“La economía mixta es mixta. Esa es su fuerza: movilizar para fines humanos los mecanismos de mercado y regular esos mecanismos de manera que se no alejen demasiado de los fines comunes deseados”
Paul Samuelson, 1985.
"Si uno mira los hechos, no es cierto que sea mejor dejar todo al mercado (...). En vez de ver al gobierno como el problema y de que hay que sacarlo del camino, tenemos que reconocer que no podemos progresar a menos que tengamos un gobierno que hace su trabajo."
Paul Romer, 2019.
"Muchas economías avanzadas necesitan una red de seguridad social más sólida, mejor coordinación, regulación más inteligente, un gobierno más eficaz, un sistema de salud pública significativamente mejorado y, en el caso de EE. UU., formas de seguro de salud más equitativas y confiables. Prácticamente todos coinciden en que los gobiernos deben asumir más responsabilidades, pero también volverse más eficientes...En un momento de polarización sin precedentes, normas democráticas en decadencia y una capacidad institucional menguante, reformar y renovar el Estado de bienestar es una tarea realmente ardua. Pero, al igual que la generación de la Segunda Guerra Mundial, no tenemos otra opción que intentarlo."
Daron Acemoglu, 2020.
1. Las funciones del Estado en las economías mixtas
2. La teoría del gasto público
3. La tributación y sus efectos
4. La producción pública y las regulaciones
5. La política económica en expansiones y recesiones
1. Las funciones del Estado en las economías mixtas
El rol del Estado se expandió desde fines del siglo XIX más allá de las funciones tradicionales de provisión de orden y seguridad interna y externa y de garantía de la propiedad privada. Esto dio lugar a formas variadas de "economía mixta", en las que los Estados se hacen cargo de la emisión de moneda y de asegurar el funcionamiento regular del crédito, junto a la regulación de las condiciones de uso y contratación de la fuerza de trabajo y el funcionamiento de los contratos en las transacciones de mercado. Estos roles hacen posibles los intercambios mercantiles al asegurar que la determinación de los precios pueda hacerse en base a productos comparables en calidad y volúmenes estandarizados, lo que requiere de certificación para lograr sistemas aceptados por los agentes económicos de tasas y medidas y garantías públicas de las condiciones de la oferta de bienes y servicios. Su ausencia resulta ser un factor perturbador del funcionamiento de los mercados. Además de proteger la propiedad, emitir moneda, regular los mercados de agentes de producción y fijar normas y tarifas, también actúan como amortiguadores de los ciclos económicos y de las reconversiones productivas y ejercen funciones de "estrategas macroeconómicos" como formadores de mercados e inversores de riesgo. Algunos cumplen directamente funciones empresariales como actores de la configuración de la oferta productiva, o bien financian industrias y diseñan políticas de innovación para estimular el proceso de aumento de la productividad y de difusión del cambio tecnológico. La acumulación de capital se encuentra, además, sujeta a normas internacionales y acuerdos entre Estados en materia de comercio, finanzas, inversiones y migraciones.
Así, la acción del Estado incluye en el mundo actual no solo proveer seguridad, defensa, administración de justicia y acción contra las catástrofes naturales, sino también bienes públicos urbanos, la producción de conocimiento, el acceso a la educación y a la salud pública, así como normar las condiciones de contratación de la fuerza de trabajo y la cobertura de los riesgos sociales mediante mecanismos de mantención de ingresos en situaciones de enfermedad, desempleo y vejez. También los gobiernos establecen las reglas de comercio interno y externo, aseguran la emisión y circulación de moneda que cumple la función de unidad de cuenta, medio de pago y medio de ahorro, y regulan el crédito y el funcionamiento del sistema bancario y financiero para evitar inestabilidad y crisis. A esto se agrega la rentabilización empresarial privada de la innovación a través de la protección por patentes y de programas de subsidio de la investigación y desarrollo tecnológico. En los distintos tipos de economías con mercados intervienen instituciones públicas que limitan o castigan las colusiones de precios y cantidades realizadas por monopolios, oligopolios y oligopsonios. A su vez, los gobiernos fijan las tarifas de servicios básicos que son provistos por monopolios naturales. En los mercados de capital, fijan precios como las tasas de interés de refinanciamiento del sistema bancario y las tasas máximas, y eventualmente el precio de las divisas. En materia de trabajo establecen reglas de horarios, descanso, higiene y seguridad, fijan los salarios mínimos, el costo del despido y la negociación colectiva de los salarios y de las condiciones de trabajo. Además, los gobiernos establecen reglas de uso del territorio, sanitarias y ambientales aplicables a los diversos procesos productivos. Cobran impuestos sobre bases coercitivas para financiar sus actividades y realizar transferencias de ingresos de unos sectores de la sociedad a otros.
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Funciones del Estado en economías mixtas
1. Funciones mínimas: suministro de bienes públicos
Esfera política
Defensa
Seguridad
Justicia
Esfera económica, social y espacial
Protección de derechos económicos
Producción de conocimiento
Emisión de moneda
Regulación financiera
Regulación del empleo y los salarios
Ordenamiento del territorio
Infraestructura y equipamientos urbanos
Salud pública
2. Funciones intermedias: corrección de externalidades, cobertura de riesgos y redistribución
Provisión de bienes con externalidades positivas
Educación
Atención sanitaria
Regulación de la producción de bienes con externalidades negativas
Protección del ambiente
Protección sanitaria
Cobertura de riesgos colectivos e individuales
Asistencia frente a catástrofes
Pensiones
Seguro de atención de enfermedades
Seguro de desempleo
Redistribución de ingresos
Subsidios a las familias
Subsidios a los más pobres
3. Funciones dinámicas
Regulación de monopolios naturales
Política de competencia y protección del consumidor
Política comercial, industrial y de coordinación productiva
Políticas de acceso a activos de producción y transferencia tecnológica
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Los actores y las instituciones de las economías mixtas
Existe en la actualidad una combinación en la economía global de países de capitalismo industrial de altos ingresos con mayor o menor gasto publico y presencia de empresas y servicios públicos. Los de menor presencia estatal incluyen Estados Unidos y Japón, pero con regulaciones variadas en diversos campos de la vida económica y un gasto público que es superior en el siglo XXI al existente en las primeras etapas de la expansión capitalista. Otras economías industriales de altos ingresos mantienen Estados de Bienestar de considerable magnitud que se caracterizan por la intervención gubernamental en la mayoría de los procesos económicos y por la negociación entre interlocutores sociales de las condiciones de producción y trabajo, junto a una intervención redistributiva del Estado significativa.
El Estado de bienestar se contrapone a la visión liberal del Estado mínimo, en el que la intervención pública se limita a las funciones soberanas (fuerzas armadas, relaciones exteriores, policía, justicia) y a políticas restringidas de contención de la pobreza y de provisión de infraestructuras. El conjunto de regulaciones públicas limita las condiciones de reproducción de la esfera capitalista de las economías y la apropiación privada de los recursos o del excedente económico en el proceso de acumulación de capital, con mayor o menor intensidad según los ámbitos y las situaciones y períodos históricos de cada Estado nacional.
La historia del rol del Estado desde la revolución industrial puede resumirse en un lento paso del Estado gendarme tradicional al Estado de bienestar moderno. La visión bismarckiana, nacida en la Alemania de la década de 1880 y basada en el aseguramiento de riesgos sociales mediante la redistribución intertemporal obligatoria de los salarios en interés de los cotizantes, requirió para funcionar de una economía asalariada relativamente homogénea y del criterio de no provocar transferencias ex ante (los impedimentos para acceder al trabajo no forman parte medular de los dispositivos de protección), al margen de la voluntad de trabajar. La visión británica de William Beveridge, desarrollada durante la Segunda Guerra Mundial (1942) en previsión de la posguerra, admite las transferencias ex ante hacia los menos favorecidos en sus capacidades, fundando una noción de “solidaridad social” y no solo de “seguridad social”, dando lugar a mecanismos más extendidos de asistencia que los que derivan solo de la redistribución en el tiempo de los ingresos del trabajo. La visión asociada a Thomas Paine y sus propuestas tempranas (1795), al calor de su participación en las revoluciones norteamericana y francesa, de distribuir entre todos los habitantes las rentas de la tierra, son el origen de la actual corriente “universalista e incondicional” del Estado de bienestar.
Después de la crisis de 1929 y de la segunda guerra mundial y a medida que las economías aumentaron sus ingresos medios, especialmente en la Europa nórdica y continental, pero también en América del Norte, Australia, Nueva Zelandia y Japón, la ampliación de las intervenciones gubernamentales y sociales conformó los llamados "Estados de bienestar" (Esping-Andersen, 1993). Este autor distingue tres tipos de Estados de bienestar: el liberal (países anglosajones), el conservador (países europeo-continentales) y el socialdemócrata (países escandinavos), según las modalidades e intensidades con que el Estado modificó las relaciones de mercado, fruto de las dinámicas políticas y de las coaliciones de clases y categorías sociales que influyen en ellas. Los Estados de bienestar coexisten con las esferas del capitalismo globalizado y la de las economías locales, sociales y familiares y modifican, con amplitud variable según los casos y períodos históricos, la distribución del ingreso y, en alguna medida, el poder económico propio del funcionamiento del capitalismo. A su vez, tienden a favorecer su productividad mediante la construcción de infraestructuras y la socialización parcial de la educación y las prestaciones de salud, del funcionamiento de las ciudades y del acceso a la vivienda y al transporte. Los Estados de bienestar también proveen sistemas de pensiones de vejez y de provisión de ingresos de reemplazo en caso de desempleo y enfermedad y ayudas a las familias de bajos ingresos.
Tanto en materia de reducción de la desigualdad como de la pobreza relativa, sus capacidades de modificar la situación de ingresos resultante del funcionamiento de la economía de mercado son más o menos robustas, pero en todos los casos de significativa amplitud. La desigualdad de ingresos y la pobreza cambian sustancialmente después de aplicar tributos y gastos públicos, con más intensidad en el caso de los Estados de bienestar nórdicos que en el caso de los de tipo continental o angloamericano.
De acuerdo a Daren acemoglu (2020):
"La primera versión del Estado de bienestar surgió a raíz de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. En los Estados Unidos, incluyó políticas como la seguridad social y el seguro de desempleo, que luego fueron complementadas en los años 60 con programas adicionales como Medicaid y Medicare (seguro médico gubernamental para mayores de 65 años). La segunda versión apareció en la década de 1980, con la llegada al poder de Ronald Reagan en los EE. UU. y Margaret Thatcher en el Reino Unido, y más tarde, con la caída de la Unión Soviética. En gran parte de Occidente, y particularmente en EE. UU. y el Reino Unido, el Estado de bienestar 2.0 representó un retroceso: una versión debilitada y menos efectiva de lo que había sido, con muchas protecciones anteriores, como los sindicatos, desmanteladas o neutralizadas".
No obstante, el contrato social en diversos países del globo, incluyendo los países de altos ingresos, ha mantenido la provisión de servicios públicos estatales y transferencias redistributivas a través de impuestos progresivos y el gasto público, que permanecen en niveles elevados y crecientes en algunos casos. Este tipo de intervención estatal no impidió el crecimiento de dichos países ni su transformación en los más prósperos del mundo, como lo refleja la magnitud de su PIB por habitante. En América Latina, Uruguay inició la construcción de un Estado de bienestar antes que en Europa a inicios del siglo XX, con sectores dominantes que estuvieron dispuestos a compartir parte de los excedentes agrícolas en la conformación de sistemas de educación y salud de amplia cobertura, siendo este país uno de los de mayor PIB por habitante en el continente.
Los actores principales de las economías mixtas contemporáneos son, siguiendo a Wallerstein (2005):
- las empresas que evolucionan en los mercados locales y globales. En las economías con predominio de la esfera capitalista estos mercados son frecuentemente monopólicos u oligopólicos. Existe un ciclo periódico de industrias de punta que llevan al mercado nuevos productos y procesos y luego pierden su ventaja inicial, en el contexto de la fragmentación de los espacios nacionales de intercambio y producción, pues la manufactura es deslocalizada con frecuencia allí donde los costos laborales y de protección ambiental son menores, mientras el diseño y concepción altamente remunerados permanecen en las localizaciones centrales en un proceso de división internacional del trabajo en constante movimiento. Las empresas se rigen por racionalidades diversas, pues incluyen empresas privadas con fines de lucro de distintos tamaños y poderes de mercado, empresas públicas, empresas con fines mixtos o sin fines de lucro o unidades de producción de autosubsistencia.
- las unidades domésticas, cuyos miembros están insertos en clases y grupos de estatus o identidades según su actividad y tipo de trabajo remunerado de los jóvenes y adultos, asalariado o por cuenta propia. Producen bienes y servicios no mercantiles en su seno o en el de sus comunidades cercanas y proveen la fuerza de trabajo para las empresas mercantiles y para las redes económicas no mercantiles o con motivaciones distintas al lucro individual. La acumulación de capital se relaciona con las esferas de formación y suministro de fuerza de trabajo por las familias y comunidades, pues las economías familiares son las que sustentan la reproducción de la fuerza de trabajo, con una históricamente generalizada subordinación de la mujer en las culturas y sociedades patriarcales y una frecuente gratuidad de la provisión de trabajo doméstico. Es un componente de la acumulación de capital la función de reproducción no remunerada de la fuerza de trabajo por parte del trabajo doméstico subordinado, con un marcado carácter de género que confina a las mujeres en tareas de cuidado. Esta función hace posible que exista fuerza de trabajo disponible para ser empleada en las empresas. El consumo de bienes y servicios en las unidades domésticas representa una proporción significativa, frecuentemente la de mayor envergadura en la demanda agregada en cada espacio nacional, en comparación con la inversión, el gasto de gobierno y las exportaciones netas de importaciones, sus otros componentes y que son la contraparte de lo que se produce.
- La economía social y solidaria (Lipietz, 2001), que incluye desde el siglo XIX sectores productivos de tipo cooperativo y representa el conjunto de actividades productivas con finalidades sociales y ecológicas y que funciona con organizaciones sin fines de lucro. Cada cual participa en ella no según su aporte de capital sino según su asociación en tanto persona a esta actividad y una parte al menos del producto de la empresa común no puede ser objeto de retrocesión a los asociados: la empresa se dota así de un capital propio que permite su existencia autónoma. El objeto de la asociación no es la obtención de ganancias para sus miembros, aunque les asegure un mayor bienestar al participar de una iniciativa común que les provee un ingreso, salvo en el caso del voluntariado, muchas veces muy importante en este tipo de iniciativas. Existen formas de producción asociativas y sociales que pueden ser a la vez mercantiles o subsidiadas. Son mercantiles al vender bienes y servicios, tanto a sus miembros como a no miembros, mientras pueden ser objeto de subsidio público en diversos grados si realizan funciones de interés colectivo.
- los Estados-nación, que articulan sus respectivos espacios nacionales con distintos tipos de funciones soberanas y también aseguradoras, regulatorias y redistributivas. La acumulación de capital se realiza en contextos en los que los gobiernos establecen reglas de propiedad, de competencia, de emisión de moneda y financieras, del trabajo y de formación y reproducción de la fuerza de trabajo, de tipo sanitario y ambiental y de aseguramiento frente a las adversidades. Los gobiernos realizan universalmente gastos públicos, suministran y/o producen bienes y servicios y cobran impuestos para financiarlos, los que llegan en algunos países europeos a cifras superiores al 50% del PIB. Los gobiernos regulan los mercados de bienes y de factores de producción en direcciones e intensidades que dependen de sus sistemas políticos y de quienes los controlen. En algunas sociedades con economías mixtas existe una amplia provisión de bienes y servicios por entidades públicas, aunque la mayoría de las empresas sean descentralizadas y de propiedad privada. En todos los casos, las empresas están sujetas a regulaciones estatales de sus modalidades de contratación de fuerza de trabajo y de producción de la oferta de bienes y servicios que varían en cada espacio nacional, tanto para procurar mantener estándares sanitarios y ambientales y un funcionamiento de mercados competitivos que eviten situaciones de monopolio en detrimento del consumidor, como para hacer posibles sistemas de distribución fuera del mercado de las retribuciones de los agentes económicos y de redistribución de recursos entre grupos sociales. Algunos Estados-nación tienen una influencia global o regional, en el contexto de un sistema interestatal global débil (alrededor de la Organización de las Naciones Unidas, que funciona con el poder de veto de las principales potencias y escasa capacidad de gobernanza internacional; la Organización Mundial de Comercio, crecientemente sustituida por acuerdos regionales o interregionales, el Fondo Monetario Internacional, que procura mantener la estabilidad de las finanzas internacionales y el equilibrio de las balanza de pagos con relativo poco éxito, junto a los bancos multilaterales de financiamiento del desarrollo, con un rol más informales del "grupo de los siete" mayores países de altos ingresos y del grupo de las veinte principales economías del mundo). Este orden mundial favorece especializaciones desiguales en las cadenas de valor globales, de acuerdo al poder respectivo de mercado de las empresas y procesos productivos y tecnológicos y de la influencia de los Estados-nación centrales de cuya protección dependen.
