mi padre. Hubo un tiempo en que me puse a esperarlo en la calle, porque una de aquellas mujeres me dijo, eres cagadito a tu padre, niño; tienes su mismo parado, su forma de caminar y sus ojos (sus preciosos ojos azules), y yo quise que él se diera cuenta. Me apretaba una media en la cabeza para peinarme para atrás. El pelo se me regaba hacia todas partes (el maldito pelo de mi madre). Me paraba con las manos en la cintura a la sombra de las planchas de zinc. La sombra se iba corriendo en la pared. Después ya no me acordaba de que mi padre se había olvidado de nosotros y me ponía jugar a los tiros, a la olla, a los bandidos y policías, al último es la peste. Solo un día mi padre llegó temprano, y me vio parado y se quedó mirándome y pensé que iba a decirme, coño, mi hijo cada día se parece más a mí, miren esos ojos, esa forma de pararse, carajo, ése es mi hijo. Pero él se bamboleó, como si fuera a caerse, y me dijo, apártate, muchacho, pareces un mojón plantado en la puerta. Y mamá lo oyó y salió a insultarlo y él, en vez de responder, entró en la casa y empezó a romper todo lo que se encontraba (búcaros, vasijas, retratos) y mi madre era un llanto vivo, pero nadie del barrio se metía. Cuando mi padre se cansó de romper las cosas que él mismo había comprado con el sudor de su frente, empezó a gritar, a mí hay que respetarme, coño, yo soy un hombre. Después salió y me di cuenta que estaba llorando, creo que nunca había visto a un hombre tan triste, y me puso una mano en la cabeza y oí que me decía, cómprate algo, y vi el billete que le temblaba entre los dedos, un billete marrón, medio sucio, estrujado, de a diez, y lo agarré rápido y me perdí antes que se arrepintiera, porque jamás a mi padre se le había ocurrido darme tanto dinero, y ya estaba lejos cuando oí a mamá decir que el día menos pensado le pegaría candela a la casa con todo el mundo adentro, que la vida era una mierda. Yo busqué el petróleo que mamá usó para quemar nuestra casa. Vaya a la tienda, dijo, y traiga la luz brillante, y cuente bien el vuelto y no seas tan entretenido, que me han dicho que andas por la calle hablando solo. No le respondí nada, pero nunca hablaba solo. Le contaba las cosas a los palos y a los perros, y a veces yo era dos muchachos, y le preguntaba al otro que estaba dentro de mí si debía hacer esto o aquello. Pero cómo iba a decirle a mamá que los perros y los palos me oían, y que hablaba con otro muchacho dentro de mí. Se hubiera quedado mirándome fijo antes de escupir entre dientes una sola palabra: sanaco. Por el camino vi a los Mellizos jugando bolas. A veces los traían para que mi padre les desgraciara la cabeza. Los Mellizos eran patisucios y pecosos como cagadas de mosca. Era imposible entender por qué habían nacidos los dos, si con uno sobraba para que este mundo fuera más feo y difícil de comprender. Ambos pintaban que era un horror y se habían hecho unas barajas y te las prestaban un rato si tú a cambio les dabas dos o tres bolas, que eran unos mellizos garroteros, según mi madre, y si me cogía regalándoles una sola bola, ella me iba a dar cuero hasta dejarme como muerto. Los Mellizos me caían mal porque eran mentirosos hasta matarse. Hablaban de Orestes Kindelán, mi pelotero favorito, como si fuera uno de los ejemplares más ilustres en el linaje de los patichurrosos, porque los mellizos eran de Palma, y según ellos en Palma casi todos tenían lazos de sangre, y había Kindelanes para hacer dulces: peloteros, barberos, policías, boliteros (menos maricones, cualquier cosa). Los Mellizos cambiaban la voz para contarnos que en las noches de luna llena enterraban a niños acabados de nacer, porque nueve meses antes dos primos Kindelanes se habían puesto a hacer cositas y allí estaba el escarmiento, un rabito enroscado en el recién nacido. Tenían que enterrar a los fenómenos y taparles los ojos con tierra de cementerio antes que el sol les alumbrara la cara. Los Mellizos me habían dormido con el cuento de los fenómenos y el apellido, porque la verdad es que Kindelán era el Tambor Mayor, y menos mal que no nació con un rabito enroscado. Qué Kindelán ni ocho cuartos, nos hubiera dicho mi padre: el mejor jonronero cubano juega en Las Grandes Ligas y se llama Rafael Palmeiro, carajo. Según mi padre, Kindelán, el gigante Muñoz, Cheíto Rodríguez y Linares eran niños de teta delante del zurdo de oro de los Orioles de Baltimore. Recuerdo a mi padre dándole para acá y para allá a la agujita del radio Vef, buscando La voz de las Américas, con la oreja pegada, que seguro juegan los Marlins contra los Yanquis y los Marlins se van a sacar la espina, aunque los Yanquis sean el mejor equipo de la Liga Americana. Pero después de muchos intentos mi padre es una bola de sudor, y no ha podido sintonizar el radio y lo tira y dice, se ve que el muy maldito es ruso; por eso no se coge ninguna emisora norteamericana, que en Rusia hasta los radios fueron comunistas y hubieran seguido siéndolo si el gordito calvo de la cagada en la frente no los hubiera puesto a cagar pinol. Y se veía que su rabia contra los comunistas y los aparatos rusos era porque no había podido oír su dichoso juego de Las Grandes Ligas y no sabía nada de