2013 - Publicado en abril 

Discurso de Incorporación del Dr. Julio Alberto Ravioli, Promoción 1957, como Miembro Académico de la Academia Nacional de Medicina

Sr. Presidente, quiero agradecerle profundamente sus palabras y me comprometo a cumplir con dedicación y responsabilidad, los objetivos fundacionales de esta Honorable Academia.

Quiero agradecer a las señoras y señores Académicos por dos motivos:

Por haber elegido a la Medicina Legal como una especialidad representada en esta Honorable Academia y por el honor que me han conferido al designarme para ocupar un sitial. Esta distinción, que me llena de orgullo, ha sido no sólo en reconocimiento a mis méritos, sino, en gran parte, a todos aquellos que me han enriquecido con sus conocimientos, afectos, estímulo y exigencias a lo largo de mi vida. A mis maestros, a mis discípulos, a mis colegas, a las instituciones, a mis amigos, a mi familia.

La Medicina Legal ha pasado a ser una especialidad médica que ha trascendido los límites del ámbito forense. Han ocurrido notables cambios en nuestra profesión y en nuestra sociedad. El foco de la atención ha pasado de ser hiatrocéntrico a ser antropocéntrico. Las normas legales que han surgido, concediendo derechos positivos a las personas como pacientes, han transformado el estilo de la relación, antes pacífica y vertical, hoy conflictiva y horizontal. La toma de decisión médica, siempre sembrada de incertidumbre, no puede prescindir hoy del la reflexión médico legal. La Medicina Legal ha adquirido la categoría de especialidad clínica. Se hace día a día, tanto en el consultorio como en el hospital.

Un especial agradecimiento al Académico Enrique Gadow, quien me ha acompañado en la etapa previa a mi incorporación con sus sugerencias y consejos y me ha presentado con cariño y generosidad. Muchas gracias, Enrique.

Señoras y señores. Es bien sabido que es muy difícil conciliar la emoción y la elocuencia. No en vano Borges dijo, cuando recibió un premio muy importante: “No esperen de mí nada hermoso, porque estoy profundamente emocionado”.

El sitial N° 21 fue creado en el segundo período de reinstalación de la Academia en 1857 y fue ocupado por el Dr. Pedro Sabadell. Lo sucedieron Antonio Crespo, Ángel Centeno, Francisco Lavalle, Daniel Greenway, Florencio Etcheverry Boneo, Emilio Astolfi, Armando Maccagno y Héctor Torres. Desde 1994, por decisión de un plenario de la Academia Nacional de Medicina, fueron nominados los 35 sitiales y el N° 21, lleva, desde entonces, el nombre de Emilio Astolfi, destacada figura de la Toxicología y la Medicina Legal.

La tradición de esta Honorable Academia, es que el que asume un sitial, hable de su predecesor. No conocí personalmente al Académico Dr. Héctor Torres. Lo que he leído sobre su trayectoria profesional, académica y fundamentalmente, en el campo de la investigación, demuestra una figura brillante y sobresaliente. Tuvo una notable trascendencia en la formación de científicos. Con profundo respeto y admiración y gracias a la generosa colaboración prestada por la Dra. Mirtha Flawiá, su esposa y por el Académico Dr. Eduardo Charreau, pude conocer, no sólo la trayectoria de este prestigioso científico, sino también realizar una visita al instituto, del que fue creador, que abrió caminos en el campo de la investigación, y así poder apreciar sus inigualables condiciones personales, a través del relato de sus colaboradores.

En 1957, siendo alumno, inició su carrera científica bajo la dirección del Profesor Bernardo A. Houssay, primero en el Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y luego en el Instituto de Biología y Medicina Experimental.

Luego de graduarse de médico, en 1959, a los 24 años, y tras un corto período de trabajo bajo la dirección de los Dres. Virgilio G. Foglia y Eduardo Braun Menéndez, se incorporó como becario del CONICET, al Instituto de Investigaciones Bioquímicas “Fundación Campomar”.

En este Instituto realizó su Tesis Doctoral bajo la dirección del Prof. Luis F. Leloir, que fue aprobada con Sobresaliente en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, UBA.

