ÑAEMBÉ

Fecha de publicación: 14-mar-2009 18:49:14

Después de los fracasos sufridos por las fuerzas revolucionarias, a fines del año 1870, el general Ricardo López Jordán reconcentró el ejército en la frontera limítrofe con la Provincia de Corrientes, entre la Paz y San José de Feliciano, e invadió aquella Provincia, en actitud de guerra.

A muchos comentarios se prestó esa resolución, considerándola un gran error algunos, y una evolución de consecuencias favorables, otros. Estos la apoyaban sobre la base de un convenio con los opositores al gobierno de Vaiviene, por el cual aquéllos se obligaban, una vez derrocado Vaiviene y en posesión ellos del gobierno, a prestar todos los elementos de que pudieran disponer, para que Jordán consolidara su domino en Entre Ríos.

No obstante estas auspiciosas noticias, nuestra invasión a aquella Provincia hermana, que nada nos había hecho para invadirla en son de guerra, produjo mucho descontento y fue tema del cuchicheo alrededor del fogón. Bajo este ambiente, que se hacía más denso a medida que avanzábamos sin la incorporación del refuerzo que se anunciaba, ni conocer levantamiento alguno en nuestro favor, seguíamos la marcha a cortas jornadas y a poca distancia del río Paraná.

En esta forma llegó la vanguardia el día 25 de Enero de 1871 al lugar denominado Ñaembé, donde estaba el ejército enemigo -que nos esperaba seguramente- compuesto de fuerzas de línea y milicias de Corrientes y bien armadas, sin duda.

Mandaba la vanguardia el coronel don Pedro Seguí, la que se formaba de un regimiento de Concordia, a las órdenes del teniente coronel Lescano y mayor Cruz Pais, de un regimiento de Gualeguaychú, a las órdenes del teniente coronel Romualdo Hermelo y del mayor Diosmán Astorga, de un regimiento de Rosario Tala, a las órdenes del teniente coronel Jorge Carballo, quien desempeñaba también el cargo de Jefe de Detall y de un batalloncito a las órdenes del teniente coronel Pablo Palavecino.

Al aclarar el día 26 marchamos sobre el enemigo, que desplegó a nuestro frente al acercarnos. El coronel Seguí hizo lo mismo, colocando el batallón en el centro de la línea, los regimientos de Gualeguaychú y Concordia a la izquierda y el regimiento de Tala a la derecha. Terminado este movimiento el batallón rompió el fuego que fue contestado por el centro enemigo. El comandante Palavecino era un valiente y sabía infundir valor a sus soldados, así que se trabó un fuego recio por ambas partes.

Las fuerzas de caballería estaban en actitud expectante. Sólo combatían los infantes.

El comandante Carballo era muy nervioso y no se avenía a esa inacción. Quería llevar el ataque a un regimiento que teníamos enfrente, que debía ser de línea por su corrección e indumentaria, y me ordenó, que a todo escape fuera a pedir al coronel la autorización para llevarle él la primera carga. Al cumplir esta orden, tuve que pasar por detrás del batallón que recibía una lluvia de balas enemigas. Mi peligro era inminente. Pero felizmente sólo tuve un julepe. Una bala pasó tan cerca de mi nariz, que creí que me la había llevado, y me causó tan fuerte impresión, que institivamente eché la mano sobre ella y me salí de la montura, sentándome en el anca del caballo.

En el trayecto vi algunos soldados tendidos en tierra, muertos o heridos, y cuando llegué donde estaba el Jefe, mi terror fue mayor. Allí vi agonizando a un sobrino del coronel, al trompa de órdenes muerto y tres o cuatro heridos.

El coronel estaba al pie, firme y sereno, y después de oír el mensaje y hacerme algunas preguntas, me dijo:

-“Diga al comandante Carballo, que proceda conforme a las circunstancias, que lo libro a su criterio.”

Con tal contestación regresé con toda la ligereza del caballo, por el mismo camino y bajo aquella lluvia de balas, pero llegué tarde, pues el regimiento estaba en completo desorden, en tren de disparar. El Jefe y los oficiales hacían grandes esfuerzos para conservar la disciplina y poner los soldados en línea, sin conseguirlo. En esos momentos críticos llegó el coronel, dirigiendo algunas palabras de aliento a la tropa, que no fueron atendidas ni oídas tal vez.

Los enemigos aprovecharon esa confusión para atacarnos y ponernos en completa derrota. Cuando el coronel Seguí vino a nuestro regimiento, los otros cuerpos, entre ellos el batallón, habían abandonado el campo ya. En la huída, nosotros pasamos al Este del ejército que marchaba hacia el campo de batalla. Y según me dijo un oficial del Estado Mayor, se trató de preparar la resistencia, la que no fue posible porque las lagunas dificultaron la operación. Llegando antes de que tomaran las posiciones estratégicas, los regimientos de Gualeguaychú y Concordia que huían perseguidos por el enemigo, los que envolviendo las caballerías del ejército, las arrastraron en la fuga, cundiendo rápidamente el desaliento y produciéndose el desbande general. Sólo se hicieron algunos tiros de cañón y hubo algunos ligeros encuentros en la retirada.

Nosotros seguimos sin pararnos hasta pasar el Río Corrientes, donde lejos ya del enemigo, hicimos alto para tomar algún alimento y dar algún descanso a los caballos, después de una brega de más de veinticuatro horas. Poco estuvimos allí, pues casi enseguida se ordenó que nos pusiéramos en marcha nuevamente. Así lo hicimos marchando toda la noche y en el día siguiente en dirección a Entre Ríos, hasta hacer un alto en el arroyo “Las Barrancas” para comer algo después de un ayuno de más de treinta hora.