Una primera institución fundamental de las economías mixtas es la que fija las normas de la relación salarial y el conjunto de reglas de uso de la fuerza de trabajo. En las economías mixtas de posguerra, esto incluyó en diversas partes la generalización de la negociación colectiva con organizaciones sindicales de las condiciones de trabajo y su remuneración, junto a la educación y formación continua y el acceso a atenciones de salud y a pensiones en la vejez. Desde los años 1980 en adelante, en las economías de altos ingresos ha habido retrocesos en esas reglas y una mayor flexibiización de la contratación de la fuerza de trabajo (que siempre ha existido en Estados Unidos y, dicho sea de paso, abolió la esclavitud solo al precio de una guerra civil en 1861-65) y de los ahorros individuales para las pensiones, mientras en las economías periféricas la informalidad sigue siendo dominante, por lo que la cobertura de la legislación laboral y de seguridad social es más limitada.
Una segunda institución fundamental de las economías mixtas es la que enmarca y regula los intercambios descentralizados y crea moneda de curso legal, la que cumple funciones de unidad de cuenta, unidad de reserva y medio de pago. A partir de un suficiente desarrollo de los intercambios de mercado, instituciones económicas de distinta índole y luego los bancos otorgaron créditos a empresas y personas. Esta moneda fiduciaria permitió ampliar las transacciones, que hicieron posible el pago progresivo de las sumas prestadas. En cada período de tiempo, las cuentas entre agentes y su agregación por los diversos bancos no están necesariamente sincronizados, lo que requiere de un mercado de refinanciamiento interbancario. Este puede funcionar en tanto no se presenten simultáneamente retiros de liquidez por las empresas o el público que pueden provocar crisis de insolvencia a menos que intervengan los supervisores públicos.
Una tercera institución fundamental que acompaña a las economías mixtas es la que fija tributos para permitir el funcionamiento soberano de los Estados-nación (orden interior, administración de justicia y defensa externa) y la redistribución de recursos. La tributación ha tenido bases de aplicación de muy diversa naturaleza a lo largo de la historia. En la economía actual se sustenta básicamente en cobrar porcentajes de las ventas de mercado, del valor del suelo y del capital, así como de los ingresos periódicos del trabajo y del capital de empresas y personas, junto a cotizaciones salariales obligatorias y tarifas por servicios específicos de entidades públicas. A la tributación la acompaña el endeudamiento público, pues con frecuencia los ingresos no cubren todos los gastos y su pago periódico tiene como soporte los ingresos públicos futuros, es decir los impuestos.
El nivel del gasto público está ampliamente determinado por el tamaño del Estado de bienestar en cada nación, y especialmente por las transferencias de seguridad social. Los de tipo escandinavo y europeo ostentan un muy alto gasto público, un desempeño económico que es similar a los demás desarrollados, con una tasa de desempleo comparable, pero con mayor gasto público en educación, más altas transferencias de seguridad social y diferencias de ingresos sustancialmente menores que aquellos países de capitalismo liberal. Los Estados de bienestar escandinavos –de sello socialdemócrata clásico- se distinguen de los otros Estados de bienestar europeos y de los de tipo liberal por el mayor peso de la tributación directa, con una alta incidencia de los impuestos a la renta de las personas y a las utilidades de las empresas en su estructura tributaria, y por las menores desigualdades de ingreso que exhiben, sin que se encuentre evidencia de un desempeño económico menos dinámico. El PIB crece de modo relativamente similar en los países de altos ingresos con alto gasto público y en los con menor gasto. Y el bienestar de los grupos de menores ingresos es mayor, especialmente por la disposición de un mayor volumen de bienes públicos y de transferencias de seguridad social a los más necesitados. Países con un gasto público superior al 50% del PIB y muy amplias transferencias de seguridad social, financiados con altas tasas medias y marginales de impuesto a la renta, se cuentan entre las economías más ricas del mundo en términos de PIB por habitante, con crecimientos mayores al promedio de los países industrializados y al de muchos países de gobiernos más pequeños que cobran menos impuestos.
El enfoque de un sector público depredador frente a un mercado liberador de las energías económicas que estaría aprisionado por el primero, es una narrativa con poco fundamento histórico y analítico. Por ello el gasto público y la regulación estatal adquieren una alta magnitud e intensidad en las economías mixtas.
Desde el punto de vista del peso del gasto público, es posible distinguir cuatro categorías principales de economías mixtas:
- Las economías con muy alto gasto público, es decir los países nórdicos, así como también Francia (que tiene además un importante sector de empresas públicas), Austria y Bélgica, con gastos del gobierno general cercanos o superiores al 50% del PIB respectivo.
- Las economías con alto gasto público, categoría que incluye a la mayoría de las economías europeas, con gastos públicos superiores a 40% del PIB.
- Las economías con gasto público intermedio, es decir Estados Unidos, Japón y diversos países del sudeste asiático, con gastos públicos entre 25% y 40% del PIB.
- Las economías con bajo gasto público, es decir menor al 25% del PIB, incluyendo a la casi totalidad de las economías de menor ingreso por habitante. Las economías subdesarrolladas suelen tener Estados de tamaño relativo menor que el de las economías maduras y sus instituciones públicas son más débiles.
La composición del gasto público varía en el tiempo y de país a país. Sin embargo, no todo es propio del mero arbitrio de cada sistema político particular en los componentes principales del gasto público, pues existe una racionalidad detrás de muchos de los programas que lo constituyen, con un fuerte peso de los gastos en pensiones, salud y educación. El gasto público que incrementa el capital físico y las capacidades humanas y las transferencias que disminuyen las desigualdades de ingresos pueden tener efectos positivos sobre el crecimiento, de acuerdo a la revisión de la evidencia por Ostry et al. (2014).
2. La teoría del gasto público
El servicio público en el sentido jurídico
Las diversas economías mixtas contemporáneas realizan importantes gastos públicos ya no sólo en la tarea tradicional del Estado mínimo (seguridad interna y externa, sistemas de justicia), sino también en el desarrollo de infraestructuras, en la educación y en seguros y transferencias sociales mediante seguros públicos de vejez-invalidez, enfermedad, desempleo transitorio y subsidios a las familias y a las personas necesitadas.
El carácter de servicio público de diversas actividades, en contraste con las de mercado basadas en el intercambio privado, es el resultado de decisiones políticas y legales soberanas de cada Estado. Desde el punto de vista jurídico, la mayor parte de la producción pública es definida como un servicio público, es decir una actividad considerada de interés general, cuyos productos deben estar disponibles para todos los ciudadanos. La doctrina del derecho público económico establece que la actividad de servicio público al margen de los mercados debe contribuir a la interdependencia social, según la expresión del jurista francés Léon Duguit en 1928, y tener la característica de la continuidad (no ser objeto de interrupciones), la adaptabilidad (el servicio debe incorporar las nuevas tecnologías disponibles) y la igualdad de trato (los usuarios en situación similar deben ser tratados de modo semejante).
No existe al respecto una definición universal. El servicio público agrupa a un conjunto más o menos amplio y heterogéneo de actividades que varía según las decisiones adoptadas por cada Estado-Nación. Abarca desde servicios administrativos como las certificaciones de diverso tipo hasta la provisión de bienes y servicios de distinta índole económica -pública o privada- pero definidos como de interés colectivo. La Unión Europea utiliza la noción de misión de interés económico general, cuya lista específica de actividades varía según las decisiones del Consejo de Europa en la materia. En la definición del derecho norteamericano, el servicio público se remite a las actividades sujetas a una universalidad de acceso en condiciones razonables.
Servicio público y sector público no son equivalentes. El sector público puede asumir directamente la producción y/o gestión de un servicio público o delegarla a un organismo de derecho privado y controlar su ejecución. Los bienes y servicios puestos a disposición del público por el Estado pueden serlo de manera gratuita. Acceder a la educación, a atenciones de salud, a compensaciones por desempleo y ayudas sociales, a una línea telefónica, al correo o al transporte, o bien disponer de una conexión a la red de agua potable y alcantarillado o a la red eléctrica o a Internet, son ejemplos de servicios esenciales para la interdependencia social cuyos precios son susceptibles de excluir a ciertos usuarios.
El gasto público incluye en primer lugar el del gobierno central, con toda su variedad de gastos en bienes y servicios que produce y/o provee a través de los ministerios y servicios estatales nacionales. En segundo lugar, se agregan los gastos de los órganos gubernamentales territorialmente descentralizados, como los municipios y demás entidades subnacionales en los Estados unitarios o federales (provincias, departamentos, regiones o estados federados, según los casos) que realizan tareas y prestan servicios de acuerdo a las competencias que tienen a su cargo. La agregación del gobierno central y las administraciones subnacionales constituye el gobierno general.
La suma del gobierno central, de las entidades descentralizadas, de las empresas públicas financieras y de las no financieras constituyen el sector público agregado. El peso del Estado en la economía puede medirse de diversas maneras: el empleo público como proporción del empleo total, la producción empresarial pública como proporción de la actividad económica, o el gasto de gobierno como proporción del gasto total de la economía. Este último indicador es el más utilizado para comparaciones del peso del sector público en las economías nacionales, en su acepción de gasto del gobierno general como proporción del Producto Interno Bruto, entendido como el gasto del gobierno central más la administración territorial, siendo el PIB la agregación del valor de los bienes y servicios producidos en un período determinado, descontando el valor de sus consumos intermedios. Esa producción es comprada por los agentes económicos que consumen y por los que invierten, además de ser vendida en el exterior del territorio nacional. El gobierno también consume (bienes y servicios que adquiere) e invierte (en infraestructuras diversas que construye y repara).
La evolución del gasto público
Aunque se mantiene la recurrencia de los debates normativos acerca del tamaño óptimo del Estado o de las razones de su expansión, se experimentó en el siglo XX un incremento del peso del gasto del gobierno general en la economía, con algunas oscilaciones a lo largo del tiempo, siempre restringido por la capacidad de cobrar impuestos, de endeudamiento y/o de creación de moneda.
La evolución histórica hacia un mayor peso del Estado ha sido objeto de discusión y controversia desde el siglo XIX. En 1855 el economista alemán Adolph Wagner enunció la ley que lleva su nombre, basada en la observación empírica, según la cual los gastos públicos tienden en el largo plazo a crecer a un ritmo superior al del ingreso nacional. Esta fue efectivamente la historia económica del siglo XX, con un especial incremento del gasto público en los episodios de guerra y de manera generalizada en materia de gastos sociales. En efecto, la demanda de intervención pública es una realidad de las sociedades modernas, ya sea que se trate de redistribución, educación, salud, seguridad o protección del ambiente.
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Medición del gasto público y Ley de Wagner
Si el PIB = Oferta Agregada = Valor Bruto de Producción-Consumos Intermedios
= Valor Agregado = Demanda Agregada
= Consumo + Inversión + Exportaciones netas + Gasto de Gobierno (G)
entonces la relación G/PIB es la que será utilizada para medir el peso del gobierno en la economía.
Si G es el gasto de gobierno, PIB el equivalente de la demanda agregada y H el número de habitantes, a ley de Wagner postula que la relación
G/PIB = f (PIB/H)
es con dG/dPIB superior a 0, es decir con una elasticidad de los gastos públicos en relación al PIB y al ingreso nacional superior a la unidad.
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En contra de esta tendencia se manifiesta una resistencia al incremento de los impuestos, dado que los contribuyentes procuran minimizar con mayor o menor fuerza el esfuerzo que les es solicitado para financiar las tareas públicas que por otro lado demandan. Existe entonces una brecha potencial entre el crecimiento de la demanda por gasto público y la de los aportes obligatorios, que actúa como factor de moderación de la primera. En ausencia de circunstancias excepcionales, esta demanda por crecimiento de los gastos públicos no puede materializarse, o bien se realiza sin aumento de impuestos, con la consecuencia de incrementar la deuda pública o desencadenar procesos inflacionarios, es decir con aumentos de gasto no sostenibles en el tiempo.
Entre esas circunstancias excepcionales se encuentran las guerras, en que el Estado comprime la demanda para liberar la oferta en beneficio del esfuerzo bélico, incrementándose la parte del gasto público de modo equivalente. Después de un conflicto, el aumento de impuestos está asumido, con una mayor propensión de los ciudadanos a aceptar la sustitución de gastos de guerra por gastos de protección social, infraestructura y educación.
Un enfoque alternativo proviene de la llamada escuela del Public Choice, cuyo punto de partida es otro: contrariamente a lo enunciado por la ley de Wagner, el Estado no produciría "bienes superiores" (aquellos cuya elasticidad ingreso es superior a uno) sino “bienes normales” (aquellos cuya elasticidad ingreso es unitaria), pero demandados por algunos agentes más que por otros. Pero como el financiamiento de estos bienes se reparte entre el conjunto de los miembros de la colectividad, se constituirían numerosos grupos de presión, que se organizarían e invertirían para procurar que el Estado provea los bienes que los benefician en particular, con una carga fiscal que se disemina entre todos los contribuyentes, obteniendo estos grupos una ganancia neta a costa del resto de la colectividad.
La política fiscal más apropiada es, en este enfoque, la que minimiza el gasto y las intervenciones del Estado, pues presume, además, que las fallas de mercado suelen ser menos graves que las fallas que el Estado presenta al intervenir en la economía, pues o bien la burocracia persigue su propio interés antes que el del público o bien intervendría en función de grupos de presión y de su búsqueda ilegítima de renta que pueden resultar más costosos a la colectividad que la situación que origina la intervención.
Por su parte, William Baumol, en su teoría del incremento diferencial de productividad entre sectores de la economía, sostiene que las actividades de producción de bienes (manufacturas diversas) suelen experimentar fuertes y sistemáticos incrementos de productividad, es decir de producción por trabajador, mientras en otras actividades es muy difícil economizar el trabajo utilizado por unidad producida a lo largo del tiempo. El ejemplo de referencia es el del peluquero (que no puede disminuir sustancialmente el tiempo necesario para un corte de pelo), extensible a múltiples actividades de servicio público, como la educación (donde un profesor impartirá su materia en un tiempo difícil de reducir), la salud (donde el médico no puede atender a las personas en cada vez menos tiempo) o la cultura (donde un concertista demorará siempre el mismo tiempo en ejecutar una pieza musical). En consecuencia, los servicios, incluidos los públicos, se otorgan a un precio relativo creciente, lo que estimula el incremento del costo de estas actividades. Si no puede economizar en el tiempo tanto trabajo como en otras, y si es necesario remunerar ese trabajo de manera más o menos del mismo modo que el promedio de la economía, el costo de los servicios públicos aumentará más rápido que el de otras producciones y absorberá una parte creciente del ingreso nacional. El efecto Baumol parte de la observación de la naturaleza de la tecnología de producción del sector público. La hipótesis básica es que la tecnología del sector público es más trabajo-intensiva en relación a la tecnología de producción del sector privado y que en el sector público es más difícil la sustitución de trabajo por capital, a medida que el costo laboral aumenta.