Con la creación de la Carrera de Investigador Científico por el CONICET, el Dr. Torres se incorporó a ella desde sus comienzos en 1961, promocionando en todas las categorías hasta ocupar la máxima de Investigador Superior.

En la Universidad de Buenos Aires ocupó sucesivamente todos los cargos docentes hasta ser designado por concurso, en 1970, Profesor Titular con dedicación exclusiva, del Instituto de Investigaciones Bioquímicas, de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales.

A partir de 1986 y hasta 1990 se desempeñó como Decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales-UBA y en diciembre de 2005 fue designado Profesor Extraordinario de la UBA, en la categoría de emérito.

Fue Director de la Maestría en Biotecnología de la UBA.

A partir de 1994 fue miembro del Directorio del CONICET, llegando a ocupar el cargo de Vice-Presidente.

Quizás el hecho más relevante de su prolífica carrera fue la creación y organización, en 1983, del Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular (INGEBI). Bajo su dirección, se sentaron las bases del desarrollo de la ingeniería genética en nuestro país. Le cabe el mérito de haber sido la primera institución en América del Sur creada para la investigación y difusión de la Biología Molecular, de la Ingeniería Genética y de la Biotecnología de avanzada.

La ingeniería genética abrió campos insospechados, hasta hace poco tiempo atrás, en el ámbito de la medicina, cuyos avances tecnológicos han despertado también, grandes debates en el área de la medicina legal y la bioética.

Fue Presidente de la Sociedad Argentina de Investigación Bioquímica y de la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias. Académico Nacional de Ciencias, Académico Latinoamericano de Ciencias, Miembro de las Academias de Ciencias de Chile y de Brasil, Académico de Número de la Academia Nacional de Medicina.

Recibió innumerables premios. Fue miembro de jurados de concursos docentes y de tesis en distintas universidades.

Dirigió más de una veintena de Tesis Doctorales y fue autor de más de un centenar de trabajos publicados en revistas internacionales con arbitraje.

El Dr. Torres tuvo la osadía de abrir caminos inexplorados y culminar con éxito su recorrido. Tuvo la grandeza de impulsar a quienes fueron sus discípulos, fue un generoso maestro y fue, como él mismo lo expresó en su incorporación a esta Academia, “profeta en su tierra”, ya que pudo concretar su exitosa carrera científica, en su patria.

En este espacio que se abre, para la reflexión, el tiempo parece estructurarse sobre imágenes.

Desde el momento en que supe sobre mi designación como miembro de esta Honorable Academia, fui asaltado por una sucesión de imágenes, situaciones vividas, que me emocionaron profundamente, y además, la expectativa de nuevas responsabilidades, que me quitaron el sueño.

Esas vivencias, me remontaron desde mi infancia hasta este momento, un largo camino que he transitado, y quise indagar cuáles fueron los motivos que hicieron que hoy esté aquí y quiénes han contribuido para hacerme merecedor de esta distinción.

Descubrí que lo que me impulsó ha sido siempre lo mismo: la vocación, los afectos, el estudio, el trabajo y la esperanza.

Quiero dedicar este momento sin igual, rodeado de los seres queridos que me han acompañado a lo largo del camino, a aquellos que se constituyeron en modelos y guías y que contribuyeron a forjar mi carácter.

Ahondando en mis recuerdos, tengo claro que nunca tuve dudas en la elección de mi carrera. Desde que recuerde, quise ser médico. Cuál fue la figura que determinó esta elección, quedará, aún para mí, en el misterio. No tenía antecedentes en la familia que me hubieran hecho elegir esta profesión. Quizás sí tuvo influencia, la personalidad de un profesor del colegio Nº 12 “RECONQUISTA” de Villa Urquiza, el Dr. Amadeo Ferri, médico psiquiatra de fuerte carácter. Piensen ustedes, que de los cuarenta y tres egresados del colegio secundario, diez y seis seguimos medicina. Unía a sus conocimientos en las materias que dictaba, una formación humanística y una idea de generar en nosotros responsabilidad y sentido ético. No sólo era un profesor de Anatomía o Higiene, fue un verdadero maestro que trató de inculcar, un sentido ético a nuestros actos y mostrarnos un horizonte más allá, del dictado de una materia.

