La Religión de Grecia

LA RELIGIÓN DE LOS GRIEGOS DIOSES SEMIDIOSES Y HEROES GRECIA ANTIGUA

La religión de los Griegos Dioses Semidioses y Heroes Grecia Antigua

LA RELIGIÓN DE LOS GRIEGOS

La religión griega no formó una doctrina cristalizada, un sistema fijo. Desde los orígenes, pasando por Homero, hasta la absorción romana, han sido profundas las variaciones experimentadas por esta concepción religiosa.

DIOSES, SEMIDIOSES Y HEROES

Aun en el seno de un mismo pueblo, los individuos no se creían obligados a una interpretación uniforme de la mitología. Se alteraban las leyendas para satisfacer el orgullo de un aristócrata o para acomodarlas a la fantasía de los artistas o a las elucubraciones de los filósofos. En una cosa, no obstante, los griegos se mostraban intransigentes, y era en la observancia de los ritos tradicionales. El que practicaban según la costumbre de los antepasados, era religioso; el que los quería modificar era tachado de impío y sometido a la severidad de las leyes. En líneas generales, los aspectos más salientes de las principales divinidades de la Grecia histórica eran: Zeus, el dios por excelencia del helenismo, señor del cielo, habitaba en el Éter y desde allí dirigía los fenómenos celestes, la nieve y la lluvia. Armada su diestra con el rayo que forjaron los cíclopes, desencadenaba las tempestades. Protegía los nacimientos, el hogar, la familia, las ciudades; era el dios de la amistad, de la hospitalidad y de los triunfos; el dios purificador y vengador, el dios amable, omnipotente y sabio, conocía el porvenir por medio de los oráculos. Tanta majestad, de la cual era magnífico símbolo a los ojos de los atenienses la estatua de Zeus esculpida por Fidias, estaba, sin embargo, velada por no pocas sombras; había llegado al poder por medio de la violencia y las leyendas populares antiguas le atribuían un gran número de aventuras amorosas. Atenea fue la hija favorita de Zeus. Brotó cubierta de armadura, de la cabeza del padre de los dioses. Protectora de las ciudades y acrópolis, virgen guerrera, a ella era ofrecido el botín de las empresas victoriosas. En el interior de la ciudad, velaba por los negocios públicos, el comercio, la industria y las artes. En Atica, protegía el cultivo del olivo, principal riqueza del país. Pero en Atenas es donde la personalidad de Atenea recibió todo su magnífico desarrollo. Los marineros, al entrar en el Pireo, regresando de sus expediciones, podían descubrir su colosal estatua dominando la Acrópolis y la saludaban como personificación ideal de su sabia e industriosa ciudad.

Apolo, hijo de Zeus y de Latona, era una de las divinidades más poderosas del mundo griego y reunió en sí multitud de atributos. En las campiñas solitarias, en Arcadia y Laconia era el dios de los pastores y de los prados. Los jonios de Delos saludaban en él al dios de la poesía y de las artes, porque presidía el coro de las Musas y de las Gracias. Aparecía, a veces, como Helios, el dios del Sol y en Delfos era el profeta que comunicaba a los hombres los oráculos dictados por Zeus en persona. Como Apolo, Artemisa era hija de Latona, recorría los bosques y las montañas vestida de cazadora, y por ser virgen, protegía la castidad y los amores legítimos. La influencia del Oriente se manifiesta claramente con ocasión del culto de Afrodita, equiparada muchas veces a la Astarté semítica.

Lo mismo sucede con el mito de Adonis (el Tammuz de los babilónicos), el hermoso adolescente amado por Afrodita, que muere y renace cada año como la vegetación en él personificada. Ares era el dios de la guerra; Hermes, dios de los ganados y de la fecundidad; Hades y Persefona, el dios y la diosa de los muertos. En el mar reinaba Poseidón. En plano inferior a estas divinidades se agitaban infinidad de dioses secundarios, terribles como las Furias; graciosas, como las Ninfas de los bosques; las cincuenta Nereidas y las tres mil Oceánidas. Dioses medio hombres, medio animales, como Pan, y los séquitos de Silenos y Sátiros. En los siglos VII y VI se extendió el culto a los Héroes, engrandecidos e idealizados por las Epopeyas.

El culto de los muertos rendía especial veneración a los antepasados ilustres. De ahí a considerar a los “superhombres” como intermediarios entre la Humanidad y la Divinidad no había sino un paso. Los acontecimientos políticos favorecieron semejante apoteosis. Se fundaron colonias en las costas del Asia Menor, en Tracia, en Sicilia, en la Magna Grecia y las nuevas ciudades divinizaron sus antepasados más gloriosos. Diómedes tuvo sus santuarios y sus fiestas en la Magna Grecia; Helena y Menelao, en Esparta; Teseo, en Atica, y Aquiles, en las costas del mar Negro.