su ídolo, Rafael Palmeiro. Y yo me senté debajo de una mata de almendro y el perro del vecino (un perrazo enorme) vino hasta la cerca, empezó a ladrarme y yo le dije, mira, perro, papá dice que Palmeiro es el mejor pelotero de Las Grandes Ligas, pero Kindelán es el mejor del mundo. Y el perro se quedó callado, como si estuviera pensando en cuál de los dos era el más grande, y mi madre salió a preguntarme qué hacía yo con la boca abierta debajo del almendro. Cuando los Mellizos me hicieron el cuento de los rabitos prodigiosos, no les dije nada de la pelota que tenía escondida en una caja vieja de zapatos de mi madre, una pelota de verdad, un regalo del Tambor Mayor, y ni dándome candela, como mamá a la casa, me la hubieran podido quitar. El mejor pelotero del mundo me la regaló un domingo, porque yo andaba mataparreando, matando chipojos o cazando arañas, y me aburrí y me fui al estadio y había tanta gente que pensé era mejor quedarme afuera, dando brincos o rallándole la pintura a algún carro con chapa azul, que esos son de los jefes, según papá, y los jefes sólo viven reuniéndose para ver cómo machacan al pueblo. Oí por la amplificación local que anunciaban al Tambor Mayor, aplausos, y le puse atención a ver qué hacía y todo se quedó en silencio, menos un tonto que seguía tocando una corneta adentro, y un ratico después oí como un ruido que se hizo grande, un rugido de todo el Estadio y salté y grité: ¡Jonrón! y le di la vuelta a las bases mientras todos me aplaudían de pie en el estadio y la conga de los Hoyos sonaba y gritaban, ¡el Kinde!, y la pelota picó como a veinte metros de mí, le abolló un foco a un carro de chapa azul, vino mansita y yo la agarré y puse los pies en polvorosa. En la casa vi que se le había levantado el costurón, como una cicatriz, y dije, gracias, Kinde, y pensé quién fuera como el Tambor Mayor. Me hubiera gustado cambiarme el nombre y tener un padre llamado Orestes Kindelán, y no Cheo Pérez, que quién puede ser un verdadero papá o un buen pelotero llamándose de ese modo. Pensé en lo injusto que era el mundo: le daba a los Mellizos la posibilidad de tener en su familia al mejor pelotero de la tierra, mientras yo tenía que comerme los ronquidos de un borracho. A mi padre sólo lo conocía la gente del barrio y de la fábrica, y por un maldito apodo. Nunca lo llamarían por su nombre para que fuera a la caja de bateo. Nunca se escupiría las manos ni se arreglaría los guantes y la gorra. No metería una tiza por encima de tercera, ni se tiraría fuerte en jon para que el ampaya cantara seife. No se pondría en el conteo de tres y dos, ni miraría al pitcher con cara de ponla por ahí, pendejo. No la botaría por encima del techo del Guillermón, ni le daría la vuelta lentamente al cuadro con un puño levantado y un dedo apuntando hacia Dios, bajo el trueno dulce de los aplausos. Me parecía una ofensa que el Kinde tuviera de parientes a los Mellizos. Ellos podían haber nacido sin las colas retorcidas, pero en lo demás eran más cochinos que los berracos y aunque nadie le hubiera echado tierra de cementerio en los ojos, ellos se encargaban de embarrarse de fango por todas partes. —Ya dejen de joder —les dije un día, el día que el odio quiso salirse—. ¿Qué tiene que ver Kindelán con dos comecacas como ustedes? Se quedaron tiesos. Los demás muchachos dejaron de jugar a las barajas. Los Mellizos cerraron los puños y me empezaron a dar vueltas en círculos. Si optaban por fajarse, era porque no tenían pruebas de sus lazos de sangre con mi pelotero favorito, ni una cola de cerdo ni nada, y no iban a dejar que le diéramos Paredón de gratis. Pero yo no quería fajarme, sino terminar con el cuento de los fenómenos y los rabitos mágicos. Por eso les solté: Vaya, El Kinde es amigo de mi papá, ¿cómo les suena? Y ellos se miraron, se rieron como si pensaran “a este sí le vamos a dar Paredón” y dijeron a coro la pregunta que yo sabía que me iban a hacer: ¿Y qué prueba tienes tú? Me les reí en la cara: Una pelota, infelices. Una pelota de verdad, no esa bola de mocos con la que juegan ustedes. Pero ellos no quedaron convencidos: tenían que verla, qué mentiroso, y mientras yo iba para la casa les oí decir a los otros muchachos, el Kinde amigo del papá, jiji. Cuando sacaba la pelota de la caja de zapatos, se me ocurrió que para que no les quedaran dudas, el Tambor Mayor me la debía haber mandado firmada y escribí en la pelota: Para Pepito, de Kindelán. Pensé mejor y añadí: Tu amigo. Regresé y allá estaban los Mellizos y los otros muchachos. Les tiré la pelota se quedaron con las bocas abiertas por la sorpresa, enseñando los dientes carcomidos, muriéndose de envidia, era verdad, y se la pasaban de mano en mano, y uno me preguntó cómo mi papá se había hecho amigo del Tambor Mayor. Me puse a pensar, porque no se me había ocurrido que me harían esa pregunta, y yo sí no tenía la cara de tabla para inventarles una de esas historias estúpidas de fenómenos y rabitos enroscados. Estaba todavía pensando, cuando a uno de los Mellizos se le ocurrió que muy bien podía ser un cuento, y ahí la cosa se puso buena porque sorpresivamente el mellizo número 1 se puso a mi favor y el mellizo número 2 en mi contra, y era