DON JOSÉ ROMERO ÁLVAREZ: EL HÉROE

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN MONTELLANO

Seguidamente se inserta un capítulo del libro titulado “Las Villas de Montellano y Algodonales en la Guerra de la Independencia” (Sevilla 2000), que expone los hechos que tuvieron lugar en Montellano los días 14 y 22 de abril de 1810, y la defensa por José Romero Álvarez, y que constituye, sin duda, el episodio más trascendental de la historia de Montellano.

CAPÍTULO XII

DON JOSÉ ROMERO ÁLVAREZ: EL HÉROE

“Uno de los rasgos más sublimes de la abnegación patriótica que, contra lo que se esperaba al ocupar los franceses las provincias andaluzas, se despertó en algunos de sus distritos, en los más montuosos por supuesto, fue el que ha hecho ilustre y eternamente memorable a don José Romero, alcalde de Montellano” (48).

“Muchos ejemplares e increíbles por raros y extraordinarios se podían presentar de la valentía de estos ilustres españoles... contentándonos por ahora en traer a la memoria del lector el valor y heroísmo del incomparable D. Josef Romero, alcalde de Montellano” (49).

Sírvanos como introducción a éste y al capítulo siguiente de este libro las citas precedentes. En una y otra sus autores ponen de manifiesto lo relevante de la acción de don José Romero Álvarez por la generosidad y el heroísmo exhibido en el doble escenario de las defensas de Montellano y Algodonales.

Al considerar el talante de Romero Álvarez hemos subrayado su carácter impetuoso y su sentimiento patriótico; dos cualidades de su personalidad indispensable del héroe en el que se iba a convertir. Una heroicidad que se verá espoleada por un anhelo de venganza a raíz de la muerte de su hijo Diego, en la batalla de Ocaña, que, como escribe Gómez de Arteche, “debió aumentar, si era posible, la ira patriótica que abrasaba su corazón”.

Ahora sólo faltaba la oportunidad de manifestarla. Y aunque en un escrito a la Junta Suprema, transcrito en el capítulo anterior, ya mostraba su voluntad de sacrificio y se ofrecía “dar la vida por Nuestro Dios, la Patria y Rey”, solamente iba a transcurrir poco más de cuatro meses para que aquel supremo deseo llegara a convertirse en una realidad histórica”. Antes, sin embargo, hay que mencionar los siguientes preliminares.

En las fechas previas a la conquista de Sevilla por el ejército del mariscal Víctor, el Estado Mayor francés decidía en Carmona que mientras que aquél se dirigiera a la capital andaluza, el general Portier se encargaría del dominio del sudeste de la misma, ocupando ciudades y pueblos, entre los que se encontraba la Villa de Montellano.

Es decir, que mientras nuestros remotos convecinos, de conocer y odiar a los franceses sólo por los papeles y noticias que llegaban a Montellano, iban a sufrir ahora su presencia y en su propio pueblo. No es de extrañar, pues, que aquellos montellaneros se sintieran impresionados por unos extranjeros que, engalanados con rutilantes uniformes, llegaban con fama de ateos y asesinos.

La aparición de las primeras tropas francesas en Montellano pudo tener lugar entre los días dos y tres de febrero de 1810. Simultáneamente a esta ocupación, Romero Álvarez, como expone su sobrino José Romero Valdés en el memorial citado, había jurado “odio eterno” a los franceses. Negándose a aceptar la nueva situación y revelándose ante la actitud indolente de las autoridades locales, dispuestas a rendir vasallaje a los ocupantes, depone de sus cargos a los miembros del ayuntamiento y arropado por un grupo de enfervorizados vecinos, se erige jefe para la defensa del pueblo contra el francés invasor.

En una carta de los alcaldes depuestos, y una vez restituidos, dirigida al mariscal duque de Bellure, en 23 de mayo, éstos exponían que “duró mucho tiempo la insurrección”; cerca de tres meses, se dice en otro lugar. Durante este espacio de tiempo, con toda probabilidad, Romero Álvarez ejercitó su actividad guerrillera con las tareas propias a la misma como interceptar sus comunicaciones, asaltando convoyes, operando sobre la retaguardia enemiga y, en definitiva, incordiando y haciendo el mayor daño posible al ejército de ocupación.

Fue precisamente con ocasión de presentarse el sábado 14 de abril de 1810 un destacamento de 300 franceses, de tránsito por Montellano, “y bien por lo corto de su número o por el ánimo que le infundiría en los pobladores de Montellano, la proximidad de algunas partidas de las que constantemente campeaban por Puerto Serrano -escribe Gómez de Arteche- es lo cierto que trató de impedirles la entrada en la villa a su paso por ella...

”Irritados los imperiales con la resistencia -prosigue el citado autor- apelaron, como de costumbre, al incendio de las casas deteniéndose en la del alcalde, no por respeto ciertamente, sino por lo mortífero del fuego que se les hacía.

”Hallábanse encerrado en ella el honrado labrador D. José Romero con Dª Ana Dorado, su mujer, cinco hijas, un hijo de doce años y Antonio Arenilla, su criado y compañero constante en las jornadas de aquellos días, mártir también con él de la independencia patria”. (50). Hasta aquí la cita de Gómez de Arteche.