El Estado y el sector privado compiten por la mano de obra, lo que se refleja en un incremento en el salario y en el costo de producción, dando como resultado un precio mayor. La mayoría de los estudios empíricos realizados reflejan una demanda inelástica de bienes públicos, lo que no debería sorprender, considerando el hecho de que muchos bienes públicos no tienen sustitutos próximos y resultan imprescindibles. Para que se verifique el efecto Baumol la demanda de bienes y servicios públicos debe ser inelástica respecto a los precios.
Más allá de estas diversas interpretaciones, el desarrollo económico de los países industriales se ha acompañado de un incremento generalizado, de mayor o menor intensidad según los tipos de países, del gasto público. En cambio, el gasto público es más bajo en los países en desarrollo y la suerte reciente de estos países ha sido diversa, destacando por un lado el fracaso en América Latina del debilitamiento del Estado desde la década de los setenta en virtud de las políticas del llamado "Consenso de Washington" y por el otro el impresionante despegue en las últimas cuatro décadas de países del sudeste asiático y recientemente de China, con importantes roles dinamizadores del Estado. En la mayoría de las economías periféricas el Estado tiene poca importancia económica, con un bajo gasto público sobre el PIB y baja capacidad regulatoria, con una amplia economía informal, aunque en algunas de ellas se practiquen regulaciones rentistas y corporativistas de determinados mercados.
Diversos trabajos demuestran, por otro lado, que una apertura creciente de la economía se asocia a un mayor gasto público. La relación estadística entre el grado de apertura, medido como proporción de los intercambios en el PIB, y el tamaño del gobierno es más frecuentemente positiva que negativa. Esta constatación ha llevado a una otra interpretación: la globalización no implica necesariamente una declinación del Estado, pues los intercambios crecientes aumentan la vulnerabilidad económica, por lo que un sector público más vasto, especialmente en el ámbito de las políticas de protección social, constituye un contrapeso compensador apropiado. Dani Rodrik (1990) encontró en el caso de 23 economías de la OCDE para los años ochenta y principios de los noventa “una asociación positiva no sujeta a error entre el volumen de los gastos públicos (en porcentaje del PIB) y el grado de apertura a los intercambios exteriores”. Para el caso de 115 países, la mayor parte de los cuales del mundo en desarrollo, Rodrik constató no sólo una notable relación positiva entre el tamaño del sector estatal (medido aquí por el consumo público) y el grado de apertura al exterior, sino también que el grado de apertura de principios de los años sesenta ofrece una muy buena predicción de la expansión del sector estatal en el curso de los tres decenios siguientes. En el caso de los países de altos ingresos la correlación más robusta es entre apertura comercial y gastos en seguridad social y en el caso de los países más pobres entre apertura comercial y consumo público, países en los que la dificultad de administración de programas de transferencia induce más gasto social público directo, manteniéndose que la asociación es entre mayor riesgo externo y mayor protección social.
En efecto, las economías más abiertas tienen una mayor exposición a los riesgos que emanan de las turbulencias de los mercados mundiales, por lo que un mayor gasto público en estas naciones cumple una función de aislamiento frente a dichos riesgos, en la medida en que el sector gubernamental es un sector “seguro” en términos de empleo y de compras al resto de la economía relativamente al sector sujeto al comercio internacional. Por tanto, en los países significativamente afectados por impactos externos, el gobierno puede mitigar el riesgo manejando una mayor proporción de los recursos económicos, lo que explica en parte la tendencia al incremento del gasto público desde que la mundialización de la economía se aceleró a mediados de los años 1970.
La historia de las economías mixtas y de los Estados de bienestar en ellas ha sido permanentemente acompañada de pronósticos de crisis. Fue a partir de su propia expansión significativa a partir de los años 1950 que emergió la primera crítica y el pronóstico de que impediría el crecimiento económico estable. Esto fue desmentido por la edad de oro del capitalismo de posguerra y sus tasas de crecimiento que están entre las más altas de la historia económica. En los años 1960, se diagnosticó una segunda crisis, en este caso por la insuficiencia de sus mecanismos para establecer grados suficientes de equidad y disminución de la pobreza, lo que llevó a un aumento de los beneficios y de su cobertura en un contexto de dinamismo económico y de episodios de revuelta social (mayo de 1968). Hacia fines de los años 1970, fue la OCDE -entidad que reúne a los países industrializados- la que diagnosticó una tercera crisis, resaltándose las supuestas consecuencias negativas del Estado de bienestar sobre el crecimiento, en un contexto de estanflación y desempleo, y la revolución de las expectativas que habría generado con su secuela de “excesiva” carga fiscal. La recuperación del ciclo económico atemperó estas visiones en las décadas siguientes, aunque se generalizó, con el fin del “fordismo”, la tendencia al incremento de la desigualdad de ingresos en los países industrializados, primero en Estados Unidos y el Reino Unido en la década de los años 1970 y luego el resto de estos países en la década de 1980.
Los asuntos en discusión suelen remitirse a tres factores (Esping-Andersen, 2001):
“las consecuencias laborales de la globalización (es decir la pérdida de terreno de la mano de obra no calificada, mayor precariedad);
el envejecimiento poblacional provocado en el largo plazo por los cambios demográficos (es decir, bajos niveles de fecundidad sumados a la longevidad);
y los cambios revolucionarios operados en lo atinente a estructura familiar (es decir, la transformación del rol de la mujer y la creciente inestabilidad familiar)”.
Este autor sugiere interpretar los fenómenos en curso desde el punto de vista del régimen de bienestar constituido por la tríada mercados (básicamente el empleo), familias y política social pública, pues para los individuos su bienestar depende de los recursos que provienen de su inserción en el empleo (salario actual y diferido en los mecanismos de seguro de desempleo, pensiones y salud), las relaciones familiares (solidaridad familiar, transferencias por separación) y los beneficios sociales (bienes públicos, ayudas a los más desfavorecidos). La situación económica en el mundo con el brusco cambio tecnológico y sus aumentos de productividad (propios de la economía del conocimiento) y la expansión de los servicios de bajo aumento de productividad replantea los mecanismos de equilibrio entre generación de empleo e igualdad social.
Algunos Estados han optado por un mayor énfasis en el estímulo a la inserción en el trabajo y a la estabilidad familiar. Otros constatan que si los mercados y las familias proveen cada vez menos bienestar, una demanda sobrecargada sobre el Estado estará más presente, salvo que el Estado de bienestar atienda a las personas de edad y simultáneamente a las familias jóvenes, equipándolas para la inserción productiva de calidad y alta productividad, maximizando el empleo de la mujer, erradicando la pobreza en la infancia, flexibilizando el ciclo de vida con educación permanente para salir de situaciones desventajosas mediante segundas y terceras oportunidades y pensiones más tardías o parciales.
Diversas mediciones revelan, por su parte, que las variables institucionales y las regulaciones públicas (protecciones laborales y economía social, salario mínimo, centralización de negociaciones) no tienen el rol esencial que algunos les atribuyen respecto al nivel de desempleo en las economías mixtas desarrolladas, lo que alimenta la crítica a los Estados de Bienestar. La regulación estatal que protege el empleo tiene poco impacto en el nivel de desempleo, aunque si incide en una menor velocidad de rotación de la mano de obra y una mayor duración promedio del desempleo. La disminución de las prestaciones de los seguros de desempleo tiene un impacto débil sobre el nivel de desempleo. Sistemas generosos han podido cohabitar con niveles de desempleo débiles, particularmente en Europa del Norte. Los resultados empíricos tampoco establecen una relación directa entre sindicalización y desempleo. Los sindicatos juegan en cambio un rol nivelador en materia de dispersión de salarios. En cuanto al salario mínimo, la evidencia tampoco arroja conclusiones definitivas y en diversos casos altos salarios mínimos conviven con bajas tasas de desempleo. Si bien las reglamentaciones estatales pueden jugar un rol en la explicación del nivel y evolución del desempleo, éste parece tan débil que no llega verdaderamente a explicar las diferencias entre países ni las razones de éxito de algunos. En materia de desempleo son en definitiva las dinámicas macroeconómicas y el “reparto social del trabajo” lo que explica su evolución. Howell y otros (2007) han mostrado, por su parte, que la legislación protectora del trabajo y los seguros de desempleo están lejos de haber provocado aumentos del desempleo, como sostiene la ortodoxia neoclásica. Laurent (2014) calcula que en Francia los fraudes representan el 0,1% del presupuesto del seguro de desempleo, diez veces menos en la rama de subsidios familiares y cien veces menos en las ramas de pensiones y salud.
La temática del retiro por quiebra del Estado de bienestar simplemente no se corresponde con su evolución histórica efectiva. Cuando existen costos en eficiencia asignativa de la tributación, estos son en parte compensados por los incrementos eventuales en dicha eficiencia en la dinámica productiva de la empresa provocados por las externalidades positivas que financian. Cuando se trata de redistribuciones que no inciden directamente en la empresa, los costos de eficiencia asignativa son tanto menores como adecuados son los sistemas de recaudación tributaria para minimizar las distorsiones en los incentivos, así como capaces son las agencias públicas de prestar sus servicios al mínimo costo.
Una reciente evaluación para Estados Unidos (Antolin-Diaz y Surico, 2025) muestra que el gasto militar que desplaza la composición del gasto público hacia la Investigación+Desarrollo tiene efectos grandes y persistentes sobre la producción. porque impulsa la innovación y la inversión privada en el mediano plazo y aumenta la productividad y el PIB en horizontes más largos. El gasto público en I+D estimula la actividad económica más allá del ciclo de negocios, incluso cuando no está asociado al gasto bélico. Los efectos de la inversión pública duran menos, mientras que el consumo público tiene un impacto modesto en los distintos horizontes.
En contraste, el costo de ignorar la experiencia a favor de postulados de fe contra el rol del gasto público puede ser alto: decaimiento de la infraestructura, inadecuada inversión en investigación, educación y salud y, por tanto, en el largo plazo, un menor crecimiento. La pandemia de coronavirus desde 2020 ha, además, reforzado su rol sanitario y de mantención de ingresos.
Entre tanto, la reconfiguración de la economía global desde 1980 ha acentuado la competencia económica y política entre bloques hegemónicos, contexto en el que el capital transnacional es dependiente en diversos aspectos de los Estados-nación de origen, especialmente en la regulación de los flujos financieros y en la innovación tecnológica. Esto ha supuesto una expansión de la huella de los Estados nacionales en las economías. Las diferentes formas nacionales que esto adopta –la bidenomics en Estados Unidos, la Estrategia Industrial 2030 en Alemania y el Informe Draghi sobre una nueva estrategia industrial para Europa, Made in China 2025 en China, la iniciativa Make in India en la India, etcétera– son las formas particulares de una única transformación estructural de la economía mundial en un paisaje fragmentado de capitalismos articulados con el Estado.
En el balance global, el desempeño de las economías mixtas globalizadas contemporáneas ha mejorado las condiciones sociales y hecho retroceder los niveles de pobreza de los siglos XIX y XX.
Las externalidades y los bienes públicos en el sentido económico
La teoría de las externalidades (en el caso de las "externalidades negativas" ver el capítulo sobre medio ambiente) y la de los bienes públicos, constituyen la base de la teoría del gasto público. Aunque estrecha en su enfoque, pues parte de la presunción de una óptima capacidad de asignar recursos que sería intrínseca a los mercados y trata el gasto público como una necesidad cuando ésta viene a fallar, constituye una aproximación relevante a la determinación racional del gasto público, que a su vez debe ser financiado en determinadas condiciones según las fluctuaciones de la economía.
La microeconomía denomina, desde Arthur Pigou (1920), "externalidades" a los efectos externos de las transacciones entre unos agentes económicos sobre otros agentes económicos (productores o consumidores), es decir el efecto de la actividad de alguno de ellos que afecta directamente -sin pasar por un intercambio mercantil y una compensación- el bienestar o la ganancia de otro agente. La externalidad es negativa cuando otros que son objeto de sus efectos no perciben un pago compensatorio de la parte activa, siendo el ejemplo más conocido es el de la contaminación. Los que contaminan no pagan compensaciones a los que sufren el efecto de las actividades contaminantes. La externalidad es positiva cuando otros reciben los efectos sin que la parte activa reciba una compensación.
Es relevante la dinámica económica que genera la producción de bienes privados con amplias externalidades positivas -más allá del intercambio bilateral mutuamente satisfactorio sujeto al sistema de precios- y que los gobiernos determinan con frecuencia deben ser de consumo obligatorio (los llamados "bienes preferentes"). Especialmente importante en la economía moderna es la promoción estatal de la trilogía investigación aplicada, desarrollo e innovación. Se trata de bienes privados (o que se transforman en bienes privados mediante patentes) por los que se puede cobrar y cuyo consumo tiene un costo por usuario adicional. En algunos casos, la sociedad los declara obligatorio, como la asistencia de la niñez a las escuelas, y requieren de un financiamiento público para asegurar el acceso gratuito. También es el caso de la seguridad social que socializa riesgos en materia de atención de la enfermedad, desempleo y vejez con bajos ingresos, lo que en este caso se traduce en el cobro de cotizaciones obligatorias de los asalariados y de impuestos. La cobertura de estos riesgos estimula la innovación al establecer redes de protección en caso de fracaso.
Los bienes con externalidades positivas pueden ser producidos por empresas privadas o por empresas o servicios públicos y su provisión óptima requiere de la regulación de las condiciones de oferta y del subsidio de sus precios. La provisión a través del mecanismo de mercado de los bienes será inferior al óptimo cuando tiene consecuencias beneficiosas para otras personas no envueltas en la transacción. Estos beneficios son externos al mercado y por tanto no están incorporados a la cantidad demandada por los consumidores del bien que posee una externalidad positiva. Los consumidores individuales ignorarán estas externalidades positivas al abastecerse para sí mismos en la medida en que usualmente procurarán maximizar su propio bienestar personal. No sería racional para los consumidores tener en cuenta los beneficios sociales de sus actividades desde el momento en que tendrían que pagar por una cantidad mayor que la que requieren para sí mismos. La producción de este tipo de bienes será entonces insuficiente. Existe una falla de mercado. El incentivo privado para producir el bien se atenúa, porque el productor privado no recibe todos los beneficios que provee su producción. A la inversa, existe un exceso de incentivos para producir bienes con externalidades negativas, pues el productor no paga por el daño provocado a terceros. En ambos casos, el mercado no provee un nivel eficiente de asignación de recursos.
La corrección de estas ineficiencias asignativas desde el punto de vista del equilibrio parcial en el mercado involucrado puede hacerse a través de regulaciones, mecanismos compulsivos o mediante subsidios o impuestos que disminuyan (aumenten) el precio del bien hasta incrementar (o disminuir) la demanda a un nivel socialmente óptimo. Para Ronald Coase (1960), es posible evitar estas soluciones tradicionales, que suponen intervenciones del Estado, a través de la atribución de derechos de propiedad negociables claramente delimitados en el caso de los recursos involucrados en externalidades (como por ejemplo el agua y el aire, en el caso de las contaminaciones), lo que los transforma en mercancías como las demás, sujetas a intercambios de mercado en condiciones de eficiencia. Esta “soluciones de Coase” están sin embargo asociadas a mecanismos de competencia perfecta poco frecuentes, siendo el caso más frecuente el de monopolio del emisor, o de monopolio bilateral, cuando la emisión de un agente afecta a un agente, o aplicarse a casos de bienes públicos (sin rivalidad en el consumo) lo que hace complicadas las soluciones transaccionales a las externalidades mediante el mecanismo de “dejar a las partes negociar entre ellas”. En cualquier caso, requieren de intervenciones públicas fuertes para crear la posibilidad de realizar las transacciones.
Los resultados de la investigación aplicada y el desarrollo tecnológico son un ejemplo de externalidad positiva, en donde las ideas mejoran la situación de otros, permitiendo la producción de bienes a costos inferiores, sin que el investigador que origina esas ideas sea plenamente compensado (en el caso de que no haya patentado su descubrimiento de productos o procesos). Las externalidades positivas elevan el rendimiento colectivo de diversos factores de producción por sobre su rendimiento privado, el que además aumenta con su acumulación. Es el caso del capital privado, por la tecnología que incorpora, pero también del capital público (las infraestructuras y servicios de distinto tipo) cuya calidad influencia el rendimiento del capital privado. También es el caso del capital humano, en que la producción de cada agente beneficia a terceros. Esto ocurre con la educación: al hacer a los individuos más económicamente productivos, reporta en algún grado un beneficio a la sociedad al mismo tiempo que a los individuos que la reciben. A los países cuyas empresas que, fruto del esfuerzo educativo público, pueden contratar fuerza de trabajo que sabe leer, escribir y contar y que, mejor aún, está capacitada para desarrollar los procesos productivos, les va a ir mejor que a aquellos países cuyas empresas sólo disponen de personal no calificado.