En eso estábamos, cuando pasó un jefe correntino con algunos soldados y nos dijo:

-“Compañeros, no se detengan aquí porque corren gran peligro. Corazón Pereyra sigue este mismo derrotero, trae como doscientos hombres y viene robando y matando.”

La noticia era alarmante y no había que despreciarla. Media hora después seguíamos nuestra desolada marcha, cabizbajos y anonadados por la derrota que habíamos sufrido y por las fatigas de muchas horas.

A las ocho de la noche del mismo día, llegamos a la altura del pueblo del Sauce, fronterizo de Entre Ríos, deteniéndonos para sacar un rato el freno a los caballos.

En este punto me pasó un accidente que pudo ser de consecuencias fatales. Como podrá suponerse, venía más dormido que despierto, y en esta parada fui dominado por el sueño. Después de medianoche desperté, y aunque en estado de inconciencia, noté que no estaba en mi cama, y la busqué sin encontrarla, como era consiguiente, pues me había quedado dormido sobre los pastos.

La falta de la cama me alarmó y me hizo despertar completamente, sospechando lo que era una realidad, que había sido abandonado por mis compañeros y que me encontraba solo, y tan solo que ni mi caballo estaba por allí.

¡Cuántos recuerdos alarmantes y cuántas sospechas llenas de hiel se agolparon en mi mente, amargando mi alma!

Quedé desconcertado por un rato, hasta que el tañido de un cencerro me sacó del aturdimiento.

-“Una tropilla”, dije. No puede ser sino de compañeros que pernoctan por aquí, en cuyo caso estaría salvado, pero también podría ser el famoso Corazón Pereyra y entonces sería hombre perdido. Pero como quiera que fuera, había que tomar una resolución decisiva y rápida antes que llegara el día. Así lo hice, resolviéndome a descubrir los que suponía acampados cerca, aún corriendo el peligro de encontrarme con enemigos, y me largué al punto donde sonaba el cencerro. A pocas cuadras, un grupo de individuos dormidos se ofreció a mi vista, dejándome clavado y frío como una estatua.

La situación no podía ser más crítica. La sensación que sufrí en ese momento fue aplastadora. Pero me sobrepuse, el peligro me hizo reaccionar y recuperar mis energías. Ya no se podía retroceder, persistía en mi resolución. Y decidido a todo, avancé sobre el grupo. Mas no si haber elegido antes el caballo en que podía huir en caso fueran enemigos. Las armas que me habían quedado eran el revólver y el cuchillo. Empuñé éste, con el propósito de que si daba con enemigos, defenderme, hiriendo y hasta ultimando en caso se me quisiera detener. Y así, como digo antes, avancé sobre el grupo y empecé por despertar al que tenía más a mano.

Tuve que sacudirlo mucho y fuerte para que se despertara, preguntándole a media voz y atropelladamente, a qué gente pertenecía, quién era y no recuerdo cuántas cosas más.

¡Con qué alegría oí su primera contestación! Soy Padilla, me dijo. Me pareció conocer su voz y le pregunté con ansiedad y precipitación:

-“¿El de Las Guachas?”

No recuerdo si lo abracé al escuchar su respuesta afirmativa. Muchas otras preguntas que sin respirar le hice, me hicieron saber que me encontraba entre un grupo de gente de mi pueblo, el Rosario Tala, conocidos todos. Como los Arredondo, los Maldonado, Juan Flores, Juan Suárez -que vive aún- y otros.

Si terroríficas fueron las emociones anteriores, fueron también de alegría desbordante las que sentía en ese momento.

Las noticias que les di sobre el peligro a que estábamos expuestos, hizo que todos se dispusieran a emprender la marcha, lo que hicimos una vez encontrado mi caballo. En eses mismo día llegamos a San José de Feliciano, donde más tranquilos ya, pudimos reponernos de las penosas fatigas de esos días y contemplar con tristeza, el desfile de aquellos soldados tan abatidos, sin armas una gran parte, y sin ninguna insignia militar, salvo la divisa blanca que llevaban en el sombrero.

¡Quién hubiera dicho, sin vacilar, que esos eran los mismos soldados que acompañaron al general Urquiza en sus grandes y gloriosas jornadas! Aquellos entrerrianos que gozaban de la fama de valientes, se habían convertido en seres débiles, acobardados, sin el menor rasgo de su valor tradicional. Bajo el mando del general Urquiza, hombre extraordinario, que se elevaba por sobre todos los demás en el campo de batalla, como en los acuerdos políticos y administrativos. Bastaba la menor indicación para que aquellas huestes de bravos se lanzaran sobre el enemigo, peleando como leones hasta quedar dueños del campo.

Bajo el mando del general López Jordán, aquel espíritu levantisco, patrimonio de los hijos de esta tierra, había sufrido una gran transformación dolorosa y humillante.

Tal fue, a grandes rasgos, el fin de aquella campaña, en cuya narración he confrontado mis recuerdos con los de don Gregorio Silva, oficial del regimiento Gualeguaychú, con los de don Leandro Carnero del regimiento Tala, y con los de Pedro Silva, soldado de la escolta de Nico Coronel, tres de los pocos sobrevivientes que aún quedamos de aquella época memorable.