El más célebre de todos fue Heracles, el héroe nacional de los dorios. La religión popular había conservado también el recuerdo de los dioses menores. Pitios hacía brotar las plantas; Pandrosos enviaba las lluvias primaverales; Smintios cazaba los ratones de los campos; Maleatos hacía madurar las manzanas, etc. Otros presidían la vida humana: Eros, dios del mar; Kurotrofos prodigaba sus cuidados a los niños de pecho, etc. Semejantes a éstos eran los demonios creados por la imaginación popular: Eunostos, cuya imagen no faltaba en ningún molino; Taraxippos, que espantaba a los caballos, etcétera. El día trigésimo de cada mes estaba especialmente consagrado a los muertos y en dicho día las tumbas eran rociadas con vino, leche o miel, y después se rogaba solemnemente a los espíritus que se retiraran; era una manifestación de la superstición popular, que los consideraba como seres dañinos.

LA DECADENCIA Y EL FIN

Con las conquistas de Alejandro Magno, la religión griega penetró en Asia y Egipto, y sus dioses tuvieron favorable acogida especialmente en este país, donde se les añadió el culto de Alejandro y de los Tolomeo, reyes y reinas divinizados, heredando así la dinastía los homenajes tributados en otro tiempo a los faraones. Grecia, a su vez, también abrió las puertas a las influencias extranjeras. Los dioses egipcios, hasta entonces venerados en los puertos griegos por algunos extranjeros, fueron reclutando secuaces en el mundo helénico. Los adoradores de Isis y de Serapis se multiplicaron en las islas del mar Egeo, en Grecia, en Sicilia y en Italia. Pero a medida que la Religión ganó en extensión, perdió en seriedad, aunque subsistía todavía el culto oficial, con sus fiestas a veces magníficas. Pero ¿cómo podía ejercer su influencia en la vida de los individuos, si el Estado, que personificaba este culto, era impotente?

Cada vez se acentuó más el divorcio entre la vida religiosa y la civil y sólo más tarde la divinización de los emperadores romanos volvió a unirlos estrechamente. Pero este culto fue el triunfo del más radical antropomorfismo, de la total dependencia de hombre a hombre y, por tanto, la ruina del sentimiento religioso, incompatible con estas apoteosis de los soberanos. Al par que se iban confundiendo los límites de lo humano y de lo divino desaparecían también las diferencias entre las distintas divinidades. La mitología griega se alteró, y el culto abstracto de la Fortuna, por ejemplo, alcanzó un desarrollo extraordinario. Mientras que en Homero, la Moira representaba el destino que señalaba al hombre su puesto en el conocimiento universal, Tyché fue ahora lo caprichoso, el Azar. La astrología caldea fortaleció estas tendencias fatalistas. Los papiros que lograron escapar a las sistemáticas destrucciones ordenadas por los emperadores, descubren la enorme influencia de la magia. Finalmente, tomó gran extensión el culto de los demonios. Plutarco fue su principal campeón.

Según él los demonios eran seres invisibles, aéreos, que habitaban en el espacio entre la Tierra y la Luna, inteligentes, pero sujetos a las pasiones y al error. Unos, eran malos a quienes se dedicaban los ritos y fiestas lúgubres, y otros buenos, entre los que figuraban también almas justas, servidores de los dioses, a quienes era necesario tener propicios con oraciones y dádivas. Pero la religión griega, convertida en pura mitología literaria fue absorbida por Roma y su Imperio.

LOS DIOSES DE HESIODO

Después de Homero los poetas épicos se habían dedicado a fijar y ordenar las leyendas heroicas, para presentar a los helenos el ciclo completo de tan maravillosas historias. La Teogonía responde precisamente a estos deseos y es un ensayo de síntesis de las leyendas divinas. Puede datarse hacia el año 700 a. de J.C. En ella, el autor clasifica las genealogías de los dioses, desde el principio hasta el actual reinado de Zeus. En los orígenes aparecen cuatro seres: El Caos, probablemente el espacio vacío; Gaia o la Tierra, el Tártaro, en las profundidades de la Tierra, y finalmente Eros, el amor. Del Caos salen Erebo (las tinieblas) y Nyx (la noche), de Nyx y Erebo, emera (el día) y Ether (el aire luminoso).