La productividad en una economía dada y las diferencias de productividad entre economías se explican por el nivel de calificación de la población activa, la capacidad de las empresas de incorporar tecnologías, el estado de las infraestructuras físicas, sociales, financieras, ambientales y productivas, es decir por un conjunto amplio de bienes y servicios con importantes externalidades positivas. En este sentido, el buen funcionamiento del Estado - y el gasto público asociado- en la maximización de estas externalidades es una condición necesaria para el buen funcionamiento de la economía.
Más aún, la acumulación de capital está actualmente sustentada en parte en el conocimiento y en las tecnologías de la información, lo que no sería posible sin la extensión y masificación de la educación que solo pueden proveer los órganos públicos. El modelo tradicional de funcionamiento de los mercados no reconoce el conflicto entre la eficiencia con que la economía supuestamente transmite la información y el conocimiento y los incentivos que deben estar presentes para la adquisición de información y conocimiento. El flujo perfecto de información que supone existente en el modelo básico de mercados competitivos es contradictorio con un requisito esencial de la expansión económica: los inventores o innovadores requieren en su actividad obtener retornos, y por tanto la diseminación del conocimiento tecnológico no puede ser gratuita ni fluida.
La ortodoxia neoclásica tiene reservas sobre la idea misma de política industrial, pues sostiene que debilita la vitalidad de los esfuerzos económicos privados si socava la competencia, distorsiona las señales de precios o propone que el desempeño empresarial sea evaluado según criterios distintos a la rentabilidad, además del frecuente clientelismo y corrupción cuando están en juego recursos sustanciales. La oposición al "desarrollo dirigido por el gobierno" mantiene una percepción de que el Estado carece de la capacidad para llevarlo a cabo, con agencias capturadas por intereses particulares u oligopolios. Sin embargo, combatir el cambio climático, la búsqueda de más seguridad económica en medio de una política de bloques hegemónicos confrontados a escala global, junto a la presión por orientar la prosperidad no solo a los segmentos de capital hiper-concentrado sino también hacia los asalariados menos calificados, los sectores medios y los territorios desaventajados, hacen que la política industrial siga presente en las agendas gubernamentales, incluyendo el subsidio selectivo de "industrias nacientes" y de aquellas con fuertes externalidades tecnológicas y de formación de capacidades avanzadas.
Esto no implica dejar de considerar que los mercados pueden entregar a los agentes económicos información de manera descentralizada de modo útil a través del sistema de precios, y contribuir a una asignación de recursos dinámica. Además, si bien el apoyo gubernamental puede dar un impulso a empresas o sectores seleccionados, también se requiere el acceso a tecnologías importadas y a mercados externos para producir a un menor costo.
Por su parte, los llamados bienes públicos son aquellos de consumo colectivo (y no ya individual) y no se puede cobrar por ellos. Ese consumo, además, no disminuye su oferta (no es "rival"). Estos bienes son demandados por la sociedad, pero no existe oferta privada por ellos. Solo se pueden financiar a través de impuestos, dado que no existe la posibilidad de una recuperación de costos mediante el pago de los usuarios. Si bien deben ser provistos necesariamente por el Estado, pueden ser producidos por empresas privadas a las que el Estado compra la producción y la ponga a disposición del público. El tema de los beneficios externos en la producción de ciertos bienes y su insuficiente (o excesiva) provisión por el mercado está relacionado desde el ángulo del consumo con el de los bienes públicos, es decir de aquellos bienes cuyo consumo por una persona no impide el consumo por otras personas y además existe una imposibilidad práctica (o un alto costo) de excluir del acceso de las personas a dicho consumo. Se ha ampliado en el mundo contemporáneo el peso de la vasta gama de bienes cuyo consumo es colectivo o semi-colectivo. De ellos depende crucialmente buena parte de la calidad de la vida moderna, como la seguridad, la infraestructura, el urbanismo, la salud pública, el conocimiento. Los bienes públicos digitales incluyen el software de código abierto, los datos abiertos, los modelos de Inteligencia Artificial abiertos, los estándares abiertos y el contenido abierto, acompañados del respeto de la privacidad y otras buenas prácticas aplicables. Un gobierno que funciona adecuadamente es uno de los principales bienes públicos en el sentido económico (no es posible excluir a nadie del “consumo” de ese buen -o mal- funcionamiento ni este es divisible).
Cabe advertir, para evitar confusiones terminológicas, que no todos los bienes que produce o provee el Estado pueden ser considerados como bien público en el sentido económico, pues el Estado, incluyendo sus y servicios y empresas, también pone a disposición de los ciudadanos muchos bienes cuyo consumo no es colectivo y cuya oferta disminuye cuando son consumidos. Se trata de bienes privados provistos o producidos por el sector público. Los servicios públicos también suelen incluir, además de bienes públicos puros, "bienes de club" cuyo consumo puede restringirse a determinados usuarios, y bienes privados que la sociedad ha declarado de consumo obligatorio, como las escuelas, o bien producidos en condiciones de monopolio natural y que requieren de acción pública para evitar el abuso de su posición monopólica. En cambio, en el caso de los bienes públicos, en palabras de quien formalizó el concepto, Paul Samuelson (1954), se trata de
"bienes de los que todos se benefician en común en el sentido que el consumo de cada individuo de un bien semejante no lleva a ninguna sustracción en el consumo de ese bien por ningún otro individuo".
Los bienes públicos son entonces un tipo de bien cuya oferta es tecnológicamente indivisible para el consumo individual, con un proceso de producción único para múltiples usuarios, con la consecuencia de que puede ser consumido por todos. La puesta a disposición de la colectividad de este tipo de bienes beneficia automáticamente, una vez producidos a un costo dado, al conjunto de una población determinada. No hay entre sus miembros rivalidades con motivo de su consumo. Y no se les puede aplicar el principio de exclusión, según el cual quien no paga no accede al bien o al servicio. No se puede cobrar por acceder a ellos, o bien el costo de hacerlo es demasiado alto. La ausencia de rivalidad en el consumo, que es una de las características de los llamados bienes públicos puros, implica que en el marco de una capacidad de servicio dada, la producción de una unidad adicional tiene un costo marginal nulo. Por tanto, no tiene sentido que los bienes públicos sean provistos por privados con fines de lucro. En efecto, en el caso de estos bienes (que recordemos no deben asimilarse a muchos otros bienes que son provistos por el sector público pero que no tienen la doble característica de no rivalidad en el consumo e imposibilidad de exclusión del acceso a dicho consumo, y son en este sentido bienes privados), la inviabilidad de un sistema de asignación descentralizada basada en precios implica que si ha de suministrarse el bien o servicio, debe ser el Estado el que lo haga.
Únicamente una entidad pública dotada de capacidad recaudatoria coercitiva puede permitirse producirlos, o proveerlos encargando su producción a terceros. La producción de estos bienes o la prestación de estos servicios, que son demandados por sus usuarios y consumidores, debe ser gratuita, ya que sólo un precio nulo es compatible con la nulidad del costo por consumidor adicional. El hecho de que una persona más utilice este tipo de bienes no tenga un costo marginal, lleva a la conclusión de que este uso, aunque fuera posible, no debe racionarse. Si es suministrado por una empresa privada con fines de lucro, ésta debe cobrar por su uso y el precio que establezca disuadirá a los consumidores de utilizarlo con la misma intensidad. Por lo tanto, los bienes públicos, en el caso de que se pudiera cobrar por ellos de alguna manera, se subutilizan cuando son suministrados con el criterio maximizador de utilidades propio de las empresas privadas. Cuando el uso del bien público tiene un costo marginal de bajo monto (como el uso de un parque nacional), cabe cobrar al consumidor sólo dicho costo, que en todo caso no es suficiente para cubrir el costo total del bien público.
En el sector productor de bienes públicos, el bien o servicio no se vende sino que se pone a disposición de la colectividad. La producción de estos bienes y servicios requiere del uso y, por tanto, de la compra de factores de producción, trabajo y capital, e insumos intermedios diversos. Si una empresa privada suministrara este tipo de bienes, tendría que cobrar por los servicios prestados para ser viable. Pero como todos los ciudadanos sabrían que terminarían por beneficiarse de sus servicios, dada la naturaleza colectiva del consumo, independientemente de que contribuyeran o no a costearlos, no tendrían ningún incentivo para pagarlos voluntariamente y contribuir a su financiamiento. Se trata del llamado problema del pasajero clandestino. Esta es una de las razones por las cuales los bienes públicos puros son provistos por el sector público: si este no se hace cargo para ponerlos a disposición del público gratuitamente, habrá una oferta insuficiente o inexistente.
La no percepción de un precio de venta por los bienes y servicios producidos por el sector proveedor de bienes públicos, junto a la existencia de un costo en factores de producción, implica un financiamiento específico: las contribuciones públicas obligatorias. De donde resulta otra diferencia entre bienes públicos y bienes privados: la relación directa y bilateral entre oferentes y demandantes de los bienes de la economía de mercado queda reemplazada por dos operaciones distintas, que son la exacción coercitiva (cobro de impuestos) y la asignación (a través del proceso presupuestario), ambas de responsabilidad del Estado. Dado que no es posible la recuperación de costos mediante el pago de los usuarios, los agentes económicos privados no pueden proveer estos bienes en cantidades suficientes y en condiciones apropiadas. Su oferta se genera en el proceso político de determinación de la tributación y el gasto fiscal. Los bienes públicos de consumo colectivo por los que no se puede cobrar son entonces financiados a través de impuestos. Si bien deben ser provistos necesariamente por el Estado, dado que su financiamiento sólo puede ser tributario, pueden ser producidos por empresas privadas a las que el Estado compra la producción y la pone a disposición del público. Los bienes públicos pueden ser, según el ámbito geográfico que abarca su consumo, locales (calles, plazas, semáforos, alumbrado público), nacionales (defensa, justicia, administración pública, salud preventiva) y globales (conocimiento, seguridad internacional, estabilidad económica internacional, estándares globales, medio ambiente global.
Existen además una serie de bienes públicos que presentan algún grado de rivalidad o excludibilidad en su consumo. Está en primer lugar el caso de bienes cuyo consumo es colectivo pero cuyo acceso al mismo puede limitarse y por tanto es posible cobrar por su uso con un costo razonable. Las infraestructuras, en el caso en que no estén permanentemente congestionadas, no presentan rivalidad en su consumo, pero es posible cobrar al usuario por la totalidad (en tanto tengan una intensidad de uso suficiente) o una parte del valor de su uso. Por ello existen, además de los bienes públicos "puros", los "bienes de club o de peaje", cuyo consumo puede restringirse a determinados usuarios. Otros bienes son producidos en condiciones de monopolio natural y requieren, por tanto, de una tarificación pública para evitar el abuso de su posición monopólica y eventualmente de subsidios para asegurar el acceso universal de la población por su carácter básico para la subsistencia, como el agua y la energía.
Los bienes mixtos cuyo consumo es colectivo y no rival, y por tanto no tienen costo marginal, pero cuyo acceso al mismo puede limitarse y se puede cobrar por ellos (TV por cable, internet y redes de distribución de información, infraestructuras, clubes recreativos) fueron primero calificados como bienes de club por James Buchanan en 1965. Este introdujo el número de miembros de las comunidades de intereses como variable clave de los bienes consumidos, identificando así una serie de bienes intermedios entre los bienes privados de consumo individual y los bienes colectivos o públicos usados en común por toda la población. Elinor Ostrom, más tarde, propuso que su denominación sea la de bienes de peaje, aludiendo las infraestructuras a las que se accede mediante pago. Aunque ponerlos a disposición de un usuario adicional no tiene costo marginal, es posible cobrar por la totalidad (en tanto tengan una intensidad de uso suficiente) o una parte del valor de uso del bien.
Por otra parte, las propiedades de rivalidad en el consumo y de no excludibilidad definen a los bienes comunes, que plantean un problema de gestión de bienes ya existentes que son sobreconsumidos a raíz del comportamiento del tipo pasajero clandestino. Estamos en presencia de un bien de este tipo (natural o producido por el hombre) cuando una persona sustrae una parte de un recurso que podría estar a disposición de otros y respecto del cual es difícil excluir a algún usuario. Estos bienes comparten con los bienes privados la característica de que su consumo disminuye la oferta y comparten con los bienes públicos la dificultad de exclusión en el acceso, como es el caso de los bosques, los acuíferos, las pesquerías, la atmósfera, bienes que son esenciales para la vida humana.
La “tragedia de los comunes”, descrita por Garrett Hardin, alude la degradación del medio ambiente que es esperable cuando muchos individuos utilizan un recurso en común sin reglas aceptadas y respetadas que limiten su uso. Los “anti-bienes comunes” se pueden definir como aquellos bienes sujetos a una potencial sub-utilización por una excesiva regulación de la propiedad intelectual y un sobre-patentamiento comercial de la investigación científica y biomédica que privilegia el incentivo a la generación de utilidades para lograr innovaciones.
La producción basada en bienes comunes se define como aquella existente cuando no se utiliza derechos exclusivos para organizar un esfuerzo de captura de su valor, y cuando la cooperación se logra a través de mecanismos sociales distintos de las señales de precios u orientaciones jerárquicas. Un ejemplo de este tipo es Wikipedia.
Las asimetrías de información entre agentes económicos y su tendencia a no actuar racionalmente frente a futuros lejanos o frente a múltiples opciones, junto a conductas estratégicas ("riesgo moral" y "selección adversa" en el lenguaje de la microeconomía convencional) llevan a una insuficiente oferta en muchos mercados financieros y de seguros, es decir a "mercados incompletos", especialmente en materia de seguros de salud, pensiones y acceso al crédito, lo que justifica la creación de mecanismos públicos de provisión directa o indirecta de estos bienes. Los prestadores privados de servicios, salvo regulaciones o incentivos económicos fuertes, van a tender a practicar la “selección de riesgos”: una escuela privada con fondos públicos va a tender a no tomar o retener a los alumnos de menos rendimiento o con problemas de aprendizaje o de conducta (a menos que un subsidio mayor para estos alumnos compense dichas situaciones), una institución de salud con subsidios públicos va a tender a no atender las atenciones de salud más caras (a menos nuevamente que el subsidio incluya mecanismos de distribución por riesgo) y así sucesivamente, amén de las discriminaciones no económicas que pudieran, y suelen, practicarse en organizaciones con fines de lucro.
En el caso de Estados Unidos, único país de altos ingresos que mantiene un sistema de salud altamente privatizado, desde la época de Ronald Reagan se permitió a las compañías de seguros ofrecer planes de atención a los beneficiarios del Medicare (subsidio de atenciones de salud para mayores de 65 años y personas con dispacidades) bajo la idea que el sector privado, supuestamente más eficiente, ayudaría a ahorrar dinero. Sin embargo, lo que realmente ocurrió fue que las aseguradoras se dedicaron a la "selección de riesgos" : inscribían a adultos mayores saludables, dejando a los menos saludables en Medicare tradicional. El resultado fue que las aseguradoras recibían más dinero de los contribuyentes del que gastaban en atención médica. El programa Medicare Advantage fue creado en 1997 como un intento de frenar esta práctica mediante ajustes de riesgo, calculando los pagos según el historial médico de los pacientes para pagar menos por aquellos con costos médicos esperados más bajos. Aunque esto redujo algunos de los peores abusos, el ajuste de riesgo es lo suficientemente impreciso como para que las aseguradoras sigan seleccionando clientes con menores gastos médicos de los que predice la fórmula gubernamental. Más importante aún, las aseguradoras han trabajado presionando a médicos y enfermeras para que proporcionen diagnósticos que hagan que sus clientes parezcan más enfermos de lo que realmente están. Esto lleva a que Medicare les pague más bajo la fórmula de ajuste de riesgo, aunque sus costos reales no sean más altos. La Comisión Asesora de Pagos de Medicare (MedPAC), que asesora al gobierno sobre los pagos de Medicare, estimó que en 2024 Medicare Advantage le costó a los contribuyentes 83 mil millones de dólares más de lo que habría costado si esos beneficiarios hubieran estado en Medicare tradicional.
