Rio de la Plata 1776-1914 Desarrollo Cientificos y Culturales

Fecha de publicación: 01-may-2009 18:50:17

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EL RIO DE LA PLATA,1776-1914: DESARROLLOS CIENTIFICOS Y CULTURALES

LUIS ALBERTO ROMERO

UNESCO, Historia del desarrollo científico y cultural de la Humanidad

Volumen VI, cap. 12: La América Latina y el Caribe, 1789-1914.

El Virreynato del Río de la Plata, 1776-1810

La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 transformó las condiciones sociales y

culturales de la zona más austral del Imperio hispánico en América. Se estableció una

administración sólida y consistente -el Virrey y los Gobernadores Intendentes-, con el propósito de

defender el territorio, controlarlo eficazmente y hacerlo progresar. Este impulso se sintió sobre todo

en Montevideo, fondeadero de la flota de guerra, y en Buenos Aires, la capital y a la vez el puerto

de ese nuevo espacio político y económico, que incluía al Alto Perú y sus minas de plata.

Buenos Aires, puerto de la plata, tuvo un importante comercio, que fue más bien pasivo

hasta que las dificultades políticas y navales de España, notorias desde 1795, permitieron a los

comerciantes porteños ensayar un estilo mercantil activo y autónomo. El dinamismo comercial de

Buenos Aires estimuló la explotación ganadera, consistente en la matanza de animales cimarrones

en las llanuras de Entre Ríos y la Banda Oriental, para exportar los cueros. Se trataba de una

actividad primitiva, con mínimos requerimientos técnicos, adecuada para una sociedad primitiva,

que creció al margen de las convenciones sociales, donde blancos pobres, indios y negros se

mezclaron libremente. En el Interior del Virreinato, en cambio, la sociedad se organizó según las

líneas de castas, y fue más estable y ordenada. Las actividades económicas -agricultura de escala

reducida, ganadería, artesanías- se desarrollaron sin grandes sobresaltos y orientadas a las

necesidades de consumo del Alto Perú. La sociedad decente se concentraba en las ciudades, que

eran centros comerciales y administrativos.

En las décadas finales del siglo XVIII se manifiesta en este confín hispanoamericano una

sensible renovación cultural, coincidente con las ideas de los tiempos, pero canalizada en el marco

de la cultura establecida. No hubo aislamiento, pero tampoco brusca irrupción de novedades, sino

un calmo procesamiento, que fue dotando de nuevos contenidos a la cultura escolástica. El centro

cultural tradicional era la Universidad de Córdoba, fundada a principios del siglo XVII y

administrada por los jesuitas hasta su expulsión en 1767. Los sucedieron los franciscanos primero, y

desde 1800 se hizo cargo el Obispado. En Córdoba se estudiaba teología, y la enseñanza pasaba por

la doble censura eclesiástica y política, que permitió que las nuevas ideas fueran abriendose paso, de

manera moderada y dosificada. Así, en el marco del aristotelismo, comenzó a hablarse de la nueva

física, la de Descartes y Newton, que aunque solo fuera para criticarla. En 1801 el rector fray

Sullivan decidió comprar un "laboratorio" de física experimental, compuesto de diversas

"máquinas", que se ofrecía en venta. El Cabildo de Córdoba negó la autorización, argumentando

que en la Universidad debía enseñarse teología, aunque admitió que podía desarrollarse la física

teórica. En cambio, el rector recibió el apoyo franco de las más importantes autoridades

administrativas, incluyendo al Virrey, que apoyaron la enseñanza de la física experimental.

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Esta incorporación graduada de las novedades del siglo se dio en mayor medida en

Montevideo, donde en 1787 se estableció una cátedra de filosofía en el Colegio Franciscano, y

sobre todo en Buenos Aires; desde 1771 se hacían allí gestiones para fundar una Universidad, y

superar así la situación de inferioridad frente a Córdoba o Charcas. Según el Cabildo Eclesiástico de

Buenos Aires, la nueva Universidad debía incorporar, entre otras cosas, la enseñanza de la física

moderna, apartándose de Aristóteles. La oposición de Córdoba impidió la creación de la

Universidad porteña, pero en 1773 se fundaron los Reales Estudios, de nivel primario, y en 1783 el

Real Colegio de San Carlos, donde estudiaron los futuros próceres de la Revolución, y donde

enseñaron no pocos de sus futuros funcionarios. Sin embargo, no fue allí donde tomaron contacto

con las nuevas ideas pues, salvo algunos agregados de modernidad, la enseñanza se ajustó a los

criterios, ciertamente flexibles, de la escolástica.