Un comunicado de los alcaldes de Algodonales al comandante general del Campo de Gibraltar, don Adrián Jácome, publicada en la Gazeta de la Regencia (51), de donde parecen que lo han tomado los historiadores que refieren este episodio, señala que, después de que Romero se tiroteara “con 300 enemigos que acometieran a la dicha villa, huyeron con precipitación por el camino de Morón, saliendo este insigne patriota hasta fuera del pueblo, tratándolos de cobarde y convidándoles a pelear”, Y concluye: “quedaron muertos a sus manos en esta acción el comandante enemigo y 6 de sus satélites”.

Antes de proseguir este relato y una vez hecho mención del personaje, vamos a trazar un bosquejo de aquel, que por su fidelidad a un hombre y a una causa, a los que siguió hasta la muerte, ha merecido el honor de figurar como memorable para la historia de su pueblo. No referimos a don Antonio Arenillas Serrano, que, como acertadamente escriben los hermanos Cuevas, “que muy bien que se tiene ganado también un Don” (52).

Quién era este hombre al que el autor de la terrible y lúgubre relación de fallecidos en la acción de Algodonales dice de él: “Antonio Arenillas, viejo que acompañaba a Romero”. “Criado y compañero” de don José Romero, le llama don José Gómez de Arteche, y “fiel compañero del Alcalde de esta Villa”, dirá el ayuntamiento de 1822.

Antonio Arenillas Serrano era el segundo de los seis hijos (cuatro varones y dos hembras) del matrimonio formado por Francisco Arenillas y Ana Serrano, naturales de Montellano, que vivían en una casa de la calle Ancha.

La información que seguidamente voy a reseñar me hace suponer que Antonio Arenillas fuera un hombre de posición humilde y dedicado, casi como la totalidad de los vecinos, a la ocupación de jornalero. Así, al menos, parece deducirse de la propuesta en 1797 para que aquel ocupara uno de los cargos del cabildo municipal en la renovación anual del ayuntamiento. Esta fue recusada por antiguos regidores diciendo uno que es “soltero y sin facultades para mantenerse con decencia”, o bien, como señalaba otro, “que es un pobre infeliz sin bienes”.

Sin embargo, sólo siete años después, en 1804, en un testamento de mancomún con sus hermanos Francisco y María, solteros igualmente y con quienes vivía, declaraban que poseían, además de la casa de la calle Ancha, “como diez fanegas de trigo seco, una corta labor en el Rancho de Valdivia en el que tenemos quinse reses bacunas de todas edades, tres jumentas y una cría, pertrechos de arados, una carreta y demás respectibo a dicha Lavor, como treinta y siete fanegas de tierra sembradas de trigo y cebada, y como dose fanegas de Barbecho”.

Pero lo que hacía de Antonio Arenillas una persona de notable comportamiento eran sus cualidades humanas y sus preocupaciones de índole religiosas y espirituales. En una escritura de convenio, en 1799, con el resto de sus hermanos, éstos se obligaban a satisfacer a su madre, ya viuda y anciana, dos reales diarios para su sustento, a cuenta de su menguado patrimonio, “y si llegara el caso de que superviviera hasta consumir todo su adarve (53) -puntualiza el expresado documento- se obliga el Antonio a mantener y vestir a la susodicha, hasta el día de su fallecimiento, de los propios vienes, como buen hijo que mira a su madre con el natural cariño que se le deve”.

Una vez fallecida aquella lo encontramos viviendo en una casa de su propiedad, situada en la calle San José. Y ya sin las ataduras y obligaciones en las atenciones a su madre, tratando de dar cauce a sus inquietudes religiosas, legaba a su hermana Lucía la propiedad de la mencionada casa, porque, según dice en su testamento, “me ausento de esta Villa a un Heremitorio de Hermitaños que nombran San Juan del Monte”, de donde regresaría, probablemente, a raíz de la invasión de las tropas francesas.

Llega ahora, pues, el momento de plantearse qué clase de relación pudo existir entre Antonio Arenillas y Romero Álvarez ¿Sería un hombre de su confianza que le auxiliara en sus labores agrícolas? ¿Tal vez un miembro de la partida de guerrillas formada por el propio Romero Álvarez? Una circunstancia esta última, sin descartar la primera como posible, que no debe sorprendernos, pues a pesar del talante del que parecía gozar Antonio Arenguillas de un hombre bueno y piadoso, no hay que olvidar que esta guerra, por encima incluso de su carácter nacional, era, para muchos españoles, una guerra en defensa de la religión.

En lo relativo a la edad, no comparto el calificativo de “viejo” que le asigna el autor de la relación necrológica de Algodonales. Su hermana Lucía Arenillas, en un documento del que más adelante me volveré a ocupar, llega a escribir que “cuando murió tendría unos cuarenta años”. Tampoco esta vez parece muy preciso el dato, porque al otorgar testamento de mancomún con sus hermanos en 1804, se dice que los tres son “de estado solteros y mayores de cuarenta años”. Es decir, que en la fecha de su muerte en 1810, debía tener, como mínimo, cuarenta y seis años. Aproximadamente la misma edad de Romero Álvarez, aunque, claro está, para la época a la que me refiero, un hombre con aquella edad se encontraba ya en el declive o senectud de su vida.