Se dificulta o encarece de ese modo la ejecución de las misiones de servicio público. Tenderá a hacerse más exigible no tener este tipo de conductas a órganos públicos o sin fines de lucro, siempre que estén sujetos a los debidos escrutinios, antes que a organizaciones privadas con fines de lucro, en un contexto en que el costo de las regulaciones correctoras de ellas pueden ser tan importantes que hagan recomendable directamente la prestación pública.
En suma, la asignación de recursos sería deficitaria si el Estado no usara su poder coercitivo y no proveyera bienes que de otro modo, siendo objeto de una demanda por la sociedad, no estarían a su disposición. También fallaría la asignación de recursos si no se subsidiara aquellos bienes privados con externalidades positivas, sin lo cual serían provistos en cantidad inferior a la óptima.
El gobierno, a través de sus servicios administrativos o encargándoselos a terceros, debe poner –y financiar- los bienes públicos, los bienes privados con externalidades positivas y los bienes con mercados incompletos a disposición de los ciudadanos. Este rol del Estado no es necesariamente redistributivo, sino de mejoramiento de la asignación de recursos a través de la provisión gratuita o subsidiada de bienes que de otro modo no estarían a disposición de la colectividad o no lo estarían en cantidad suficiente, aunque muchos de estos bienes benefician más frecuentemente a las personas y grupos de menos ingreso y patrimonio, pues las de altos ingresos pueden adquirir sustitutos cercanos de estos bienes para su consumo particular, como los dispositivos de seguridad urbana privada, la disposición de espacios naturales y el acceso a educación y atención de salud pagada de calidad.
Proveer bienes con externalidades positivas y bienes públicos y mixtos tiene un costo presupuestario, que es objeto de arbitrajes por las instituciones de gobierno y de las respectivas políticas tributarias, tratadas más abajo.
Dado que la producción del servicio público puede ser pública o privada, se plantea, siguiendo a Herbert Simon (1982), el problema de los incentivos y las motivaciones en relación a los fines de cada organización para evaluar la eficiencia organizacional de las entidades productoras de bienes y servicios:
“La mayoría de los productores son empleados, no propietarios de las firmas (...) No existe diferencia, a este respecto, entre firmas que maximizan utilidades, organizaciones sin fines de lucro y organizaciones burocráticas. Todas tienen el mismo problema de inducir a sus empleados a trabajar en función de los objetivos organizacionales”.
Esa eficiencia no es un problema que pueda enunciarse o evaluarse de manera dicotómica.
En el caso de los servicios no mercantiles (que no son comprados por los usuarios o consumidores, sino que puestos a su disposición, ya sea porque se trata de bienes públicos de consumo colectivo o de bienes privados públicamente financiados y/o declarados preferentes), las agencias de gobierno que los producen son en algunos aspectos como las grandes y complejas empresas privadas, pero difieren en otros aspectos, en algunos casos en cuestiones de grado antes que de naturaleza. En el caso de la producción pública mercantil, sujeta a competencia, los problemas que enfrentan las empresas públicas y las privadas son los mismos, sin que pueda a priori establecerse una ley general sobre su intrínseca eficiencia o ineficiencia respectiva. Las agencias de gobierno y las empresas públicas son consideradas como menos eficientes por los que piensan que sus dirigentes y trabajadores no están sujetos a los poderosos incentivos que se supone siempre prevalecen en las empresas privadas. Esta creencia motiva muchas acciones de privatización de los servicios públicos y de reforma de las burocracias gubernamentales, pues se considera que la ausencia de competencia las hace más ineficientes.
Los productos no mercantiles de las agencias gubernamentales son difíciles de cuantificar y medir, mientras la carencia de entorno competitivo no permite la comparación directa por los usuarios acerca de sus características. Diversos de los bienes y servicios que ofertan no tienen o tienen pocos sustitutos cercanos. No obstante, algunas agencias de gobierno tienen incluso una ventaja sobre las empresas privadas: proveen servicios en condiciones en que la vocación de servicio social de gestores y trabajadores pueden motivar su desempeño sin necesitar incentivos predominantemente monetarios. Se ha diagnosticado que muchos trabajadores sociales que sirven a las personas pobres, de edad avanzada o discapacitadas u otros sectores vulnerables ponen esa motivación por sobre cualquier otro objetivo institucional o personal. En palabras de Dixit y Nalebuff (1993):
“los incentivos en este tipo de organizaciones no necesitan ser financieras; más frecuentemente son complejos quid pro quos en un más amplio y multidimensional juego de negociaciones”.
Esta situación organizacional con propósitos y objetivos de gestión múltiples también existe en las empresas privadas de grandes dimensiones, así como en aquellas grandes firmas con poder de mercado que les permite sustraerse de la presión de la competencia .
En este sentido, es necesario distinguir la externalización o contratación por licitación de servicios administrativos corrientes en cualquier órgano público, de la prestación de servicios complejos como la educación, la salud o la transferencia de ingresos y prestaciones a los grupos de menores ingresos. En estas actividades, establecer incentivos adecuados a nivel de la organización y a nivel de cada individuo no es tan simple ni lineal como el mero recurso al incentivo monetario. De la observación empírica no emerge en ellas una irrefutable ventaja de eficiencia de la gestión privada motivada por el lucro, sino una amplia diversidad de desempeños. Lo cual no quiere decir que, al optarse por la producción pública de estos servicios, no sea fuertemente recomendable organizar las prestaciones dando un amplio lugar a la capacidad de opción del usuario y a formas de competencia que induzcan una mejor satisfacción de éste.
El trabajo y la redistribución
La participación laboral en el ingreso está determinada por el poder de las empresas para fijar los salarios. Este es mayor cuando existen situaciones de monopsonio, en que la empresa internaliza el efecto de la oferta de trabajo de sus empleados que no tienen otra opción de empleo, y su variante de oligopsonio, en que varias empresas interactúan estratégicamente en mercados laborales locales, y más en general depende de las condiciones de negociación salarial entre empresas y trabajadores y la existencia de mayor o menor sindicalización. La participación laboral disminuye cuando no existen o se debilitan las instituciones de negociación colectiva, especialmente en situaciones de alto desempleo, con menos trabajadores cubiertos y un salario mínimo más bajo en relación con la mediana salarial.
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Costo del trabajo
Si la producción total es Y y la remuneración laboral es wℓ, la participación laboral es
𝑤ℓ/𝑌
El costo efectivo del trabajo equivale a:
(1+θ) wℓ
donde el margen empresarial en el mercado laboral es θ. Un mayor θ reduce mecánicamente wℓ/Y.
Los monopsonios, oligopsonios y los debilitamientos institucionales de la posición negociadora de los asalariados elevan el margen empresarial efectivo en el mercado laboral θ, desplazando el ingreso desde los salarios hacia las utilidades y contribuyendo así a explicar la tendencia a la baja de la participación laboral a largo plazo. Ejemplos son el New Deal luego de la Gran Depresión en Estados Unidos, en que las políticas incrementaron el poder de negociación de los trabajadores y coincidieron con un aumento de la participación salarial. En otro sentido, lo fueron las reformas en Alemania a inicios de los 2000, que redujeron el poder de negociación de los trabajadores y aceleraron la caída de la participación salarial antes de la Gran Recesión
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La advertencia del premio Nobel Robert Solow (2014) es digna de consideración:
"si un pequeño –muy pequeño- grupo de propietarios de riqueza llega a recaudar una parte creciente de la renta nacional, es probable que también domine la sociedad de otras maneras"
Esto también lo ha subrayado en el mismo sentido Angus Deaton (2015) y es lo que ha llevado a autores como Thomas Piketty (2013), luego de reseñar en profundidad la historia económica del siglo XX e inicios del siglo XXI, a concluir que es propia del capitalismo una tendencia a producir desigualdades crecientes, con utilidades que crecen más rápido que la producción, de no mediar correcciones públicas de gran envergadura.
Del proceso de distribución de ingresos mediante la retribución de la fuerza de trabajo bajo la forma de salarios y mediante la remuneración del capital construido y natural bajo la forma de intereses, dividendos y rentas, resulta una distribución factorial o "primaria" del ingreso. La distribución primaria está determinada por el poder relativo del capital y del trabajo en cada unidad productiva en los diversos espacios territoriales antes que por la "productividad de los factores de producción", en la conceptualización neoclásica, la que es imposible de separar individualmente y, por tanto, de calcular en los procesos de producción y venta de bienes y servicios. Por lo demás, un trabajador que participa en un mismo proceso productivo de una misma empresa en uno u otro país suele recibir, a misma productividad, salarios muy diferentes. Este fenómeno es el que ha empujado la deslocalización de empresas desde países de altos salarios a países de bajos salarios. Si la estructura distributiva de los ingresos primarios, los que se conforman en la retribución del capital y el trabajo en las empresas, no es considerada insatisfactoria por el sistema político, habrá políticas de redistribución, las que varían de país a país.
A las políticas de tipo incentivador de las capacidades humanas (conocimiento, educación, salud) y de tipo directamente redistributivo (ayudas a las personas, ingresos de sustitución) con consecuencias fiscales, se agregan las que intervienen el mercado de trabajo no solo con salarios mínimos sino con ingresos mínimos, compuestos por el salario de equilibrio de mercado y un complemento financiado fiscalmente para alcanzar el nivel del ingreso mínimo definido socialmente, como han propuesto economistas como Edmund Phelps (2007). La política francesa y alemana de subsidiar los aportes patronales a la seguridad social para disminuir el costo del empleo no calificado tiene una inspiración en este enfoque.
La distribución final de los ingresos resulta de la consideración del conjunto de los flujos de impuestos y aportes derivados de las regulaciones públicas vinculadas a la remuneración del capital y el trabajo. Estas son fruto de decisiones variadas de la sociedad, con frecuencia orientadas a aumentar los ingresos de los peor situados en la escala distributiva y hacer recaer las cargas tributarias según los principios de equidad y progresividad. estos son los llamados procesos de “redistribución pura” (Piketty, 1997). En esta lógica, incluso la redistribución incondicional de ingresos ha ganado espacio en la discusión pública con la aparición de propuestas de establecimiento de “ingresos mínimos de ciudadanía” entregados a toda o parte importante de la población y financiados por impuestos. La “redistribución eficiente” corresponde, en cambio, a situaciones en las que las fallas o imperfecciones de mercado (externalidades, bienes públicos, mercados incompletos) justifican intervenciones en el proceso de asignación de recursos con el objeto de mejorar la eficiencia paretiana, con consecuencias distributivas al crear ingresos de reemplazo (Picketty, 1997). Aunque la provisión de bienes públicos en infraestructura suele beneficiar a los más ricos por su mayor intensidad de uso de los mismos (los más pobres circulan menos por las carreteras o los aeropuertos), en cambio los bienes públicos urbanos suelen beneficiar más a los más pobres, pues no disponen de sustitutos privados de esos bienes a precios abordables (seguridad, parques, plazas, equipamientos deportivos y culturales). Por su parte, las políticas de aseguramiento frente a los riesgos tienen, por construcción, un efecto redistributivo de ingresos desde todos los cotizantes hacia los que sufren los eventos cubiertos. Esta redistribución se produce desde los que tienen una menor probabilidad de ocurrencia de situaciones de enfermedad, desempleo y vejez sin ingresos a los de mayor probabilidad de ocurrencia.
El peso respectivo de los regímenes de distribución ex ante que inciden en las remuneraciones del capital y del trabajo a través de las políticas laborales y de empleo y también las de educación y salud, y de los regímenes de redistribución de ingresos ex post (a través del sistema de tributos-transferencias con impuestos a la propiedad y a la renta progresivos e impuestos al consumo con tasas diferenciadas dirigidos a suplementar los ingresos de los grupos sociales de menores rentas), ha sido calculado de manera exhaustiva por Blanchet, Chancel y Gethin (2022) para Estados Unidos y Europa. Su conclusión es que en Estados Unidos se redistribuye proporcionalmente más ex post, pero la distribución primaria del ingreso ex ante es menos desigual en Europa para los trabajadores, por un mayor peso de la negociación salarial colectiva, con el resultado de una mejor distribución agregada de los ingresos en Europa.
La reducción de las desigualdades de ingreso y de riqueza ocurrió de modo generalizado después de la Segunda Guerra Mundial, pero en el siglo XXI se volvió a un nivel cercano al del siglo XIX (Piketty, 2021), a pesar de que la acumulación privada de capital debe mucho a la acumulación de capital público, por lo que no puede ser enteramente privada la apropiación de sus beneficios. Este autor concluye que
"ya es tiempo de reubicar el tema de la desigualdad en el centro del análisis económico y de replantear las cuestiones propuestas en el siglo XIX. Durante demasiado tiempo, el asunto de la distribución de la riqueza fue menospreciado por los economistas, en parte debido a las conclusiones optimistas de Kuznets, y en parte por un gusto excesivo de la profesión por los modelos matemáticos simplistas llamados 'de agente representativo'. Y para reubicar el tema de la distribución en el centro del análisis se debe empezar por reunir un máximo de datos históricos que permita comprender mejor las evoluciones del pasado y las tendencias en curso, pues al establecer primero pacientemente los hechos y las regularidades, al cotejar las experiencias de los diferentes países, podemos tener la esperanza de circunscribir mejor los mecanismos en juego y darnos luz para el porvenir".
3. La tributación y sus efectos
La tributación y el crecimiento
El Estado-nación es una expresión institucional de soberanía sobre un territorio dado, dotado de la capacidad de uso legítimo de la coerción, en la clásica expresión de Max Weber. Uno de sus fundamentos es la capacidad gubernamental para movilizar los recursos necesarios para financiar la actividad estatal y la redistribución. Es por ello que la tributación está en el corazón del proceso político y ha sido históricamente un factor esencial en la conformación de imperios y Estados. No ha estado ausente como motivación de las conquistas coloniales (recuérdese “el quinto real” del imperio español, tributo obligatorio de 20% sobre las riquezas de las colonias trasladadas a la metrópoli).
El objetivo principal de la tributación es financiar el gasto público en condiciones de viabilidad de la relación entre ingresos y gastos del Estado, lo que depende de su política fiscal (con mayor o menor énfasis anti-cíclico y mayor o menor gasto en bienes públicos y de redistribución) y de sus capacidades de recaudación y de endeudamiento, así como del costo del mismo. El financiamiento público está constituido por las contribuciones obligatorias (impuestos, tarifas y cotizaciones salariales) y por el endeudamiento, y en algunos casos por emisión de moneda. Pero su componente fundamental son los impuestos. La presión o carga tributaria se mide como el porcentaje que representa la suma de impuestos recaudados por los distintos niveles de gobierno respecto del valor a precios de mercado del Producto Interior Bruto.
Una estructura tributaria óptima es la que maximiza los efectos recaudatorios buscados y minimiza sus costos de eficiencia. Debe preferentemente reunir las condiciones de suficiencia (es decir permitir financiar sobre una base estable y continua el gasto público al que está asociado), de simplicidad (es decir no presentar una multiplicación de impuestos de baja recaudación y alto costo de administración ni estar asociado a fines específicos que dificulten la flexibilidad de la asignación de gastos), de equidad (distribuirse con justicia entre los contribuyentes) y eficiencia (no distorsionar significativamente la actividad económica).
