Sesión 3


Tras los pasos de
Marco Polo

Dunhuang, octubre de 1923.

Noche cerrada y lluvia incesante repiqueteando sobre los tejados ondulados de Xi’an. Gurney deshace el camino al hostal por un dédalo de callejas y relata sus hallazgos ante un vaso de whisky para templar los nervios. El grupo debate la situación. Hay indicios claros de que el mausoleo (que pertenece a una rama familiar de los Fujiang que hace décadas vivían en la ciudad, como averiguará Zhang) es objeto de un saqueo sistemático, contraviniendo fuertes prejuicios y supersticiones de la cultura china. La tumba parece muy antigua y desde luego, sus saqueadores han tomado precausiones para escapar a miradas ajenas. El asunto enerva a Zhang, tanto por el robo en sí como por la falta de respeto a los difuntos. Según su razonamiento, hay indicios de que las estatuillas se limitan a reponer los objetos que custodian para servir a sus amos en la otra vida. Así que el grupo termina por acordar un plan de acción: intentarán recuperar los objetos hurtados (como el bastón), pero intercambiándolos por artículos más o menos equivalentes. Bien temprano, Zhang sale para adquirir un bastón y una cajita o estuche de madera labrada.

En una mañana gris y otoñal, se encaminan al cementerio siguiendo los pasos de Gurney. Tras varios rodeos, dan con el mausoleo y constatan que alguien más ha pasado esta misma madrugada por allí. Ocultos a las miradas ajenas (el mausoleo está en una hondonada), Zhang, Rosenthal y Gurney se internan en el pasadizo excavado. Ahora con luz se percatan de que las paredes están cubiertas de frescos y en la sala que custodia los nichos aprecian que esta tumba tuvo que pertenecer a una familia opulenta. El montón de ofrendas sigue bajo la custodia de las estatuillas. Con temor, respeto y cuidado, Zhang reemplaza el bastón de Thaddeus Johnson y el estuche de Simon Rosenthal por los objetos que ha comprado. Brevemente, las estatuillas cobran vida, abren los ojos y asienten, aparentemente complacidas. Asienten una segunda vez cuando Zhang les restituye el jarroncito de esencias que había comprado al Sr. Sai Na en el bazar.

Tras regresar a la ciudad, buscan a la mendiga Sheng Chu para proponerle que vigile a Sai Na y así verificar si sus sospechas son correctas. Efectivamente: por lo que Sheng Chu puede contarles tras observar al comerciante, deducen que él es quien ha estado vaciando el mausoleo de los Fujiang de antigüedades valiosas. Zhang averigua entonces el paradero de los herederos de la familia Fujiang y les escribe una carta exponiéndoles la situación, no sin antes consultar con Mi Han, quien aprueba esta conducta por respeto a los muertos.


Esa tarde es el momento de reunirse con la familia Mi para concertar detalles sobre el equipamiento de la expedición, que se pone en marcha nada más sonar el tañido de campanas que marcan la apertura de las puertas de Xi’an. Dos viejos camiones modelo Berliet CBA (veteranos de la PGM) y dos Citroën Tipo A cargados hasta los topes de provisiones, equipajes, herramientas y diversos materiales emprenden el camino hacia el corazón de Asia, enarbolando la bandera británica entre chanzas de los porteadores. El guía y jefe será Mi Hu, joven pero experimentado. Le acompañan cuatro mozos (que se encargarán de conducir, con la ayuda de Joe Doe) y el excelente cocinero Ba Cheng, maestro del guiso de cordero y el arroz pilaf. Las primeras etapas transcurren sin novedad a través de los fértiles y poblados valles de la provincia de Shaanxi, hasta llegar a Lanchou, donde cruzan el Río Amarillo por su célebre puente de hierro. A partir de dicha ciudad, el paisaje cambia para volverse progresivamente más árido y reseco, mientras se alzan en la distancia unas formidables paredes montañosas, que conforman el Corredor de Gansu. El camino se puebla de rostros mongoles, uigures, kazajos y tibetanos.