Retomando el relato de los acontecimientos en Montellano el día 14 de abril, hay que señalar en relación a la actitud de resistencia de los montellaneros contra los franceses, que estos, como escribe Gómez de Arteche, “ejercían las venganzas más crueles en los pueblos que por su situación o la osadía de los habitantes, los provocaban a una lucha que en un principio creyeron poder sofocar inmediatamente”. La Villa de Montellano iba, pues, a sufrir, sólo ocho días después, la más terrible de las venganzas.

“No tardaron, con efecto, -prosigue el autor citado- a presentarse de nuevo y con medio que, de seguro, les parecían sobrados para la venganza... Ahora eran más de 1.000 enemigos, la mayor parte de caballería, mandados por el barón Bounemain, coronel del 5º regimiento de cazadores a caballo, quien, para no hallar obstáculo a su acción en la robustez de las casas, se hizo seguir de un cañón violento que le abriera el acceso a ellos” (54).

Conde de Toreno afirma que antes de llegar encontraron dificultades a su paso por Grazalema; pero una vez en Montellano, “animado los habitantes con el éxito de su anterior defensa, se mostraron más pertinaces aún en aquella segunda del 22 del mismo mes de abril, y Bounemain hubo, como su antecesor, de recurrir al incendio para acabar la obra de destrucción de un pueblo, que parecía decidido a imitar los varios ejemplos que España iba presentando de igual abnegación desde el día de su alzamiento” (55).

La defensa de Montellano el 22 de abril contra las tropas imperiales al mando del coronel Bounemain, no fue, como se ha llegado a escribir, obra del vecindario. La actitud de éste, como en la de tantos pueblos de la Serranía donde los franceses apelaron al procedimiento del incendio del pueblo para obligarlos a su rendición, era siempre la misma: la de huir a los montes. Y la mayor parte de los vecinos montellaneros, aquellos que tuvieron la oportunidad y el tiempo suficiente, abandonaron Montellano ocultándose en la Sierra de San Pablo y en los campos del entorno.

José Romero Valdés, sobrino de nuestro héroe, en su memorial citado, escribe que la defensa de la Villa se realizó “con la ayuda de su familia y otros cinco o seis vecinos”. Esto, no obstante, suscitó una tenaz resistencia, hasta el punto, como escribe Conde de Toreno, que “impacientado los franceses de tamaño obstinación recurrieron al espantoso medio de incendiar el pueblo”. Y añade: “Redujéronle casi todo él a pavesas, escepto el campanario en que se defendían unos cuantos paisanos y la casa de Romero... (el cual) ayudado de su mujer y sus hijos, continuó por mucho tiempo con terrible puntería, causando fiero estrago en los enemigos...” (56).

Idéntico rasgos de heroicidad describe en su relato el agustino P. Maestro Salmón, quien manifiesta “que resistieron a la tenacidad enemiga hasta que el pueblo era pábulo de las llamas, no quedando intacto más edificio ni morada que la que habitaba Romero, que intentaron demoler a cañonazos; pero este impávido español se defendía desde ella con tal bizarría y denuedo, que no permitió al enemigo acercarse para realizar sus intentos, y sí para recibir el daño de más de cien muertos que Romero dexó tendidos en la calle... (57).

Los sucesos del domingo día 22 de abril en Montellano, de los que vamos haciendo memoria, debieron de comenzar en la amanecida del expresado día, pues a las diez de la mañana ya era sabedor de la noticia la partida de guerrilleros de Algodonales, al mando de don Gaspar Tardío y don Francisco Salcedo, a quienes se lo comunicó el comandante de Puerto Serrano, don Pedro Aguilar, “acreditándolo -según señalaba este último- los tiros que sonaban continuamente, y ver al pueblo ardiendo”.

Siguiendo el principio de solidaridad establecido en el Reglamento de Partida durante la guerra de guerrillas, puesto de manifiesto en multitud de ocasiones en la Serranía durante la Guerra de la Independencia, los valerosos algodonaleños “acudieron al socorro de aquélla que perecía”. Así lo expondrán sus alcaldes pedáneos Juan Ximénez de la Barrera y Bartolomé Sánchez Troya, quienes en un comunicado al comandante general del Campo de Gibraltar, antes citado, les manifestaba lo siguiente: “En efecto, este vecindario, conocido en todas épocas por su patriotismo, queriendo cumplir en un todo el juramento que ha hecho de defender a sus hermanos, tremolando el estandarte de la Independencia, salió precipitadamente con dirección a la indicada villa”.

Y prosiguen los expresados alcaldes haciendo relación del desarrollo de los acontecimientos: “La caballería, compuesta de 13 caballos, se puso al mando de D. Gaspar Tardío, hombre de acendrado valor y patriotismo; y la infantería, en número de 60, a las órdenes de D. Francisco Salcedo, comandante de armas de esta villa por aclamación. Luego que tardío llegó a Puerto Serrano, penetró hasta las alturas del chaparral de Morejón, donde encontró al referido comandante de Puerto Serrano con 2 caballos y algunos infantes. Desde allí dio vista a una columna enemiga que se hallaba en la Tenería, de la que salieron 13 caballos a reconocer la tropa de Tardío; éste puso su tropa en orden para recibir el enemigo con la mayor serenidad, y rompiéndose un fuego vivísimo por una y otra parte, quedó el enemigo arrollado, poniendo la noche término a una acción tan gloriosa.