la primera vez que no los veía de acuerdo en algo y empezaron a gritarse cosas y a sacarse los trapos sucios y cuando menos lo esperábamos al mellizo número 2 le disparó la pelota por la cabeza al mellizo número 1 y le hizo una montaña en la frente y ahí la cosa se puso mala porque la pelota saltó y le rompió un foco a otro carro (la muy maldita era mágica para eso), y el hijo del dueño del carro gritó, Papi, te rompieron la máquina, y antes que pudiéramos hacer nada, de la única casa decente del barrio salió el dueño, un jefe con cara de jefe echando pestes, quién había sido, y yo grité, los Mellizos, y ellos se defendieron, la pelota y la culpa eran mías. El dueño del carro me agarró por la oreja y yo deseaba que se quedara con ella en la mano para escabullirme, aunque llegara sin una oreja a la casa y papá preguntara dónde se le habrá caído al sonso la guataca, pero mi oreja era terca y se mantuvo pegada de mí. Así me llevaron tres cuadras y el jefe dio unos toques de jefe que por poco tumba la casa y mi mamá salió como una loca, sinvergüenza, qué le está haciendo a mi hijo, y él le dijo, señora, más respeto, el sinvergüenza es su hijo: me rompió el foco del carro y el padre tiene que pagármelo. Y mi madre empezó a lamentarse, y mientras se daba golpes en el pecho decía, trágame tierra, ay Dios mío, manda un rayo que parta a este jefe en cuatro, por qué le traía a un muchacho que no valía una peseta, por qué le recordaba a su marido, que la había abandonado cuando aún yo era un feto en su barriga, y a lo mejor por tantos sufrimientos yo había nacido así, ¿lo notaba?, medio turulato. Y antes que el hombre pudiera reaccionar mamá le sacó del pantalón el cinto, un cinto bonito de cuero, de jefe, y me dio una mano de cintazos que me hizo aullar de dolor y me ordenó que entrara y me acostara en cueros en el piso y el hombre dijo, señora no es necesario ir tan lejos, es sólo un muchacho, y desde adentro la oí decir: es un diablo, hombre, es un demonio. Y eso me dolió, aunque yo sabía que todo, incluso los cintazos que me ardían como carajo, eran puro teatro, para salvarme de la paliza que me hubiera dado mi padre si al llegar de la fábrica se enteraba que, por culpa de su hijo, el salario del mes sólo serviría para pagarle el foco del carro a un jefe con cara de culo. Perdí la pelota que me había regalado el Tambor Mayor; por eso les cogí tremenda tirria a los Mellizos. Cuando mi madre me mandó aquel día a comprar el petróleo (un petróleo que sólo serviría para quemar la casa), los vi jugando a la olla, haciendo un círculo con un palo en la tierra, y enseguida pusieron las bolas dentro del círculo y marcaron la raya para ver quién salía primero y estaban tan entretenidos que cuando se dieron cuenta ya yo les había caído como el rayo que por poco parte a mi madre, gritando ¡Viroooones! y aunque metí la mano en el polvo y agarré todas las bolas no pude salir corriendo porque los Mellizos se me habían echado encima, y había uno en mi espalda, otro en la pierna y siete sobre el brazo y diez en mi cabeza, porque ya no eran mellizos sino un ejército de patichurrosos enganchados, tirándome a un lado y a otro, y yo iba soltando las bolas y dábamos vueltas y empecé a sentirme mareado, sin aire, pero ellos seguían encima, enroscados como majases, y no los veía bien porque estábamos levantando una cantidad horrible de polvo y mientras uno me mordía una pierna y el otro intentaba sacarme los ojos les busqué a tientas los chores y se los bajé, que no hay Mellizo que se faje con el culo al aire, y ellos dejaron de morderme y de ahorcarme y trataron de subirse sus chores y, en medio del tierrero, me pareció verles sobre las nalgas unas colitas pequeñitas, como enroscadas, y salí corriendo con mi tanque de petróleo a cuestas, porque no quería tener nada que ver con unos tipos a los que no les habían tapado los ojos con tierra de cementerio, convencido de que una desgracia, una maldición terrible, vendría sobre mí por haberlos descubierto. Esa noche mamá le pegó candela a la casa. Las tablas ardieron bien rápido y papá y yo estábamos tan cansados que no nos dimos cuenta ni con los gritos de los vecinos ni con los cubos inútiles de agua que le tiraron a las llamas. Creo que nos despertó el techo de zinc, o mejor, nos cayó encima y de alguna manera impidió que nos achicharráramos. Alguien me sacó de entre los escombros, me envolvió en una manta y me metió en la casucha de un vecino. El perro enorme vino hasta donde yo estaba encorvado, porque a pesar de la candela y todo tenía mucho frío, y yo quería quedarme debajo de aquella manta todo el tiempo del mundo, porque veía y sentía al perrazo oliéndome y oía rugir a papá que iba a matar a mi madre, y a mi madre gritando aún más alto que él, cochino degenerado, tipo ruin, gastándose el dinero con mujeres mientras ella y su hijo se morían de hambre, y mi padre gritaba, suéltenme, que la mato, y mi madre lo seguía insultando, la matara si era hombre, a ver si además de traidor también era asesino y dejaba un hijo huérfano, y hasta allí todo estaba de maravillas, con el barrio entero de fiesta por el espectáculo de las cenizas de la casa y mi padre y mi madre recitándose