Con la esperanza viva
Con la esperanza viva
Tal vez fueron más de cien compatriotas cercanos a Ángel los que lograron aferrarse y guarecerse, a su manera, en la impersonal y fría metrópoli, ciudad capital del vecino país que lo acogió. Lo consiguieron gracias a la incógnita, solidaria y desinteresada gestión “diplomática y humanitaria” de aquel espigado cincuentón de oscura tez. También lo hicieron otros tantos que a su vez llegaron con la jalada ayuda de aquellos. Unos y otros aseguraban que a su patria, tal vez, evitarían volver, en tanto el manto de esa nostalgia social, que todo lo cubría y les enfermaba el alma, siguiera empecinado sobre sus praderas, llanos, montañas, selvas y poblaciones… inmensa y rica nación, para entonces, inmersa en el frío del olvido subcontinental.
Quizá ninguno de ellos retorne a su patria, al menos pronto, excepto de paseo, o a visitar a sus familiares y amigos, a no ser que en la mágica Macondo, de un momento a otro, muy posible según los oscuros nubarrones que se anuncian en el firmamento, comience a llover a cántaros, hasta represar sus fieras aguas, para, luego, incontenibles, desbordarse sin control alguno, modificando y arrasando su rica y delicada dermis nacional, subcontinental; como la del país de donde Ángel proviene y es oriundo.
Lo que a Ángel y a sus coterráneos les ocurría, también lo vivieron, no hace mucho, millares de emigrantes cumbiamberos cuando la del Libertador era un destino promisorio, por lo que muchos partieron hacia allá en busca de un mejor futuro. Se fueron a la siga de la esperanza que en su terruño era muy difícil y más que escasa y cara; por la perenne y patrocinada violencia, ahincada por la ambiciosa y discriminante pugna por el embriagante poder que todo lo avinagra. Entonces, allá echaron endebles raíces al son del joropo, como lo intentan y están haciendo acá, ahora, Ángel y sus paisanos.
El rumbo y los protagonistas cambian, no así las lánguidas como corrosivas pasiones humanas, las de aquí, las de allá, las de ayer, las de hoy y, triste como seguramente, las del mañana. Ahora son los coterráneos de Marcos Vargas, con similares dramas y conflictos internos, los atraídos por el bebedizo contra la epidemia del olvido que preparó Melquiades, el gitano aquel a quien José Arcadio Buendía, en cada marzo, esperaba su llegada, muy a pesar de los problemas que esto le generaba con su prima-esposa Úrsula Iguarán.
Ángel nunca se imaginó que su difícil travesía hasta la capital del país vecino la tuvieran que repetir durante los siguientes años, en condiciones aún más complicadas y lamentables, millares de coterráneos suyos, desarraigados, como última opción de sobrevivencia, frente a la voracidad de la desenfrenada y politizada pasión humana.
Cuando Ángel por fin tuvo el tiquete para viajar a su planeado destino, sintió un extraño e inefable alivio. Algo así como una mezcla entre esperanza y recóndito auto exilio. Según su instinto, ese era el camino menos tortuoso y posible si quería que su situación mejorara; por ende, la de su parentela que dejó en su terruño a la expectativa de su incierta aventura.
Inició su andanza para intentar salir de la encrucijada social que prosperó por doquier. Empalizado contexto que sin él saber con precisión el verdadero motivo, de un momento a otro se le volvió insoportable, además de peligroso. Aunque tampoco buscaba o quería entender sus causas. Intuía que así lo supiera, que así se lo explicaran, y él lo entendiera, o quisiera entender, en nada iban a cambiar las cosas. Por el contrario, sería otro motivo para incrementar el sufrimiento y amargarse más la vida. Prefería seguir en la paliativa ignorancia, poner distancia de por medio y confiar en su instinto batallador.
Intentando dejar de pensar en esas cosas que lo atragantaban, guardó el tiquete y buscó una silla vacía para acomodarse y cerrar los ojos. Estaba cansado. Sabía que le quedaba más de la mitad del recorrido hasta el esperanzador destino que acuñó en su mente. Desfallecer estaba fuera de su inventario, pese a ser consciente de tener casi todas las condiciones en su contra. Excepto, quizá, su resolución y empeño, así como la apremiante necesidad de hacerlo.
El bus salía, de ahí, de la terminal de aquella ciudad fronteriza, en unos treinta y cinco minutos. Tenía un hambre atroz. Desde cuando salió de su casa tan solo comió una vez, por el camino. Intentaba a toda costa tasar los pocos billetes con los que emprendió tan incierto viaje, «aunque necesario», se lo repetía para darse aliento.
Además, también se dijo, retomando maquinalmente el incómodo pensamiento anterior, que esa era la única manera, la única esperanza para intentar superar la crisis. Embrollo por el que tanto él como su núcleo familiar atravesaban… y todo su entorno, según la percepción que tenía sobre el desconcierto reinante en su engarrotado país. Calenturienta concepción que su espíritu le decía que ignorara, que le quitara importancia para que no lo fuera a apabullar y lo llevara a la verdadera sin salida en la que estaban muchos de sus connacionales.
Intentó, una vez más, evitar pensar así. Quería concentrarse en su plan. Sin embargo, el sumo de la verdolaga insistía en traerle sus álgidas y calladas concepciones. Quizá fue el sopor en el que lo sumió el clima fronterizo el que lo hizo rumiar sobre el panorama que, según su empírica interpretación y conclusión, en su país todo iba a seguir igual, sin mejoraría a la vista y, tal vez, peor y por mucho tiempo. Recordó que fue ese argumento, luego de pensarlo y explicárselo a su parentela, a su manera, el que lo empujó a tomar la decisión de emigrar hacia el mellizo país, hermanos de historia, corrupción, dolor y sangre.
Luego de dejarles a sus familiares gran parte de su disminuido patrimonio para que subsistieran mientras él comenzaba a enviar, Ángel partió con unos escasos billetes entre el bolsillo. Dinero que al cruzar la frontera convirtió a la moneda de aquel país, y que tras la compra del tiquete para la capital de este, su destino, «mi primer gasto en tierra extranjera», pensó, se redujo a quince mil pesos, en billetes, más unas monedas de diferente nominación que sumaban tal vez otros dos mil, calculó. En ese momento ni siquiera quiso contabilizarlas, intuía que ahí, estas tampoco sumaban gran cosa.
Tras unos catorce minutos de fieras y calladas conjeturas, el cansancio iba logrando adormecer su espigado y moreno cuerpo, desparramado sobre una silla plástica, pero la incursión a la sala de espera de una vendedora de jugosos y frescos duraznos lo despabiló. Los ofrecía y exhibía en un canasto de mimbre, tanto en bolsas como sueltos, por unidad.
El perfume, la tersura y lo visualmente provocativo de aquel manjar natural, junto con el coro de sus gruñidos gástricos, se confabularon para que Ángel le preguntara el precio a la mujer, ataviada a la usanza de aquel departamento fronterizo. Ella de inmediato le ofreció y le dijo que el paquete de diez duraznos costaba dos mil. Sin embargo, le insistió, que si llevaba tres de estos, se los dejaba en cinco mil. Oferta que la mujer acompañó con uno que le dio de prueba.
Ángel, sin pensarlo, devoró aquel fruto, agradeciéndole y comentándole a la ventera que llevaba muchas horas sin probar bocado.
—Vengo desde la capital de mi país —le dijo a la ventera—, con destino a la del suyo, en el altiplano… voy a tratar de abrirme paso —y agregó—: y le confieso que solo me quedan como quince mil pesos.
—Siendo así la situación —conmovida, sin perder su propósito comercial, la campesina le respondió—, y al ser un hermano connacional vecino en busca de futuro, le voy a dar cuatro paquetes por cinco mil pesos, para que tenga qué comer por el camino —y sin dejarlo reaccionar se los colocó en sus grandes y morenas manos, encimándole siete de los que tenía para degustación.
Ángel, agradado con el sabor del que devoró, y capturado por la gentileza de la ventera, tomó y guardó los paquetes en una de las dos maletas de su equipaje, le pagó los cinco mil y le dio las gracias. Una vez la mujer se fue, organizó los duraznos sueltos en la maleta de mano, para tenerlos al alcance e irlos comiendo por el camino, como le sugirió la vistosa campesina.