”Al amanecer del siguiente día pasó Tardío a su antigua posición, viendo que desfilaban las divisiones francesas por el camino de Bornos. A poco tiempo oyó tiros dentro de Montellano, y advirtiendo que la retaguardia enemiga había pasado el Salado, se internó con la infantería y caballería en la villa, donde encontró a su heroico alcalde D. José Romero, a quien había juzgado muerto por estar todo el pueblo ardiendo; pero este patriota se defendió de 1.300 hombres, pues a 6 somatenes que estaban en la torre de la iglesia se les acabaron las municiones antes de mediodía...

”La pérdida total de éste (de los franceses) asciende a más de 150 muertos y crecido número de heridos.

”Viendo Tardío la total ruina de Montellano, pues el enemigo había convertido sus edificios en escombros, y que Romero se hallaba en su casa con su mujer y 6 hijos, expuestos a ser víctimas del furor de los bárbaros, le propuso que se viniera a esta villa (Algodonales), a lo que respondió que de ningún modo abandonaría Montellano por exercer en él la real jurisdicción; pero haciéndose cargo de que era inútil su presencia por no haber vecindario, cedió finalmente...” (58).

***

¿Cuál era la situación de la Villa de Montellano después de los sucesos, desgraciados y memorables, del día 22 de abril de 1810 que acabamos de reseñar?

Para los depuestos alcaldes de 1810, una vez restituidos en sus cargos, “Este pueblo -subrayaban- se halla constituido en una miseria increíble, quedó arruinado en el último ataque que sufrió, pues apenas podrán contarse 20 casas que no quedasen quemadas...” Y en otro escrito señalaban, “que para reparar los daños que habían sufrido necesitaban de mucho tiempo y le favoreciese el producto de las cosechas para sufragar tantos gastos”.

Pudiera parecer exagerada la cifra de sólo una veintena de casas libres del incendio de un total para 1810, como señalaba al principio, de 331 de las que constaba la Villa, máximo cuando lo que se pretendía con esta exposición era apelar al sentimiento humanitario del mariscal francés, duque de Bellure, a quien se dirigía la expresada declaración para obtener una rebaja de los 4.000 reales mensuales de contribución impuesto a la Villa de Montellano en concepto de indemnización o gratificación extraordinaria, “que V. E. se ha servido asignar a los señores Generales y Coroneles de dicho primer cuerpo”.

Con independencia de este pretexto, está dentro de lo posible la casi total devastación del pueblo; sobre todo considerando el extraordinario sistema de propagación del fuego, como era la de poseer la mayoría de las casas la techumbre de pastos; cuando no fueran muchas de aquellas viviendas humilde chozas formadas de ramas y palmas.

Por el mecanismo indicado pudieron, inclusive, desaparecer calles casi completas, reduciéndolas a simples solares; tanto más cuando la desbandada realizada por los vecinos restaba medios para sofocar y reducir aquellos incendios.

En el registro de escrituras de Protocolos Notariales durante los años subsiguientes a 1810, me encuentro con testimonios como los siguientes: en 1812, María Morato, poseedora de una casa en la calle Utrera, dice que “por hallarse quemada por las tropas Francesas las vendo hecha solar a Josef de Mendoza en la cantidad de 275 reales vellón”. En 1813 es Juan de Málaga, quien manifiesta vender “un solar de casas que estaban cubiertas de Rama, que fueron quemadas por las Tropas Francesas, situado en la calle Hornos de esta Villa”. Y un tercer testimonio exponía en 1816 que en “el incendio causado en las más de las casas de este pueblo por las Tropas Francesas, y entre las que fue comprendidas aquellas... situada en calle Plaza”, las vendía, asimismo, por estar convertida en solar.

Algunas de aquellas viviendas que lograron resistir el furor del fuego y la destrucción de las tropas napoleónicas, y que han prolongado su existencia hasta nuestros días parcialmente reconstruida, todavía hoy se les pueden apreciar las huellas del incendio. Nos estamos refiriendo concretamente en la que vivió y se defendió Romero Álvarez, en la antigua calle Iglesia (hoy Romero Dorado), ya mencionada, y la actual casa nº 2 de la calle Ramón y Cajal, (antes calle Plaza), la del entonces primer alcalde de la Villa, don Mateo Vélez Castañeda, y hoy propiedad de sus descendientes, la familia Sánchez de Ibargüen. Una y otra conservan sobre el techo de sus habitaciones vestigios de tan horrible e infeliz jornada.

Muy particular saña empleó la soldadesca francesa en la destrucción de la Iglesia Parroquial. Esta institución, convertida en un símbolo de resistencia al Intruso, y que animaba al pueblo español con su ya famosa trilogía de sentimientos de Dios, Patria y Rey, sufrió con especial rigor las iras napoleónicas.