Gaia engendra a Urano (el cielo), las montañas y Ponto (el mar). De su unión con Urano nacen multitud de dioses, los titanes, los cíclopes y los gigantes de cien brazos, hasta que tiene lugar una primera revolución: Urano es destronado por Kronos, por mostrarse cruel con sus hijos, a los cuales sepultaba en las profundidades de la Tierra. Después de este episodio, el poeta devana de nuevo el ciclo de las generaciones divinas. Aparecen las Parcas, la Muerte, el Sueño, la Vejez y mil otras abstracciones, cuyo número amplía el campo de la mitología griega. A las graciosas ninfas suceden los monstruos, arpías, quimeras, gorgonas y la esfinge. En medio de esta muchedumbre abigarrada, dos familias se destacan entre las demás: los titanes y los krónidas, nacidos de Rea y de Kronos, que por un momento se disputan el reino del Olimpo. Zeus, después de derribar a su padre Kronos, ve su reino amenazado por los titanes. Con la ayuda de los gigantes de cien brazos, precipita a sus enemigos en el Tártaro.

Una posterior victoria sobre el monstruo Tifeo asegura su triunfo, y al poeta no le resta sino dar cuenta del nacimiento de los últimos olímpicos. Esta Teogonía es un primer ensayo de especulaciones cosmogónicas muy rudimentarias, en las que tiene mayor importancia la imaginación que el razonamiento filosófico. Sin embargo, a través del desarrollo de las genealogías, parece entreverse la idea de un progreso hacia la armonía y la claridad. La Teogonía tuvo, además, el mérito de ramificar a los ojos de los griegos el árbol genealógico de sus múltiples divinidades, y constituyó para ellos un repertorio muy consultado.

LOS DIOSES HOMERICOS

La Ilíada y la Odisea no son un tratado didáctico de Mitología, ni tampoco obra de una inteligencia preocupada por coordinar las leyendas y explicarlas metódicamente, pero en ellas encontramos la historia de numerosos dioses. Los dioses de Homero eran hombres idealizados. Por sus venas circulaba un fluido misterioso, que los mantenía inmortales. Eran más poderosos que los héroes, más ligeros que ellos en sus movimientos, podían a su antojo hacerse visibles o invisibles y habitaban en moradas espléndidas donde su existencia se deslizaba en una eterna primavera. Para vivir necesitaban nutrirse de ambrosia y de néctar, y si bien estaban exentos de la muerte, eran sensibles al dolor, se desesperaban, envidiaban, odiaban, se combatían y entre ellos se daban preferencias, venganzas, enemistades y rencores de índole puramente humana. Por lo que toca a la moral, su imperfección era todavía más notable. Estaban sujetos a las pasiones, tenían sus amores y su patriotismo local.

Apolo mató a Patroclo a traición, Atenea lanzó contra Ares los epítetos de “azote de los hombres, asesino y bandido de profesión”. Homero nos presentó la residencia de los dioses, el Olimpo, organizado en forma monárquica. Allí dominaba Zeus como soberano. Inferiores a él iban escalonándose los demás dioses y diosas: Hera, esposa de Zeus; Atenea, su hija predilecta; Ares, el dios de la guerra; Foibos, Hermes, Efestos, el herrero cojo y hábil; Afrodita, la de oro; Poseidón y Hades se repartían la soberanía de los mares y el mundo subterráneo. Al mismo nivel de los dioses, o más bien superior a ellos en poder, mencionó Homero la Moira, la cual era concebida como un poder que fijaba el destino de los seres y en particular el de cada hombre y, sobre todo, la hora y género de su muerte. ¿Cómo explicarse el temor respetuoso de Zeus en presencia de la Moira, inclinándose ante ella y no atreviéndose a arrancar de sus garras a Héctor y a Sardepón, dos hombres por él tan queridos?

Es que los griegos consideraban la Moira como expresión de la Ley que regula la vida de los míseros mortales, y manifestación de una regla superior a los mismos dioses y a su voluntad. Los griegos de los tiempos homéricos concebían el alma como un principio material, sutil como el aire, unida al cuerpo hasta el momento de la muerte. Acaecida ésta, el alma se separaba conservando la forma del difunto; era su imagen pálida. Este “fantasma” se encaminaba hacia la morada de los Hades y, efectuado el sepelio, se le abrían las puertas de los Infiernos situados bajo tierra, en el Erebo. La suerte de los muertos era triste. Nada lo dice tan claro como la queja de Aquiles a Ulises: Yo preferiría ser en la Tierra siervo de un pobre dueño, que ser rey de todos los muertos.