Fruta esta que se convirtió, a lo largo de las dieciocho horas que duró el tortuoso viaje hasta la terminal de transportes de la ciudad capital de su destino, en el único alimento que ingirió aquel extranjero que esperaba, estaba convencido, encontrar en ese otro país una salida para su difícil situación por la cual partió de su calurosa y amada patria.
Al bajarse de la flota reclamó la maleta que venía en la bodega. Un sabanero lapo frío en su morena tez le recordó que tenía que saber el monto del dinero que le quedó tras la compra de los duraznos. Eran $12.540, incluido el valor de las monedas que en ese momento contó.
Se estremeció al reconocer que no distinguía a nadie. Que ninguno lo esperaba ahí, ni en ninguna otra parte. Además, que desconocía aquella inmensa, fría, extraña e impersonal ciudad. Que la escogió por la simple razón de ser la capital del país más próximo al suyo, donde no le exigían visa de ingreso. Intuyó que la ciudad capital sería en donde mayor oportunidad habría para rebuscarse con lo que él sabía hacer. Oficio con el cual, durante treinta y ocho de sus ya casi cincuenta y dos años, se ganó la vida en su país. Trabajo que heredó de su padre. Y que fue lo único que su viejo le dejó.
Ese lapo frío de la madrugada era más inclemente y calador de lo que le dijeron algunos paisanos antes de emprender el viaje. Buscó un suéter en una de sus maletas, lo encontró, lo sacó y se lo puso. Con este en algo logró calentar su enfriada humanidad.
Le quedaba el último durazno, pero ya no quería saber más de aquel manjar. Sin embargo, pensar en sus finanzas lo hizo recapacitar, por lo que se lo comió antes de llegar a la bahía dispuesta para el servicio de taxis. No sabía cuándo sería su próxima comida, mucho menos dónde, ni qué. Confiaba, eso sí, en su capacidad de sobrevivir y prosperar. Tenía la esperanza viva de lograrlo en ese país, del cual, allá en su tierra, todos decían que pasaba por una larga racha de bienandanza, con una oferta inmensa de oportunidades, pese a sus enconchados problemas, esparcidos a lo largo y ancho del subcontinente, cual congénito contagio social.
Les preguntó a varios taxistas el valor de la carrera al centro de la ciudad, pues se imaginó que ese sector, quizá como en toda capital de cualquier parte del mundo, era el más indicado para iniciar su plan de ofrecer su servicio y conseguir trabajo. Los tres primeros conductores coincidieron en la cifra: $15.000, pues cualquier servicio de taxi que saliera de la terminal de buses incluían una tarifa extra de $5.000, le explicaron. Valor que, por supuesto, Ángel no podía pagar. ¡No le alcanzaba!
El cuarto conductor le indicó la misma cifra. Sin embargo, a este le llamó la atención su acento e indumentaria ajetreada por el largo viaje, además de la angustia y el cansancio que le comenzaban a conquistar su morena faz y corpulenta humanidad, por lo que decidió entablar diálogo con él. Le preguntó que para qué lugar, exacto, del centro quería ir. Ángel le respondió que no sabía, que para algún sitio en donde hubiera mucha gente y movimiento comercial.
—Amigo, el centro es muy peligroso —le comentó el taxista—, mucho más a estas horas de la madrugada. Pero si quiere lo llevo, solo dígame cuánto tiene, entonces miro a ver si le hago o no la carrera.
—Me quedan $12.540 —respondió Ángel.
—Mire, amigo, le sugiero que salga de la terminal, pase la calle y allá aborde un taxi… mire, es allá, en esa venta ambulante en donde los conductores tomamos tinto y recogemos carreras sin recargo extra. De esa manera solo le cobran lo que marque el taxímetro, sin la recarga extra, muy seguramente un valor por debajo del dinero que dice tener.
Ángel desconocía lo que era un taxímetro, por lo que aquel le explicó en qué consistía tal artefacto y para qué era usado.
Veinte minutos después se decidió, tras mirar y evaluar desde la salida de la terminal, al otro lado de la acera y la venta de tinto. Vio que allá confluían taxistas y personas que, además de tomar aquella bebida humeante, y «al parecer deliciosa», pensó Ángel, abordaban el servicio de taxi. Pasó y entabló conversación con la ventera, convenciéndola para que le dejara calentar sus manos cerca de los dos calderos en los que hervían, en uno, agua aromática, en el otro, el aromoso y exquisito café nacional.
Su corpulencia, acento, color de piel y locuacidad llamaron la atención, no solo de la ventera y su ayudante, sino de los taxistas y personas que en ese momento degustaban aquellas bebidas para instar contrarrestar el recalcitrante frío de la decembrina madrugada. Incluso, uno de los conductores le ofreció un tinto, el cual, por supuesto, Ángel aceptó y degustó con inefable placer.
Fue precisamente ese taxista quien entre sorbo y sorbo le preguntó que él quién era, que qué hacía y que para dónde iba. Ángel le respondió que era extranjero, del país vecino, que acababa de llegar… que venía a rebuscarse la vida, por lo complicada que estaba la situación por allá, instó justificar. Que pensaba comenzar su exploración de trabajo en el centro de la ciudad, para donde pensaba irse de inmediato. Además, fue enfático al decirle que para tal desplazamiento tan solo tenía $12.540, que ese era todo su capital.
Aquel taxista, entonces, agradado con la jovialidad y actitud del personaje, le dijo que si lo que buscaba era trabajo, que se olvidara del centro, que no era recomendable para un extranjero, y menos para uno del color de su piel. Que mejor, le sugirió, lo intentara en un populoso barrio ubicado al extremo noroccidental, por los lados de la alcaldía en donde había una casa de apoyo para la población afrodescendiente. Pero, que se fuera para allá cuando amaneciera, ya que aquel lugar lo abrían después de las ocho de la mañana.
Para cuando se empantanaron en el aguijoneado tema sobre su país, tanto el taxista, la ventera, su ayudante, Ángel y varios espectadores que se involucraron en la discusión, lo ampliaron, relacionaron y compararon con la situación de toda la América Latina y otros lugares. En la irresoluta cuestión sobre los problemas del mundo en perenne subdesarrollo pronto el reloj marcó las cinco y cuarto de la mañana. Momento cuando el taxista se ofreció a llevarlo hasta el noroccidente, al barrio que le sugirió, pero por lo que marcara el taxímetro. Ángel aceptó y le agradeció, reiterando que solo tenía $12.540. Que si la carrera superaba ese valor, le tenía que fiar el excedente. El taxista aceptó, pues calculó, según su experiencia, que ese recorrido no superaría esa cifra. Además, a las seis de la mañana él entregaba el carro por esos lados, para que lo trabajara el del turno diurno.
El taxista lo dejó a tres cuadras de la alcaldía del barrio y le indicó, una vez Ángel le pagó los $9.800 que marcó el taxímetro, que caminara hacia arriba y preguntara, después de las ocho de la mañana, al llegar al parque central, por la casa de los afros. Sin embargo, una vez se apeó del taxi y se dirigió según las indicaciones, Ángel observó que el río de gente venía en sentido contrario, rumbo a tomar el articulado, por lo que, dedujo, que esa vía tenía mucho potencial. Entonces, por instinto, se devolvió en contra flujo peatonal.
No alcanzó a caminar dos cuadras cuando, en un confluido cruce de calles, tanto de vehículos como de peatones, en toda la esquina noroccidental, en una peluquería de mediano tamaño y «aceptable como para iniciar», pensó Ángel al ingresar, vio un aviso en el que se solicitaba el servicio de un peluquero con experiencia y herramientas de trabajo.
Sin pensarlo dos veces ingresó a ese establecimiento, descargó las dos maletas en el piso y, cubriendo la entrada con su corpulenta figura, saludó con cordialidad:
—Muy buenos días tengan todos ustedes… vengo por el cargo de peluquero.