injurias, hasta que ella cometió el error de decirle chulo, maricón, y él no respondió, pero enseguida las vecinas empezaron a gritar, ay que la mata, ¿ningún hombre hará nada? Y salí a la calle y supe que mi padre no había pedido permiso para zafarse y estaba arrastrando por el pelo a mamá, y ningún hombre hacía nada, y la llevó hasta los horcones quemados para meterle la cabeza entre las cenizas y le repetía, mira lo que has hecho con mi casa. Cuando me oyó gritarle por quinta o sexta vez, déjala, papi, déjala, me miró como si no entendiera qué hacía yo envuelto en aquella manta, por qué él estaba en calzoncillos delante de todo el barrio y cómo a mi madre se le había ocurrido ponerse a comer cenizas; entonces la dejó en paz, se dejó caer sobre una piedra y empezó a llorar con la cabeza entre las manos y declamaba lo honrado que era, esa loca le iba a desgraciar la vida, como si se tratara de un suceso futuro, y no fuera suficiente con los palos quemados, las planchas de zinc en el piso y la peste a trapo en el aire. Las mujeres se llevaron a mi madre y creo que le dieron unas pastillas para los nervios pero ni siquiera con eso se calmaba y fueron a ver si llamaban por teléfono y al poco rato vinieron una ambulancia y una patrulla y las cosas empezaron a verse azules y rojas. Como se trataba de escoger entre los médicos y los guardias, mi madre no tuvo que pensarlo mucho: salió dando aullidos de loca y la metieron en la ambulancia y se la llevaron para el Hospitalito de día, a ver si con los electrochocks se le arreglaba el seso, murmuró alguien, y oí a los policías hablar por la planta de la patrulla, (crucruc) te copio, porque así dicen aunque no escriban nada (crucruc) sí, en el reparto Venceremos (crucruc) cero occisos, no, no se sabe, parece que una loca quemó su choza y por poco mata al hijo y al marido (crucruc), y me dio rabia oír a un guardia decirle choza a la casa, como si dijera culo, y la gente se fue desperdigando, porque nadie sabía, nadie había visto nada, y a mi padre lo montaron en el carrito de policía y se lo llevaron a declarar, y las opiniones estaban divididas en si él acusaría a mi madre de intento de asesinato o inventaba que se había quedado dormido en la cama, fumando. El perrazo vino hasta mí con la cabeza baja, aullando como un cachorro, y me lamió las manos. Me quité la manta y abracé su cuerpo peludo y caliente. Cuando lo oí llorar en su lenguaje de perro, me di cuenta de que me ardía la cara y supe que yo también estaba llorando.

LA FE Y LOS CONDENADOS (novela, fragmentos)

Capítulo 8

Durante el agónico canto de cisne de las guerras cubanas en África, Pablo, el amigo de José Marcos y del joven poeta, escogió su destino. Los muchachos de su edad que no alcanzaban carreras universitarias vivían con el temor de ser citados por el Comité Militar. Todo el mundo estaba obligado a acudir. Era una citación amenazante. Los recogían en el antiguo estadio del Instituto, y en un ómnibus destartalado los conducían a una escuela desierta. Inmediatamente, les parecía haber transpuesto el umbral inocente de sus vidas para entrar en un mundo rígido e impostado que los obligaba a formar filas, no fumar y esperar órdenes. Algunos deseaban que apareciera una enfermedad repentina que los devolviera al hogar y la risa, a un cuerpo joven que aprendiera a estremecerse con ardor. Les parecía que los instalaban en un tiempo de miedo y zozobra durante siglos, aunque la entrevista y el examen apenas duraban dos o tres horas. Algunos militares que los miraban con el ceño fruncido, calándoles el alma con desprecio y superioridad. Los hacían pasar de dos en dos a las aulas, donde esperaban hombres y mujeres con batas de médicos que les ordenaban desnudarse, pararse de frente y de perfil, colocarse de espaldas e inclinar el cuerpo hacia delante. A Pablo le pareció una prueba vergonzosa. Su padre lo había criado de una manera solemne y rígida, hablándole siempre como si él fuera un hombre hecho y derecho. Su padre era un hombre que sabía de cualquier oficio. Había levantado su casa con sus propias manos y con la ayuda de unos pocos amigos que también habían edificado las suyas de la misma manera. Vivían en un barrio periférico en el cual abundaban las riñas, esa alegría peligrosa y fresca como el viento que precede una tormenta. Todos respetaban a su padre. Una vez había matado a un hombre en defensa propia. Pasó un año en la cárcel, pero Pablo no lo recordaba, porque era muy pequeño. El hombre salió de la prisión con la piel curtida por el trabajo en las playas que se acondicionaban para el turismo, y diez años más viejo, pero no había perdido el honor. No sonreía más de la cuenta ni hablaba más de lo necesario. No le gustaban los deportes, ni jugaba al dominó con los hombres del barrio. Se sentaba en la terraza y consumía en soledad una botella de ron, con los ojos puestos en el cielo, ausente. Cuando Pablo era niño, se hipnotizaba por el tatuaje de la sirena que se movía, como si nadara por la piel del hombre en silencio, en el aura rara de sus ojos, como un sueño, una remota venganza o una duda que se movía oscuramente, sin manifestarse. La madre de Pablo era asmática. Cocinar