Del ser humano no quedaba sino una sombra vaga, sin memoria, sin razón ni sentimiento, arrastrando una indecisa existencia. Para que alguna emoción se reflejara todavía en su descolorida faz era preciso que comiera carne fresca o bebiera sangre de animales negros. Hades no reservaba para las almas ni castigos ni recompensas personales, sea cual fuere la vida terrestre que hubiesen llevado. Sólo tres reos fueron sometidos a suplicios extraordinarios: Titio, Tántalo y Sísifo, los tres por atentar contra los dioses. Una sola vez se mencionó una vida dichosa ultraterrena. Proteo anunció a Menelao que no moriría sino que sería transportado en cuerpo y alma por los dioses a los Campos Elíseos. Allí la vida se desliza dulcemente, sin nieves, ni inviernos, sin lluvias. El motivo de una condición tan privilegiada no fue la virtud heroica de Menelao, sino su parentesco divino: Tú te has desposado con Helena y eres yerno de Zeus. El resto de los mortales estaba destinado a la existencia oscura y monótona del Erebo.

LOS MISTERIOS Y EL ORFISMO

Por último, en el siglo VI, al lado de la religión nacional, nacieron otras religiones secretas, accesibles sólo a los iniciados, los Misterios y el Orfismo, como una satisfacción de esta curiosidad intelectual propia del alma griega. Los Misterios más célebres fueron los de Eleusis. Tenían lugar todos los años y constaban de dos grupos de fiestas distintas. Los “pequeños misterios” se celebraban en Agra, un arrabal de Atenas, y eran el preámbulo necesario para ser iniciado en los “grandes misterios”. Les precedía una purificación en las orillas del Ilisos. Después, los candidatos recibían las revelaciones que constituían la iniciación propiamente dicha y desde este momento eran contados entre los mystos o iniciados.

He aquí el orden de las ceremonias sagradas: El 14 Bredomión, los objetos sagrados eran trasladados de Eleusis, en Atenas, al santuario de la Eleusinión. El 15, dos de los principales dignatarios, el hierofante y el daduco, enumeraban las condiciones para ser admitidos en los misterios, excluyendo a los criminales, sacrílegos, asesinos o bárbaros. Se imponía a los candidatos la obligación del más absoluto secreto. El día 16, los iniciados se dirigían a la playa y se sumergían en el mar, cuyas aguas tenían la virtud de borrar toda mancha. Cada uno llevaba consigo y lavaba en las aguas un cochinillo, que debía luego inmolar a Demetra. Después de dos días en que se guardaban los ayunos y abstinencias prescritos por los mistagogos, los iniciados se dirigían procesionalmente de Atenas a Eleusis.

En medio de cánticos sagrados y de ensordecedores gritos, eran conducidos en triunfo los objetos sagrados y la estatua de Yacos, joven dios, que se identifica con Dionisio. La procesión llegaba a Eleusis por la tarde. Después de varias purificaciones y ayunos, los iniciados apuraban el brebaje místico. Finalmente asistían durante la noche a los espectáculos misteriosos que se desarrollaban en el interior del templo de Demetra. Ya por la noche se abrían las puertas del santuario, y el hierofante, revestido de magníficos ornamentos, ceñida la frente con diadema real, mostraba a los iniciados reunidos los objetos sagrados sumergidos en un mar de luz.

El efecto de semejantes espectáculos, que se desarrollan en medio de un grandioso aparato escénico, era inspirar a los iniciados la seguridad de una existencia feliz en el mundo subterráneo. El Orfismo, a la par que una religión, era un sistema filosófico. Su mito principal es la leyenda de Dionisio Zagreus, nacido de Zeus y de su hija Perséfona. Zagreus recibió desde su infancia el imperio del mundo. Hera, celosa, excitó en contra de él a los titanes. El joven dios, a través de una serie de metamorfosis, se sustrajo a sus persecuciones, hasta que, apresado por ellos bajo la forma de un toro, fue despedazado y devorado. Palas consiguió, sin embargo, arrebatarles el corazón de la víctima, y de este corazón renació el nuevo Dionisio.

Zeus se vengó de los Titanes fulminándolos con sus rayos y de sus cenizas surgió el género humano, en medio del cual el elemento titánico, principio del mal, está en continua guerra con el elemento dionisíaco, principio del bien, derivado de la sangre de Zagreus. De ahí la necesidad de luchar hasta conseguir el triunfo del elemento divino y poder oír de Perséfona la palabra salvadora: “Bienaventurado y dichoso: tú serás dios y no ya simple mortal”. Sobre esta concepción teológica se formó el culto, con misterios especiales que se celebraban durante la noche en reuniones a puerta cerrada.