Su enorme figura causó gran impacto. Estaba desgarbado a falta, no solo de alimentación e hidratación adecuada durante los cuatro días de desplazamiento por etapas desde su país, sino porque no se había podido bañar, afeitar ni cambiar la ropa con la cual salió de su casa. Además, por su sonoro acento extranjero, el cual hizo que todos lo voltearan a ver, no solo la encargada del local y demás empleados, sino la nutrida clientela matutina.
Su actitud convincente y afable contrastaba con su peculiar apariencia, de tal forma que la prevención inicial que a todos embargó presto se disipó.
La encargada se presentó como tal y sin rechazarlo de tajo le manifestó que con mucho gusto el trabajo sería para él, una vez le trajera una hoja de vida en formato profesional, con foto, tres recomendaciones laborales y dos familiares, para que el dueño de la peluquería, quien solo iba hasta el siguiente día, lo entrevistara y aprobara o no su vinculación.
Sin perder su afable y segura actitud, y tras otear que el local estaba lleno de clientes, algunos esperando, y que de tres sillas para corte dos estaban vacías, levantó del piso sus dos maletas y se dirigió hasta el lugar en donde estaba la encargada.
—Muy gentil, señora —le dijo Ángel—, con todo gusto mañana le traigo la hoja de vida, las recomendaciones, la foto y todo lo que usted quiera... pero —le recalcó—, mire, acabo de llegar de mi país después de cinco días de travesía, sin comer bien, sin poderme bañar, afeitar ni arreglar… estoy con hambre y con tan solo $2.740 en mi billetera.
Le hizo énfasis en que su inaplazable necesidad por trabajar de inmediato era casi la misma que ellos tenían ahí, en el salón, de alguien con conocimiento, capacidad y experiencia en corte, cepillado y tintes. Requerimientos inmediatos que no daban espera. Mutuas urgencias más que evidentes: la de él por trabajar para conseguirse lo del desayuno, el almuerzo, la comida y el techo. La del salón para el buen servicio que merecían los clientes que esperaban ser atendidos en el menor tiempo, aseveró.
—Permítame trabajar por hoy —le propuso con una tierna y amistosa sonrisa—, que mañana, tras dormir, bañarme y afeitarme, le traigo lo que me pidió para la entrevista con el patrón.
Entonces, abrió su maleta más grande y extrajo todo su equipo de peluquero integral experto, además de varios secadores y otros enseres propios para salón de belleza y peluquería. Capital de trabajo que logró salvar del vandalismo que lo hizo claudicar en su país, y que sin ningún rodeo le ofreció en venta.
La encargada del salón llamó por celular al dueño. Cinco minutos después de acordar el precio de la mayoría de artefactos, los que les serían cancelados a 15, 30 y 45 días, le asignó silla, una vez le explicó cómo operaba el negocio y lo de la paga, que si lo contrataba el patrón, era quincenal, excepto las propinas.
Ángel atendió con esmero y cortesía a los primeros clientes, quienes expresaron su satisfacción por la rapidez, profesionalismo y calidad del servicio que recibieron. Estos, además de darle propinas significativas, le solicitaron a la encargada que lo querían a él para la próxima vez.
Una de las clientas que estaba siendo atendida por la encargada de la peluquería le comentó a Ángel que ella vivió en la metrópoli del país del cual él era oriundo, hasta cuando se comenzaron a complicar las cosas, razón por la cual, con su esposo, comerciante farmacéutico, decidieron salir de allá y radicar su centro de producción y distribución en esta ciudad, casi diez años atrás.
También le dijo que durante el tiempo que vivió allá, solía ir al salón Bella Flor, donde la atendía una espigada morena de nombre Gloribeth, quien le hablaba de su hermano, un famoso peluquero a quien describía como una persona con la fisonomía suya.
Ángel, sintiendo aguar sus ojos, le dijo que Gloribeth era su hermana, quien en efecto trabajó en ese salón de belleza hasta cuando lo cerraron, también por falta de clientes con capacidad para pagar, amén de la inseguridad que cundió por todas partes.
Como le pasó a su peluquería y al otro negocio complementario que él tenía. Percance que dejó a casi toda su familia, y a muchas más personas que trabajaban en esos lugares, sin con qué comer por su cuenta, sobreviviendo con las gravosas y comprometedoras expensas del Gobierno.
Sobre el medio día, cuando le estaban terminando el largo tratamiento capilar a esa clienta, Ángel le dijo a la encargada que si sabía de algún sitio cercano en donde alquilaran alguna pieza. Necesitaba, manifestó, además de trabajo, un lugar para guardar sus cosas, bañarse y dormir. Al oírlo, la clienta le dijo que en su casa, a unas ocho cuadras de ahí, tenía una alcoba que le podía arrendar, si él quería. Que por lo de la primera quincena no se preocupara, pues podía cancelarle cuando recibiera su primera paga. Que ella confiaba en el hermano de Gloribeth.
El dueño de la peluquería casi no iba por allá. Dos meses antes, por no pagarle una impagable extorsión a una banda criminal local, su socio y reputado peluquero de aquel afamado establecimiento: Estilo y Elegancia, fue acribillado por tales malandros. Y a él le advirtieron que iba a correr la misma suerte si no pagaba.
Ángel llegó a cubrir con su inesperada y particular aparición el vació que dejó aquel inmolado peluquero y socio de esa microempresa capitalina, ahora en manos, por la misma criminal amenaza, de una de las más antiguas empleadas, y de confianza, del desterrado dueño sobreviviente.
Ese primer día de su estadía en la fría metrópoli, lunes 22 de diciembre de 2014, Ángel aseguró su manutención y sobrevivencia inicial, gracias a esas primeras generosas propinas recibidas, además de un empleo prometedor y de un lugar de habitación con una casera amistosa que conocía a su hermana, quien lo invitó a almorzar esa tarde. Estabilidad que bien podía prolongarse hasta enero, calculó, cuando le comenzaran a pagar los enseres que vendió a crédito en el mismo establecimiento, así como las quincenas correspondientes.
Al siguiente día, cuando fue el dueño del negocio a conocerlo y a entrevistarlo, Ángel se presentó bañado, afeitado, con ropa limpia, perfumado, con mucho mejor semblante y su hoja de vida en la mano. Y como era una decisión desde el día anterior, fue contratado. Desde luego que el jefe le reiteró que en su ausencia, que solía prolongarse, nunca le dijo la razón, quien lo reemplazaba, en todo sentido, era Ana Rosa, la mujer que lo recibió ayer. Que con ella se tenía que entender para todo y obedecerle lo que ordenara y pidiera. Que ahí ella estaba a cargo, incluso para lo de los pagos. Que lo que ella dijera, ¡eso era!, y que él la respaldaba, insistió.
Durante esa primera semana, con Navidad incluida, Ángel trabajó sin descanso. Obtuvo significativas propinas. Con ellas costeó su alimentación y adquisición de elementos básicos de aseo. Incluso, comenzó a enviar dinero para su casa, en su país, no solo para que solventaran sus necesidades primarias, sino para comenzar a amortiguar las cuotas atrasadas de esa gran deuda que dejó: el “impuesto” que le cobraban los delincuentes a su familia.
Desayunaba en una panadería cercana a la peluquería. Tomaba el almuerzo en un restaurante contiguo. Cenaba liviano, por lo general un emparedado o una arepa rellena que vendían en una ambulante caseta nocturna, cerca del lugar de su residencia.
La habilidad en su oficio de peluquero, empírica pero de casi cuarenta años de experiencia, le atrajo un nutrido número de clientes que se alegraban por su contratación como remplazo de Alexis, el inmolado socio y estilista anterior de aquel popular establecimiento de belleza.
Pero, como a todo bello atardecer con cielo azul no le faltan agoreros nubarrones, precisamente la experticia, ingenio, calidad y esmero en el oficio por parte de Ángel, presto comenzaron a oscurecerle la tarde a ese jovial cincuentón extranjero, dispuesto a abrirse camino, acabado de llegar a esa localidad, en el concurrido, atafagado y popular noroeste capitalino, en las inmediaciones de la alcaldía zonal.
En esos primeros días de trabajo, antes de finalizar ese año, fuera de las robustas propinas, además de cautivar y cosechar una nutrida clientela, sin proponérselo, inexorables y arteras pasiones humanas, también se tropezó con abrojos que fueron creciendo a la vera del camino. Prosperaron sentimientos de animadversión por lo que él hacía como ninguno de los demás trabajadores de ahí. Incluida, para agregarle granizo al frío y ventoso chaparrón, Ana Rosa, la encargada del salón Estilo y Elegancia.
