Rilke - Cartas a un joven poeta

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Fue a fines del otoño de 1902. Estaba yo sentado en el parque de la Academia Militar de Wiener Neustadt, bajo unos viejísimos castaños, y leía un libro. Profundamente sumido en la lectura, noté apenas cómo se me acercó Horacek, el sabio y bondadoso capellán de la Academia que era el único civil entre nuestros profesores. Me tomó el libro de las manos, contempló la cubierta y movió la cabeza.—¿Poemas de Rainer María Rilke­?—, preguntó pensativo. Y, hojeando luego al azar, recorrió algunos versos con la vista, miró meditabundo a lo lejos, y por fin inclinó la frente, musitando: —Así que, el cadete Renato Rilke­ nos ha salido poeta…—.

De este modo supe yo algo del niño delgado y pulido, entregado por sus padres a la Escuela Militar Elemental de Sankt Poelten más de quince años atrás, para que algún día llegase a oficial. Horacek había sido capellán en aquel establecimiento y aún recordaba muy bien al antiguo alumno. El retrato que me hizo de él fue el de un joven callado, serio y dotado de altas cualidades, que gustoso se mantenía retraído y soportaba con paciencia la disciplina del internado. Al terminar el cuarto curso, pasó junto con los demás alumnos a la Escuela Militar Superior de Weisskirchen, en Moravia, donde se hizo evidente que su constitución no era bastante recia. Así pues, sus padres tuvieron que retirarlo del establecimiento, y lo hicieron proseguir sus estudios en Praga, cerca del hogar. De cómo se desarrolló luego el camino de su vida, ya nada supo referirme Horacek.

Por todo ello, será fácil comprender que yo, en aquel mismo instante, decidiera enviar mis ensayos poéticos a Rainer María Rilke y solicitara su dictamen. No cumplidos aún los veinte años, y hallándome apenas en el umbral de una carrera que en mi íntimo sentir era del todo contraria a mis inclinaciones, creía que si acaso podía esperar comprensión de alguien, había de encontrarla en el autor de “Para mi propio festejo”. Y sin que lo hubiese premeditado, tomó cuerpo y se juntó a mis versos una carta, en la cual me confiaba tan francamente al poeta, como jamás me confié, ni antes ni después, a ningún otro ser.

Muchas semanas pasaron hasta que llegó la respuesta. La carta, sellada con lacre azul, pesaba mucho en la mano, y en el sobre, que llevaba la estampilla de París, se veían los mismos trazos claros, bellos y seguros, con que iba escrito el texto, desde la primera línea hasta la última. Iniciada de esta manera mi asidua correspondencia con Rilke, prosiguió hasta el año 1908, y fue luego enriqueciéndose poco a poco, porque la vida me desvió hacia unos derroteros de los que precisamente había querido preservarme el cálido, delicado y conmovedor desvelo del poeta.

Pero esto no tiene importancia. Lo único importante son las diez cartas que siguen. Importante para saber del mundo en que vivió y creó Rainer María Rilke. Importante también para muchos que se desenvuelvan y se formen hoy y mañana. Y ahí donde habla uno que es grande y único, deben callarse los pequeños.

Franz Xaver Kappus

Berlín, junio de 1929