La renovación intelectual cobró impulso desde 1790. Influyó la apertura comercial de

Buenos Aires, la llegada de libros y de periódicos españoles, que comentaban las nuevas ideas, y

también los viajes de estudio de algunos jóvenes, como Belgrano. Signo de los tiempos fue el

Teatro de la Ranchería, donde en 1789 se estrenó Siripo, obra del criollo Manuel de Lavardén, o el

establecimiento de la Imprenta de Niños Expósitos, donde en 1802 comenzó a editarse el Telégrafo

Mercantil, primer periódico rioplatense. Al igual que en la España de Carlos III, circulaban las

nuevas ideas, había un nuevo público atento a ellas, y sobre todo un grupo de activistas y militantes.

No eran ideas subversivas. La monarquía y la Iglesia compartían la aspiración de los ilustrados a la

realización de la felicidad del pueblo, y estos contaban con tan poderoso apoyo para llevar adelante

sus ideas. Tal era, particularmente, la posición de Manuel Belgrano, designado en 1794 por el Rey

como Secretario del Consulado, desde donde llevó adelante una intensa acción renovadora.

Belgrano y sus amigos creían que no se trataba de inventar nuevas ideas sino de adecuar

algunas de las que estaban en boga en Europa. Siguiendo las lecciones de la fisiocracia, debía

fomentarse la agricultura, identificada con la civilización, y crear así una alternativa al fuerte

desarrollo ganadero que ya se vislumbraba. Hipólito Vieytes difundió esas ideas desde el

Semanario de Agricultura, fundado en 1802, y las continuó Belgrano en el Correo de Comercio,

que empezó a aparecer a principios de 1810. También el comercio con todo el mundo se asociaba

con la apertura, la circulación de ideas y la civilización, como lo planteó Lavardén en Nuevo

aspecto del comercio en el Río de la Plata, o casi en los mismos términos el oriental Dámaso

Larrañaga, al inaugurar en 1816 la Biblioteca Pública de Montevideo. En este aspecto, los intereses

de los ilustrados coincidían con los de los comerciantes porteños, por entonces lanzados a

arriesgadas operaciones comerciales o empresariales, como fue el caso del mismo Lavardén, que

dirigió el primer saladero rioplatense, en la Banda Oriental.

En Bueos Aires, a diferencia de Córdoba, las inquietudes culturales o científicas se

relacionaron pronto con las necesidades más inmediatas de la sociedad: el saber científico era

apreciado en tanto ayudaba a resolver los problemas prácticos. En 1798 se creó el Protomedicato de

Buenos Aires, para habilitar a quienes ejercían la medicina, ocuparse de atender los problemas de la

salud pública -como la vacunación contra la viruela- y formar nuevos médicos. En 1801 comenzó la

enseñanza de la medicina, a cargo de Cosme Argerich, y en 1808 se graduó la primera camada de

médicos, de destacada actuación posterior. En 1799, por iniciativa del Consulado, se creó una

Escuela de Dibujo, que se cerró poco después, y otra de Náutica, donde tuvo amplio desarrollo la

enseñanza de las matemáticas y de los métodos experimentales. La Escuela debía combinar la

enseñanza científica con la formación de los pilotos reclamados por un activo comercio porteño,

que incursionaba por Africa o el Caribe. Ambas iniciativas se interrumpieron como consecuencia de

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la crisis política que siguió a las Invasiones Inglesas y que desembocó en la ruptura del lazo

colonial.

Independencia y guerras civiles, 1810-1852

Los primeros años de vida independiente fueron muy difíciles.

La guerra, muy costosa, originó una aguda penuria económica. Fuera de Buenos Aires produjo

depredación de riquezas, tanto en las regiones ganaderas como en los centros urbanos, afectados

también por la apertura comercial y, sobre todo, la desaparición del flujo de metales provenientes

del Alto Perú, que quedó en manos realistas.