Ella, hasta la llegada de Ángel, y desde el siguiente día que asesinaron al peluquero titular, era, o se sentía, el lucero del atardecer en todos los oficios y servicios que allí se ofrecían. De hecho, todos los demás empleados, con sorna y gesto ladino, para no entrar en confrontaciones con la jefa encargada y arriesgarse a perder su espacio de trabajo, así se lo manifestaban y dejaban que ella lo reclamara o dijera. Hasta se lo celebraban y ratificaban.
Exaltación producto de su pericia que Ángel no pudo evitar, no porque él la quisiera, reclamara o dijera. La clientela desde el primer día así lo manifestó. Además, en su fuero interno, Ana Rosa, con mordida ira, lo reconocía. Aquel extranjero era un experimentado y talentoso estilista integral, sobre todo en cortes, tinturados y cepillados novedosos.
Deletérea pasión que Ana Rosa dejó entrever el 31 de diciembre cuando decidió que la última quincena de ese mes la pagaba cuando regresaran del descanso, es decir, el miércoles 7 de enero. Ella sabía que el más afectado con su inicua decisión de demorar el pago era Ángel; por eso lo hizo. Y aprovechó que por tradición ese salón, como muchos otros, pausaba labores durante la primera semana del primer mes del año.
Ana Rosa cerró el 31 de diciembre a las 10:30 de la noche, despachándolos con un:
—Que tengan un feliz año nuevo… nos vemos en una semana, entonces les cancelaré la quincena… incluso a usted, Ángel, los nueve días que lleva.
Ninguno dijo nada. Aceptaron con subyugada obediencia y maquinal paciencia la artera decisión de la jefa encargada. Era preferible iniciar un nuevo año trabajando, aunque ganando poco, y no buscando empleo, cada vez más difícil de encontrar. Decir este que se estaba convirtiendo en casi un lema nacional.
Ángel, cuando recibió las noticias del cierre del salón y la postergación del pago de su media quincena, la que con entusiasmo esperaba recibir esa noche, solo tenía en el bolsillo, tras la primera remesa a su familia, algo de las propinas de los dos últimos días: $21.750. Pese a tan inesperado golpe a sus precarias finanzas y expectativas de superación y mejoría de su mínimo vital, suyo y de su parentela en la distancia, mantuvo su compostura, así como su visible jovialidad.
Semblanza que estaba dispuesto a conservar y mostrar frente a los «tornadizos, quisquillosos y sagaces cumbiamberos», como se los describieron algunos de sus paisanos antes de emprender aquel viaje. «Y al parecer es cierto», se aventuró a concluir Ángel frente a la decisión de Ana Rosa, siempre en silencio, sin nunca decírselo a nadie.
Su estrategia, la cual concibió desde su llegada al país, y en particular a esa peluquería, era mostrarse lo más amigable posible. Lo estaba haciendo con teatral actuación. Y así tenía que mantenerse, fuera lo que fuera, pasara lo que pasara o se le presentaran las circunstancias que se le presentaran. De esa manera, estaba seguro de ello, ganaría aceptación, estima y aprecio por su labor.
El trabajo era su más caro capital, y tal vez el único activo productivo que le quedaba en ese momento, luego de más de cuarenta años de dedicada, honesta y paciente brega, cuando, sin saber el motivo, perdió sus dos negocios, y por poco hasta la vida, allá, en su amada patria a la que, en particular esa noche, añoró y le dolió por lo que sin él tener claro por completo las causas, le estaban pasando esas cosas. «Tal vez por culpa de los políticos», juzgó, otra vez en silencio.
Casta aquella, recordó, con la cual nunca quiso interactuar, ni siquiera acercársele o mostrarle simpatía, como tampoco abierta o pública animadversión, mucho menos rebeldía. Cualquiera fuera el color o el sistema de gobernanza que dijeran tener o impusieran, tanto los anteriores como los actuales gobernantes en su país, Ángel siempre desconfió de ellos. Siempre los eludió. Evadía, incluso, al que él supiera, o este le dijera, que se dedicaba al malandro oficio de la política.
Contestatario pensamiento que solo era eso, un pensamiento que Ángel mantenía con estratégico mutismo, dado que: «Pensar y decir, contrario a lo esperado y establecido, es, quizá, el más grande crimen que tarde o temprano el régimen de turno castiga». Esta era una, entre muchas otras ideas, que solo bullían y se escondían en lo más recóndito de su alma latinoamericana, cual represada y subcontinental nostalgia social.
Desde cuando tuvo conciencia, recordó, y hasta entonces, ya un cincuentón, todos esos personajes, los políticos de oficio, le parecían taimados, mentirosos y aprovechados de la inmensa e imparable necesidad de la gente humilde, mayorías en toda América Latina. Causa esta para la cual solían pregonar a pulmón herido y micrófonos, abiertos a la fuerza o comprados, que trabajaban sin descanso y sin más interés que la de servirle a la amada patria. Pese a la descarada evidencia de que lo hacían solo para ellos, para agigantar su hacienda personal y familiar, a la caza de sus inagotables ambiciones individuales, llevándose por delante a todo aquel pueblo crédulo, obediente, confiado… «O ignorante y cada vez más pobre», como solía concluir Ángel sus calladas, escondidas y empíricas elucubraciones por el estilo.
Esa noche, muy cerca de las doce, antes de la pólvora, al llegar a su pieza, habló con Elizabeth, la casera, y con el esposo de esta. Les comentó la compelida postergación de su pago por una semana más, solicitándoles que le dieran espera. La casera le dijo que por eso no se preocupara.
—Mi querido Ángel, de necios es quererse bañar en charco seco, como de prudentes es aguardar que pase la tormenta para grato y seguro nadar en aguas claras y quedas—agregó el esposo de la casera.
Como ya iban a ser las doce, Elizabeth lo invitó a cenar con ellos, para que se sintiera en familia y aminorara la inexorable añoranza por su ancestral tierra, en una fecha como aquella.
A las nueve de la mañana de ese primero de enero, con $21.750 en su cartera, salió de la casa, rumbo a la cafetería donde solía desayunar, a ocho cuadras de allí, en la misma calle de la peluquería. Le iba a proponer a la dueña de la panadería que le fiara la alimentación durante esa semana, ya que los del restaurante, según le dijeron el 31 cuando fue a almorzar, volvían el 15 de enero; igual que los del nocturno puesto ambulante de arepas y emparedados.
Esa mañana la ciudad estaba, a diferencia de la algarabía de la anterior semana, en una agradable calma, sin casi carros ni motos, mucho menos peatones. Parecía una ciudad vacía, taciturna, silenciosa y limpia.
En las zonas verdes de varios de aquellos apretujados conjuntos residenciales, así como en algunas áreas públicas: parques y aceras, le llamó la atención cómo a un buen número de perros de diversas razas y tamaños, los que se veían nutridos, aseados y hasta con indumentarias lujosas, impropias para un animal, sus amos, «que más parecen sus sirvientes», sonrió al pensarlo, los paseaban, jugaban con ellos, les daban agua y provocativas galletas. Además, hasta les recogían sus desechos y les componían y perfumaban sus pelajes.
La misma escena la había visto con rapidez durante cada día de la anterior semana. Sin embargo, en ninguno de esos días se detuvo a detallar o a prestarle importancia, ya que pasaba por ahí con prisa para llegar temprano al salón donde siempre lo estaban esperando algunos clientes, casi todos víctimas del cotidiano y asfixiante arrebato urbano subcontinental.