Cada impuesto tiene una base de cobro determinada por las estructuras de administración tributaria en los distintos países (ingresos personales, utilidades empresariales, valor de la propiedad, valor de los bienes sujetos a transacción) y una tasa (proporción medida en porcentaje) que se aplica a esa base. Las bases económicas más utilizadas para recaudar impuestos en los Estados modernos son en primer lugar las transacciones de mercado (compra y venta de bienes y servicios, importaciones de bienes). Estos gravámenes se denominan impuestos indirectos. Los más importantes de este tipo son el Impuesto al Valor Agregado, los impuestos a las ventas generales (como en los estados federados en Estados Unidos) o específicos, así como los impuestos o aranceles aduaneros. La segunda base de tributación son los ingresos, ya sea las utilidades del capital o los ingresos del trabajo, que dan lugar al impuesto a la renta de las personas y al impuesto a la renta de las empresas, de recaudación separada en la mayoría de los países o parcialmente integrada, como en Chile. La tercera base de tributación son los patrimonios, como las acciones y otros activos financieros y, con mayor frecuencia, las propiedades inmobiliarias. Estos dos últimos tipos de gravámenes se denominan impuestos directos.
Bajo el principio del beneficio (el impuesto es un pago por un servicio gubernamental a individuos), el ingreso público debiera recaudarse bajo la forma de tarifa al usuario cada vez que esto sea posible. No obstante, esto no es posible para los bienes públicos puros, que por definición no admiten un cobro por su suministro, como la defensa o los bienes urbanos de uso colectivo. los que aluden el principio del beneficio suelen abogar en contra de los programas de suministro de bienes públicos y de redistribución en los Estados de bienestar.
Bajo el principio de la capacidad de pago, la carga tributaria de cada cual debiera estar relacionada no con lo que los contribuyentes reciben del gobierno, sino con la necesidad de sustentarla de manera justa una vez que el sistema político decide su monto. Las diversas estructuras tributarias de los países son el reflejo de la manera en que el peso del financiamiento público se distribuye entre los individuos y grupos que conforman la sociedad, las que pueden o no incluir determinados principios de justicia. Un primer principio de justicia tributaria es el de la equidad horizontal (frente a una misma situación todos deben pagar lo mismo). Asociado a este se encuentra el mencionado “principio del beneficio”: a cada impuesto se asocia un servicio o conjunto de servicios determinados, así como a un precio se asocia en el mercado un bien específico. Por su parte, tiene también relevancia el mencionado “principio de la capacidad de pago”, que asocia cobros de tasas diferenciadas según las posibilidades económicas de los contribuyentes, de modo que quien tenga más recursos y pueda pagar más contribuya en una mayor proporción al esfuerzo común. Se trata en este caso de aplicar un principio de equidad vertical.
Una estructura es progresiva si los pagos tributarios como proporción del ingreso de un individuo o de una familia aumentan con el nivel de ingreso. Una estructura tributaria es más progresiva que otra si la tasa de impuestos promedio aumenta más rápido con el ingreso. Los impuestos directos de tasa creciente según los ingresos sean mayores cumplirán con esta condición, contrariamente a los impuestos indirectos de tasa fija aplicada al valor de mercado de los bienes. Desde este punto de vista, los impuestos indirectos son regresivos, aunque si el consumo está concentrado en las familias de más altos ingresos, en términos absolutos estas pagarán más impuestos que las familias más pobres y por tanto contribuirán con más recursos a financiar el gasto público.
Francis Edgeworth mostró que si desde una perspectiva social una unidad de ingreso es menos valorada en la medida en que el ingreso del receptor aumenta, entonces el bienestar social se maximiza con un sistema tributario que nivela todos los ingresos, recaudando todo el ingreso más allá de un umbral y distribuyendo lo obtenido a aquellos cuyos ingresos de otra manera serían inferiores al umbral de ingreso aludido. Si se considera plausible que pagar una unidad de impuestos es un sacrificio menor para una persona de ingresos holgados que para una persona francamente pobre, un igual sacrificio requiere de pagos tributarios mayores por el primero en comparación con el segundo. Pero, al igual que con el principio del beneficio, no es sencillo identificar una relación precisa entre ingreso y valor de la carga tributaria. Un impuesto proporcional, en el que todos pagan el mismo porcentaje de su ingreso, recaudará de todas maneras una mayor cantidad de recursos a la persona rica que a la pobre. Incluso un impuesto regresivo que, por ejemplo, significara un cobro de 25 por ciento en las primeras 10 000 unidades de ingreso y un 10 por ciento en todo el ingreso adicional, recaudará más dinero de los más ricos que de los más pobres.
Según el principio utilitarista, la carga tributaria debe ser asignada procurando maximizar el bienestar social agregado. Este enfoque sostiene que un impuesto nivelador podría disminuir el incentivo a trabajar, ahorrar, invertir e innovar, con lo cual el tamaño de la torta a repartir se reduciría rápidamente. Postula, por tanto, que un impuesto universal de cuantía fija es el que maximiza el bienestar, pues no hace variar mayormente la conducta de productores y consumidores. Por ello, los enfoques de la progresividad tributaria óptima que se inspiran en el principio utilitarista ven el problema como un dilema entre los beneficios sociales de una distribución más igualitaria de los ingresos después de impuestos y el daño económico provocado por impuestos altamente progresivos.
La aplicación del impuesto debe en cualquier caso considerar minimizar el costo de eficiencia y mantener incentivos que aumenten el volumen total de ingresos disponibles para ser objeto de tributación. La tributación incide en el comportamiento de los agentes económicos en las economías mixtas. En los mercados competitivos en equilibrio parcial, la incidencia de un impuesto (es decir si lo paga el consumidor o el productor) depende de la elasticidad precio de la oferta y de la demanda. Un impuesto sobre el consumo de bienes no es pagado por los consumidores si la curva de demanda es perfectamente elástica o por los productores si la curva de oferta es perfectamente elástica. Y viceversa. La incidencia de un impuesto sobre los factores de producción (capital o trabajo) en un mercado competitivo depende también de la elasticidad de la oferta y la demanda por el factor.
La tributación puede tener costos económicos y provocar la llamada “pérdida irrecuperable de eficiencia”. Esta proviene de eventuales distorsiones en los incentivos de los productores (incitándolos a producir menos y disminuyendo el excedente del productor) y los consumidores (incitándolos a comprar menos y disminuyendo el excedente del consumidor), cuya magnitud dependerá de las elasticidades precio de la oferta y de la demanda de los bienes ante el establecimiento de impuestos, es decir de la magnitud del llamado “efecto sustitución”. El efecto de cualquier impuesto puede ser descompuesto entre un efecto ingreso y un efecto sustitución. Mientras mayor es el efecto sustitución provocado por los impuestos, mayor es la pérdida de eficiencia. Existe un efecto ingreso (las personas sustraen a sus ingresos los impuestos que han debido pagar) asociado a los impuestos de cuantía fija (es decir un impuesto que los individuos pagan independientemente de lo que hacen o de sus habilidades, de sus ingresos, su trabajo, su consumo o su ahorro), pero no un efecto sustitución. Por eso se postula que el impuesto óptimo es el de cuantía fija per cápita, pues por construcción no puede “distorsionar” la asignación de recursos. El problema es que pagarían lo mismo muy ricos y muy pobres, contraviniendo el principio de equidad vertical. Los impuestos indirectos provocan pocas modificaciones en la conducta y pocos efectos de sustitución, mientras los impuestos directos a los ingresos del capital y el trabajo podrían, si son de magnitud elevada, disminuir la oferta de ahorro y la oferta de trabajo.
¿Cuán progresivo debe entonces ser el impuesto? La respuesta es políticamente controversial y dependerá de cómo modifica su conducta el contribuyente de mayores ingresos ante altas tasas de impuestos a la renta, qué financia el impuesto y cuanto se valora socialmente que una unidad de ingreso esté en manos de una familia de bajos ingresos o bien en manos de una familia de altos ingresos. Peter Diamond y Emmanuel Saez (2011) calculan que los ingresos muy altos deben estar sujetos a tasas marginales de impuesto crecientes y a tasas mayores que las actuales en la mayoría de los países: mencionan un rango "óptimo" -que no provoca distorsiones asignativas por cambios relevantes en su conducta- de 48% a 76% en la tasa que debe aplicarse al tramo superior de ingresos. Esta es la razón por la cual diversos economistas sostienen el fundamento económico del aumento en las tasas del impuesto marginal a la renta hasta los mencionados niveles, junto a auditorías fiscales suficientes. A su vez, Choudhary et al. (2024) calculan que una participación del 50 % de los impuestos directos sobre el total de la recaudación es óptima para minimizar las brechas de prosperidad.
Por su parte, junto al impuesto al consumo y al impuesto a la renta, el impuesto a las utilidades del capital debe contribuir a cubrir los gastos en bienes públicos que concurren a la formación de esas utilidades (el orden público, las infraestructuras y las capacidades humanas que existen gracias a la capacitación, la educación y la salud públicas). A su vez, esa tributación debe considerar el estímulo a la reinversión, pues en palabras de Alain Lipietz (2003)
“a un empresario que viviera en sandalias y tenida sencilla y no consumiera nunca el dinero que gana, reinvirtiéndolo en su totalidad para crear empleos, desde el momento en que respeta la legislación social y ambiental, no se ve no se ve por qué se debiera hacerle pagar un impuesto sobre este dinero que consagra a los demás”.
El impuesto a la riqueza tiene, en todo caso, un fundamento económico y no solo redistributivo. El postulado de la “remuneración de los factores de producción de acuerdo a su productividad marginal”, entendido como justa retribución al aporte de cada cuál medido en el marco de funciones de producción, se enfrenta a la imposibilidad de concebir el mencionado aporte de cada “factor de producción” separadamente. El proceso productivo y sus resultados resultan ser así una combinación no necesariamente cuantificable de acuerdo a sus componentes particulares. Lo propio ocurre con los cálculos de desagregación de los componentes del crecimiento macroeconómico, que atribuyen a un factor residual indeterminado, normalmente asociado por defecto al progreso técnico, la parte no explicada por la acumulación cuantitativa de factores del crecimiento. En palabras de René Passet (2000):
“Pese a su denominación (el ingreso ‘tecnológico’) no está vinculado al capital técnico, sino a la propia organización del proceso de producción, es decir a la inversión intelectual y a la información. Depende pues de este patrimonio universal cuyos frutos, que no son imputables a uno u otro factor productivo, deben distribuirse en realidad entre el conjunto de la colectividad”.
Los impuestos sobre la propiedad en América Latina son muy inferiores al promedio mundial, a pesar de que el 86% de la riqueza de las personas está concentrada en bienes raíces en el continente, según datos del Banco Mundial. Los impuestos a la propiedad representan el 2% de los ingresos fiscales, muy por debajo de América del Norte, donde este tipo de impuesto genera el 13% de esos ingresos. Las tasas impositivas son similares a las de Estados Unidos, pero con una valoración de la propiedad por parte del Estado que oscila entre el 10 y el 40% del valor de mercado. El patrimonio inmobiliario no contribuye mayormente al dinamismo económico y a la innovación, no genera sinergias positivas con otros sectores productivos estratégicos ni aumenta las capacidades humanas. Reformar los sistemas tributarios en América Latina para darle mayor preponderancia a los impuestos a la propiedad mejoraría la equidad y generaría espacio fiscal. Este tipo de tributación tiene menos consecuencias negativas en el comportamiento y cargas administrativas más manejables. Por naturaleza, la propiedad es un activo relativamente fijo y fácilmente identificable, y, por ende, menos susceptible a la evasión. Esto supondría invertir en capacidad administrativa y realizar tasaciones adecuadas para asegurar la progresividad. Una mejor actualización del valor de mercado se puede hacer sin afectar a las personas de menos ingresos, en un marco de exención de las propiedades de menor valor.
A su vez, impuestos moderados a los aumentos de riqueza no provocarían un daño económico, como propone Thomas Piketty. Se pregunta el economista francés: ¿cómo harían los millonarios para pagar un impuesto de, por ejemplo, un 10% sobre el enriquecimiento?:
“si los beneficios obtenidos en el año no son suficientes, entonces tendrán que vender una parte de sus acciones, digamos el 10% de su cartera. Si esto presenta un problema para encontrar un comprador, entonces el Estado puede perfectamente aceptar estos títulos como pago de impuestos. Si es necesario, luego pondrá a la venta estos títulos utilizando el procedimiento que prefiera, por ejemplo, permitiendo a los empleados adquirir esas acciones, lo que aumentaría su participación en las empresas. En cualquier caso, la deuda pública neta se reducirá en esa misma proporción” (Le Monde, 12-10-24).
El impuesto a la riqueza suele acompañarse de la tributación a las herencias por las mismas razones (Scheuer y Slemrod, 2021) y por su ausencia de legitimidad y vínculo con incentivos a un mayor rendimiento: heredar un activo no es equivalente a tener competencias que optimicen su uso. Gabriel Zucman (2024) concluye que:
"La tributación progresiva es un pilar fundamental de las sociedades democráticas. Un sistema fiscal progresivo refuerza la cohesión social y la confianza en que los gobiernos trabajan por el bien común. Es esencial para financiar los bienes y servicios públicos —como la educación, la atención sanitaria y la infraestructura— que son motores del crecimiento económico. Los cambios en la progresividad fiscal han sido históricamente un factor determinante en la evolución de la concentración de ingresos y de la riqueza. Gracias a investigaciones realizadas en los últimos años, ahora existe evidencia clara de que los sistemas fiscales contemporáneos, lejos de ser progresivos, no gravan de manera efectiva a las personas con patrimonios más elevados. Estos estudios muestran que, considerando todos los impuestos, los individuos de patrimonio ultra-alto tienden a pagar menos impuestos en proporción a sus ingresos que otros grupos sociales, independientemente de las particularidades del diseño impositivo y de las prácticas de recaudación de cada país. Esta regresividad se deriva de la incapacidad de los impuestos sobre la renta —que en teoría son el principal instrumento de progresividad fiscal— para gravar eficazmente a quienes tienen patrimonios excepcionalmente elevados. Esta falla priva a los gobiernos de sumas sustanciales de ingresos fiscales y contribuye a concentrar las ganancias de la globalización en un número relativamente reducido de manos, lo que socava la sostenibilidad social de la integración económica global."
Existe, por otro lado, un conjunto de impuestos que no sólo no dañan la asignación eficiente de los recursos sino que la incrementan. Este es especialmente el caso de los impuestos correctores de externalidades negativas, que internalizan dichas externalidades, es decir transforman en costo privado el costo social en que incurren en sus actividades algunos entes privados. Los impuestos sobre actividades que provocan daño directo a la salud (tabaco, alcohol) o que son contaminantes y los que se aplican a la extracción de recursos naturales corresponden a esta categoría. Para que cumplan con sus fines, estos impuestos deben no tener una lógica esencialmente recaudatoria, por lo que se debe evaluar siempre sus costos (especialmente los administrativos) y sus beneficios, habida cuenta de la dificultad de cuantificar las externalidades.
Por su parte, las utilidades extraordinarias por extracción de recursos naturales con alta demanda y oferta limitada y las ganancias monopólicas no tienen justificación económica desde el punto de vista de la eficiencia y su tributación no afecta la inversión y el bienestar. En el caso de la renta económica proveniente de la explotación de recursos naturales, la tradición neoclásica no niega que el cobro de impuestos adicionales sobre ella simplemente no cambia la conducta de los inversores (Martner, 2021). La razón es la siguiente: esta renta se define como los pagos en exceso a un factor de producción respecto a lo que se requeriría para obtener la oferta de ese factor. Ocurre con frecuencia con las tierras más fértiles (es el ejemplo clásico tratado por David Ricardo en 1817), con las localizaciones más demandadas en las ciudades o con las materias primas de alta demanda y oferta limitada, como los productos mineros, es decir bienes no reproducibles y no sustituibles. La renta aparece cuando hay diferencias de productividad y escasez del factor de producción o del recurso. La renta aparece cuando hay diferencias de productividad y escasez del factor de producción o del recurso. Mientras más escaso sea un bien de oferta rígida y mayor su demanda, más alta será la renta económica que se obtiene de su puesta en el mercado. La única pregunta pertinente respecto a la renta originada no ya en la actividad empresarial, como es el caso de la utilidad, sino en diferencias de costos de producción por dotaciones naturales o por tratarse de bienes no reproductibles, es quién se apropia de ella y en qué proporciones. Es el caso del arbitraje en la apropiación de la renta entre los dueños del territorio en el que existe el recurso natural (en muchos casos la nación) o quienes lo explotan. Es una discusión eminentemente política (quién se beneficia de un recurso no producido) y no estrictamente económica (su resultado suele no alterar los niveles de producción).