con carbón o leña le producía intensos dolores en los riñones, y a veces orinaba sangre. Parecía temer a su esposo, aunque el padre jamás había sido violento con ellos. Su temor había nacido el día que lo vio matar al hombre. El padre había despertado en la alta noche. El ladrón esgrimía un cuchillo, con el rostro desencajado de miedo. El padre tuvo una reacción verdaderamente extraña. En vez de replegarse, cuando vio esa punta lustrosa que se movía frente a sus ojos, con un movimiento rápido le atenazó la muñeca que sostenía el arma y con el otro brazo la asestó un golpe demoledor en la mandíbula. En ese momento la madre se despertó y pudo ver cómo su esposo doblegaba las fuerzas del otro hasta que el cuchillo apuntó al pecho del ladrón. El padre sintió que una sombra que aleteaba en el aire se le metía en el corazón, inundándolo de una sensación de poder inefable y echó todo el peso de su cuerpo sobre el otro. Mientras el ladrón se desmadejaba como una marioneta, la madre corrió hacia la cuna y cargó al niño. Lo abrazó con un gesto convulso e innecesario. El padre dejó caer al hombre lentamente, como si acostara a un hijo que no debía despertar. Se volvió para mirarla. Parecía un animal ciego. Le sonrió estúpidamente. Llama a la Policía y a los vecinos, ordenó. Y saca al niño. Que no se despierte. Después se sentó junto al cadáver y hundió la cabeza entre las piernas. Pablo era un muchacho callado y soñador cuando lo citaron a las oficinas del Comité Militar. Le fascinaba leer las historias de Hemingway, aquellos personajes solitarios que se entregaban a una palabra fuera de moda: el honor. Era tímido con las muchachas de su edad, y ellas confundían su timidez con palabras como desdén y hombría. Gastaba sus bríos en aquellas tempranas excursiones a las playas, en las visitas a cuevas no exploradas. Aunque José Marcos y el joven poeta lo aventajaron en sus iniciaciones sexuales, él era el primero en explorar un pasadizo, en espantar a las gaviotas que huían con un aletear salvaje. Mientras sus amigos se preocupaban por los detalles técnicos de la escritura, insistía en que lo único realmente importante era la veracidad, conocer a fondo el tema que se escribía. Es la falta de heroicidad lo que hace que una muerte no sea importante, decía ante la cara de duda de José Marcos y la aprobación del joven poeta, quien pensaba que Pablo, aunque era el más inocente de los tres, el que más fácilmente podía ser golpeado por el mundo, y también el más masculino, aunque aún no supiera dónde se debía tocar a una mujer para humedecerla. Pablo repetía en su rostro los labios lívidos del hombre que miraba hacia el firmamento, ajeno a su propia respiración y al movimiento de la sirena sobre el pecho, y el aura en los ojos perdidos en la bruma de un sueño o una resolución que definiría su futuro. En la casa de Pablo había un enorme retrato de Ernesto Guevara. No es la famosa foto que recorrió Europa y convirtió al Che en la moda chic, que comenzó a reproducirse con vulgaridad en las fachadas de edificios públicos, estaciones de policía, plazas y muros, esa imagen edulcorada que intentaba embellecerlo, que apenas conseguía una caricatura, unas facciones casi femeninas de pelo revuelto y boina ladeada. La foto en la casa de Pablo insistía en la tranquilidad de un rostro hermoso pero enfermo, una mandíbula cubierta por una barba ridícula y los ojos de perpetua aventura: un temerario. Eso percibía Pablo cada vez que su madre renovaba religiosamente las flores en el búcaro, como si se tratara de un santo. Después, durante la entrevista, Pablo recordaría esta foto. El que lo interroga termina preguntando: ¿está usted dispuesto? Y cuando dice que sí, cuando acaba de firmar ese pacto con la muerte, la desgracia o la gloria, ve que el hombre de pómulos hundidos que le ha hecho la pregunta no levanta los ojos, no hace ningún gesto que revele una emoción, porque es la misma respuesta de todos los que han pasado antes y de los que pasarán después. Pablo no pensaba en la palabra patria cuando dijo que sí en la oficina, pero después, al pensar en ella, la asociaría para siempre con un hombre de pómulos abisales y lentes empañados por el calor y la abulia. Pero en la oficina, al decir que estaba dispuesto, Pablo sale de su piel corruptible de hombre y se convierte en símbolo, en abstracción, un símbolo torpe que lo enaltece. Pero la guerra no era lo que decían los periódicos. No era ese cúmulo de victorias entre arengas de barro y plomo. Tan sólo un año después terminaría el envío de fuerzas a Angola. Cuba, Estados Unidos y Sudáfrica se reunirían para firmar acuerdos de paz. Comenzaría el lento regreso de las fuerzas cubanas y serían recibidos como héroes. Pablo partió hacia África en un buque de bandera rusa siete meses antes del fin de la guerra. Respiraba el aire del mar, y desde la cubierta miraba el perfil grisáceo de la Sierra Maestra, los álamos del Paseo frente al puerto, las manos de los familiares que fatigaban un adiós. Ninguno de los familiares de Pablo (el padre que lo besó torpemente, la madre que le entregó una medalla de la Virgen de la Caridad) imaginó que la guerra estaba por concluir. José Marcos y el