TIEMPOS PREHOMERICOS

Querer remontarse a los tiempos anteriores a Homero habría parecido una quimera hace 50 años. Se creía, con Fenelón, que la Ilíada y la Odisea representaban la sencillez del mundo naciente. No obstante, los descubrimientos arqueológicos en Hisarlik, la antigua Ilios, en Micenas y en Tirinto, han revelado gran parte de este misterioso pasado, anterior a Homero. El jefe de una expedición arqueológica inglesa, míster Arturo Evans, descubrió el Palacio de Cnosos, en Creta, cuyas paredes, adornadas profusamente con dobles hachas (en indio, labyrinto) debía ser el Palacio del Hacha, la fabulosa residencia del rey Minos. Estos descubrimientos han permitido remontarse, en la historia de la civilización griega, más allá del año 2000 a. de J.C. Empezando por las formas religiosas más elementales, parece señalarse como antiquísimo el culto de las piedras. Aun en el año 405 a. de J.C., una piedra que se creía caída del cielo fue objeto de veneración por los habitantes del Quersoneso.

En el siglo II d. de J.C., señala todavía Pausanias, en los templos griegos, la existencia de estas piedras sagradas en forma de pirámide o coronadas con cabezas de divinidades. Los antiguos griegos añadieron al culto de las piedras el de los árboles. Sin hablar de los que se consideraban protegidos por una divinidad (como la encina de Zeus, el olivo de Atenea, el laurel de Apolo, y otros muchos), y eran venerados como residencia de los mismos dioses. En Laconia, Artemisa vivía en un nogal; en Boia, en un mirto, y en Orcómenos, en un cedro. Las Hamadríadas fijaban su morada en las encinas; las Melias, en los fresnos. Era creencia común que, hallándose así incorporadas a los árboles, vivían o morían con ellos.

Se ha relacionado este culto con otro mucho más antiguo: el del fuego. Quizás la adoración habría pasado del fuego a los árboles, que proporcionan el combustible para mantenerlo. Los griegos consideraron como sagrados a algunos animales, y de modo especial a las serpientes. En la Acrópolis de Atenas se les ofrecían todos los meses panales de miel y estuvieron especialmente asociadas al culto de Esculapio, pues el dios de la Medicina se complacía en tomar su forma para manifestarse a sus adoradores. También los demás dioses tenían sus animales favoritos: el águila era el ave de Zeus; la paloma estaba dedicada a Afrodita; el mochuelo a Atenea; el delfín a Apolo y a Poseidón, etcétera. En las imágenes aparecen, generalmente, juntos el dios y el animal a él consagrado, pero las formas humanas y los animales se mezclaron, dando lugar a seres monstruosos, que recuerdan a los Horus e Isis de Egipto (el Minotauro, la diosa-león, la diosa-águila, etcétera). Una manifestación religiosa situada ya en un estadio superior fue el culto de los muertos. Numerosos sepulcros de distinto tipo, con cúpula, y en forma de pozos, o excavados en la roca, se han descubierto en Creta y en varios puntos de la Grecia continental. Los cadáveres aparecen sepultados ordinariamente sin embalsamar, y, contra la costumbre de los tiempos de Homero, sin haber sido quemados.

Los griegos creían en una prolongación de la vida de sus difuntos y los honraban con numerosas ofrendas. Los huesos y cuernos de toros, corderos, cabras, etc., encontrados en la entrada o en el interior de los sepulcros, deben ser restos de holocaustos. En el vestíbulo de las tumbas rupestres de Micenas se encuentran gran número de huesos humanos.

Además de los sacrificios aparece clara la costumbre de los dones que constituían un completo ajuar funerario para el muerto: armas, joyas, vasos de oro y de plata, etc. Estas ofrendas no se hacían sólo el día del entierro, sino que se renovaban con frecuencia.

En Micenas, las tumbas formaban grupos, en cuyo centro se levantaba un altar formado por gruesas piedras, que servía para los sacrificios. No sin razón pueden considerarse estos ritos funerarios como el principio del culto a los héroes, que tan grande desarrollo alcanzó a partir del siglo VII a. de J.C. Más adelante surgieron los dioses antropomorfos que dieron lugar a una religión épica, con su séquito de leyendas, origen de la Mitología. Estos dioses no nacieron espontáneamente en la imaginación de los poetas, pues lo mismo que las epopeyas, suponen una prolongada elaboración. Ya mucho antes de Homero se rendía culto a dioses de forma humana. En Creta han sido halladas estatuitas de divinidades femeninas, algunas de las cuales probablemente representan la Tierra, madre de los dioses y de los hombres.