Para conocer con precisión el estado en que quedó el templo parroquial, consecuente con los desventurados sucesos del domingo 22 de abril de 1810, nada mejor que el comunicado del párroco, don Eugenio José Gómez, remitido al arzobispo de Sevilla con fecha 30 de octubre de 1813. Dice, “que con motivo de la noble y heroica resistencia que los vecinos de dicha villa hicieron el año de 1810 a los franceses, estos, no contentos con haver quemado la mayor parte del Pueblo, cometieron la barbarie, según costumbre, de profanar el templo, robar lo más precioso, y de lo demás que no quisieron, hacer una grande hoguera en medio de la Capilla, reuniendo para ello Retablos, Efigies, Confesionarios, Caxonería de sacristía, Coro, puertas, Altares, Cruces, Candeleros y todos quantos utensilios havía en la Iglesia. Todo fue presa de las llamas y reducido a ceniza, cayendo además a tierra toda la media naranja de la Capilla Mayor, quebrantada por la impetuosidad de las llamas, y resintiéndose además todo el edificio”.

Refuerza esta descripción lo manifestado al propio arzobispo por el visitador general, don Rafael Colón, que visitó Montellano el 30 de diciembre de 1814: “Montellano padeció por parte de los enemigos en la invasión más que lo común, y su Iglesia Parroquial, única enteramente en tanta población, fue quemada, cuyo incendio, además de consumir todos los muebles de su adorno y haberla mal tratado mui mucho, hizo desplomarse la media naranja y arrancar una de las columnas por un balazo...

”Habiendo hecho presente Dn. Juan Conejo, Presbítero, que quería conservar y mejorar el lienzo del Señor San José, que quedó, aunque mui estropeado de la brutalidad sacrílega del enemigo, libre de la violencia de las llamas, que lo abrasaron todo, se le permita hacer obsequio de... lo que dicte su devoción, en lo que se espera conserve la pintura las señales de los tizos que le alcanzaron, para despertar siempre en los fieles un recuerdo de lo que padeció este pueblo, que sirva de estímulo para alabar al Señor por haberlo libertado, y la imagen del Santo sea mirada como un testigo que presenció los horrores que pasaron en el interior del templo...” (59).

No acaba aquí la reseña de lo acontecido en la Iglesia Parroquial el aciago día 22 de abril de 1810. A lo que era el expolio y el incendio de la misma hay que sumar un aspecto, más lamentable aún para la mentalidad de aquellos hombres, como era el ultraje y profanación del Santísimo, custodiado en el sagrario.

Veamos lo que a este respecto manifestaba la Hermandad Sacramental al vicario del Arzobispado con fecha 18 de julio de 1813: “La Venerable Hermandad del Santísimo Sacramento, cita en la Yglesia Parroquial del Señor Sn. José de la villa de Montellano, a V. S. con la mayor veneración y respeto hace presente, que habiendo recistido los vecinos de esta dicha villa con el mayor valor y patriotismo la admisión del pesado yugo del tirano, común en varias ocasiones que sostuvieron contra las tropas Francesas tuvieron al fin que rendirse, por no poder resistir la multitud de fuerzas que últimamente le acometieran, en cuyas innovaciones sufrieron la triste y lamentable desgracia de haber sido incendiada por los enemigos de la Yglesia Parroquial, de esta referida villa, el día 22 de abril del año pasado de 1810, siendo (aunque se ignora el modo) robada y ultrajada la Majestad de Jesús Sacramentado, que estaba depositada en su tabernáculo, por los pérfidos irreligiosos satélites del vil corso, acontecimiento que llenó los corazones de estos fieles habitantes del más profundo sentimiento y congoja...”

Continúan los exponentes su relato señalando lo siguiente: “Más habiendo sucedido igual caso en la noche del mismo día 22 de abril del año siguiente de 1812, en que violentadas las puertas del templo, se introdujo en la casa del Señor uno de los depravados soldados del cruel déspota, el que llegádose al Sagrado Depósito de Nuestro Dios robó con manos sacrílegas la Magestad del Todopoderoso, que se hallava colocada en el Viril, que servía para dar el Sagrado Viático a los enfermos; cuyas acciones fueron vistas por un Acólito que estaba en la Yglesia, el que no se atrevió a moverse por no perder la vida, quien manifestó en la mañana siguiente lo ocurrido a los Señores Curas...”.

Por lo que llevamos expuestos, el paisaje urbano que debía ofrecer la Villa de Montellano de casas incendiadas y destruidas, con el mobiliario del vecindario ennegrecido y roto, con calles casi completas arruinadas y aún humeantes y llenas de escombros, y la Iglesia mutilada y desmantelada; todo esto, decimos, debía representar un aspecto deplorable y desolador que impresionara a cuantos llegaran a contemplarla.

Previamente al incendio tuvo lugar, como era costumbre, el saqueo del pueblo. En este aspecto, la exposición de los alcaldes antes mencionados nos revela que “sus muebles se destrozaron, sus granos y otros efectos de casa fueron sustraídos en virtud del abandono en que quedó el pueblo, y su ninguna custodia...” También para esta cuestión la documentación procedente de Protocolos Notariales viene a confirmar el pillaje de los invasores. El documento en una escritura de obligación de 1815, donde la interesada, María Peral Palomo, reconoce la deuda por el importe de “unas pieles curtidas de suela... por los graves perjuicios que me causaron las tropas enemigas francesas, haviéndose llevado la mayor parte de dichas pieles...”

Si existe un dato para valorar el costo de las guerras, por encima incluso de las pérdidas materiales, es por el número de muertos. Y en este sentido no se puede, sin embargo, cuantificar las víctimas resultantes del ataque francés a la Villa de Montellano el día 22 de abril de 1810.