joven poeta lo abrazaron efusivamente. Escribe un diario. Cuántos negros mataste. Cómo son las negras de allá. Escríbanme, replicó Pablo. Sentía una fuerte aprensión en las vísceras, un terror a la muerte que nunca hubiera imaginado experimentar. Dejemos aquí esta retrospectiva de Pablo, sobre el buque de bandera rusa. No sabe que dos meses antes de que se firmen los acuerdos de paz, un comando de la UNITA se burlará de los adelantos diplomáticos sobre el cese de las hostilidades, y arengados por las victorias sudafricanas y el cerco sobre Cuito Cuanavale, hará estallar una bomba en plena Luanda, en el edificio donde se albergaba Pablo. Resultados: treinta y tres muertos y una centena de heridos. Las sirenas de las ambulancias aullarán todo el día. Las camillas de la Cruz Roja Internacional se sucederán en un trasegar continuo y nervioso. Se decretará el toque de queda. El Partido del Trabajo recoge fondos para el rescate de las víctimas. Sacan a una mujer a quien le falta la mitad de una pierna y se muerde las manos para no gritar. Sacan a un hombre gordo que parece dormido, mientras alguien dice que está reventado por dentro. Sacan a un joven con el rostro empapado de cal y sangre, un clown grotesco y mal maquillado. Era Pablo. La cal provenía de las paredes destrozadas. La sangre manaba de sus ojos. No veía. No estaba muerto, pero deseaba estar muerto. El joven poeta se lo contó a José Marcos y lo vio palidecer. Después supieron que lo habían trasladado a Alemania para someterlo a una serie de operaciones. El Estado gastaba todos los recursos disponibles para llevar a la normalidad a los que quedaban vivos, a los mutilados y los que padecían fuertes traumas nerviosos como resultado de la guerra. El joven poeta y José Marcos discutieron si todas aquellas atenciones compensaban las muertes irreparables, las urnas llenas de cenizas, los cadáveres sin entrañas, los corazones destrozados. Supieron que Pablo probablemente quedaría ciego. Lo dijo su madre con lágrimas en los ojos. No puede leer mis cartas, dijo. Comprendieron que la madre había recibido la orden de suprimir el pasado y el futuro, de no hostigarlo con un recuerdo cualquiera, un color, la foto más pueril, el paisaje más simple, una superstición o una esperanza. Pablo regresó a su país un año más tarde. Ya habían terminado los vítores y los llantos. Renunció al acto público del homenaje en el barrio. Lo habían operado cuatro veces. La primera, creyó ver una luz y su corazón se estremeció durante tres meses con un atisbo de esperanza. Con la segunda, la oscuridad lo inundó completamente y ya no había vuelto a abandonarlo. Estaba definitivamente ciego. En los primeros meses, José Marcos y el joven poeta venían a verlo a menudo, y eran como sus ojos. Pablo ladeaba la cabeza para escucharlos, y se había preguntado por qué le había tocado precisamente a él. José Marcos, inocentemente, un día le sugirió que escribiera sus experiencias de la guerra. Tengo que aprender a leer primero, Marquitos. Escuchó un silencio largo y disfrutó aquella forma de juicio y de vergüenza. De qué te gustaría que escribiera: ¿de los parques que no visité, de las estatuas que ni siquiera puedo imaginar, de los museos que estaban abiertos en Berlín mientras me operaban, de las voces de los amigos que la pasaron peor y que me hablan desde el infierno? Desde ese día, las visitas de José Marcos y Alejandro se espaciaron. Pablo supo esporádicamente de ellos. El joven poeta continuaba trabajando en el Servicentro. José Marcos era librero. Pablo era el único que no trabajaba, un inútil que podía jactarse de que su padre no lo había abandonado (como el de Alejandro) y su madre no tenía síntomas de locura (como la de José Marcos). Durante su ausencia, el padre había logrado mejorar su situación financiera. En las tardes, lo escuchaba desplazarse con pasos pesados hacia la terraza. Seguía siendo el mismo hombre silencioso que prefería la sombra de la terraza a cualquier conversación, incluso con su propia familia. Una tarde, Pablo percibió una fuerte emanación que el viento le traía. Alcohol, algún ron. Comprendió que comenzaba a desarrollar sus otros sentidos. Se arrastró hasta la terraza. Quiero un trago, dijo. Nunca se había atrevido a pedirle de beber a su padre. Cuando partió era un muchacho y ahora, en vez de regresar aureolado como un héroe, tenía que ser cuidado como un niño. ¿No te hará daño con las pastillas? La voz de su padre le pareció la de un viejo, la de un hombre vencido por la desgracia. Qué importa, dijo. Sintió en su nariz el espíritu del alcohol acercarse y percibió la forma fría y lisa de la botella contra su mano. El primer trago no le gustó. Le recordaba el aguardiente que los soldados hacían fermentando la caña con mierda humana. Después pensó que la guerra no había terminado, sólo que él no tendría ojos para verla. De pronto el padre tosió y Pablo tuvo el recuerdo claro de sus ojos ausentes que rumiaban una duda sobre el futuro. Pensó que esa duda era él, ese símbolo de no saber qué les depararía el porvenir. De qué te ríes, dijo el padre con la voz ronca por la tos perpetua. Nada, dijo Pablo. Veía la sirena. Veía cómo se te movía en el pecho.