Guardo de aquella época un gratísimo recuerdo, compartido con mis compañeros, los chicos del secundario, con quienes mantengo un fuerte vínculo de amistad desde hace ya sesenta años.

En la Facultad de Medicina, formé parte de la primera camada de médicos de una nueva experiencia curricular, la Unidad Hospitalaria. Esta experiencia posibilitó que los alumnos hicieran los tres últimos años de la carrera, vinculados a una unidad docente con un plan de aprendizaje novedoso, que incorporaba al alumno a un elevado número de horas de práctica. La idea fue unir a los conocimientos, el desarrollo de habilidades, aptitudes y actitudes, junto a los pacientes.

Esta experiencia nos permitió entrar en contacto diario con nuestros instructores, apreciar modelos y virtudes diferentes, y la posibilidad de elegir a aquéllas características personales con las cuales nos identificaríamos a lo largo de nuestra vida médica.

Qué virtudes busqué y con qué traté de identificarme y en quiénes las encontré.

No puedo dejar de mencionar palabras del prestigioso Académico Alberto Agrest, tomadas de su libro “Ser médico, ayer, hoy y mañana”. Dice lo siguiente: “Hoy, la formación de un buen médico debería exigir formarlo sensato y críticamente escéptico, con los conocimientos o la posibilidad de acceso a ellos, la capacidad de tomar decisiones y llevarlas a cabo, o conseguir que se realicen con los controles que reduzcan su falibilidad. Muy especialmente, debería exigírsele un equilibrio emocional que le permitiera contener la ansiedad de los pacientes, exacerbada por los medios de difusión, para convertirlos en grandes consumidores de medicina”. Rescato este texto porque creo haber encontrado en él, aquellas virtudes, que fueron mi búsqueda constante en mi etapa de formación inicial, a lo largo de toda mi vida médica, y que aún continúa.

El Dr. Augusto Casanegra, profesor titular de la Cátedra donde me formé como alumno de Unidad Hospitalaria y luego como residente, fue una de las figuras que sin duda, me hizo ver esas características que señala el Dr. Agrest. Sensatez y escepticismo crítico, capacidad para tomar las decisiones, capacidad para ejercer la duda y conciencia de la falibilidad de los medios que utilizamos los médicos para diagnosticar, pronosticar y tratar, ya que la medicina está basada en la probabilidad y no en la certeza.

Siempre generaba un espacio para poder conocer aquellos aspectos existenciales, que hacen a la relación médico paciente y que sirven para distender la carga de angustia que genera el sentirse enfermo, para lograr el equilibrio emocional que permita contener la ansiedad de los pacientes.

También tuvo una apertura que incidió muy positivamente en mi formación. En 1965, abrió las puertas de la Cátedra a una experiencia nueva, la internación psiquiátrica en un servicio de clínica médica, otorgando cuatro camas en el sector de hombres y cuatro en el de mujeres al hoy Académico Emérito, Dr. Jorge Alberto Insúa.

Fue para mí una experiencia muy enriquecedora y determinante en una etapa posterior de mi vida médica, cuando hice el posgrado en Psiquiatría.

El haber compartido con los integrantes del equipo de Psiquiatría la tarea asistencial y docente, a través de los ateneos y consultas, amplió mi horizonte de conocimientos, aptitudes y habilidades y me permitió descubrir otra forma de ver la medicina, con un carácter más humano y más reflexivo.

Estoy convencido, de que la personalidad del Profesor Casanegra y sus virtudes como médico, tuvieron una gran influencia en mi forma de ver la medicina, con sensatez, críticamente escéptico, abierto a escuchar las opiniones de quienes saben y tienen más experiencia y en la búsqueda de espacios para la reflexión en ese arduo ejercicio permanente del médico, tomar decisiones probabilísticas.