La segunda etapa los llevará hasta Suchou, bajo una lluvia pertinaz, por carreteras embarradas y cada vez más traicioneras. Se suceden las noches, unas apelotonados en las tiendas que los mozos preparan con destreza, otras en los clásicos kun kuangs donde se congregan caravanas peregrinos, transportistas y mercaderes: envueltos en una nube insoportable de sudor reseco y efluvios del ganado, atestados de personajes de toda procedencia. ¡Un verdadero nido de piojos, chinches y rumores! Pero con leña abundante para guarecerse del frío. En uno de estos lugares, Sajalín se percata de la presencia de una ominosa proclama, tallada groseramente en la pared: Они пришли. Конец на нас. Так как они пришли. “Ya llegan. El fin de los tiempos está cerca. Porque han llegado”. En un par de ocasiones más se topa con ese mismo augurio funesto, con una caligrafía idéntica.


Más allá de rumores sobre la presencia de bandidos y malos augurios debidos al mal tiempo, no hay novedades interesantes. Pero sí regresan las pesadillas y los sueños inquietantes, que enturbian el descanso en varias ocasiones. Poco antes de cruzar una de las antiguas puertas de la Gran Muralla, justo antes de Suchou, Sajalín interviene ante un control militar en plena carretera para interceder y permitir el paso de un nutrido grupo de refugiados rusos que pretenden viajar hacia el Sureste y estaban siendo extorsionados por la soldadesca. Con aire resuelto y campechano, armado de un par de botellas de licor de arroz, despeja la situación para alivio de sus compatriotas.

La expedición, recorriendo el corredor de Gansu

Llegados a Suchou, el plan original era trasladar el equipo a una mappa o reata de mulas (o quizás camellos bactrianos), pero Mi Hu apunta la posibilidad de forzar el viaje con los vehículos si le conceden una tarde para organizarse. El grupo accede y una jornada más tarde, reemprenden la marcha hacia Dunhuang. Atraviesan por una colosal doble puerta la Muralla en el paso de Jiayuguan (el Paso del Valle Excelente), que los locales conocen como Puerta de los Demonios. Más allá comienza el Asia Central. En pocas jornadas, el terreno se vuelve cada vez más desolado, aunque imponente. Tras las Puertas de Jade, en el horizonte, la luz ya relampaguea sobre las dunas del Lop Nor, puerta de entrada al desierto de Taklamakan. Al sur, una barrera de picos colosales coronados de nieve, que alimentan corrientes de agua que mueren en pequeños oasis. Precisamente uno de estos es Dunhuang. A pocas millas de la villa en sí, un angosto valle se interna hacia el sur entre elevadas dunas cuya arena parece cantar, para convertirse al poco en cañón rocoso. En la vertiente más abrupta se distinguen varias docenas de grutas, conectadas por escalinatas y adornadas por elegantes entradas con tejados volados y estatuas de budas labradas en la roca madre: las Cuevas de los Mil Budas. Una bandada de cuervos los observa con curiosidad.

Langdon Warner los recibe con sorpresa, siempre enérgico y muy satisfecho por la velocidad con que han cubierto el trayecto. Se alojarán en una de las cuevas del complejo y se incorporarán de inmediato al trabajo del equipo (le acompañan varios estudiantes de arqueología, historia y artes). Conviene apurarse, según les cuenta, porque las autoridades locales no ven siempre con buenos ojos la labor que aquí desarrollan. Menciona sobre todo a Wang Luanyu, un anciano que actúa como guardián de las cuevas, que ahora está ausente recorriendo oasis cercanos para recabar fondos y continuar con su propio proyecto de restauración. Así que esa misma tarde se ponen manos a la obra, mientras los porteadores se instalan a poca distancia, en el mismo valle, para seguramente emprender la vuelta al día siguiente.


Tras profundizar en la conversación con Warner, les llama la atención su estado de excitación permanente, casi frenético, y el rostro tan cansado, casi demacrado. No casa con su robusta constitución. Landon les confía que lleva días durmiendo mal a causa de unas pesadillas, fruto seguramente del nerviosismo. En sus sueños, se encuentra en una caverna, cuyos muros están cubiertos de inscripciones ininteligibles de color rojo. Cuando intenta tocarlas, el suelo tiembla y ruge y, de repente, un gran pájaro negro brota de la oscuridad y se abalanza sobre él para intentar picotearle los ojos para, justo entonces, explotar en una nube de flores de pétalos blandos y rosados.