Toda la documentación relativa al tema guarda un sorprendente silencio sobre el costo de vidas humanas en esta acción de los franceses. Ignoro, asimismo las razones para ocultarlo; tanto desde las gacetas del gobierno intruso como de los insurgentes. Mi hipótesis es que siendo aquéllas tan elevadas, su publicación hubiera resultado contraproducente a los intereses franceses, que en aquellas fechas se esforzaban en dar una imagen de gobierno benévolo y paternalista. Y desde la Gazeta de la Regencia, órgano oficial del gobierno establecido en Cádiz, esta información a los demás pueblos serranos hubiera hecho desistir a muchos patriotas en la lucha contra los enemigos.

No obstante sigo creyendo que el número de fallecidos pudo ser elevado. Y no precisamente como consecuencia del enfrentamiento con las tropas francesas, sino más bien como resultado de los incendios y disparos indiscriminados hacia los que huían, como de hecho así ocurrió en la acción de la villa de Algodonales unos días después, como se verá en el próximo capítulo.

La falta de los libros parroquiales, destruidos paradójicamente, no en 1810 sino en 1936, como también la carencia de censos anteriores y posteriores a 1810, elaborados con rigor, nos impide conocer esta dato, aunque luctuoso, necesario para el conocimiento profundo de nuestra historia.

Tan solo el historiador Gómez de Arteche hace mención al tema que tratamos. Y lo hace cuando al referirse al estado de la Villa de Montellano resumen diciendo: “y en cuyas calles no quedaban sino cadáveres, miseria y desolación” (60).

Y en cuanto al número de muertos conocidos, sólo registramos los de la madre del propio Romero Álvarez, doña Gerónima Álvarez, “a quien los franceses despedazaron, robándole y destruyendo su casa”, según cita del antedicho autor y el estudio por mi parte del inventario postmorten, y la del guardián del convento de franciscanos recoletos de San Pablo de la Breña, P. Fr. Juan Francisco Romero Arenillas, sobrino del memorable Antonio Arenillas Serrano, del que dice un acuerdo capitular en 1822, que “fue fusilado por los Franceses en las inmediaciones de esta villa”. Como puede observar el lector, las dos muertes son conocidas sólo de forma marginal, y en ningún caso con la intención de dilucidar este enigma de un capítulo, sin duda, el más importante de la historia local.

Sin embargo, por más que se omitiera la cifra de muertos y por mucho que se tratara de silenciar el tema de los fusilamientos franceses -frecuente por lo demás en acción de represalia- el hecho llegó a producir tal impacto que sólo por vía de transmisión oral trascendió, al menos, al ámbito comarcal.

En una carta interceptada por la guerrilla a un tal José de Zayas, afrancesado, vecino de El Arahal, y dirigida a un amigo, aquel le daba cuenta de la situación de la Serranía, y donde, a buen seguro, el remitente tenía presente a la hora de escribir, los sucesos de Montellano y Algodonales. La carta, fechada en El Arahal el 9 de mayo de 1810, dice, después de lamentar la pérdida de otras misivas:

En esta inteligencia voy a repetir lo que le he dicho en mis anteriores, y es que la calamidad de esta provincia es mayor, que la que ha havido en todo el reyno, porque con motivo de la impolítica resistencia de Cádiz, hai en los puertos un numerosísimo exérxito Francés, que nos está destruyendo paulatinamente. Añada Vmd. a esto, el que algunos pueblos de la Serranía de Ronda también han querido levantar cabeza contra la fuerza irresistible de los Franceses, y la que ya les ha hecho escarmentar más de una vez. Si la Serranía de Sevilla, también le ha sucedido lo mismo que a la de Ronda, de suerte que los más de los días no se oyen otras noticias que las de haber degollado a tantos de tal pueblo, y a tantas de qual, alegrándonos los buenos vecinos algún tanto de esto, a ver si calman estas inquietudes, y vuelven este pequeño número de habitantes en sí, y conociendo sus verdaderos intereses, se someten al govierno, y gozamos de tranquilidad... (61).

Otro aspecto relacionado con este último tema es el de los rehenes montellaneros en poder de los franceses. Sabemos que existieron y, probablemente, en gran número; pero nos hayamos en la misma situación anterior: es decir, la de una carencia documental que nos permita valorar su importancia.

En un comunicado del coronel francés, Riquereau, a las autoridades locales obligándoles a satisfacer la sanción por el acto de rebeldía, les anuncia “que si en el término citado (seis días) los vecinos emigrados no volvieren a sus hogares, todos sus bienes serán confiscados, -y añade- y si en el mismo término la contribución impuesta de cien mil reales no fuesen pagadas, los rehenes serán pasados por las armas”.

¿Cuál fue, pues, el destino de estos rehenes? Tampoco esta vez me hallo en condiciones de poderles ofrecer un resultado satisfactorio de mi investigación, a pesar de haberlo intentado con insistencia. Tan sólo, una vez más, por una documentación accesoria al tema, se conoce la suerte de uno de aquellos rehenes.