La Residencia fue un inolvidable espacio de encuentro y convivencia para el aprendizaje, con otros médicos que egresamos de la Cátedra y que fuimos convocados por el Profesor Casanegra.

Nos impuso la obligación del estudio y de la docencia, haciéndonos participar activamente en los ateneos de casos clínicos de pacientes de la Cátedra y en los famosos ateneos anátomo clínicos que se hacían en conjunto con las Cátedras del profesor Gotta y del profesor Monserrat.

Desde aquel entonces forjé dos amistades que me hermanaron a lo largo de la vida. Carlos Russo, tempranamente fallecido y Rubén Lanosa, eminente clínico, Profesor Titular de Medicina Interna de nuestra facultad con quien he compartido la amistad, el encuentro de nuestras familias y el amor por la música.

De la residencia rescato dos nombres, que determinaron mi inclinación hacia la nefrología, especialidad que ejercí durante 20 años. Fueron Hugo Puddu, uno de los precursores en nuestro medio de esa naciente especialidad en 1966 y Jorge Landi, que además se constituyó luego en un hermano de la vida. Nuestras familias continúan unidas por lazos profundos. Puddu fue un hombre generoso, estudioso, docente, trabajador incansable. Junto con ellos y el Dr. César San Martín, creamos y desarrollamos en Institutos Médicos Antártida, el Servicio de Nefrología, Diálisis y Trasplante Renal, avocado también a la docencia ya que fue sede de la Carrera de Especialización de Médicos Nefrólogos, creada por la Facultad de Medicina de la UBA.

En mi época de alumno de la Unidad Hospitalaria y de la residencia conocí a un docente, el Dr. Osvaldo Raffo. Era un hombre serio, introvertido, de pocas palabras, clínico avezado y práctico. Además lo mirábamos con sumo respeto porque se dedicaba a las artes marciales y a la filosofía oriental del judo, que sostiene que debe hacerse un entrenamiento mental y físico para conseguir que la mente y el cuerpo estén en un estado de armonía y equilibrio.

Entablé con él un diálogo que se hizo frecuente en la época en que yo era residente y él estaba cursando la carrera de Medicina Legal. Se acercaba por las tardes a la Cátedra antes de ir a clase y yo escuchaba con atención, interés y admiración sus relatos y experiencias como médico de policía. Estas charlas, despertaron en mí un interés y una nueva vocación en la práctica médica que me llevaron a concretar el cursado de la Carrera, más tarde ingresar a la carrera docente en la especialidad, que culminaría con mi designación por concurso como Profesor Regular Titular de Medicina Legal.

Tuve el honor de compartir con él el trabajo como médico forense de la Justicia Nacional. Siempre escuché sus sabios consejos. Ha sido un verdadero maestro con numerosos discípulos a los que supo entregar con desinterés y generosidad sus conocimientos y experiencias.

En 1995 me incorporé al CEMIC como encargado de la enseñanza de Medicina Legal en la Unidad Hospitalaria dependiente de la UBA. En ese entonces, estaba a cargo de la dirección de la Cátedra y al llegar la solicitud del CEMIC para designar a un docente no tuve dudas en ocupar ese lugar. Conocía a la institución por los vínculos y la relación que había generado con los profesionales del Equipo de Nefrología, y también conocía la calidad profesional y los principios éticos que marcaban, desde su fundación, el rumbo de la misma.

El CEMIC me permitió abrir un nuevo camino en la enseñanza, el aprendizaje y el ejercicio de la medicina legal, fuera del ambiente forense, como una única y nueva experiencia en el ámbito asistencial.

Durante este camino, que lleva ya diez y siete años, tuve el privilegio de poder tomar contacto con estructuras, sistemas, profesionales y no profesionales de la institución, quienes me brindaron sus conocimientos, apoyo, afecto y reconocimiento y que han sido factores de trascendente importancia para mis logros personales.