Sutra del Diamante, el libro impreso más antiguo de la humanidad

Desde luego, algo flota en el ambiente de este lugar. Los aventureros sienten que reina una suerte de calma tensa, como si una presencia oculta vigilase las ruinas. Asimismo, Langdon les confiesa que sus prisas tienen un origen más mundano: las autoridades confinaron en las cuevas a un gran número de refugiados del ejército blanco ruso, que dejaron el lugar hecho un estercolero y dañaron algunos de los frescos con garabato y porquerías. Pero le han llegado rumores de que algún soldado llegó a descubrir por pura casualidad una sala oculta y sellada. ¡Qué triunfo sería ese! Porque claro, Sir Marc Aurel Stein se llevó un tesoro de 40.000 documentos (entre ellos el Sutra del Diamante, el libro impreso más antiguo de la humanidad, datado en el siglo VII) y otras expediciones han hecho ya su agosto… pero aún quedan grandes hallazgos a la espera, está seguro. Así que la misión de Clifford Jenkins y Sajalín será específicamente registrar todos los graffiti dejados por los bárbaros rusos para tratar de identificar alguna pista.

Todos se ponen a trabajar y al cabo de unas horas, tras leer cientos de obscenidades, listas de nombres, proclamas de amor eterno y algún poema mal recordado, Sajalín encuentra una curiosa inscripción: “Entre el dios rojo en su cielo oscuro y el camello del mercader gordo están las puertas del paraíso”. Inmediatamente, todo el grupo se pone a revisar los frescos en busca de una imagen similar. Ya anochece cuando dan con ella: en una de las paredes de una alcoba lateral vacía, un colosal buda de piel roja se yergue sobre un cadáver desmembrado, de piel negra. Los rodea una serie de dakinis danzantes. A pocos metros, tras un paño de pared que no está cubierta por ningún motivo, una larga caravana encabezada por un orondo mercader surca el desierto, acosada por bandidos o soldados. El último camello mira en la dirección opuesto, ansioso por darse la vuelta. La pared en blanco resulta sospechosa. Parece recientemente restaurada y tras un somero examen, queda claro que hay un hueco al otro lado. La noche está ya pronta a invadirlo todo y Langdon no quiere llamar demasiado la atención, así que propone esperar unas horas y volver, al abrigo de miradas indiscretas.

Tras cenar, intercambiar impresiones con el resto del equipo de ayudantes, que se alojan en otra de las grutas del complejo, y dar por terminada la velada, los aventureros regresan a la pared sospechosa acompañados de Langdon. Reina un silencio fantasmal, roto apenas por el febril trabajo. El yeso se despeja fácilmente, aunque tratan de no armar más escándalo del imprescindible. Al desprenderse, revela un muro de piedra de cantería, sólido y enmarcado por una especie de dintel. Al golpearlo, resuena un eco sordo. Tras varias tentativas y empellones, acaba por ceder ante la fuerza combinada de varios brazos, deslizándose como lo que es, una puerta oculta. Bien pasada la medianoche, linterna en mano, como un chiquillo que espiase a Santa Claus, Warner penetra en la negrura de cámara oculta hasta ahora.

El aire es fresco, no está viciado en absoluto, como sería de esperar. A los lados se apilan libros (rollos de pergaminos, que tras un rápido examen Langdon data en los alrededores de los siglos VII-X), estandartes y banderines de tela, junto con vasijas y diversos objetos. Junto a la misma puerta están, cuidadosamente colocados un bastón adornado por tres calaveras humanas (reales), lo que parece una daga curvada, varios cuencos y una curiosa piedra negra, redonda y muy pulida, engarzada en un marco de alambre dorado a modo de abanico o espejo. En la pared opuesta a la puerta descansa una gran estatua de bronce, de tamaño aproximadamente humano, semioculta entre banderines de oración y más rollos de pergamino. Se trata de un buda de Gandhara sentado, de rasgos serenos.

Está claro que alguien intentó poner orden en la sala no hace mucho (el polvo está revuelto y se aprecian rastros de movimiento), pero el jaleo sigue siendo mayúsculo y la oscuridad no ayuda: correrían un grave riesgo de dañar los artefactos. Langdon sugiere volver al día siguiente, ya con luz, tras despachar a sus becarios y manteniendo la discreción. Mientras todos se aprestan para regresar a sus catres de campaña, Simon Rosenthal cae en la cuenta de que el frescor del aire tiene un origen definido, porque, al parecer, hay una corriente que emana justamente a espaldas de la estatua de bronce…

Estatua de buda en las Cuevas

…mientras en cierta habitación de cierto hotel familiar de Xi’an, una estatuilla se debate por librarse del encierro al que Gurney la condenó.