Capítulo 21

José Marcos odiaba su cobardía. Deseaba un tiempo, aunque fuera breve, de dicha, un reducto donde sentirse a salvo de la abulia que le imponía su trabajo como librero. Odiaba su docilidad, su vida sin metas. Tenía que aparentar ser simpático, chamuscar algunas frases en otro idioma, contar los dólares de la caja, y con gratuita crueldad rechazarlos. En la casa debía soportar la fila de mujeres en la hora del baño y sus comentarios pueriles sobre la novela televisiva de turno, aceptarse pariente de ellas e inmiscuirse inconscientemente en sus conversaciones. Con curiosidad las contemplaba, prometiéndose una remota venganza: las describiría en un libro, pondría sus vulgaridades y fracasos. Aunque no lo era, comenzó a sentirse viejo y misógino. Para tener conciencia de su hombría, cortejó a su compañera de trabajo. Lo fue haciendo sin prisa, y una tarde se dieron cuenta de que, terminada la jornada, las puertas de la librería habían sido cerradas, pero ellos permanecían dentro. Mientras fornicaban sobre la mesa llena de papeles, José Marcos se dijo que aquella mujer podía darle un vuelco a su vida. Unos minutos después tuvo que consolarla por causa de sus lágrimas y su estado depresivo, y escuchar la confesión de que era una mujer mala que siempre le hacía lo mismo a su marido en cualquier lugar donde le ofrecían trabajo. Por lo menos, él no iba a envejecer bajo una condena marital. De cuando en cuando, su compañera venía a proponerle taimadas aventuras, aunque siempre terminaba monologando sobre sus carencias afectivas, la compra de algún mueble o un acto generoso del marido, un hombre al que José Marcos aprendió a admirar por su resistencia. Pronto aquellos encuentros le aburrieron. Pensó que el problema no consistía en los actos, sino en las circunstancias que los dirimían. A aquellas mujeres cuyos matrimonios parecían envilecidos por la rutina pronto aprendió a reconocerlas. Por la populosa Enramadas, la arteria principal de la ciudad, caminaba buscando una víctima: mujeres de mediana edad, casi siempre con hijos, gastadas por el abuso de los deberes hogareños, resentidas en el corazón, que presentían que la juventud se iba fugando implacablemente de sus cuerpos. José Marcos les ofrecía una frase de aliento, una fraternidad sin compromisos, un café y todo el tiempo del mundo para escuchar sus diatribas contra el mundo, la familia y los hombres. Solían terminar con el vestido por encima de la cintura, haciendo crujir la mesa de la librería, felices y con nuevos bríos para enfrentar las tareas de casa. Por eso, cuando conoció al joven cura, José Marcos manifestó que solo deseaba rehacer su vida. Estaba seguro de que la idea de Dios era pura, pero no se sentía apto para admitirlo como un patrón de vida. Le hubiera gustado imitar al joven poeta, pero no tenía el arrojo suficiente para hacerlo. Tras las historias que traía Alejandro, la energía de sus argumentos y ese promontorio de cuerpos, lenguas, senos, vientres, licores y dinero, avizoraba el comienzo de una caída hacia el vacío, la enfermedad, la mentira, la persecución y la muerte. Huía de aquella pavorosa percepción con la misma fuerza con la que huía de Dios, buscando un término medio, algo que no propusiera el bien y el mal como únicas alternativas. En las mujeres había ensayado las posiciones del Kamasutra y las escuchaba chillar de placer, pero él quedaba siempre sin fuerzas y, lo peor, vacío. En cuanto a la invitación que le había hecho el padre Francisco, intuía que los rezos, letanías e imágenes de santos, le intentarían convencer de un paso de entrega a una causa caritativa o a un martirio profético. Escribió una paradoja en un diario que le servía de patético confesor: El hombre es un imitador del diablo, y el diablo un imitador de Dios. En el Tao-te-king, aunque le faltara la agudeza inspiradora de un mensaje divino, encontró algo que al menos le proponía una paz consigo mismo: el bien y el mal, están en el hombre las dos fuerzas y la verdadera sabiduría consistía en equilibrarlas. Con su visita a El Pesebre sorprendió al joven cura. Lo había invitado una pintora divorciada, una de sus últimas y pírricas conquistas. Ella lo había convencido de que en El Pesebre nadie era obligado a arrepentirse en polvo y cilicio, ni se declaraban prédicas admonitorias o mensajes apocalípticos. Se hablaba de Arte, ¿escuchaba? Se oía y veía el Arte y luego se hacía una sesión de meditación trascendental, diluyendo tu ser en la Fuerza Universal, en Dios. Aunque José Marcos esperaba una reacción negativa, su angustia de no ser aceptado se esfumó rápidamente. El Pesebre se había imantado. José Marcos se mantenía alerta, dispuesto a no dejarse vencer por una emoción o un sortilegio, pero vio que todos estaban concentrados en aquella emanación que se esparcía como un incienso. Dos actores se levantaron. Eran seres espectrales, contorsionándose como si un espíritu dentro de ellos luchara por salir de una cárcel física, mientras casi declamaban