Siempre repito que la vida me ha dado más de lo que esperaba. He tenido la dicha de nacer en una familia donde me he sentido querido y apoyado, por mis padres, mi hermano y la familia constituida por mis tíos y mis primos con quienes tuve y tengo una vida compartida. Tengo el orgullo de haber formado una familia, de haber sido acompañado por mi mujer a lo largo de casi cincuenta años, que me hizo crecer a través de su amor y su pensamiento, siempre rico en consejos y, gracias a su formación cultural y académica, en ampliar mi horizonte más allá de mi profesión. Tenemos cuatro hijos y dos nietos. Conservo amigos desde la infancia. Muchos de ellos me acompañan en este momento. He obtenido logros, que dicen importantes, en la profesión y la docencia. He culminado mi vida profesional, con esta designación.

Mis padres, María Cristina y Fernando, fueron quienes con su amor y dedicación me señalaron el camino que debía tomar en la vida, la vocación, el amor, el trabajo, la responsabilidad y la esperanza.

Ambos también me dieron la posibilidad de amar la música, mi otra vocación, ya que Rodolfo, mi hermano y yo nos criamos en un ambiente donde la música fue una constante que atravesó nuestros espíritus y nuestros sentimientos y nos dio la posibilidad de amarla y disfrutarla.

Mi madre fue una mujer bondadosa, cálida, amable, cariñosa, dedicada plenamente con amor a su familia, su esposo y sus hijos, mi hermano y yo, luego también, a mi mujer y mis hijos. Fue concertista de guitarra y cantaba con una voz maravillosa. Creo que me trasmitió el oído para el canto. Con ella aprendí, desde muy temprana edad, a afinar las armonías de terceras en forma espontánea. Siempre estuvo presente en los momentos en que necesité su afecto, su cariño y su comprensión. Si tuviera que calificarla con una única palabra me surgiría “amor”.

Mi padre, docente de alma, egresó como maestro normal de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta en 1927 y fue un ejemplo del valor que se le otorgaba al estudio y a la educación, en aquella época, en nuestro país.

Tuvo brillantes profesores y adquirió una sólida educación y una cultura basada en la inquietud y el deseo por el conocimiento a través del estudio, convencido de que este era el camino para combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía, y construir un mundo mejor.

Amante de la naturaleza, fue un estudioso de la misma. Fue astrónomo aficionado, guardo el telescopio que él mismo construyó siendo yo un niño, fue observador de pájaros y un incasable lector.

Fue un amante de la música, especialmente de la ópera, con la coincidencia que nació en 1908, año en que se inauguró nuestro Teatro Colón.

Mi padre tuvo gran influencia sobre mi formación y mi carácter. Me transmitió desde niño, el sentido de la responsabilidad, la importancia del trabajo, la contracción al estudio. Por otra parte me hizo conocer el valor de la libertad y de los principios democráticos y de respeto por la diversidad y la justicia.

No puedo dejar de contarles alguna anécdota vinculada con su visión de que mi vida no podía transcurrir en el ocio.

Finalizado mi colegio primario, ante la posibilidad de que me tocara latín en el colegio secundario, para cuyo ingreso me preparó, durante las vacaciones de 1953, me hizo tomar clases de latín tres veces por semana. Yo recuerdo que tomé esta obligación con alegría, ya que implicaba, para mí, viajar solo en tren desde Urquiza a Colegiales, tenía 12 años y sentía que se me abría un camino de libertad. Además, me tocó latín materia con la cual no tuve problemas.

Los dos veranos siguientes, para que no permaneciera ocioso, me encomendó a un amigo carpintero, con quien aprendí carpintería. Hoy tengo mi taller en casa, con mi banco de carpintero, y retomé mi formación teniendo a mi hijo mayor, Luciano, como maestro.

Agradezco a mi padre, haberme impuesto pequeñas obligaciones, que siempre tomé como escuela de aprendizaje y formación de carácter y que hoy le agradezco con toda mi alma.

Palabras para mi mujer Mayita, quien amorosamente supo crearme el ámbito indispensable para mi crecimiento. Éste no hubiera sido posible sin su presencia. Estamos haciendo juntos el camino, desde hace casi cincuenta años. Me ha dado fortaleza en mis momentos de debilidad. Siempre estuvo a mi lado, su consejo fue siempre oportuno. Hemos formado un hogar con cuatro hijos maravillosos, Luciano y su mujer Soledad, Andrés, María Florencia y su marido Horacio y Juan Pablo, y dos nietos Milo y Rocco, que son la luz de nuestros días.