Pero, esta vez, al observar con minuciosidad la reiterada escena a lo largo de aquellas ocho cuadras, lo embargó un colérico pensamiento. Recordó que allá en el sector en donde él vivía, en su patria, otrora tiempos también clasificado de clase media, la mayoría de habitantes, día por día, casi que ni a la vital agua potable tenían acceso con facilidad; mucho menos al pan, a la arepa y a otros víveres de primerísima necesidad. Para lograrlos tenían que someterse, no solo al empadronamiento local y fichaje oficial, sino, el día que les correspondía, a largas e interminables filas. En muchas oportunidades, pese a tanto bregar, tampoco los obtenían. O si lo lograban, a veces lo que les llegaba era incompleto, de mala calidad o estropeado. Eso sí, sin poder chistar nada, sin reclamar, ya que se exponían a represalias que, incluso, iban desde sacarlos del listado, lo que implicaba perder la posibilidad de volverlos a recibir, hasta ser fichados de contrarrevolucionarios. Personas estas a las que algún día cogían presas, desterraban o, simplemente, de pronto desaparecían. Pensamiento colérico que le hizo concluir, en silencio, que: «En este país al que llegué, hasta los perros tienen mejor vida que muchos de nosotros allá, en mi amada y maltrecha patria».
Al llegar a la panadería se encontró que estaba cerrada. Un vecino que merodeaba por allí le dijo que la reabrían el 3 de enero. Él no podía esperar tres días sin alimentarse. Con los $21.750 que tenía no le alcanzaba ni para ese día. Como sabía que la dueña de esa panadería vivía en el segundo piso, sin dudarlo, tocó el timbre. Aquella era una acuerpada morena de nombre María Oneida, a quien también Ángel le cayó bien.
Cuando Onedia salió, de inmediato Ángel le explicó su situación. Le propuso que le vendiera, fiados, los tres “golpes” hasta el 6 de enero, cuando reabrieran la peluquería y le pagaran. Como ella sabía parte de la historia de aquel emprendedor y decidido extranjero, estuvo presta a brindarle apoyo. Esos dos días, mientras estuvo cerrada la panadería, lo atendió con las tres meriendas en su propia mesa, de su propia comida. Al reabrirla, se las suministró en el local hasta el siete de enero cuando Ángel volvió a trabajar y a tomar el almuerzo y la cena donde solía hacerlo.
Resuelto el tema de la alimentación, una vez tomó su primer desayuno del año, Ángel decidió comenzar a recorrer la ciudad, caminando, como era obvio, acorde a sus finanzas personales. Además, era un buen caminante, por lo que buscó la avenida principal y emprendió marcha hacia el sur. Sabía que en esa dirección quedaba el centro de la ciudad, así como los principales conglomerados comerciales, barriadas y demás sitios de interés de los capitalinos.
Allí el sol en enero suele ser canicular. Ese día no fue la excepción. Calor en algo aliviada y llevadera con la brisa fría escupida por los cerros orientales que ornamentan aquella gigantesca ciudad subcontinental. Al coronar la subida de la Colina y comenzar a bajar rumbo a Gratamira, un refrescante céfiro le castigó grata y tibiamente la cara al paseante. Alivio que Ángel agradeció y le permitió atisbar que la mole se expandía, casi interminable, tanto hacia el sur como hacia el norte y el oriente.
Ángel suspiró al contemplar la inmensidad y brillantez de aquella urbe palpitante. Supo que no se había equivocado. Que ahí había futuro y muchas oportunidades, no fáciles de acceder, por supuesto, pero, tampoco imposibles. Rememoró con nostalgia que si trabajaba duro, como era su costumbre, podría montar su otro negocio: servicios de protección para espectáculos públicos y logística para los mismos. Oficio este que fue el primero que tuvo que dejar. Allá en su amada patria, en la última década, fueron muy escasos esos espectáculos. Entre las espinudas prioridades y alcances de las personas del común ya no estaba ese tipo de entretención. Tan solo iban a los que el Gobierno patrocinaba, ordenaba y obligaba que fueran.
Ya casi eran las once de la mañana cuando llegó al cruce de dos grandes avenidas, frente a un inmenso centro comercial. Se dirigió hacia él y entró tras observar que en sus inmediaciones existía un buen número de urbanizaciones, tanto de casas como de edificios de apartamentos, así como de diversos negocios, entre estos, varios salones de belleza, el objetivo fundamental de su periplo, de este y de los que realizó durante los siguientes seis días. Quería sondear el mercado por si en Estilo y Elegancia las cosas se llegaban a complicar y tuviera que salir a buscar otro lugar de trabajo.
Aunque él estaba dispuesto a soportar cualquier chaparrón, por lo menos hasta cuando le cancelaran los enseres que les vendió a crédito. Tenía muy claro que el último pago fue pactado para dentro de casi mes y medio. Ese capital de trabajo era lo último que le quedaba. Lo poco que logró salvar de su segundo negocio que también tuvo que cerrar, no solo por la cada vez menos afluencia de clientes con capacidad de pagar, sino por la inseguridad. Llegó el momento que a diario tenía que bajar el precio de cada servicio, a tal punto que para comprar una gaseosa litro, era menester hacer tres cortes de cabello. Esto, sin contar los continuos embates de la delincuencia, desesperada por la situación cada vez más difícil. Flagelo del cual fue objeto siete veces, en el último mes que tuvo abierto, por lo que tenían que mantener escondidas hasta las tijeras y los cepillos.
Artera delincuencia que no solo llegó a asaltar en el transporte urbano y en las calles, de forma sanguinaria, a cuanta persona llevara así fuera un kilo de Harina P.A.N., sino que en su peluquería le puso tarifa a cada corte, a cada arreglo de uñas y cepillada. Cuando ya no hubo clientes, las bandas colocaron un “impuesto” de protección, incluso para cada herramienta de trabajo, las cuales inventariaron. Cuando Ángel decidió cerrar y salir del país, la deuda total con tres de esas bandas que hacían presencia en su sector, ascendía a casi treinta millones de su devaluada moneda.
Desde luego que al hacerse inviable el inexorable pago, Ángel, una vez concibió su plan para viajar al país vecino, no solo les pidió a los jefes de los malandros autorización para cerrar su peluquería, sino que les solicitó plazo y financiación mientras lograba surgir en otra parte. Si bien fue cierto que le autorizaron el cierre, que le dejaron llevar sus enseres de trabajo que le quedaban y que le fijaron plazo para que comenzara a girarles, también les tuvo que dejar una prenda de garantía cierta: ¡su parentela! Ninguno de sus familiares, mientras él no les cancelara la totalidad del impuesto en mora, podía moverse del barrio sin autorización o custodia.
Ese primero de enero en el centro comercial eran pocos los negocios abiertos. En donde comenzaba a verse mayor movimiento era en las terrazas de comidas. Ahí, sus respectivos empleados alistaban todo para tener a tiempo sus ofertas una vez comenzaran a llegar los hambreados y trasnochados clientes. Ángel deambuló y observó lo de su interés: salones de belleza y peluquerías. Y aunque todos estaban cerrados, tomó mental y atenta nota de cada uno, como su nombre, ubicación y aspectos más relevantes. Tras treinta y cinco minutos de sondeo de mercado, salió del centro comercial, tomó la avenida rumbo al norte. No le quería llegar tarde a la muy querida negra Onedia, quien le tenía preparado su almuerzo.
Esa tarde, después de almorzar, hizo otro desplazamiento con el mismo fin de observación comercial, usando igual medio de transporte. Ese recorrido fue un poco más cerca. Merodeó por las inmediaciones y dentro del inmenso centro comercial de la zona noroccidental, a unas veinte cuadras de la panadería de Onedia.
Durante los siguientes cinco días fue a otros sectores de la ciudad que le dijeron que eran buenos para el negocio del arreglo del cabello, su especialidad. Para llegar a estos, en diversos barrios, tuvo que invertir gran parte de los $21.750 que le quedaban. Fue una inversión, ¡una gran inversión! Logró conocer el entorno: la oferta y la demanda del oficio que, no solo le permitiría saldar en menos de siete meses la deuda que dejó en la ciudad capital de su país al salir, sino sus gastos y los de su parentela. También le afianzó su propósito fundamental para “liberar” a su familia del asedio por el impuesto adeudado a las tres bandas que gobernaban con sanguinaria mano armada aquel popular sector donde habitó por casi cuarenta años.
