Sesión 2


Pequeños objetos

y grandes encuentros

Xi'an, 1923

El otoño anuncia su llegada con vientos desapacibles que desnudan las acacias. Escoltados por los soldados del Mariscal Wu-Peifu, los aventureros remontan viajan al sur siguiendo el valle del Río Amarillo, que fluye tranquilo con las aguas teñidas de ocre, confinado entre diques y campos de cultivo, hasta Zhengzhou, para después poner rumbo al Oeste. Tras superar Luoyang, antigua capital imperial famosa por los templos de Shaolin y del Caballo Blanco, atraviesan los desfiladeros que se internan en la meseta de Loess, entran en el valle del río Wei y siguen su ruta bajo la sombra del Monte Huashan (uno de los lugares más sagrados del taoísmo, que atrae a miles de peregrinos), hasta alcanzar las formidables murallas de Xi’an después de casi tres jornadas de traqueteo bajo una lluvia incesante.

Viajando bajo la lluvia

La imponente muralla imperial

Han llegado a la Roma de Asia, la Ciudad de la Paz Perpetua antaño conocida como Chang’an, bajo la dinastía Tang, cuyos mausoleos se encuentran a pocos kilómetros de sus arrabales. Se alojan en la Casa de huéspedes Koulou, un establecimiento familiar en pleno barrio musulmán, modesto pero limpio. Allí conocen a Thaddeus Johnson, experto en literatura china (sobre todo en textos clásicos y medievales), muy azorado por haber extraviado su bastón la noche anterior.

También se les presenta Szymon Rosenthal, médico de formación y lingüista de vocación, que lleva un tiempo en la ciudad aprovechando para visitar las colecciones de textos antiguos de carácter religioso, filosófico y costumbrista que se guardan en la universidad y en la biblioteca de la Gran pagoda del Ganso salvaje, donde custodian las colecciones medievales traídas de India, el Sudeste de Asia y Tíbet en los siglos V y VII respectivamente por los monjes Faxian y Xuanzang.

Las puertas de Xi'an

No tardan en ofrecerse a ayudar al señor Johnson para localizar el dichoso bastón, que según él podría haber perdido u olvidado en cualquier lugar, porque anoche se excedió un poco con la bebida. A la postre, Szymon Rosenthal se percata de que le falta el estuche donde suele guardar sus gafas por la noche, un regalo muy querido que llevaba años entre sus pertenencias. Curiosamente, el dueño del hostal les confirma que han llegado a sus oídos sucesos similares: hurtos o desapariciones de objetos de escaso valor monetario, pero con valor sentimental. No hace ni un par de días que se lo comentó su amigo Li Chun, portero de una posada de peregrinos en este mismo barrio.

Más tarde, al revisar su cuarto, el Sr. Johnson rememora la pesadilla que había olvidado: anoche le pareció que un chiquillo de andares extraños revolvía sus cosas y curioseaba en su equipaje. Y además, resulta que ha encontrado unas curiosas monedita, de arcilla, que imitan el antiguo dinero chino y suelen servir como ofrenda a los muertos. Un atento examen permite identificar que, efectivamente, hay huellas de algún intruso de talla infantil en el barro fresco de la calleja que se abre bajo la ventana.


Escenas callejeras de Xi'an tomadas por las cámaras de Gurney y Doe

En sus idas y venidas entre los viejos muros de Xi’an, los aventureros han notado que en las calles bulle una muchedumbre de chiquillos que, a todas luces, viven de la caridad y quizás de pequeños robos. Investigando esta posibilidad, William Gurney es objeto de una tentativa de robo. Con la ayuda de Mingze y Joe, logra atrapar a la ladrona Shen Chu, que se deshace en sollozos y les ofrece cuanto lleva para que la dejen irse. Lo más curioso son ciertas moneditas de arcilla que llaman su atención. Tras apiadarse de ella, la acompañan hasta su guarida, bajo la escalinata que accede a un colorido templo budista. Allí les relata sus cuitas y descubren una curiosa muñeca de terracota pintada, sin brazos. Chu les cuenta que se le debió de caer a un chiquillo que la noche anterior se coló en su cubil e intentó llevarse un viejo jarroncito decorado, el único recuerdo que guarda de su madre. La muñeca, como identifica Zhang, es en realidad una estatuilla ming’chi, las cuales siglos atrás se enterraban en las tumbas para que ayudasen a los difuntos en el más allá. La niña la ha adoptado y vestido como ha podido.

