Sesión 4


El secreto de los cuervos

Dunhuang, octubre de 1923

La noche a los pies del desierto es fría y solitaria. Aúllan los lobos de la estepa, ululan los búhos, silba el viento, ronca Sajalín Popov… y rugen las entrañas de la tierra: un leve temblor sacude las paredes rocosas del cañón. En medio del tronar lejano, Gurney, Rosenthal y Doe se despiertan con un sobresalto, rostros lívidos y empapados en sudor helado. Los tres parecen haber compartido la misma pesadilla, en la que un negro cuervo se abalanza sobre ellos con la intención de picotearles los ojos, para acto seguido estallar en una nube de flores de tonos púrpuras y níveos. Tras intercambiar impresiones y constatar que el seísmo efectivamente ha tenido lugar, unos cigarrillos parecen bastar para que vuelva la calma.

A la mañana siguiente, durante el desayuno con todo el equipo en una de las tiendas, Jenkins consigue ganarse la confianza de varios ayudantes, que confiesan que las pesadillas también les afectaron. Flota cierta inquietud en el ambiente, pero Warner es inflexible; el trabajo debe proseguir de inmediato. Así que manos a la obra.

Tras asignar tareas al resto de sus ayudantes, se encamina con los aventureros a la sala que descubrieron ayer noche para examinarla minuciosamente. También cubierta de frescos decorativos, contiene una serie de muebles auxiliares y una estatua de bronce que representa a un buda sentado con las piernas cruzadas en el otro extremo. La obra parece muy antigua, al estilo del antiguo reino de Gandhara, fundado y dirigido por herederos del imperio de Alejandro Magno. Comienza una rápida inspección para catalogar someramente los hallazgos. Hay una gran cantidad de pergaminos y libros, aunque no tantos como habría soñado Langdon para cubrirse de gloria. Textos en sánscrito, chino, tibetano, sogdiano y otros idiomas van siendo clasificados rápidamente por Sajalín, que en medio de su tarea se percata de que la sala cuenta con una ventana tapiada. Una vez despejada, la luz agiliza la tarea. Al parecer, quienquiera que visitó antes la sala seleccionó una serie de objetos y documentos, cuidadosamente apilados. Destacan una daga curva ritual (katari, cuya finalidad sería principalmente desollar cadáveres), el largo bastón de sección octagonal coronado por tres cráneos humanos verdaderos y un pequeño tridente que ya les había impresionado la noche anterior (khatvanga, un bastón ritual típico del budismo tántrico), una delgada lámina de piedra negra, lisa y brillante, engarzada a modo de espejo o abanico, y una serie de cuencos, algunos elaborados con cráneos humanos. Vasijas, banderines de oración, algún rosario de huesos engarzados y diversas vasijas.

En plena faena escuchan alboroto en el exterior y es que acaba de llegar el anciano Wang Yuanlu, el abad del complejo monástico que conforman las cuevas y patrón de diversas iniciativas de conservación (no todas con los mejores medios, por lo visto hasta ahora). Regresa de visitar a varios ambanes o señores locales. Lo acompaña un reducido séquito de monjes. El religioso exige que Langdon Warner le dé explicaciones acerca de sus actividades y de los recién llegados. Parece suspicaz, aunque respetuoso, y no está claro que los aventureros le infundan demasiada confianza, pero tras un somero repaso a los avances de la excavación, se retira a descansar.

Al regreso, Rosenthal decide examinar de cerca la estatua, ya que percibió que una corriente de aire parece brotar de su espalda. Aunando esfuerzos, logran arrastrar la estatua a un lado y efectivamente, la mampostería del muro está agrietada y parece cercana a desmoronarse. Al otro lado tiene que haber un hueco… y de un empellón, el paso queda despejado. Ante ellos, una boca negra.