El 7 de enero de 2015, con menos de dos mil pesos, regresó a la peluquería Estilo y Elegancia. Durante ese día atendió un buen número de clientes y de nuevo recibió propinas. En la noche Ana Rosa le pagó la media quincena, así como el primer abono de la deuda. Con el sufrido fruto de su trabajo fue y se puso al día con Oneida y en la noche lo hizo con Elizabeth. Además, dejó $500.000 para la primera gran remesa para su parentela.
Algún empleado de la peluquería le contó al dueño lo de la postergación de la última quincena de diciembre por parte de Ana Rosa, y este le llamó la atención, sin desautorizarla. Incomodidad que ella, tan pronto fue reconvenida, incoó en su alma, además de buscar un culpable. Y no quiso encontrar a nadie diferente al extranjero. Sin embargo, no le dijo nada, ni a él ni a nadie. Sabía que llegaría el momento, o los momentos, para cobrar por ello, y “gota a gota”.
Durante ese mes de enero las relaciones entre Ángel y la encargada de la peluquería, al parecer, marcharon bien. Excepto el 31, el día del pago de la quincena y el segundo abono de la deuda.
Para ese año el dueño ordenó un incremento cercano al diez por ciento en el precio de cada servicio con respecto al del anterior. Consecuente con ello, dispuso que lo mismo se viera reflejado en los pagos de los empleados, como era obvio. Ana Rosa, de esa manera, les liquidó a todos, menos a Ángel. Cuando él preguntó el motivo, con tranquilidad, sonriendo amistosamente, le justificó:
—Usted, Ángel, sigue en periodo de prueba laboral. Mientras esté en tal situación, durante cinco meses más, su participación se liquida con base en la tarifa del año pasado.
Esta sería la primera, más no la última, de las arbitrarias, sutiles y discriminatorias “leyes” que Ana Rosa inventaría y esgrimiría con tal de incomodarlo. Su objetivo era aburrirlo para que se fuera por su cuenta, sin tener ella que darle explicaciones incómodas a su patrón por la partida del veterano y eficiente extranjero que la eclipsaba, según su secreto sentir.
Ángel, perseverante en su causa de mantenerse con trabajo y asegurar el último pago de lo que allí le debían por sus enseres, entendió la ladina estratagema de la encargada. Contrario a lo que esta esperaba, también sonrió y aceptó la liquidación, asestándole un sagaz espolazo con su respuesta:
—Cosa que le agradezco, Ana Rosa —le dijo— y, no hay inconveniente alguno. Con las propinas que me generarán el alto número de cortes, tintes y cepillados que, con toda seguridad llegarán buscándome, recuperaré dos y hasta tres veces lo dejado de liquidar por obra y gracia de tan interesante como particular “ley” de periodo de prueba laboral.
Y el “gota a gota” no se detuvo ahí. Por lo menos cada semana Ana Rosa promulgaba una nueva “ley” en uso de las extraordinarias facultades que le otorgó el desterrado y amedrentado dueño. Cuidándose, eso sí, de no afectar a los demás empleados, a los antiguos, con los que el dueño tenía más contacto.
Luego de la discriminación en la liquidación por lo del periodo de prueba, vino el retén por antigüedad. Esta medida consistía, «para garantizarles estabilidad de ingresos a los empleados antiguos», justificó, que Ángel solo atendería cada vez que aquellos hubieran hecho tres turnos.
Esta vez Ángel tampoco dijo nada. Para entonces, mediados de febrero, de cada diez clientes que llegaban a la peluquería, seis solicitaban y esperaban que él los atendiera. Por lo que tal “ley” pronto fue inexequible. Pero siguió abriendo la invisible brecha de sus amordazadas diferencias y callados desafectos.
Igual obsolescencia prematura tuvieron las dos siguientes “leyes” promulgadas durante la primera semana de marzo. Turnos por pico y placa y propina comunitaria. La primera buscaba que Ángel solo atendiera en las horas de menos afluencia. La segunda, que toda propina ingresara a una urna que sería abierta al final del día y su contenido distribuido en partes iguales entre todos.
La ley de pico y placa falló, también, por la misma proporción matemática del retén por antigüedad. La mayoría de clientes de cortes, cepillados y tinturas insistían en ser atendidos, independiente la hora, solo por Ángel. Durante la semana de vigencia de esa “ley”, incluso varios clientes optaron por irse, bravos, sin ser atendidos.
Peor suerte tuvo la de propina voluntaria. Además de que los clientes insistían en que la gratificación era para tal o cual empleado, algunos se disgustaron cuando se les sugirió depositarlas en la urna dispuesta para tal fin, mientras que las manicuristas, quienes atendían mayor volumen de clientes, se sintieron vulneradas por tal medida. Por tales razones esta “ley” solo aplicó durante un día y medio.
La siguiente y definitiva “ley” operó en silencio durante la segunda quincena de marzo. Ese martes 31, dos días después del Domingo de Ramos, cuando Ana Rosa le dio su pago, de inmediato Ángel se dio cuenta de que la cantidad entregada era muy inferior a sus infalibles y registrados cálculos. Al menos faltaban por liquidar diez cortes, doce cepillados y tres tinturados, equivalentes a casi cuatrocientos mil pesos.
La razón que al respecto le dio Ana Rosa era tan inadmisible como descarada e intolerable. Le dijo, sonriente y triunfante al verlo, al parecer descompuesto por primera vez ante sus ataques:
—Ángel, desde el 15 de marzo está operando en la peluquería la “ley” de descuentos por ausencias.
Esta, según se lo explicó hasta ese momento, consistía en que cada vez que un cliente llegaba y preguntaba por alguno de ellos, y este no estuviera para atenderlo, con independencia de la razón de su ausencia: almuerzo, descanso, cita médica o una diligencia cualquiera, si el cliente se iba, se le descontaba a ese empleado lo que la peluquería dejaba de percibir.
Como desde marzo Ángel solía salir una hora a almorzar, y todos los días, además de haber ido dos veces al médico y como en tres oportunidades a hacer diligencias personales, «la peluquería perdió los ingresos de esos clientes que llegaron en su ausencia y no admitieron ser atendidos por ningún otro peluquero», le justificó Ana Rosa.
Parte de ese dinero que Ana Rosa le estaba dejando de pagar, Ángel lo tenía destinado para adelantar las últimas cuotas de los “impuestos” que le tocaba darles a las bandas delincuenciales para que les permitieran a sus familiares dejarlos movilizar sin problema. Una vez saldara esa deuda, tenía en sus inmediatos planes llevarlos a su lado, comenzando con los que sabían del negocio de belleza. Su objetivo capital era juntar a toda su familia, dándoles a aquellos que estuvieran en condición de producir, la oportunidad de conseguir un trabajo en esa profesión que, como él lo estaba comprobado, era prometedora, aunque no del todo fácil.
Mientras le escuchaba las inadmisibles y burlonas justificaciones a la jefa encargada, Ángel lo decidió: era el momento de salir de ahí y probar en otro lado. Esto le implicaba, quizá, aplazar por unos meses su plan de comenzar a jalar a su parentela. Entonces renunció. Ya no tenía ataduras con aquel salón. Quince días antes ella le pagó la última parte de los enseres que en diciembre, cuando él llegó, le vendió a crédito.
Cuando Ana Rosa terminó, Ángel ya estaba física y mentalmente tranquilo. Se levantó de la mesa, guardó su paga en la billetera, le dio la mano, agradeciéndole por la oportunidad brindada. Luego, despacio, se dirigió a su cajón, recogió sus cosas, se despidió de todos y se marchó con la misma sonrisa que llegó en diciembre, hacía ya casi tres meses y medio.
Esa noche, en la intimidad de su alcoba, se dijo que esos setecientos noventa mil pesos de su mordida quincena, más otros casi quinientos mil de propinas ahorradas, tendría que hacerlos alcanzar, estirarlos, y sin saber por cuánto tiempo. Sin embargo, rememoró, era mucho más dinero del que traía en su billetera al llegar a la terminal de buses, o al mismo salón Estilo y Elegancia, aquel 22 de diciembre pasado.
Separó lo correspondiente al arriendo del mes de abril, así como lo que tendría que pagar, tanto en la cafetería como en el restaurante en donde le fiaban desayunos y almuerzos, y otro tanto para la remesa mensual para su familia y la cuota de la deuda. El saldo, después de estas previsiones, fue de $ 327.558. Con eso se tendría que valer mientras conseguía una nueva oportunidad.