Pero también fueron años de efervescencia patriótica y de ebullición de las ideas: en Buenos

Aires se tradujo El Contrato Social, se publicó el periódico La Gaceta, al que siguieron otros

también destinados a educar al pueblo, y hubo "una feliz revolución en las ideas", de tono más

radicalizado en algunos, como Mariano Moreno o Bernardo de Monteagudo, o más moderado,

como el Deán Gregorio Funes, que por entonces formulaba el nuevo plan de estudios de la

Universidad de Córdoba. Funes admitía la necesidad de ampliar la enseñanza de la fisica

experimental y las matemáticas, pero recomendaba conservar la tradicional escolástica para la

metafísica. Belgrano, en cambio, recomendaba enseñar lógica según Condillac, abandonar la

metafísica y reforzar los aspectos morales de la religión.

La penuria financiera hizo que se interrumpiera la existencia de varias instituciones creadas

al fin de la Colonia. Algunas sobrevivieron, adecuadas a las nuevas necesidades militares: el

Instituto Médico Militar, o la Academia de Matemática y Arte Militar, indispensable para la

formación de los artilleros. Luego de 1815 pudieron reanudarse algunos emprendimientos. Así, se

rehabilitó el antiguo Colegio de San Carlos, convertido en Colegio de la Unión del Sur. Juan

Crisóstomo Lafinur, profesor de filosofía, introdujo en sus cursos las teorías de la ideología,

suscitando el rechazo de los más tradicionales, quienes en 1819, en ocasión de los exámenes

públicos de sus alumnos, lo acusaron de poner en peligro la existencia del alma.

A la guerra de Independencia siguieron, sin solución de continuidad, los conflictos civiles,

que fueron disolviendo la unidad política virreinal. Algunas partes se convirtieron de hecho en

estados independientes: Bolivia, Paraguay o la Banda Oriental, cuya independencia se declaró en

1828, después de una guerra entre las provincias del Río de la Plata y Brasil. En otros casos se

formaron estados provinciales autónomos, de finanzas escuálidas y economías empobrecidas, cuyos

gobernantes fueron denominados caudillos. En cambio la provincia de Buenos Aires vivió un

período de prosperidad, posibilitada por la notable expansión de la explotación ganadera, que ganó

nuevas tierras al sur. El estado provincial se organizó sobre bases modernas, y se alentó una

renovación cultural de resultados notables, condicionada sin embargo por una inestabilidad política

que pronto desembocaría en nuevas guerras civiles.

La explotación ganadera, realizada en estancias, mantuvo su arcaísmo técnico, pero en los

saladeros -donde se preparaban los cueros y la carne salada- se incorporaron algunas innovaciones,

como la grasería, que introdujo el químico español Antonino Cambaceres. Otros profesionales

vinieron al Plata para ocuparse de obras del puerto, de salubridad, urbanización, o de las empresas

mineras, por entonces prometedoras pero que no llegaron a prosperar. La necesidad de trazar los

linderos de las estancias estimuló la creación del Departamento Topográfico, y el desarrollo de la

agrimensura, la medición pluvial y otras actividades que requirieron una nueva experticia ingenieril.

Muchos de esos expertos fueron contratados en Europa por Rivadavia, aprovechando los

exilios obligados por las persecuciones políticas, y una cierta ilusión que despertaba el "rio de la

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plata". Así, llegó a Buenos Aires un numero importante de científicos de primer nivel: el naturalista

Aimé Bonpland, que fue colaborador de Humboldt, los físicos italianos Pedro Carta Molina y

Fabricio Mossotti, el matemático Mauricio Chauvet, los escritores José Joaquín de Mora y Pedro de

Angelis o el ingeniero Carlos Enrique Pellegrini.

Mientras duró la bonanza rivadaviana, estos centíficos combinaron las actividades

profesionales con las científicas y académicas. Mossotti, por ejemplo, instaló un observatorio

astronómico en el Convento de Santo Domingo y escribió un artículo en una importante revista

científica europea sobre el eclipse de 1833. Además realizó observaciones pluviométricas para el

Departamento Topográfico y enseñó física en la Universidad de Buenos Aires, que acababa de

crearse.