El caso lo refiere el P. Fr. Ángel Ortega, OFM, con ocasión de un trabajo sobre el destierro en el convento de Loreto (1816-1820) del diputado liberal, poeta y sacerdote, don Juan Nicasio Gallego. Pero dejemos que sea el propio autor quien nos deleite con tan sabroso relato:

Aunque como buen zamorano (se refiere a Nicasio Gallego), nunca fue amigo de los andaluces y hasta parecían contrariarle los dichos y las costumbres de esta tierra. Solía por las tardes aún durante las primeras horas de la noche, después de la refección hasta la hora del descanso, pasar ratos con los hermanos legos a quienes, muy familiarmente, contaba historias y recitaba versos, al mismo tiempo que procuraba sorprender en ellos ingenuidades de carácter y frases de ocurrencia espontánea que, en ellos, le agradaban.

Entre todos distinguía a Fr. Juan Antonio Álvarez, natural de Montellano, que había estado prisionero en Francia durante la Guerra de la Independencia, religioso sencillo, franco, muy patriota que a la sazón ejercía el humilde cargo de cocinero.

Imposible hallarle en los corredores, en el claustro, en cualquier parte, y no sonsacarle, de su pueblo, de los franceses... de cualquier cosa; y Juan y Antonio, como él le llamaba, mostrábasele siempre agradecido a sus deferencias, complacientes, obsequiosos... ¡Cuántas veces disipó su mal humor...! (62).

***

Después de la lectura de los textos empleados en la reconstrucción de los hechos aquí expuestos, no he podido evitar un cierto sentimiento, a la vez que de admiración por el noble empeño de don José Romero en la defensa de una causa, de compasión por el hombre. Disipada la figura del héroe al concluir la histórica acción de Montellano, y una vez recobrada su verdadera dimensión, Romero Álvarez debió de sentir y sufrir en su persona todas las desgracias y calamidades experimentadas en cada uno de los vecinos montellaneros.

Por meritorios que fueran los sucesos que acabamos de narrar, reconocidos posteriormente con la solemnidad que se merecían, a Romero Álvarez debió de embargarle un gran sentido de culpabilidad. Si aquel hombre, pasado el fragor del combate con los franceses, pudo por unos instantes reflexionar sobre lo acontecido y su trascendencia en la vida local, no tuvo más remedio que arrepentirse y lamentarse de aquel carácter que tantos sinsabores le había acarreado en el transcurso de su vida.

Puede ser que, antes incluso de su partida hacia Algodonales, parte de aquel vecindario le recriminara su proceder; particularmente aquellos que más perdieron. Estaba el ejemplo de muchos pueblos que aceptaron sumisos el nuevo orden establecido y seguían gozando de la tranquilidad y de sus bienes. El propio mariscal del imperio, duque de Dalmacia, en un comunicado inserto en la gazeta extraordinaria de Sevilla, de 10 de mayo de 1810, manifestaba las “grandes ventajas” de aquellos pueblos obedientes a las órdenes dictadas, y ponía como ejemplo sumisión a Zahara, villa matriz de Algodonales, de la que decía: “La villa de Zahara, situada cerca de Algodonales, no tomó parte algunas en esta insurrección; y supo resistir las amenazas e insinuaciones que le hacían los insurgentes: así ella que había desempeñado sus deberes para con el Rey, quando S. M. pasó por Zahara, ha tenido la satisfacción de ver respetado su territorio del exército imperial y que sus vecinos gozen de la protección más señalada”. Y más adelante agregaba: “Bien podrán ahora los hombres de luces comparar la ferocidad de Romero con la conducta ilustrada de los vecinos de Zahara...”.

Si aplicamos la lógica conformista y la de aquellos otros cuyo ideal era sobrevivir sin importarle la defensa del honor, la dignidad y de las creencias que hacen del hombre un ser superior; si nada de esto, insisto, poseía ningún valor para aquellos hombres, Romero Álvarez debía ser tenido por un loco y un malvado.

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Cuando esto escribo contemplo desde mi biblioteca en esta tarde otoñal y silenciosa la lejana figura de la Sierra de Líjar, hacia el Naciente, a cuyos pies se adivina, oculta, la villa de Algodonales. La luz incierta de esta hora presta al paisaje tonos cárdenos muy diferentes de aquella otra tarde de finales de abril de 1810 donde, presumiblemente, gozara de una cálida luminosidad, propia de la estación, y, sin embargo, más en consonancia esta de hoy con la tristeza que nublara con infaustos presagios el corazón del héroe. Algodonales era la meta gloriosa y trágica de don José Romero Álvarez.

“Libre Romero -escribe Conde de Toreno- a duras penas pudo arrancársele de los escombros de Montellano”. A instancia de don Gaspar Tardío, jefe guerrillero, decide abandonar Montellano y marchar con su familia a Algodonales; “para que no fuesen víctimas de la venganza francesa, si es que esta retrocedía”, apunta ahora el agustino P. Maestro Salmón. En Algodonales vivía, además, el hermano de doña Ana Cristobalina, Juan Dorado.

La comitiva, que debió partir de Montellano el día 23 de abril, puesto que al día siguiente se encontraba en Algodonales, estaría formada por el grupo de guerrilleros, Antonio Arenillas y la familia Romero Dorado; o sea: el matrimonio, José María, de 12 años, y las cinco hijas. La menor, de poco más de un año, que se me antoja pensar viajaría sostenida a lomos de la propia cabalgadura del padre.

Los acontecimientos del día anterior deberían aún reflejar en el semblante de los miembros de aquella familia el horror y la angustia padecida. Y si al principio don José Romero se resistió abandonar la Villa, el terrible espectáculo que aquélla ofreciera a la amanecida del día siguiente, la marcha debió parecerle ahora una liberación.