Simon se atreve a dar el primer paso y al punto, un cuervo se abalanza sobre él, un furioso revoltijo de plumas. Pero no busca sino una forma de escapar y sale disparado por la ventana. Aliviado, aunque con el susto en el cuerpo, Simon se apresta a examinar la estancia. Es una sala similar a la anterior, con un halo de luz que cae de una grieta del techo, abierta al exterior. En el centro de la estancia brilla un melocotón maduro y se oye el rumor de un hilo de agua que brota de una esquina alejada para desaparecer por un sumidero. Junto a él, un cuenco.

¡Luz! Luz es lo que reclama Simon. Y la luz revela que también este recinto está cubierto de frescos en casi todas sus paredes. Uno de ellos narra una gran batalla entre dos ejércitos vestidos de época. Por un lado pelean guerreros bajo diferentes estandartes, mientras que en el otro bando, rostros crueles luchan bajo la insignia de una esvástica girada a la derecha (qué curioso, porque en la mayor parte de las representaciones budistas e hindúes, la cruz gamada gira a la izquierda). En otra escena, un rugiente tormenta de vientos negros se abate sobre un paisaje yermo por el que peregrina una caravana, dispuesta a aplastarla. Otra pared nos enseña a un corro de variopintas figuras danzando al son de unos extraños instrumentos, en compañía de varias dakinis. A su izquierda, una hilera de personajes con actitud seria parece portar bandejas repletas de ofrendas, entre las que hay riquezas, pero también lo que parecen órganos humanos. Aún hay más estampas, como un combate entre lo que parece una jungla exuberante, escenario de crueldades entre un grupo de guerreros y unos demonios de miembros largos y pelaje blanquecino… las imágenes se suceden, pintadas en distintas épocas (según parece por su estado de conservación), con un estilo que recuerda al de otros frescos de las cuevas. Pero estos son más inquietantes que los cualquier otra cueva: en todos ellos los aventureros creen identificar sus rostros entre las figuras representadas. Desde luego, llevan ropa de época, concretamente del S. IX y posteriores, según detallan los arqueólogos. Pero los rostros imitan sus rasgos con un parecido fantasmagórico. Naturalmente, hay muchos otros rostros, ese es su consuelo.

Al pie de los frescos, útiles de pintura y extractos para elaborar pigmentos. Y en la pare de enfrente, una estatua más. Esta no es de bronce, sino de un material exquisitamente pulido, casi se diría que de madera. Representa a un hombre joven, vestido a la manera tradicional de los monjes tibetanos de hace siglos, con falda blanca, camisa amarilla y chaleco rojo. Aros de oro en sus orejas y un rosario de cuentas de hueso. Su rostro, moreno, parece sereno, coronado por una madeja de un material que parece esparto enrollado sobre sí mismo.

Pero lo que más intriga al grupo es la pila de huesos de melocotón que tiene al lado y el hecho de que el cuenco presenta indicios de haber sido utilizado no hace demasiado tiempo. Misterios sobre misterios, aunque al menos uno está despejado: la abertura del techo es suficiente para dar cabida a un cuervo.

Suena un leve carraspeo y todas las miradas se clavan en la estatua, que lentamente abre unos ojos de azul zafiro y saca la lengua, el saludo tradicional tibetano. “Tashi delek”, pronuncian sus labios, “bienvenidos” (tibetano). Alguna mano se detiene justo encima de la pistolera… pero no parece haber hostilidad en la expresión de la estatua revivida, que al parecer también sabe hablar inglés.