sus parlamentos. Era una impresión asfixiante que repelía instintivamente, sin dejar de mirar, conmovido. Se dio cuenta de que los hombres acabarían por besarse, antes de morir. Para calmar los ánimos, el joven cura propuso una sesión de meditación trascendental. Hubo un silencio absoluto. Cierren los ojos, dijo el padre Francisco. Olvídense del que está a su lado. Echen fuera todas sus ansiedades. Vamos a tener una experiencia iluminadora. Busquen la paz, concéntrense, descansen. Silencio. El cura se arrodilló. En la penumbra habían hecho un círculo. Ahora imaginen una esfera de luz. Comiencen a visualizarla. Se está haciendo real. Ahora hay paz y luz. Mírenla. José Marcos abrió los ojos, pero solo pudo ver un círculo flotando en el aire. No vio a los otros y de hecho tampoco le importaban. Se sentía hechizado. El joven cura dijo: Es como una lámpara de paz. Sientan su calor, su protección. José Marcos sintió que la luz lo tocaba. Ahora invítala a entrar, déjala que llene tu corazón, que inunde tu espíritu. Ábrete a ella. José Marcos se vio sumado a un coro de voces que musitaban mientras la luz se acercaba con un rumor crepitante. Después sintió un fuerte estremecimiento interior y lo llenó una oleada de calor y placer. Perdió toda conciencia de sí mismo. Se había anulado, dejado de ser, difuminado en la luz. Durante varios días, no tuvo otro pensamiento que no fuera aquella sesión en la que su espíritu había sido conmovido por un poder superior. Una noche, mientras meditaba ante la máquina de escribir, su madre apareció frente a él, manifestando una de sus crisis habituales de esquizofrenia. Esta vez, mientras la veía bambolearse con el pelo revuelto y lágrimas en los ojos, no sintió piedad ni náuseas. Se le ocurrió que, si ella era sometida a una sesión como la que él había experimentado, podía ser libre de todos sus fantasmas. La hizo entrar en el cuarto, apagó la luz y encendió una vela. Concéntrate, dijo, imitando la voz del padre Francisco. La madre dejó de bambolearse. Olvida ahora tus problemas, enfermedades y amarguras. Mira sólo la luz. Le pareció que la respiración de su madre se volvía más y más pausada. Ahora déjala que venga a ti. Ábrele tu corazón. Hubo un silencio rotundo y José Marcos cerró los ojos. El círculo luminoso estaba frente a él. De pronto, un grito le hizo abrir los ojos. Le costó trabajo volver a la realidad y comprender la naturaleza de aquel alarido, como si pasara a través de muchos sueños y puertas, hasta que volvió a ser él, frente a la vela, y vio a su madre revolcándose en el suelo, oprimiéndose el sexo de una forma grotesca mientras aullaba que era hija del diablo y sacerdotisa de Satanás. No pudo con ella. Tampoco sus hermanas que irrumpieron, espantadas. Cuando se la llevó la ambulancia, aún mantenía las manos sobre el vientre, y la expresión desequilibrada y feliz de una posesa. Confundido, corrió a ver al joven cura. El padre Francisco lo escuchó, impasible, se mesó la barba y le respondió que su madre era víctima de una locura inenarrable, que solo la medicina o un exorcista podrían librarla. ¿Y la Fuerza Universal, Dios… no puede curarla? El joven cura lo miró: Perdóname, amigo, pero la culpa es tuya, no de Dios. No fue a Él, sino a ti a quien se le ocurrió hacer una sesión de meditación trascendental con una pobre mujer esquizofrénica. Para colmo, la pintora divorciada comenzó a proclamar con delectación su deseo de llevar aquel círculo iridiscente a la cama. En una ocasión, mientras copulaban, ella lanzó una exclamación triunfal. Desorbitada y caliente, proclamaba que veía el círculo de fuego entre ellos. José Marcos percibió que su virilidad menguaba precipitadamente. José Marcos vaciló entre mentirse a sí mismo, declarar un triunfo espiritual que no le pertenecía en sus visitaciones a El Pesebre, o resignarse. Se encontró preguntándose estas cuestiones en su cuarto, aislado de las mujeres, bebiendo una botella de ron. Se dio cuenta de que estaba de pie, mirándose en el espejo. Eres un valle de huesos secos, dijo, borracho. No supo cuánto tiempo había estado allí, mirando no al hombre joven de patillas grandes y ojos verdes enrojecidos por un defecto visual, sino el alma de ese hombre. Le aterraba ver su propio cuerpo. Su temor provino de la ilusión que tuvo, implacable y fugaz, de que el hombre en el espejo repetía los mismos gestos de su madre, los ojos desorbitados, la mueca feliz, el movimiento pendular de las piernas, un paso y otro paso, sin que importara el tiempo, el mundo loco donde aún podía apostar su redención.

Alberto Garrido. Cuba, 1966. Premio Casa de las Américas 1999 de cuento, con "El muro de las lamentaciones". Ha publicado, además, "El otro viento del cristal" (cuento, 1993), "Siglos después de las fraguas de Vulcano" (poesía, 1992) "Nostalgia de septiembre" (cuento, 1995), "Sueños sobre la piedra" (poesía, 1998), y "La leve gracia de los desnudos" (premio de novela erótica La llama doble, 1998; Premio de la Crítica, 2000).