La evidencia internacional sobre tributos y crecimiento
La evidencia no indica que se haya producido un crecimiento mayor en los paises que mantienen impuestos bajos. Al revés, aunque es materia de controversia, existe un cierto en consenso en considerar que, en palabras de Choudhary et. al (2024), del Banco Mundial,
"los ingresos tributarios insuficientes frenan el crecimiento económico al limitar la inversión en infraestructura, subfinanciar los servicios públicos, aumentar la desigualdad de ingresos y provocar una dependencia excesiva de la deuda".
Los países de menos ingresos y menor crecimiento de largo plazo tienen cargas tributarias notoriamente más bajas que los de altos ingresos o de ingresos medios, con un promedio, según los datos de la OCDE para 2023, de 16% del PIB en Africa, un 20% en Asia-Pacífico (con un mínimo de 7% en Bangladesh) y un 21% en América Latina y el Caribe.
Tampoco las políticas de rebajas de impuestos han generado más recaudación o más crecimiento, mientras algunos países han vivido secuencias especialmente rápidas de aumentos de impuestos y contribuciones obligatorias sin efectos negativos sobre el dinamismo económico. Sin embargo, luego de identificar todas las experiencias de reducciones fiscales importantes para los grupos más ricos en 18 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) entre 1965 y 2015, Hope y Limberg (2022) encuentran que estos recortes de impuestos conducen a una mayor desigualdad de ingresos tanto a corto como a mediano plazo y que esas reformas no tienen ningún efecto significativo sobre el crecimiento económico ni sobre el desempleo.
Las economías más dinámicas han sido aquellas con tributos menos desincentivadores y más gastos públicos que contribuyen al crecimiento, especialmente en infraestructura, investigación y desarrollo y capacidades humanas, y no aquellas con Estados de menor peso en la economía. Incluso la aplicación de tributos considerados desincentivadores como un alto impuesto a la renta y al patrimonio no se tradujo en la historia del siglo XX en un impacto sustancial de menor crecimiento.
La afirmación que los impuestos per se hieren el desempeño económico no tiene base empírica que la sustente. En palabras de Peter Lindert:
“Desde hace algunos años, ha habido una creciente brecha entre el registro empírico y una historia que es contada una y otra vez con insistencia creciente. No solo escuchamos que existe el peligro de que redes de seguridad y programas antipobreza basados en impuestos pueden tener altos costos económicos. Nótese cuan frecuentemente se nos dice que los economistas han “demostrado” y “encontrado” que esto es cierto. Estas afirmaciones son frecuentemente un bluff (...). Antes que demostrar o encontrar este resultado, han escogido imaginarlo".
En el siglo XX, de acuerdo a Joel B. Slemrod y Jon Bakija (2004) y con datos de 1950 a 2002, la relación entre la tasa marginal del impuesto a la renta y la productividad revela que los períodos de fuerte incremento de la productividad coexistieron con las etapas de tasas más altas en el impuesto a la renta en la posguerra mientras, en promedio, los países de más altos impuestos son los de mayor PIB por habitante. La carga tributaria de los países del Grupo de los 7 (Estados Unidos, Canadá, Japón, Reino Unido, Francia, Alemania e Italia), según la base de datos de la OCDE, es sustancialmente más elevada que la del resto de países y pasó en promedio de 27% del PIB en 1965 a 31% en 1980, a 35% en 2000 y a 36% en 2023, siguiendo lo que se denomina la ley de Wagner: los gastos públicos se incrementan más que proporcionalmente que los ingresos promedio. Estados Unidos constituye una excepción, pues su carga tributaria pasó de 24% del PIB en 1965 a 31% en 1980, pero luego descendió a 28% en 2000 y a 25% en 2023. Por su parte, la carga tributaria de los países nórdicos (Suecia, Dinamarca, Noruega, Finlandia) pasó en promedio de 30% del PIB en 1965 a 41% en 1980, a 46% en 2000 y a 42% en 2023. Existe como consecuencia un contraste en los niveles de desigualdad de ingresos entre Estados Unidos y los países nórdicos y de Europa continental, lo que también se explica por sus diferentes reglas laborales (Blanchet et al., 2022).
El período de crecimiento más alto de las economías occidentales fue el de 1945-1975, cuando los impuestos aumentaron sustancialmente, con tasas marginales a los tramos de ingresos más altos que alcanzaron incluso hasta 90% en Estados Unidos y el Reino Unido (Piketty, 2021). Los países industrializados dominantes crecieron menos en la etapa posterior a 1975, lo que coincidió con la baja a los impuestos a los más ricos y con limitaciones al Estado de bienestar iniciado en la era Reagan-Thatcher. Según el dato más reciente, en 2023 el país con más alta carga tributaria fue Francia, con un nivel de 44% del PIB: ya lo era en 1965 con un 34%, lo que no le impidió situarse entre los países de más crecimiento de largo plazo y más alto PIB por habitante. Entre aquellos países con una carga superior al 40% del PIB se cuenta a los cuatro nórdicos y a países de Europa continental como Italia, Austria, Bélgica y Luxemburgo, que también se sitúan entre los países de más altos ingresos promedio en el mundo. Entre los países con menor carga tributaria en la OCDE, se situaban en 2023 los cuatro latinoamericanos miembros de este organismo (siendo México el más bajo con 18%), además de Irlanda, Turquía y Estados Unidos.
Los sistemas de impuestos y transferencias públicas han evolucionado desde mediados de los años noventa en la mitad de los países de la OCDE. Esto se explica esencialmente por el lado de los beneficios, que han aumentado en volumen, pero cuya amplitud respecto a los ingresos de mercado han caído en muchos países al aumentar las condiciones de elegibilidad en el acceso, con el objeto de contener la proporción de los gastos en protección social (con las excepciones notables de Alemania y Noruega). A su vez, muchos países han recortado las tasas más altas del impuesto a la renta, con el mismo efecto por el lado de los ingresos. Se ha evidenciado desde los años 1980 una tendencia generalizada a la disminución de las tasas del impuesto a las rentas más altas de las personas en el pasado reciente en la zona OCDE, y su recaudación disminuyó cinco puntos porcentuales entre 1985 y 2013 como participación en la recaudación total. También disminuyó en el último medio siglo la participación de los impuestos a la propiedad y específicos al consumo, mientras la participación de los impuestos generales al consumo aumentó sustancialmente.
La tasa marginal del impuesto a la renta de las personas físicas alcanzaba en los años ochenta niveles de 60-70%, en contraste con el 40% promedio actual. Las tasas de impuesto efectivo de las personas de más altos ingresos promedian entre 35 y 38%. En Estados Unidos, hasta 1980 el gobierno federal captaba hasta un 70% de los ingresos más elevados de las personas. Bajo los gobiernos republicanos, primero el Economic Recovery Tax Act de 1981 redujo esa tasa a 50%, y el Tax Reform Act de 1986 la redujo todavía más a 33%., aunque amplió la base del cobro, especialmente en el área de las ganancias de capital, compensando en parte la declinación de la tasa. Luego fue elevada a 39.6% en el primer gobierno de Clinton, y luego reducida bajo Bush a cerca de 34%, es decir menos de la mitad de su monto de 1980. Otros países desarrollados emularon esta tendencia, con menor amplitud, así como la mayoría de los gobiernos latinoamericanos. En el Reino Unido, la tasa de imposición marginal (aplicable al tramo de ingreso más alto) bajo los gobiernos laboristas había llegado hasta un 83% de tasa máxima y a un 98% para los ingresos del capital. Con los gobiernos conservadores a partir de 1979 la tasa máxima pasó a 40%. En Suecia, paradigma del Estado de Bienestar, la tasa máxima para los ingresos alcanzó un 76%, para caer a partir de 1991 a 30% para los ingresos del ahorro y a 51% en el caso de los ingresos del trabajo. En Dinamarca alcanza en 2012 un 60,2%, y en Gran Bretaña, Francia y Japón un 50%, según reseña la OCDE, tasas superiores a las de América Latina.
No obstante, los niveles de corrección de las desigualdades de los ingresos de mercado –salarios brutos, ingresos por autoempleo, ingresos de capital y retorno sobre ahorros- mediante impuestos y gasto público siguen siendo elevados, especialmente allí donde los Estados de bienestar se mantienen fuertes. Las transferencias monetarias públicas, la tributación sobre los ingresos y las cotizaciones obligatorias, que configuran el ingreso disponible de las familias, disminuyen en conjunto las desigualdades en la población activa en un promedio de 25% en la OCDE. Este efecto es más amplio en los países nórdicos, Bélgica y Alemania y más limitado en Suiza, Estados Unidos, Reino Unido y Canadá (Blanchet, Chancel & Gethin, 2022).
En América Latina, de acuerdo a los datos de la OCDE y CEPAL (2023) los niveles de recaudación tributaria son relativamente bajos, aunque crecientes, una vez concluida la ola neoliberal de los años 1980-1990 que se propuso liberalizar los mercados y disminuir la carga tributaria. El promedio del coeficiente impuestos/PIB de la región era en 2021 de 21,7% del PIB (sin Cuba y Venezuela), 12 puntos porcentuales del PIB inferior al nivel promedio de los países de la OCDE (15 puntos en 1990). Esta diferencia se explica principalmente por la menor recaudación de ingresos por el impuesto sobre la renta de personas físicas y de contribuciones a la seguridad social. Una pauta común en la región es la dependencia de los impuestos indirectos como la fuente principal de ingresos tributarios. En promedio, la tributación indirecta representó la mitad de los ingresos tributarios totales en los países de América Latina y el Caribe en comparación con un tercio en la OCDE. Esto es fruto de la debilidad de sus sistemas políticos para hacer tributar al capital y a las personas de altos ingresos, dada la herencia del dominio oligárquico tradicional y sus orígenes coloniales. Por su parte, la recaudación del impuesto a la renta de las personas físicas en América Latina y el Caribe alcanzaba en 2020, en promedio, un 9% del PIB, a comparar con el 24% en la OCDE. Este impuesto, sujeto a múltiples exoneraciones que suelen privilegiar a las rentas de capital, es de alta progresividad, pero dada su baja recaudación redistribuye poco en el continente. No obstante, diversos gobiernos de América Latina han aumentado sus esfuerzos por captar la renta de la explotación de recursos naturales. Los ingresos relacionados con los hidrocarburos de los principales productores de petróleo de la región aumentaron del 2.1% del PIB en 2020 al 4.2% en 2022, debido a mayores precios del petróleo. Los ingresos procedentes de la minería aumentaron del 0.3% del PIB en 2020 al 0.7% en 2022.
El incremento tendencial de la carga tributaria que financia los Estados de bienestar en la OCDE no los ha llevado al estancamiento sino a grados significativos de dinamismo económico y simultáneamente les ha permitido alcanzar los indicadores de bienestar comparativamente más altos en el mundo. Según la base de datos del FMI, el PIB por habitante de Estados Unidos, con el mencionado 25% sobre PIB de carga tributaria, era en 2023 de 82 mil dólares, inferior al de 100 mil dólares a paridad de poder de compra de Noruega, y su 41% sobre PIB de carga tributaria, y solo algo superior a los 80 mil dólares de Dinamarca, con su 43% de carga tributaria. En los países con altos impuestos, amplios servicios públicos y menor desigualdad, la economía y la inversión no están bloqueadas por el peso de la tributación, ni menos están llenos de desempleados que deambulan por las calles por falta de actividad privada: son aquellos con mayor bienestar humano en el mundo, por sobre el de Estados Unidos (ver los Índices de Desarrollo Humano), entre otras cosas porque el sector privado es dinámico en estos países porque cuenta con capacidades humanas avanzadas y una amplia estabilidad fruto de sus políticas sociales.
Los economistas liberales postulan, por su parte, que el desincentivo de los impuestos sobre la eficiencia económica sería muy importante, lo que explica su recomendación recurrente y unívoca: el mejor Estado es el Estado mínimo, que financia pocas actividades con pocos impuestos. Suelen sostener que debido a la mayor eficiencia relativa que tendría a todo evento el sector privado para el uso de recursos productivos, un país que posee un mayor nivel relativo de impuestos tendría un menor crecimiento económico. Esto no es el caso cuando se observa los niveles de PIB de los países y su presión tributaria. Siguiendo este tipo de razonamiento, los países nórdicos y diversos países de la Europa continental debieran, con sus altas presiones tributarias, estar entre los más pobres del mundo, lo que que manifiestamente no es el caso.
Sobreestiman los efectos distorsionadores de los impuestos en general y de los impuestos directos en particular y se inspiran en la llamada Curva de Laffer, según la cual las rebajas de tasas tributarias impulsarían la actividad y por esa vía aumentarían la masa de impuestos recaudada (lo que no es más que la ley de los rendimientos decrecientes aplicada a la política tributaria).
En el caso de la magnitud de los desincentivos a la oferta de trabajo provocada por la tributación de los ingresos, existe una amplia controversia analítica y empírica. Analíticamente, opera el llamado “efecto ingreso”: cuando la presión fiscal aumenta, los contribuyentes de más ingresos ven disminuidos sus incentivos a trabajar, pero pueden igualmente querer evitar que sus ingresos disminuyan de manera importante y por tanto trabajar más. Los estudios empíricos confirman que los trabajadores secundarios en las familias son mucho más sensibles a cambios en las tasas del impuesto a la renta que los trabajadores primarios que aseguran el ingreso familiar básico. Barry Bosworth y Gary Burtless (1992) encontraron que las reducciones en las tasas marginales del impuesto a la renta personal en Estados Unidos coincidieron con un modesto incremento en la oferta de trabajo, pero concluyeron que la política tributaria probablemente no fue el factor dominante en el comportamiento de la oferta de trabajo durante la década estudiada. Los hombres de bajos ingresos incrementaron su oferta de trabajo incluso con estabilidad de las tasas marginales o incluso cuando aumentaron. Aunque siempre las conclusiones en este tema son polémicas, Thomas Piketty (1997) afirma que
“el estado actual de los conocimientos disponibles respecto de las elasticidades de la oferta de trabajo sugieren que la atención tradicionalmente acordada a los efectos desincentivantes sobre los altos ingresos es totalmente excesiva y no permite un análisis global de los límites alcanzados o no por los sistemas modernos de redistribución”.
Ningún estudio ha mostrado de manera concluyente que los ricos dejen de trabajar cuando los impuestos que los afectan aumentan: la elasticidad de la oferta de trabajo para los muy altos ingresos en presencia de aumentos tributarios es nula o baja (Atkinson et.al., 2011).
En lo que respecta al vínculo entre tributación y ahorro, analíticamente una vez que operan diversos efectos de signo diverso, se supone por los que las defienden que rebajas tributarias a la renta incrementan la tasa de retorno de la inversión después de impuestos y debieran estimular el ahorro y el crecimiento. Pero estudios de la OCDE (1994) sobre los vínculos entre tratamiento tributario y nivel global de ahorro, concluye que “habiéndose revisado la extensa literatura(...) no hay evidencia clara de efectos tributarios significativos” sobre el ahorro global, pues sólo existen efectos sobre su composición. Cabe tener en mente la conclusión de Blinder:
“...hay cero evidencia de que los incentivos fiscales que incrementan la tasa de retorno sobre el ahorro aumentan la tasa nacional de ahorro. Ninguna evidencia. Los economistas ahora aceptan esto como un punto de vista consensual”.
Así, cuando existen costos en eficiencia asignativa de la tributación, estos son en parte compensados por los incrementos eventuales en dicha eficiencia en la dinámica productiva provocados por los programas de fomento productivo que financian. Cuando se trata de redistribuciones que no inciden directamente en la empresa, los costos de eficiencia asignativa son tanto menores como adecuados son los sistemas de recaudación tributaria para minimizar las distorsiones en los incentivos, así como capaces son las agencias públicas de prestar sus servicios al mínimo costo. En palabras de Vito Tanzi y Howell Zee (2001):
“la conclusión general que se puede extraer es que la evidencia empírica sobre la relación entre tributación y crecimiento es mucho más débil que lo que la teoría hubiera llevado a uno a esperar...Más importante que el nivel de imposición en sí mismo es cómo se utilizan los ingresos. Dada la complejidad del proceso de desarrollo, es poco probable que el concepto de un nivel óptimo de tributación vinculado de manera sólida a las diferentes etapas del desarrollo económico pueda derivarse de manera significativa para cualquier país".