Otro emparedado más, Langdon parece desesperarse mientras el monje se desentumece y va presentándose y explicando su historia. Su nombre es Tenzin Kalsang y llegó del Tíbet durante el gobierno de Langdarma, que comandó el Imperio Tibetano en ciertos años del S IX. De familia humilde y confiado a un monasterio budista, Tenzin procuró seguir fielmente las enseñanzas de sus maestros, pero desde temprana edad, sus noches se poblaban de visiones, sueños y pesadillas. Resuelto a aclarar el significado de aquellas imágenes, emprendió una larga peregrinación que le llevaría hasta Dunhuang, donde el entonces abad de las cuevas lo acogió y aceptó su aparente destino. Que no sería otro que seguir las instrucciones de los Señores de Shambhala (o Shangri-La) y su Rey Kulika, quienes en sueños le encargaron esperar la llegada de unos enviados, llamados a ayudarlo en caso de necesidad para evitar que las puertas del Aghartha y del Rey del Miedo se abriesen antes de tiempo y diesen comienzo al Kali Yuga.

A estas alturas de la explicación, las mandíbulas de los aventureros rozan ya el suelo y Langdon se exaspera. Pero el monje, educado y tranquilo, no le da importancia y se ofrece a acompañar a los aventureros para responder a cuantas preguntas tengan. Así que les expone la historia de Shambhala y Aghartha, ligada intrínsecamente a la naturaleza cíclica del tiempo en el universo budista e hinduista. Lo que ha sucedido volverá a suceder, de uno u otro modo. Dos reinos, uno celestial y oculto en algún rincón del Himalaya, otro agazapado en las tripas del subsuelo, que pugnan entre sí por moldear la historia de cuanto ser ha hollado la tierra. Su duelo se repite cíclicamente, pero al parecer, el ciclo final de caos y destrucción (imprescindible para renacer, según señala Tenzin) no está ya muy lejano. Con todo, sus visiones le han confiado que, de algún modo, partidarios de este catastrófico panorama han precipitado la apertura del camino para que las huestes de Aghartha hagan y deshagan a su antojo, anticipando el Kali Yuga y propiciando el esclavizamiento de la humanidad. Solo un abismo de violencia, caos y destrucción satisfará las condiciones para que dé fin el Kali Yuga y renazca el mundo en otra encarnación.

La cuestión candente es que los Señores de Shambhala, sabios apartados en su retiro por obligación y no solo por devoción, no pueden interferir directamente en estas cuestiones, así que necesitan la ayuda de agentes elegidos por el destino o por el azar para tratar de cerrar las puertas de la tragedia antes de que se abran de par en par. De no ser así, la humanidad cargará con las cadenas del terror hasta que la rueda del cosmos gire de nuevo y siglos y siglos más tarde se desate un nuevo Kali Yuga, momento en el que el Rey Kulika podrá interceder para que el mundo renazca una vez más de sus cenizas.

Para evitar esos aciagos acontecimientos, los Señores de Shambhala han aconsejado a Tenzin Kalsang que ejecute cierto ritual, para el cual son precisos varios ingredientes: su fiel bastón, su daga ritual, una serie de instrumentos musicales elaborados con restos de cadáveres cuidadosamente seleccionados, un pergamino en el que se ha consignado cada detalle de la ceremonia y un juego de siete cuencos sagrados que en tiempos pertenecieron al Padmasambhava (o Gurú Rinpoche, como lo conocieron en el Tíbet) en el viejo reino medieval de Oddiyana.

Por fortuna, exclama Tenzin, está casi todo a mano. Efectivamente, el bastón y la daga están en la habitación anexa. ¿Pero qué habrá sido del pergamino o de los instrumentos? Ahora la silueta del visitante o visitantes desconocidos cobra una siniestra relevancia. Habrá que buscar cómo sustituirlos… porque los cuencos sagrados deberían seguir allá donde Padmasambhava los dejó, en el lago Danakosha.

Este último detalle hace estallar de risa a Langdon Warner. Lleva horas escuchando la tranquila y meliflua perorata del monje (que en absoluto parece estar alucinado), pero ¿ir a buscar los cuencos de un buda nacido de una flor de loto al fondo de un lago que, presuntamente, no fue más que una fábula? ¡Eso ya es demasiado! ¿O es que de veras dan credibilidad a lo que cuenta ese fantoche de monje?