Este era un viejo proyecto porteño, que se concretó en 1821. Según el modelo francés, la

Universidad debía regir el conjunto de la enseñanza, en sus tres niveles. Así, se crearon varias

escuelas primarias y se introdujo el método Lancaster, muy adecuado dada la escasez de docentes y

de recursos para pagarlos. El Colegio se reorganizó como Colegio de Ciencias Morales, y recibió

alumnos becados, provenientes de las provincias del Interior. Además del derecho, la Universidad

impulsó la enseñanza de las ciencias experimentales, gracias al aporte de los físicos italianos

mencionados, y de la medicina; aquí se aprovechó el saber de los excelentes médicos formados

hasta entonces, como Cosme Argerich hijo o Francisco Javier Muñiz, un notable y esforzado

médico militar, que se dedicó también a la paleontología. En filosofía se impuso la nueva corriente

de la ideología, y se siguió a Condillac, Cabanis y Destutt de Tracy, con quien se carteaba

Bernardino Rivadavia. Juan Manuel Fernández de Agüero, profesor de filosofía, tuvo por ello un

conflicto con el rector de la Universidad, un canónigo más tradicional, pero fue respaldado por las

autoridades políticas.

El impulso renovador alcanzó a toda la vida cultural porteña y se prolongó a algunas

ciudades del Interior. Buenos Aires tenía cinco librerías, se editaba un número considerable de

períodicos, había representaciones teatrales y de ópera, cenáculos literarios y polémicas. Pero los

conflictos políticos pronto derrumbaron un edificio de bases débiles. La renuncia de Rivadavia a la

presidencia en 1827 acabó con muchos proyectos. La penuria fiscal obligó a abandonar otros,

particularmente las obras públicas, y con el correr de los años se llegó, ya en tiempos de Rosas, a

suspender los sueldos de maestros y profesores universitarios. Por otra parte, las luchas políticas

crearon un clima crecientemente faccioso, y muchos científicos e intelectuales emigraron o fueron

expulsados de sus empleos. La mayoría de los europeos se volvieron; algunos sobrevivieron

dedicándose a otra cosa, como el ingeniero Pellegrini, que terminó como pintor de moda.

El gobierno de Rosas, instalado en 1829, se consolidó como dictadura en 1835. Se

caracterizó por el orden autoritario, el clima extremadamente faccioso y una suerte de xenofobia,

acentuada por los bloqueos impuestos por franceses e ingleses. Su poder, así como el de la mayoría

de los gobernantes de las provincias, se apoyaba en las masas rurales, hostiles a las clases urbanas

ilustradas. En todo el territorio rioplatense predominó esta hostilidad del campo hacia las ciudades y

la cultura que ellas representaban.

Una nueva generación intelectual se propuso comprender esta situación, y tratar de actuar

sobre ella. Eran en su mayoría jóvenes estudiantes universitarios, insatisfechos con la enseñanza de

sus maestros -algunos tan respetados como Diego Alcorta. Se inspiraban en los filósofos eclécticos

y también en los poetas y literatos románticos, a través de quienes llegaban las ideas de Herder.

También influían los ecos de la revolución de 1830. La juventud universitaria e intelectual quería

entender lo que sus predecesores no habían comprendido, y actuar en consecuencia. Se trataba de

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descubrir lo propio del pueblo argentino, lo irreductible a las teorías abstractas, y sobre todo

explicar a Rosas y la aceptación que tenía en la gente. Luego, querían actuar eficazmente, pues

todos aspiraban a ser políticos.

La "generación del '37" se desenvolvió primero en la Buenos Aires de Rosas y luego optó

por emigrar a Santiago de Chile o a Montevideo, y sumarse allí a los antirrosistas. En el exilio

escribieron sus obras más importantes: el Dogma socialista de Esteban Echeverría, el Facundo de

Domingo Faustino Sarmiento o el Fragmento preliminar al estudio del Derecho, un texto previo

de Juan Bautista Alberdi, con el que aspiró a doctorarse en Buenos Aires.