Por otro lado, las pesquisas de Sajalín en las hemerotecas no arrojan gran fruto, así que tras reunirse a media tarde, el grupo decide estudiar cómo organizar su viaje hacia Dunhuang, para lo que acuden a la oficina de Mi Han, como les habían recomendado en Pekín. Les acompaña Rosenthal, pues resulta que también le había llegado la petición de ayuda de Langdon Warner (a través de la Universidad de Xi’an) pero hasta ahora había descartado responder porque el proyecto del viaje le parecía muy costoso e incluso peligroso para un solo hombre. Mi Han les recibe junto a su hijo Mi Hu en un patio ricamente decorado, con celosías de madera y una fuente cantarina, donde entre cojines y frecuentes citas a Alá, entablan una ardua pero cortés negociación ante la mesita del té. Perkins lidera las propuestas del grupo y finalmente, consigue alcanzar un acuerdo satisfactorio para todas las partes: el señor Mi contratará porteadores, guardas y personal experto, sin olvidar un excelente cocinero. El guía y cabecilla de la expedición será su propio hijo Hu. Por su cuenta correrán las provisiones y el transporte del equipo, así como el alojamiento y cualquier negociación que sea preciso emprender con las autoridades locales. Acuerda proveer de armas a los aventureros que sepan manejarlas, más por precaución que porque su seguridad esté en entredicho, pues aunque los encontronazos con la soldadesca, los bandidos y lugareños malencarados no ocurren a diario, tampoco cabe descartarlos. Marcharán en dos camiones y dos coches. Doe se ofrece a conducir uno de ellos. Lo tradicional sería utilizar dos reatas de mulas como mínimo para afrontar los casi 1600 km de camino, pero dada la premura, los aventureros apuestan por el motor de explosión. Es considerablemente más caro (aunque el presupuesto de Langdon Warner y Wang Enlai se hará cargo del gasto) y lo más probable es que los vehículos no lleguen más allá de Suchou… y eso con suerte. Allí pasarán a las mulas o, si la senda lo requiere, a los camellos. La duración del trayecto se estima alrededor de los 20 días, quizás alguno más. En principio, el material (y los porteadores) deberían estar listos en cuestión para salir en dos días.

¿El precio? En torno a los 200 dólares de plata chinos, es decir, unos 100 dólares estadounidenses. El presupuesto que Wang Enlai confió al grupo es suficiente para cubrirlo y aún quedan unos 20 dólares de plata extra. Eso sí, Han aconseja pertrecharse bien y hacer acopio de efectivo, pues quizás hayan de afrontar sobornos o multas arbitrarias cuando ya estén lejos de la caravana y además, más allá de los límites de la provincia de Shaanxi, las posibilidades de encontrarse una sucursal bancaria son muy, muy limitadas. Para cerrar el trato se sirve un té dulce acompañado de los típicos pastelillos de caqui fritos, con su embriagador aroma a mermelada de rosas. En un último instante, los aventureros inquieren a Mi Han acerca de los pequeños hurtos e incluso sugieren la posibilidad de que algunos estén ligados a reliquias funerarias. Mi Han se muestra a la vez precavido y algo supersticioso, pero les señala que el lugar donde buscar esa clase de bagatelas es el Gran Bazar del barrio musulmán. Y más concretamente, el puesto de Sai Na.