Pero si la tragedia ocurrida le incitó a reflexionar lamentándose por la situación de desastre a la que había conducido a su pueblo, a medida que se alejaba de aquel, estoy seguro, lo haría recobrando el patriotismo y su espíritu de lucha por la independencia.

Romero Álvarez debería recordar ahora como una premonición el escrito de la Junta Suprema recibido en Montellano en los días finales de 1808, en el que se exhortaba a la lucha contra los franceses.

Soldados: La Patria misma, que os llamó a su defensa, os habla hoy en boca de la Suprema Junta de Gobierno del Reyno para recordaros vuestros deberes, y haceros dignos de llevar el nombre Español. En sus amargas quejas no comprehende al valiente y esforzado, que arrostra con intrepidez los peligros, buscando en ellos la gloria inmortal de haberla salvado: estos bravos guerreros viven en su memoria, en su gratitud y en la admiración de las generaciones presentes y venideras... (63).

Esta idea debería reconfortarle su abatido ánimo y hacerle pensar que lo que hizo era lo justo, por numerosa y lamentables que fueran las pérdidas experimentadas. Él mismo había ofrecido en sacrificio de la Patria “lo más amable que el hombre puede tener en este mundo”: las vidas de su hijo primogénito, Diego, en los campos de Ocaña, y la de su propia madre, “despedazada por los franceses”.

Y enredado en estas consideraciones mientras la silenciosa comitiva marchaba por los apacibles campos en aquella mañana de primavera camino de Algodonales, observaría entristecido las frágiles figuras de sus hijas María del Socorro, Gerónima, Consolación, María del Rosario y María del Carmen; la de su hijo José María, sólo un niño, y la de su mujer, fiel compañera en el amor y en sus aventuras y desventuras desde hacía ya veintiocho años. Y marcharía, estoy convencido, con plena conciencia de ofrecerse con su familia en un nuevo holocausto, porque como él mismo había escrito, deseaba “con ansias, dar la vida por Nuestro Dios, la Patria y Rey... y mis obras acreditarán el patriotismo que desde su principio he profesado”. Son, sin duda, palabras dignas de un héroe.

(PÁGINAS: 129 A 140 DEL LIBRO “LAS VILLAS DE MONTELLANO Y ALGODONALES EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA).

NOTAS:

(48). Gómez de Arteche. Guerra de la Independencia. Tomo VIII. Pág. 197.

(49). P. Maestro Salmón. Resumen histórico de la Revolución de España. Tomo III. Pág. 84

(50). Gómez de Arteche. Nieblas de la Historia Patria. Pág. 53.

(51). Gazeta de la Regencia nº 33 de 5 de junio de 1810.

(52). José y Jesús de las Cuevas. Algodonales. Serie monográfica de los pueblos de la provincia de Cádiz. Pág. 25.

(53). Adarve, en sentido figurado, que es el aquí empleado, significa protección y defensa.

(54). Gómez de Arteche, ob. cit. Pág. 54.

(55). Ibidem.

(56). Conde de Toreno. Ob. cit. Pág. 259.

(57). P. Maestro Salmón. Ob. cit. Págs. 85-86.

(58). Gazeta de la Regencia. Ibidem.

(59). Se refiere el exponente al mural titulado “Patrocinio de San José”, situado en la puerta de entrada a la nave de la Epístola. Para un mayor conocimiento de la historia de este cuadro remito al lector a la crónica “Bajo el patrocinio de San José”, en el tercer volumen de “Montellano: crónicas de un siglo”.

(60). Gómez de Arteche. Guerra de la Independencia. Tomo VIII. Pág. 199.

(61). A. H. N. Estado. Leg. 3119.

(62). P. Fr. Ángel Ortega. El diputado D. Juan Nicasio Gallego y el Convento de Loreto. Revista “La Voz de San Antonio”. Sevilla agosto-octubre 1911.

(63). Circular de la Suprema Junta de Gobierno transmitida por la Junta de Sevilla y firmada por su primer secretario, Juan Bautista Esteller, el 21 de diciembre de 1808.

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Plano topográfico que representa a la Villa de Montellano durante la Guerra de la Independencia. El plano es obra del arquitecto Manuel Ortega Núñez y ha sido confeccionado para este libro atendiendo con rigor documentación de la época.

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Texto de la placa colocada en la calle Romero Dorado (Las Morenas) nº 15, (casa donde vivió Romero Álvarez) por la que la Asociación Cultural Xilíbar homenajeaba la memoria del héroe por la defensa de Montellano los días 14 y 22 de abril de 1810, y mandada quitar en un gesto de cacicada por el que fuera alcalde, Gómez Teruel.

Nota: El lector interesado en los pormenores de este episodio puede consultar el trabajo titulado “Homenaje frustrado a José Romero Álvarez, Héroe de la Guerra de la Independencia”, inserto en la 4ª Serie de Montellano: Crónicas de un siglo, páginas 327 a 350.

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Placa conmemorativa en la Villa de Algodonales que rememora la heroica acción del montellanero José Romero Álvarez y de los 237 moradores de la localidad asesinados por los franceses los días 1 y 2 de mayo de 1810, durante la invasión napoleónica.