En Montevideo se reunieron los enemigos de Rosas: porteños, orientales y muchos

europeos, como Garibaldi, que se sumaban a la lucha por la libertad. Los apoyaba la escuadra

francesa, de modo que la ciudad, también enfrentada con su campaña, tuvo un aire cosmopolita. Los

emigrados animaron la vida cultural, promovieron los periódicos, los debates literarios y la vida

académica. En Montevideo se reanudaron las polémicas entre ideólogos y saintsimonianos, entre

neoclásicos y románticos. En 1838 comenzó a publicarse el periódico El Iniciador, desde 1833 se

instalaron diversas cátedras universitarias y en 1838 se dispuso la creación de la Universidad,

aunque de momento no se concretó. Sucesivamente se crearon una Biblioteca, un Museo y un

Archivo, y en 1843 el instituto Histórico y Geográfico. En 1848 se fundó el Gimnasio, pronto

convertido en Colegio Nacional, y en 1849 se efectivizó la fundación de la Universidad, donde Luis

José de La Peña enseñó las doctrinas eclécticas. Andrés Lamas comenzó su recopilación de

documentos de la historia del Uruguay, tarea similar a la encarada en Buenos Aires por Pedro de

Angelis, un escritor napolitano que, en una ciudad intelectualmente poco estimulante, lograba

sobrevivir sirviendo a Rosas como escritor y periodista.

Organización y apertura, 1852-1880

La caída de Rosas en 1852, coincidente con el comienzo de la gran expansión del

capitalismo, transformó las condiciones del Río de la Plata. La producción pecuaria para la

exportación -sobre todo la lanar- se desarrolló firmemente; creció el comercio exterior, se

intensificó el flujo de inmigrantes y se multiplicaron las empresas colonizadoras. Ambas capitales, y

algunas otras ciudades, crecieron y se modernizaron aceleradamente. Sin embargo, los estados no

llegaron a afirmarse plenamente sino al fin del período: la guerra entre las dos facciones

tradicionales -blancos y colorados- se perpetuó en Uruguay hasta 1876, y en la Argentina el

gobierno central solo acabó con las disidencias internas en 1880. Para agravar las cosas, ambos

países participaron, junto con el Brasil, en una cruenta guerra con el Paraguay.

En este proceso de construcción económica e institucional tuvo activa participación el

conjunto de los intelectuales y políticos formados en el exilio rosista, quienes propusieron las

grandes alternativas para la organización de ambos países, fundadas en el liberalismo político y la

apertura económica. En la Argentina los más destacados fueron Juan Bautista Alberdi -su Bases

sirvió de modelo para la Constitución de 1853- y Domingo Faustino Sarmiento, que fue presidente

en 1868 y tuvo influencia en muchos campos, en especial el educativo. En Uruguay, en cambio, los

"doctores" -que militaban en los dos partidos tradicionales- no lograron doblegar la influencia de los

"caudillos".

Los grandes instrumentos para renovar la sociedad y avanzar hacia el progreso fueron la

inmigración -que se estimuló por la vía de la colonización- y la educación, sobre todo la primaria o

"popular". Los grandes propagandistas e impulsores fueron Sarmiento y el uruguayo José Pedro

Varela, puesto en 1876 a cargo de la Instrucción Pública por el presidente Latorre. Las acciones más

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espontáneas se sistematizaron casi simultáneamente en los grandes instrumentos legales que

establecieron la educación obligatoria, gratuita y laica. En 1870 se fundó la Escuela Normal de

Paraná, donde Pedro Scalabrini difundió las ideas genéricamente denominadas positivistas,

particularmente el laicismo y la fe en la ciencia. Los educadores allí formados -los "normalistas"-

tuvieron una enorme influencia en la educación pública en las décadas siguientes.

Las ideas del progresismo racionalista y laico alcanzaron un enorme auge, así como la

doctrina evolucionista de Darwin. Los grupos renovadores, liberales y anticlericales, chocaron con

la Iglesia católica, especialmente cuando sus obispos se empeñaban en seguir las ideas

ultramontanas de Pio IX, y también con intelectuales que combinaban esas posturas con un

espiritualismo más genérico. En el Uruguay, el obispo Vera se empeñó en erradicar el catolicismo

liberal y "masón", alineando a su grey en el ultramontanismo cerrado, mientras que los liberales

fundaron en 1872 el Club Racionalista y aprobaron una Profesión de fe racionalista, que

combinaba el liberalismo doctrinario con una vigorosa apelación moral. Los choques ideológicos

fueron quizá desproporcionadamente intensos, en relación con las cuestiones reales en juego: tanto

el Estado como la Iglesia apenas estaban comenzando a organizarse, pero aquel definió su

preeminencia en cuestiones claves, como la educación.