Sin más dilación, los pasos se dirigen al carromato de madera pintado de rojo chillón donde el avejentado y desastrado Sai Na muestra una abigarrada colección de baratijas y recuerdos pensados para los peregrinos, pero salpicada de algunas piezas verdaderamente interesantes y de genuino valor a ojos de Zhang Minze: una delicada vasija o botella de porcelana vidriada, decorado con flores y motivos vegetales (de la era Ming tardía, calcula), una caja de madera de cerezo con preciosas incrustaciones de nácar, una antigua almohada de madera y marfil, un frasquito de cristal labrado que parece un tintero y alguna otra fruslería. Zhang negocia hasta hacerse con la vasija y enseguida comienzan las preguntas. Sai Na se muestra primero esquivo y después contrariado. Está claro que algo oculta y su resquemor va en aumento, tan solo apaciguado parcialmente por la transacción. Así que finalmente, y puesto que ya está anocheciendo, recoge su puesto a toda prisa y se interna rápidamente por el dédalo de callejuelas que rodean la plaza del mercado.

Tras la espantada del comerciante, Gurney decide seguirlo discretamente hasta una vieja casa con patio y entrada de carruajes, donde Sai Na desaparece. Parece un tanto venida a menos, sus tejadillos con vigas labradas sugieren que hace décadas fue morada de una familia próspera, hoy venida a menos. Gurney regresa al hostal y allí se disponen a pasar la noche, adoptando diversas precauciones para evitar visitas indeseadas. Zhang opta por pasar la noche al raso, oculto en el callejón, bajo las ventanas de los demás investigadores… y su idea da fruto: pasada la medianoche, dos figuras de talla infantil se aproximan sigilosas y trepan a la ventana de Perkins para forzarla y entrar. Zhang da la alarma y se apresta a capturar la primera figura cuando trate de huir, mientras deja marchar a la segunda calle abajo.

¡Sorpresa! Entre los brazos de Zhang lo que hay es una estatuilla funeraria, ahora inerte. Pero el rastro de las huellas en el barrizal es bien claro y se aprestan a recortar distancias. Finalmente llegan a las murallas de la ciudad, cerradas a cal y canto durante la noche, pero los indicios les permiten descubrir una grieta oculta en los ciclópeos muros. Tan solo Gurney es capaz de escurrirse entre los cascotes y el mortero reseco, para salir a campo abierto. Franqueando los arrabales, las huellas conducen al viejo cementerio norte, desierto bajo la llovizna pertinaz y envuelto en un sudario de neblina. William consigue dar con su meta cuando un claro entre las nubes permite que la luna ilumine una lona, que restalla entre la negrura, en una hondonada apartada de la carretera principal. El tono beige de la gutapercha se funde con el terreno polvoriento y esconde una zanja que se interna en el subsuelo. Armado de su mechero, Gurney sigue las huellas y se interna en lo que parece una antigua catacumba, semiderruida, donde reina un fuerte olor a polvo y humedad. En el suelo se aprecian tanto pisadas de pies minúsculos como otras de adulto. Tras descender unos metros y doblar un par de esquinas entre telarañas y cascotes, alcanza una sala donde, en la penumbra, distingue una serie de ataúdes dispuestos en repisas. En el centro se yergue un círculo de estatuillas de terracota y porcelana ricamente vestidas, entre las que se alza la figura que perseguía. Parecen músicos o cortesanos, bellamente moldeados, pero lo que llama su atención es que custodian un montón de monedas de arcilla sobre el que descansan otros objetos: el báculo de Thaddeus Johnson, el estuche de Rosenthal, varias vasijas de porcelana y cristal, un peine de nácar y carey, un juego de útiles de escritura, una almohada de porcelana labrada… Se inclina para recoger el bastón y el estuche, pero en cuanto los toca, nota que los ojos de dos de las estatuillas cobran vida y se clavan en él. Asustado, deja caer los objetos y trastabilla para darse la vuelta y salir a la superficie, mientras a su espalda se oyen las pisadas rítmicas y dos inquietantes vocecillas aflautadas lo conminan a esfumarse : “¡Fuera, fuera, ladrón, ladrón!”.

Dodge 30

Tras unos instantes de carrera con el corazón desbocado, azuzado por el terror, Gurney recobra el aliento apoyado contra la muralla y regresa (con las manos vacías) discretamente al hostal, donde el resto del grupo ya se ha congregado.