Sesión 11


El saber está en los huesos

Rajgir, 1923

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Los PJ se detienen brevemente en Nueva Delhi para que los heridos puedan recuperarse en un hospital y de paso realizan diversas gestiones. A continuación, viajan hacia Rajgir, en cuyas inmediaciones supuestamente se encuentran los restos del crematorio de Sitavana. La ciudad atrae a multitud de peregrinos y efectivamente, al pie de las colinas hay dos crematorios en activo. Pero “Sitavana” es solo una leyenda, enterrada seguramente bajo las ruinas de los palacios de la antigua Rajgihra, en las afueras.

Los PJ se acercan a los crematorios, donde reina cierta actividad. Tras asistir a la incineración de una pira y ver cómo trabajan los dalits para asegurar la correcta cremación de una segunda, localizan un tercer claro en la sucesión de bosquetes de bambú donde solo queda una montaña de cenizas. En ellas rebusca un pintoresco sadhu: un hombre de edad indeterminada, esquelético y desnudo salvo por un collar de cuentas de hueso, sucio hasta la hediondez, con el cabello largo y enmarañado. Toda su piel está untada en cenizas y parece rebuscar entre huesos humanos y restos aún más desagradables.

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Tras observar al aghori, comienzan las presentaciones, pero el extraño se muestra esquivo. Después de poner a prueba el saber del lama budista y de someter a los aventureros a una desagradable prueba de confianza, acepta responder a sus consultas. Buscan huesos y piel humanos (de cadáveres bastante específicos), pero no les permitirá hacerlo en este, “su” crematorio. Sí se ofrece a acompañarlos al crematorio vecino, menos importante y más solitario.

Las puertas de Xi'an

Allí localizan varias estupas, para alegría de Tenzin, pues los cadáveres semimomificados de los lamas y las anis son una excelente fuente de piel. Tras equiparse con las herramientas adecuadas, acuden por la noche y comienza la excavación. Tras horas de trabajo, recogen los fémures de dos adolescentes (chico y chica) y también las tapas de sus cráneos. La noche siguiente celebrarán el ritual para convertirlos en instrumentos. Para las cuerdas servirá el cabello del propio Tenzin. Antes aún debe recoger algún ingrediente (mantequilla, suero de leche, especias…) del mercado y lavarse para purificarse, en uno de las populares piscinas termales donde se congregan los peregrinos o en las aguas lodosas del Ganges.

En el atardecer previo a una templada noche de luna llena, los aventureros se reúnen con Tenzin y con el Aghori Kalisdaji al pie de una solitaria higuera, en las ruinas de los antiguos jardines palaciegos al pie de las colinas, hoy poblados por matas de bambú. La tarea comienza de inmediato:

Lo primero es limpiar y purificar un círculo amplio con ramas de enebro, con las que después se deben encender varias hogueras. En el centro del círculo, Tenzin clava el khatvanga y advierte muy serio a la concurrencia: no deberán abandonar el círculo durante la ceremonia, suceda lo que suceda. Luego les reparte pergaminos con instrucciones.

Doe se hará cargo del damaru (o sea, el tambor que se toca girando la muñeca, formado por dos calvarios de cráneos distintos, con piel humana curtida tensada y una vértebra colgada de una trenza de cabello. Zhang se ocupará del kangling, una flauta fabricada con un fémur vaciado, recortado y tallado.

Tras memorizar el mantra que deben cantar y repasar los puntos básicos, el ritual comienza, con Perkins cuidando del fuego y el aghori y Rosenthal en labores de auxilio para todos. Gurney descansa en el círculo, dolorido aún por las secuelas de sus heridas. Con las llamas danzando, Tenzin entona un canto ronco y monocorde, girando en torno a su khatvanga sin cesar y proyectando su voz a las estrellas. Tras horas de ritual monótono, algo bulle en la espesura: una docena de esqueletos animados se aproximan cautelosos hasta formar un doble corro que gira y gira describiendo una danza macabra en torno a los espantados héroes.

Minutos después, el recitar de Tenzin cambia y da indicaciones para que Doe y Zhang laven y decoren los instrumentos con que construyen después sus instrumentos. La labor dura horas, ya entrada la madrugada. Entonces irrumpe la luna entre jirones de nube y revela una nueva y aterradora figura: Sri Sitipati, el señor-señora de los crematorios, un esqueleto doble unido como una figura siamesa, que bailotea sin sonido alguno envuelto en un halo de llamas fantasmagóricas bajo una corona de calaveras. Porta en sus manos dos cuentos de un líquido hirviente y dos cetros de cuentas de huesos. Sus ojos vacíos escrutan a los presentes en el círculo.

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Llegó el momento de la prueba definitiva: Doe y Zhang deben hacer sonar sus instrumentos (con poca fortuna, desde la perspectiva puramente musical) e imbuirlos de su aliento vital. Temblando de miedo y fatiga, ambos cumplen su papel y Tenzin presenta humilde y respetuoso los dos instrumentos a Sri Sitipati. Durante unos instantes, la tensión se adueña del escenario, hasta que el espectro de huesos parece asentir con sus dos cráneos, ¿quedará complacido? Acto seguido, retoma su danza con más y más ímpetu, hasta entrar en un frenesí coronado por los aullidos que ahora brotan de las gargantas vacías de los esqueletos… el paroxismo se adueña de los participantes, pero el cántico continúa monocorde, hasta que lentamente los visitantes regresan a la espesura y desaparecen de la faz del mundo con las primeras luces del alba.

El aghori maloliente asiente, apreciativo, envuelto en una espesa nube de ganja.