En torno de la educación se dirimieron otros debates. En 1863 se inició en la Argentina la

creación de Colegios Nacionales, destinados a formar a las nuevas elites políticas, cultas y

solidarias con el Estado nacional. El Colegio Nacional de Buenos Aires, que dirigió Amadeo

Jacques, debía servir de modelo a sus pares: el Monserrat de Córdoba y el de Concepción del

Uruguay. Conforme a sus propósitos, la orientación de la enseñanza era fuertemente humanista.

También se reorganizó la Universidad. Bajo el rectorado de Juan María Gutiérrez (1861-73), la

Universidad de Buenos Aires se recuperó de la incuria rosista; se creó el Departamento de Ciencias

Exactas, donde en 1868 se recibió la primera camada de ingenieros, conocidos como "los doce

apóstoles". Pese a ese impulso, la Universidad argentina se mantuvo distante de la renovación

intelectual y de los debates de su tiempo.

Al margen de la Universidad, el desarrollo de las ciencias fue muy significativo. El estado

argentino hizo un gran esfuerzo para estimular las instituciones y traer científicos europeos de valer,

como Germán Burmeister, un notable sabio alemán contratado en 1862, que reorganizó el Museo de

Ciencias de Buenos Aires y lo convirtió en una institución notable. Luego Burmeister se trasladó a

Córdoba, donde en 1870 impulsó la creación de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas y la

Academia de Córdoba, convertida en 1878 en Academia Nacional de Ciencias. Simultáneamente, el

Gobierno nacional establecía allí el Observatorio Meteorológico, de modo que Córdoba se convirtió

en un segundo centro de irradiación científica. En Buenos Aires y en Córdoba proliferaron las

publicaciones, como los Anales del Museo, que editó Burmeister, y se estableció un diálogo con

los principales centros del mundo.

En 1872 un grupo de docentes de la Facultad de Ciencias Exactas de Buenos Aires fundó la

Sociedad Científica Argentina. Eran sus animadores los miembros de la primera camada de

ingenieros, encabezados por Luis Huergo, que se proponían intervenir activamente en las cuestiones

de interés público. En 1875, en concidencia con la Exposición Industrial, la Sociedad Científica

organizó un concurso relativo a los aportes de la ciencia a la industria nacional, y particularmente a

la elaboración de materias primas nacionales. Huergo y otros ingenieros intervinieron en el debate

acerca del puerto de Buenos Aires, y también opinaron sobre las obras de salubridad que realizaba

la Ciudad. No fueron los únicos científicos que por esos años buscaban combinar el saber con las

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necesidades de la sociedad: los médicos encararon la solución de los graves problemas de higiene

de una ciudad que en 1871 había sido diezmada por la fiebre amarilla.

Del optimismo a la duda, 1880-1914

En las décadas finales del siglo, en ambos países se avanzó hacia la instauración del orden y

la unidad políticos -aunque el Uruguay vivió su última guerra civil en 1904-, de afirmación y

desarrollo de las instituciones estatales y de sostenido crecimiento económico. Este se basó en el

comercio exterior, las exportaciones agropecuarias, la inversión de capitales -particularmente en

ferrocarriles y puertos- y sobre todo la inmigración, que modificó profundamente el perfil de la

sociedad. El campo se modernizó y crecieron las grandes ciudades, especialmente Buenos Aires y

Montevideo. El proceso social se caracterizó por una fuerte movilidad, una creciente

diversificación, y también la emergencia de nuevos conflictos, en las ciudades y en el campo, que

sin embargo hasta 1914 tendieron a resolverse en términos de integración. El régimen político,

originariamente controlado por elites de origen tradicional, fue evolucionando hacia una

participación más amplia y una creciente democratización, cuyas aristas potencialmente conflictivas

todavía no se vislumbraban en 1914.