Días antes había repasado el sondeo que hizo a comienzos de enero. Entonces le pareció, quizá apalancado con varios comentarios de algunos de los empleados del salón Estilo y Elegancia, que el mejor sector para probar suerte quedaba sobre la calle 72, muy cerca de la estación de policía de Barrios Unidos. Según su empujado criterio, allá confluían dos tipos de clientelas de medianos recursos pero muy numerosa y desprendida, y la de un conglomerado residencial, con menor cantidad de personas, pero con mayores ingresos. Estos últimos, algo más austeros en cuanto a propinas, pero con marcada tendencia a conseguir rebajas en los servicios como el de belleza y la compra de víveres. Por estas razones solían ir a conseguirlos, a menor precio, en aquellas barriadas, a lo largo de la calle 72, entre la estación de policía y una inmensa plaza de mercado barrial.
Teresa, una manicurista buena persona, con quien durante esos tres meses y medio que trabajó en el noroccidente mantuvieron una relación de mutuo apoyo y respaldo, también le comentó en su momento que cerca de La Floresta, donde ella trabajó un buen tiempo, era muy buen sector. Hasta le dio la tarjeta del dueño de uno de los salones. Igualmente, le indicó, no solo cómo llegar, sino que el día que fuera, le dijera al patrón que iba recomendado por ella.
Sobre las doce y media de la noche, en su cama, antes de dormirse, ya lo tenía decidido: madrugaría e iría a ese salón. Dependiendo de lo que lograra o no en aquel lugar, merodearía por los alrededores de la calle 72, a unas treinta o cuarenta cuadras al sur, como le dijeron.
La peluquería que le recomendó la manicurista quedaba en el barrio Julio Flórez. Ángel llegó a ese establecimiento antes de las ocho de la mañana. Barriada popular que alberga concurridos centros comerciales, una zona industrial, muchos concesionarios de vehículos, las instalaciones de la más grande cadena de televisión privada del país, restaurantes, negocios diversos, por supuesto: salones de belleza y, lo más atractivo para Ángel: enclavadas a su alrededor, tres zonas residenciales con similares características económico-sociales a las de Barrios Unidos con respecto al enclave habitacional en conjunto cerrado y propiedad horizontal. Características que hicieron que Ángel concluyera, entusiasmado, que tanto el sector como la peluquería tenían más potencial que el del noroccidente donde trabajó a su llegada.
—El dueño de la peluquería hoy no viene —le dijo la joven que lo atendió.
—Mire, por favor —le manifestó Ángel sin perder su entusiasmo—, estoy interesado en trabajar. Tengo experiencia en este oficio, casi cuarenta años en mi país, más los cerca de cuatro meses que llevo en esta ciudad, al noroccidente. Allá conocí a Teresa, ella trabajó aquí, en El Corte Preciso —le enfatizó.
Antes de salir de aquella peluquería le solicitó el favor a la misma joven que le hicieran saber al patrón de su intención de trabajar.
—Mañana en la tarde llamo para saber cuándo comienzo —le dijo a la encargada, antes de despedirse, con una amplia sonrisa y gran confianza en sus palabras y ademanes corporales. Mantenía viva su esperanza, entusiasmo que contagiaba.
Salió a la calle y se dirigió hacia la avenida Ecuménica, frente al inmenso centro comercial que lleva por nombre el del barrio cercano: La Floresta. Ahí abordó un bus que lo condujo, por la misma vía, rumbo al sur, hasta el puente de la 68, donde se bajó, como le indicaron. Cruzó por el puente peatonal y se encaminó hacia oriente, buscando la calle 72. A primera vista, y pese a la cercanía con el conglomerado comercial y residencial del que tenía referencia, la zona le pareció algo menos “prometedora”, incluso que la del noroccidente.
No alcanzó a caminar por la 72 más de nueve cuadras para, quizá, cambiar de opinión, dado que al llegar a una inmensa estación de policía, observó en diagonal norte, en una esquina, un gran salón de belleza generosamente iluminado. Este tenía grandes ventanales y ocupaba dos pisos. En el colorido aviso se leía: Color, Glamur y Confort (CGC). Este salón era tres o quizá cuatro veces más grande que Estilo y Elegancia, el del noroccidente, así como el que acababa de ver, el Corte Preciso.
Entró con la frente en alto, garboso, muy seguro.
—Soy Ángel, oriundo del vecino y hermano país, vengo a ofrecer mis servicios de peluquero experto.
Agradado por la actitud y tonalidad de voz del recién llegado, un menudo y refinado joven de máximo treinta y cuatro años, quien estaba sentado en una de las coloridas sillas del área de corte, le preguntó:
—Morenazo, ¿cuál es tu fuerte?
—Me defiendo muy bien con los cortes de cabello, tanto para hombre como para mujer, así como con cepillados y tinturas especializadas y novedosas.
El delgado y estilizado dueño de aquel establecimiento, con solo verlo supo que: «Este viejo morenazo, con porte varonil, es el que necesita mi salón para la clientela masculina que no le gustaba ni acepta ser atendida por los de nuestro “género”», lo pensó. Entonces, le dijo:
—En todos los salones CGC, iniciales de la razón social de mi negocio, trabajamos al 60/40, con liquidación diaria.
También le dijo que cada estilista usaba su herramienta. Que los precios eran los que estaban en esa tabla a la vista. Que las propinas eran, en su totalidad, para el que las recibía. Que si estaba de acuerdo, esa era su silla, en la que él estaba sentado. De inmediato se levantó y se la ofreció, manifestándole:
—Si tiene a bien, Ángel, en la sala contigua, un cliente lo aguarda, para que comience ya.
Los precios de todos los servicios eran entre un veinte y treinta por ciento superiores a los del anterior salón. Eso lo entusiasmó, tanto como la proporción del 60/40 y lo de la liquidación diaria. Condiciones estas de trabajo significativamente mejores a las de la peluquería en la que trabajó hasta ayer, en donde, además de liquidación quincenal, se quedaban con más del cincuenta y cinco por ciento. Amén de las inesperadas y abusivas “leyes” que de un día para otro, a capricho, “promulgaba” Ana Rosa.
Lo único con lo que Ángel no se sentía a gusto en ese nuevo salón era con lo del “carácter del sitio”. Desde luego que nunca mencionó nada al respecto. Evitó que tal cuestión homofóbica aflorara en su comunicación, no solo hablada, sino en la corporal. Tenía como prioridad, además de su sobrevivencia, liberar a sus familiares de las nefastas garras de la delincuencia que campeaba, sobre todo, en las barriadas y cerros de su amada cuidad de la que provenía, peor, todavía, en las que todos ellos aún residían.
Luego de pagarles a los malandros, también lo tenía decidido, iría jalando a su parentela, uno a uno, y poco a poco, hacia esta ciudad, junto a él. Entonces, si tenía que trabajar con personas de “ese género”, lo iba a hacer, y bien. «Al fin y al cabo, ellos también son seres humanos. Y, mientras paguen, y bien, como parece, solo es cuestión de asimilar. Además, esto no es contagioso, espero», reflexionó y pensó con sorna.
Alberto era el nombre de aquel joven de cuidadas facciones, delicados ademanes y esmerado vestuario a quien de inmediato Ángel le estrechó la mano, le agradeció por la oportunidad y le comunicó:
—Si usted me da dos horas, mientras traigo mis herramientas de trabajo que tengo en el noroccidente, hoy mismo estaré a su grato servicio.
Como Alberto sabía que ese día la afluencia de clientes que exigían un peluquero como aquel era alta, sobre todo al medio día y primeras horas de la tarde, se ofreció a ir con él, en su carro, para que le rindiera.
Cuarenta seis minutos más tarde Ángel atendió a su primer cliente en el salón CGC, de diecinueve en total, que le dejaron en propinas $32.000, fuera de los $124.000 que esa noche, a las nueve, cuando le cancelaron lo trabajado ese día, Alberto le entregó, tras felicitarlo por su estilo y calidad. Cualidades que de inmediato comenzaron a granjearle, traerle y asegurarle clientes.