Como les conté, la música fue en mi hogar, el medio en que nos criamos. Mi hermano terminó siendo un experto, sobre todo en la ópera y yo soy un aficionado que pude alternar mi vida profesional de médico con el ejercicio del canto.

Creo que la música es un lenguaje único de comunicación entre los seres humanos, que no exige ningún esfuerzo para ser comprendido, que toca las fibras más íntimas del ser, que puede transmitir sentimientos de alegría, de dolor, de euforia, de romanticismo, de furia, de deseo, de misticismo, de paz, de serenidad. Es un lenguaje que no necesita traducción, que hermana a los hombres.

Eso me dio una inmensa felicidad, ya que ejerció sobre mi espíritu un espacio indispensable para enriquecer mis sentimientos y compartirlos con los maestros que me formaron, con los coreutas con los que compartí esos momentos y con el público que nos ha escuchado a lo largo de cincuenta años.

Inspirados por el Padre Luis de Mallea, en 1966, formamos, bajo la dirección del querido Mtro. Orlando Tarrío, un trío vocal de cámara, Spargens Sonum, junto con Rubén Lanosa y José L. Larzábal. Ganamos el Premio Municipal de canto en 1974, fue una experiencia única, ya que unimos al placer del canto una fraternal amistad y un encuentro con un singular maestro quien también tuvo una gran influencia en nuestro crecimiento como personas.

La música ha tenido gran importancia en mi familia, ya que todos la aman. Juan y Andrés, son músicos profesionales, Luciano, además de carpintero es luthier de guitarras y Florencia ha cantado junto a mí en el Coro Lagun Onak.

Tuve la suerte y la dicha de haber trabajado bajo la dirección del Padre Luis de Mallea, fundador y director del coro Lagun Onak, del Mtro. Alberto Balzanelli, ex director del Coro del Teatro Colón, en el Coro de la Asociación Wagneriana y el coro Lagun Onak. He cantado bajo la dirección de maestros talentosos como Karl Richter, Daniel Baremboin, Serge Bodeau, Rolf Beck, Leopold Hager, Hellmuth Rilling, Michell Corboz, Pedro I. Calderón, Juan C. Zorzi. No solo en Argentina sino también en Europa y tuve la emoción de cantar en varias oportunidades en el Teatro Colón y el Teatro Avenida.

Esta Honorable Academia fue creada por la visión verdaderamente progresista de Bernardino Rivadavia, impulsor de las ciencias y de la educación, uno de los hombres más destacados de la etapa inicial de transformación de nuestro país. Integró un grupo de patriotas decididos a transformar la vetusta y decaída colonia virreinal políticamente despótica y culturalmente atrasada, en una nación republicana, democrática, liberal y progresista.

A pesar de haberse frustrado su proyecto de Nación, sus ideales y las instituciones por él imaginadas y creadas, pudieron superar décadas de desorganización política y persistir y crecer en el tiempo. La Universidad de Buenos Aires y esta Academia son ejemplos vivientes.

Debemos luchar por mantener y hacer vivir las instituciones. Los hombres somos seres temporales que pasamos transitoriamente por ellas con el deber y la obligación de cumplir con sentido ético, responsabilidad y honor nuestras obligaciones.

Quiero cerrar mi discurso de incorporación con un pensamiento de Mariano Moreno que encierra mi anhelo de esperanza:

“Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que vale, lo que puede y lo que debe, nuestras ilusiones sucederán a las antiguas y después de vacilar algún tiempo, tal vez sea nuestra suerte, mudar de tiranos, sin destruir la tiranía”.

Muchas gracias.

Dr. Julio Albeto Ravioli

Académico en la Academia Nacional de Medicina

Nota del Webmaster:

El Dr. Julio Alberto Ravioli es miembro e la Promoción 1957 del Colegio Nº 12 “RECONQUISTA”, Villa Urquiza, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Argentina