El formidable crecimiento económico y el nuevo orden político estimularon una filosofía

espontánea: los valores del positivismo -progreso material, ciencia, laicismo- fueron asumidos de

manera natural y escasamente crítica, más conformista que militante, y difundidos ampliamente, en

diarios, revistas y libros, a medida que -por efectos de la política educativa- aumentaba en la

sociedad la masa de letrados. A partir de 1890 se empezó a notar un cierto giro, de la confianza a la

duda: lo marcó la orientación que en 1892 el presidente y filósofo Julio Herrera y Obes, de

tendencia espiritualista, imprimió a las instituciones culturales uruguayas, el clima de tensión y

desconfianza en las instituciones políticas que se inició en la Argentina con la Revolución de 1890,

la creciente y crispada preocupación por la nacionalidad, en las décadas finales del siglo, o las

enormes dudas acerca del rumbo tomado, que se manifestaron en la elite dirigente en torno del

Centenario de la Revolución de Mayo.

Los nuevos estados asumieron plenamente el programa de "educar al soberano": asegurar la

escolaridad básica, gratuita, laica y obligatoria, y confiar en que ella formaría a los nuevos

ciudadanos. Las escuelas primarias y los colegios nacionales, de nivel medio, cumplieron esa

función y le aseguraron al Estado el dominio sobre un campo en el que ni la Iglesia ni las

instituciones de las colectividades extranjeras pudieron competir. Las ideas pedagógicas del

llamado normalismo se difundieron ampliamente, y cobraron nuevo impulso en la Universidad de

La Plata, creada en 1905, donde se puso el acento en la enseñanza práctica y en los métodos

experimentales, en desmedro de la educación humanística clásica. En otros campos el Estado

también avanzó sobre terrenos en los que la Iglesia tenía hipotéticas aspiraciones, como el Registro

Civil de nacimientos, matrimonios y defunciones. En la Argentina el avance se detuvo allí, y desde

1890 se manifestó una actitud más contemporizadora, mientras que en el Uruguay, luego de una

pausa parecida, el impulso laico recibió un poderoso impulso por obra de Jose Batlle y Ordoñez,

presidente desde 1903 y figura dominante durante dos décadas. Su "reforma moral" unió

progresivamente la modernización estatal, el intervencionismo económico, el desarrollo de políticas

de seguridad social y un impulso al laicismo que, luego de diversas medidas parciales, culminó en

1919 con la separación de la Iglesia y el Estado.

El reconocimiento científico sistemático del territorio fue una de las consecuencias de su

control efectivo por parte del Estado. Un grupo de sabios alemanes, radicados en Córdoba,

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acompañó al general Roca en su "conquista del Desierto", relevando el territorio, y luego el perito

Francisco P. Moreno y el Comandante Fontana exploraron y describieron sistemáticamente la

Patagonia y el Chaco. Moreno reunió una enorme colección de piezas óseas y objetos industriales

con las que se dotó al Museo de La Plata, flamante capital de la provincia de Buenos Aires. El

Museo, luego unido a la Universidad, se convirtió en una institución dedicada a la investigación en

ciencias naturales y antropológicas, modelo de otras que por entonces también fomentó el Estado

argentino, como el Museo Etnográfico, fundado por Juan B. Ambrosetti en la Universidad de

Buenos Aires, el Observatorio de La Plata, también incorporado a la Universidad, el Museo

Darwinion, creado por Cristobal Hicken, el similar iniciado a partir de los esfuerzos personales de

Miguel Lillo en Tucumán, y también el Jardín Zoológico y el Jardín Botánico en Buenos Aires.

El desarrollo científico estuvo acompañado de un intenso debate en torno de las teorías de

Darwin. En Montevideo esas discusiones se dieron en el ámbito del Ateneo, fundado en 1877,

donde a propósito del evolucionismo discutieron espiritualistas y positivistas. En Buenos Aires la

discusión fue igualmente intensa, al punto que Eduardo Holmberg pudo escribir en 1875, alrededor

de esa disputa, un cuento satírico, "Dos partidos en lucha", que remataba con la imaginaria llegada

de Darwin a Buenos Aires. Entre sus enemigos reales estaban los intelectuales católicos, como José

Manuel Estrada, y también científicos como Germán Burmeister, que rechazaban el evolucionismo

y defendían el creacionismo. Entre los partidarios de Darwin se encontró Florentino Ameghino, el

más notable científico argentino del período. Ameghino, que tropezó con la férrea oposición de

Burmeister, dirigió el Museo de Buenos Aires desde 1902. Fue un géologo y paleontólogo notable,

que desarrolló la teoría del origen americano del hombre, y más precisamente pampeano, y formuló

una cosmovisión de raiz evolucionista en Mi credo.