Trabajar en ese nuevo sitio era, económicamente, bien remunerado, por lo que durante los siguientes días se olvidó de hacer la llamada al salón Corte Preciso. Además, no le quedaba tiempo. El desplazamiento matutino desde su lugar de residencia, al noroccidente, hasta su nuevo trabajo era tortuoso, demorado, lento y estresante. Por lo que tenía que salir antes de las 5 para lograr estar a las 6. Si salía más tarde el tiempo del recorrido, por los inmensos trancones, se duplicaba, y gran parte de los clientes, los que mejor propina dejaban, eran los que atendía en la franja mañanera de 6 a 9.
En la noche, después de las 9, luego de la extensa jornada, el tráfico era más fluido. Sin embargo, la inseguridad se incrementaba, en particular cerca de donde tenía que ir a tomar el servicio urbano, bajo el puente vehicular. Atufo social que igual campeaba en el interior de los buses durante el largo recorrido hacia el norte por la avenida Ecuménica, y luego hacia el noroccidente.
Esa octava noche, cuando fue víctima de la primera intentona de atraco debajo del puente, el cual evitó gracias a su corpulencia y a la rápida intervención de una patrulla motorizada que vigilaba el cuadrante, lo pensó: «O cambio de lugar de residencia, con mucho pesar ante la calidad humana y hospitalidad de mi casera Elizabeth y su esposo, o renuncio y busco otro salón para trabajar». En ese momento se acordó de la llamada pendiente al salón el Corte Preciso.
«Ese otro barrio queda a mitad de camino entre la casa en donde vivo y el salón CGC», calculó. «Entonces, dependiendo de lo que me digan mañana en el Corte Preciso, tomaré una decisión».
A las nueve de la mañana del décimo día de trabajo en CGC, tras pasar la primera ola de clientes, Ángel llamó al Corte Preciso. Edgardo, el propietario, le dijo que además de estarlo esperando desde hacía unos días, le tenía buenas noticias y un mensaje del dueño del salón Estilo y Elegancia, en el que trabajó hasta el 31 de marzo.
Tal vez fue la misma persona que le comentó al propietario de aquella peluquería lo referente al aplazamiento del pago de la última quincena de diciembre dispuesto por Ana Rosa, la que le dijo la verdadera razón del sorpresivo e irrevocable retiro de Ángel. Por lo que este le ordenó a la encargada que le pagara, no solo lo que le descontó, sino lo correspondiente a una liquidación como si hubiera trabajo seis meses.
—Recuerde, Ana Rosa, que un negocio en río crecido y aguas turbias nunca prospera —le advirtió en privado.
Como Teresa sabía que tal vez uno de los sitios a los que acudiría Ángel era al Corte Preciso, tan pronto supo la decisión del jefe de reconocerle lo que se le debía, y algo más, como vociferó Ana Rosa entre sus subalternos intentando ubicarlo para que fuera por el dinero, llamó a Edgardo. Teresa no solo aprovechó para contarle la buena noticia del reembolso del dinero a favor del fornido y siempre optimista extranjero, sino para recomendárselo como un excelente y honesto estilista.
Edgardo, no solo le dio esas dos buenas noticias, sino que se anticipó y le comunicó las condiciones de trabajo. Estas eran muy similares a las del salón CGC, en cuanto a proporción por producido y propinas. En lo que sí era diferente, y favorable, era en lo atinente a la vinculación laboral a término, lo que implicaba estabilidad y prestaciones a partir de un salario mínimo. Exquisita y atractiva melaza en la enmontada vera del mielero.
Además de lo de la distancia con respecto a su sitio de hospedaje y la inseguridad en las noches al salir, estaba lo de la “variedad de género” que ululaba en aquel establecimiento. Pese a haber intentado ignorar esta última situación para que no se le exacerbara y pusiera en evidencia su amordazada homofobia, esta no dejaba de taladrarle su hiel. En especial en las tardes cuando el salón se llenaba con los escandalosos amigos de Alberto, y algunos de ellos, en más de diez oportunidades, no solo le preguntaron por su sexualidad, si era o no como ellos, sino que le coqueteaban y hacían lances; pese a las reiteradas advertencias y fustigadas de Alberto para que lo dejaran en paz, para que no lo molestaran ni se metieran con Ángel, su peluquero estrella.
El encontrar una opción generosa en el Corte Preciso, salón ubicado a mitad del camino con respecto al CGC y su lugar de cómoda y económica habitación, junto con la posibilidad de alejarse de aquel entorno sui generis, con el cual no podía compartir ni estar tranquilo, aunque respetaba, terminaron por impulsarlo a renunciar esa misma mañana. Alberto entendió sin que fuera menester que le desmenuzara la razón de su decisión, dejándole abiertas las puertas para cuando a bien tuviera regresar.
Con parte del $1.750.600 que Ana Rosa le entregó dos días después de que Ángel ingresó a trabajar en El Corte Preciso, y el $1.110.050 que alcanzó a ahorrar en el salón CGC, compró una tableta para estar en contacto con sus familiares en su país. También le alcanzó para hacerles un giro significativo y así pudieran amortizaran, aún más, la ya disminuida deuda con las bandas delincuenciales. También envió lo del pasaje para que su hijo mayor, quien le aprendió desde muy chico su oficio, emprendiera el viaje que lo traería, dos semanas después, a su lado. A él también lo recibió a trabajar Edgardo en otra peluquería cercana al Corte Preciso.
Durante los diecisiete meses y tres semanas que Ángel trabajó en El Corte Preciso, además de veintidós miembros de su familia, llegaron a esa ciudad al menos setenta y siete compatriotas suyos. A todos ellos, familiares suyos, amigos, incluso a amigos de sus familiares y de sus amigos que ni conocía, él siempre los fue a recibir a la terminal de buses. Hasta les daba abrigo en su pieza, con el fraterno apoyo de Elizabeth y su esposo. También les compartió sin ambages de ninguna índole parte de su comida, así como algunos pesos necesarios en sus desplazamientos en busca de trabajo.
Todo esto lo hacía, siempre con la esperanza viva, para que ninguno de sus coterráneos pasara por las penurias que él afrontó, mientras se abrían paso y resolvían sus respectivas crisis, a la espera, quizá, de que en un futuro, que nadie se atrevía a predecir fecha, las cosas, allá, en la tierra de Doña Bárbara, la dueña de la hacienda El Miedo, cambiaran, mejoraran.
Entre ese casi centenar de compatriotas suyos llegaron hasta integrantes de las tres bandas que lo extorsionaron allá en su país. A todos, por igual, Ángel recibió, apoyó e indicó dónde y cómo podían ganarse la vida de manera decente y honrada en la compleja ciudad capital del hermano país que lo acogió. Lo hacía sin esperar nada a cambio. Como en efecto acaeció con un buen número de los que él apoyó, incluidos familiares suyos. Algunos de estos, una vez lograban medio aferrarse a actividades que les permitían la sobrevivencia, se olvidaban por completo de él. Hasta se cambiaban de acera cuando se tropezaban sus pasos en cualquier fría calle citadina subcontinental, o cuando tenían que pasar por la peluquería El Corte Preciso, allá, en el emblemático barrio Julio Flórez, a seis cuadras del Centro Comercial La Floresta.
En especial, rehuían toparse con su paisano, los que prefirieron el negocio de la artera delincuencia, o la relativamente cómoda mendicidad de calle en calle, antes que alguna de las oportunidades laborales que les insinuó, incluso, que aquel corpulento moreno les mostró e indicó la manera para que se ganaran la vida honradamente. Con mayor razón, lo evitaban, al comienzo, los que al llegar continuaron cobrándoles a sus compatriotas los “impuestos” aquellos, supuestamente a título de seguridad y apoyo en tierra extraña.
Poco tiempo después de su llegada, Alcides Trujillo, uno de estos malandros, incluyó a Ángel y a su familia, de nuevo, como allá en su país, entre sus forzados contribuyentes. Aquel fortacho y alegre moreno cincuentón, al negarse varias veces a dar la “contribución”, fue abordado una fría noche, cerca de su casa, por dos sicarios. Estos le propinaron heridas letales, no solo a su cuerpo, que las soportó, sino a su alma, un poco más difícil de curar.