El positivismo ganó la Universidad de Montevideo durante el largo rectorado de Adolfo

Vasquez Acevedo, entre 1880 y 1900, solo interrumpido durante la breve reacción espiritualista del

noventa. En Buenos Aires penetró más lentamente, pero a fines del siglo ya estaba instalado en la

Facultad de Filosofía y Letras, donde en 1904 Ernesto Quesada inauguró la cátedra de sociología.

Fue característica de estas décadas la preocupación sociologista: se trataba de comprender, a la luz

de los planteos de Comte y Spencer, de Taine, Le Bon, Durkheim o Simmel, problemas novedosos

de la realidad social. La afluencia masiva de extranjeros dio lugar a la reflexión sobre la raza y

sobre el crisol de razas. Las multitudes -visibles en las grandes ciudades- obligaron a pensar en

cómo manejarlas. Muchos se preguntaron por las raíces de esa sociedad tan heterogénea, que

buscaron en la herencia española o en la tradición criolla, y otros tantos se inquietaron por el

cosmopolitismo creciente, que quisieron enfrentar con una prédica nacionalista. Tal fue el caso de

Ricardo Rojas, José María Ramos Mejía, Agustín Alvarez, Juan Agustín García o Carlos Octavio

Bunge, mientras que José Ingenieros exploró desde la psiquiatría los linderos entre la locura y el

crimen.

Muchos pasaron de la reflexión a la acción, proponiendo reformas sociales o políticas. Lo

hizo en el Uruguay José Batlle y Ordoñez, y de una manera más moderada el argentino Joaquín V.

González, quien asesorado por Juan Bialet Massé, propuso en 1904 un Código del Trabajo que

legalizara la actividad de los sindicatos. Por su parte, Roque Sáenz Peña e Indalecio Gómez

impulsaron la reforma electoral, que en 1912 abrió las puertas a la democracia. De un modo u otro,

todos ellos tenían una sólida fe en el progreso y en la capacidad humana para promoverlo y

regularlo. Pero hacia fines de siglo empezaba a instalarse una duda acerca de estos valores. Se

manifestó en la indagación de los males de la sociedad, según la ciencia positivista, pero también en

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el cuestionamiento al positivismo, y a la creencia más espontánea que asociaba progreso con

bienestar material. Esta orientación está presente en la crítica filosófica al positivismo, que en el

Uruguay realiza Carlos Vaz Ferreira y en la Argentina Rodolfo Rivarola o Coriolano Alberini. A la

vez, se hacen manifiestas actitudes e iniciativas marcadamente intolerantes, como lo fue la Ley de

Residencia, sancionada en la Argentina en 1902, que autorizaba a expulsar a los extranjeros

indeseables, o las manifestaciones más exasperadas del nacionalismo. Pero quizá la expresión más

cabal de ese giro sea la obra del uruguayo José Enrique Rodó, cuyo Ariel (1900) se convirtió en

emblema de la concepción aristocrática y espiritualista que, según empezaba a afirmarse,

caracterizaba la esencia hispanoamericana.

En muchos sentidos, la Primera Guerra Mundial significó un corte en este proceso. Los

agudos problemas sociales que la siguieron conmovieron hasta lo más hondo las bases del

optimismo progresista, mientras que la crisis económica mundial, y los problemas fiscales cada vez

más serios, dificultaron la función promotora de la cultura y la ciencia que tan energicamente venía

asumiendo el Estado. A partir de las angustias de los años que siguieron, aquellas décadas anteriores

a la Gran Guerra empezaron a ser recordadas como la edad dorada.

El Río de la Plata, 1776-1914. Desarrollo científico y cultural

Bibliografía

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