Los razonamientos anteriores no implican que todo gasto público se justifica ni que todo impuesto está exento de efectos desincentivadores sobre la actividad económica. El impacto combinado depende del uso que se dé a los recursos tributarios: si se gastan primordialmente en infraestructuras, salud y educación, podrían eventualmente contribuir al crecimiento en una magnitud mayor que el costo en crecimiento que pudieran tener los impuestos con los que se financian, y ese caso se justificarían desde el punto de vista del bienestar agregado. Cabe además considerar que aquellos gastos públicos que cubren emergencias y la vida en la vejez aumentan la disposición a arriesgar e innovar en la vida activa, y que los gastos en redistribución progresiva de ingresos aumentan la estabilidad social, lo que en ambos casos estimula el crecimiento.
4. La producción pública y las regulaciones
Las empresas públicas
Joseph Stiglitz (1996), revisando múltiples estudios en la materia, concluyó que per se no existe tal cosa como un peor desempeño de las empresas públicas respecto de las privadas, sino que lo que determina ese desempeño son los contextos de incentivos competitivos y normas regulatorias adecuadas. El factor clave de la eficiencia en estos casos es la competencia, no la propiedad privada en sí misma. La eficiencia productiva de una empresa, ya sea que tenga o no fines de lucro, consiste en si es capaz o no de proveer bienes y servicios a quienes los demandan al mínimo costo dadas las tecnologías disponibles. Los monopolios u oligopolios suelen alejarse de esa eficiencia cuando proveen bienes a los consumidores intermedios o finales a precios mayores que los que resultarían de una situación competitiva. Ejemplos de abuso de posición monopólica de empresas privadas sobran (incluyendo el sector de la gran distribución, el transporte y el bancario). Y también de apropiación de la renta de recursos naturales por ausencia de remuneración debida a los territorios dueños por parte de los operadores privados, como es frecuente en el caso del sector extractivo en diversos países. Esas empresas privadas no son socialmente eficientes, aunque maximicen la utilidad de sus dueños. Para Milton Friedman (1970) esta es la única responsabilidad social de la empresa.
En ciertas circunstancias, la competencia es anti-económica, como es el caso de los monopolios naturales que presentan economías crecientes a escala. Por tratarse de servicios básicos de consumo general como el agua potable, la electricidad, la telefonía básica o el gas natural, que requieren de una provisión continua y poseen amplias externalidades positivas sobre el conjunto de la actividad económica y sobre el bienestar de la población, fueron con frecuencia en el siglo XX puestos a disposición de los usuarios por empresas estatales. Al iniciarse la ola neoliberal en los años 1980, muchas de estas empresas de servicios básicos fueron privatizadas, aunque persiste una variedad de fórmulas de interacción público-privada en estas áreas, y manteniendo la fijación pública de las tarifas dado su carácter monopólico. Se puede argumentar que las empresas privadas son más rigurosas en el control de costos que las agencias gubernamentales y pueden estar más dispuestas a despedir a empleados de bajo rendimiento. Pero esas eficiencias, si existen, a menudo se ven superadas por la desinversión y la degradación del servicio. Un ejemplo notorio es el suministro de agua en Londres, que fue privatizado por Margaret Thatcher, con la empresa Thames Water que aparece constantemente en las noticias por derrames de aguas residuales causados por una inversión insuficiente y una deuda asfixiante, ambas derivadas en gran medida de la desviación de fondos para pagar dividendos a los inversores.
En suma, el diseño de incentivos caso a caso según la configuración, historia y entorno de las organizaciones encargadas de llevar adelante misiones de servicio público parece ser más fértil desde el punto de vista de la eficiencia que las generalizaciones sobre la naturaleza pública o privada del prestador.
Las empresas públicas se pueden entender como formas extremas de regulación de la economía por el Estado y siguen siendo relevantes, a pesar de la opinión en sentido contrario difundida con frecuencia, en las economías mixtas realmente existentes. En las economías mixtas interactúan mercados concentrados y no concentrados, empresas con fines de lucro de distinto tamaño, formas de economía familiar y social y solidaria mercantiles y no mercantiles y un Estado con un rol activo en materia de circulación monetaria, regulaciones de los mercados y provisión y producción pública de bienes y servicios. Las empresas públicas cobran a los usuarios precios de mercado o subsidiados por sus servicios, a diferencia de los servicios públicos, sean estas empresas financieras o no financieras, y son también parte del sector público. En particular, existen actividades económicas de mercado pero que generan una renta de escasez no atribuible a la actividad empresarial, que la sociedad decide sean capturadas mediante la operación de empresas públicas y no solo el cobro de regalías de acceso a los recursos e impuestos a las utilidades.
Las diversas sociedades también suelen crear empresas o servicios públicos para producir y proveer a toda la población educación y cuidados de salud. Deciden suministrarlos por órganos públicos de manera total parcial, sin que su finalidad sea la obtención de excedentes que alimenten los ingresos fiscales.
El Fondo Monetario Internacional (Gray et.al.,1984) calculó que en los años 1970-80 el promedio de la presencia de las empresas públicas en las economías industrializadas era del orden de 10% del PIB. Entre las con mayor presencia de empresas públicas se encontraban el 4% del PIB de Holanda, el 6% de Suecia, el 7% de Italia, el 10% de Alemania y Reino Unido, el 12% de Francia y el 15% en Austria.
Las empresas públicas siguen siendo importantes en muchas economías mixtas exitosas. Están concentradas en sectores estratégicos de los que depende una parte importante de la economía privada. Las empresas bajo control público son dominantes en la capitalización bursátil global en energía y servicios básicos. En muchos países, las reservas de petróleo y gas están total o parcialmente en manos de los gobiernos a través de sus empresas públicas. La mitad de estas empresas operan en industrias de red (telecomunicaciones, electricidad y gas, transporte y servicios postales). En China, según los datos de la OCDE (2017), las empresas de propiedad del Estado son del orden de 50 mil y emplean a más de 20 millones de personas. Adicionalmente, los gobiernos de muchos países de altos ingresos poseen participaciones industriales minoritarias en sectores que consideran estratégicos de sus economías y realizan frecuentes compras y ventas de esas participaciones, en especial después de la crisis de 2009, en países como Suecia, Finlandia, Francia, Hungría, España e incluso Estados Unidos, donde la presencia de empresas públicas es baja. Asimismo, se han creado recientemente empresas públicas en países como Austria, Chequía, Estonia, Letonia, Lituania y Nueva Zelandia, según reseña la OCDE. Siempre según la OCDE (2017), en un estudio para 40 países, las empresas de propiedad del Estado empleaban unos 9 millones de personas, sin China. Esta entidad calibra la importancia de estas empresas según el nivel de participación en el empleo total (no agrícola). Noruega registró en 2015 la más alta participación, con un 9,6%, que sube a más de 12% si se incluye a las empresas con participación estatal, seguida de Finlandia, Francia, los países Bálticos, Hungría, Suecia, Chequía, Alemania, Austria y Eslovaquia entre los de mayor incidencia de las empresas públicas o con participación pública en el empleo.
Las dos principales empresas del mundo por ventas en 2023 (en el ranking Fortune 500 de 2024), son privadas y estadounidenses (Walmart y Amazon), pero las dos siguientes son de carácter estatal, una China (State Grid) y una Saudí (Aramco), seguidas por otras dos que también son estatales chinas (Sinopec Group y China National Petroleum). Así, entre las diez más grandes empresas que operan en los mercados mundiales, cuatro son estatales.
La gestión eficiente de empresas públicas, por su parte, debe salvar los escollos específicos que enfrenta el Estado propietario para resolver el problema de agente (los gestores directos)- principal (los ciudadanos) . Las posibilidades de control por parte del principal, que ya no son los dueños o los accionistas privados como en las empresas privadas sino los ciudadanos, se transfiere al gobierno con pocos mecanismos específicos de control del delegante-ciudadano sobre el delegado-gobierno. A su vez, el gobierno se enfrenta a la defensa de su propio interés por parte de los trabajadores de la empresa, de los proveedores y de los consumidores a la hora de minimizar costos y de reflejar en el precio el costo de la última unidad producida (de acuerdo a la regla de oro de la rentabilidad según la cual el precio de venta debe al menos cubrir el costo de la última unidad puesta en el mercado y evitar de ese modo pérdidas para la empresa). Si la gestión pública no evita pagar salarios superiores a los equivalentes a la misma función en empresas similares, mantiene trabajadores excedentarios, tolera compras no competitivas a los proveedores y establece precios de venta insuficientes, el resultado es provocar pérdidas que son relativamente poco perceptibles específicamente por los ciudadanos que pagan impuestos, o al menos mucho menos que por los accionistas de una empresa privada. Su corrección supone confrontarse a grupos de interés normalmente sólidos: si la capacidad de presión de éstos prevalece, se aleja la posibilidad de cumplir con el objetivo de maximización de eficiencia, en un contexto en que el riesgo de cambio de accionista que provoque un cambio de administración o el riesgo de quiebra suele no existir.
Tanto la producción privada como la producción pública empresarial enfrentan a su manera problemas de delegación, de incentivos adecuados y de “búsqueda de renta” de sus gestores. Sin embargo, las actividades privadas, aunque no siempre son más eficientes, en promedio tienden a serlo cuando la competencia en el sector público es menor, la amenaza de término de la organización por mala gestión es inexistente, se imponen restricciones adicionales a la actividad pública, especialmente en materia de multiplicidad de objetivos de la organización, y resulte frecuente que el no cumplimiento de compromisos, especialmente presupuestarios, no tenga mayores consecuencias.
Estas características no son sin embargo intrínsecas de la actividad pública empresarial: es paradigmático el caso de la comparación del desempeño del Canadian National Railways y el Canadian Pacific Railways, sistemas ferroviarios público el uno y privado el otro, pero que compiten entre sí y se ha evaluado que son de similar eficiencia . Los gobiernos pueden permitir y también estimular la competencia de sus empresas (lo que por lo demás nunca hará la empresa privada de motu propio) con empresas privadas o entre entidades públicas y pueden hacer operar sus organismos con restricciones presupuestarias duras (incluyendo el término de la operación si arroja pérdidas no socialmente justificadas) y mecanismos efectivos de respeto de compromisos, lo que no elimina las diferencias con la actividad privada pero si puede reducirlas al punto que su comportamiento no sea distinguible.
Esa es una de las razones por las cuales en muchos países sus gobiernos asumen roles productivos empresariales directos. Es pertinente seguir a Joseph Stiglitz cuando recalca que “mientras hay muchos ejemplos de empresas de gobierno ineficientes, hay algunos ejemplos de estas empresas aparentemente eficientes. Las empresas públicas en Francia proveen ejemplos típicos; pero hay otros, como en Singapur. Al mismo tiempo, existen múltiples ejemplos de empresas privadas ineficientes”.
No existen entonces razones suficientes para excluir a priori un rol empresarial directo del Estado cuando:
- la producción empresarial de bienes privados poco rentables privadamente llega a tener altos efectos externos positivos fundamentales para la cohesión social y territorial, como algunos sistemas de transporte, de comunicaciones o de producción cultural;
- existen rentas difícilmente recuperables por la vía tributaria o la venta capitalizada de activos en sectores productivos generadores de altas utilidades no atribuibles a la eficiencia empresarial, es decir no ganadas por el agente de producción, que la microeconomía contemporánea denomina “cuasirentas”, especialmente en el área de los recursos naturales no renovables;
- existen producciones con características de monopolio natural respecto de las cuales pueden no existir alternativas de regulación suficientemente eficientes;
- existen producciones con características estratégicas, de carácter extraeconómico, definidas por cada Estado en su condición soberana, como la industria militar o ciertos abastecimientos básicos.
En todos estos casos está específicamente envuelto un interés público que no coincide con el interés privado.
Las políticas de competencia y la tarificación de los monopolios
La idea de que la mejor forma de limitar el ejercicio del poder monopólico propio de al menos parte de las industrias de red es que el Estado actúe directamente como empresario y se restrinja en el ejercicio de su posición, ha tenido una larga tradición. En el contexto de la expansión generalizada de los mercados, la solución más frecuente que se encontró a lo largo del siglo XX frente al problema del monopolio natural, cuando existe una producción con costos decrecientes a escala ha sido la provisión de los bienes y servicios de este tipo por empresas de propiedad pública de tipo local (como en Alemania e Inglaterra) o nacional, en especial luego de crisis económicas que pusieron en tela de juicio la estabilidad de las empresas privadas proveedoras de servicios básicos como el agua, del alumbrado público, el transporte, la electricidad, la telefonía, frecuentemente de iniciativa privada en origen. Así, en Italia se nacionalizó los ferrocarriles en 1905 para evitar su quiebra, lo mismo que diversas otras industrias en 1933. En Austria se nacionalizó todas las industrias del Tercer Reich y en Francia se nacionalizó diversas industrias de propietarios colaboracionistas (como Renault). En muchos países periféricos, fueron empresas públicas las que desarrollaron los servicios básicos, en ocasiones en condiciones de eficiencia relativamente baja. Así, por ejemplo, en México se nacionalizó a partir de 1938 las empresas eléctricas extranjeras, mientras los países descolonizados crearon empresas estatales de servicios básicos a semejanza de sus antiguas metrópolis.
En cambio, en diversos lugares se practicó (como en Francia desde 1791) la delegación a privados bajo control público local. En Estados Unidos y Canadá las crisis sucesivas llevaron al reforzamiento de la regulación pública antes que a su control directo por el Estado, aunque la ineficacia de la competencia de privados en el transporte y los servicios urbanos llevó a la creación de empresas municipales hasta inicios de loa años 1920. Pero la corrupción y el clientelismo de algunos poderes locales llevó a descuidar la mantención de las infraestructuras para ofrecer tarifas bajas. Esto provocó el abandono de la opción municipal y llevó a crear en cada estado en EE.UU. comisiones de regulación (Public Service Commissions) encargadas de imponer reglas de eficacia a los monopolios locales privados o públicos con una tarificación que cubre los costos y una remuneración estándar de los capitales invertidos (sistema cost plus). Esto no impide la formación de holdings propietarios de servicios básicos a lo largo del país, que empujan sobreinversiones, lo que a su vez lleva a la creación de comisiones federales de regulación a partir de 1935. En Japón, la ley establece desde 1951 el reparto entre diez empresas privadas de la industria eléctrica, mientras el transporte ferroviario es asegurado por siete empresas, bajo control gubernamental.
No obstante, se argumenta que la provisión de servicios básicos en condiciones no competitivas por empresas públicas sin contrapeso suficiente de los consumidores frente a la captura eventual de la gestión por grupos de interés, o bien el predominio del objetivo “depredador” de generación de excedentes para el fisco, puede ya sea llevar a proveer el servicio con tarifas que esconden sobrecostos o introducir en el precio del servicio un alto componente de impuesto disfrazado que lesione al público. La provisión pública en condiciones de eficiencia tiene, entonces, que salvar los escollos de los grupos de presión. De lo contrario, la sociedad se ve perjudicada a causa de las dificultades descritas para ejercer una gestión pública eficiente.
5. La política económica en expansiones y recesiones
Los ciclos económicos
La frecuencia e impacto de las fluctuaciones en la actividad económica en los espacios nacionales y globales es considerable. Las crisis provocan grandes redistribuciones de recursos, desplazan a los productores de menos poder y/o productividad y rentabilidad y dejan en situación de desempleo cíclico o estructural a proporciones más o menos importantes de la fuerza de trabajo, hasta que se revierte el ciclo. Junto a etapas de auge, las variaciones de precios y cantidades originados en la inestabilidad de los mercados en las economías mixtas, además de alteraciones de suministros en las cadenas globales de producción por inestabilidad política y guerras, eventos naturales y epidemias, provocan recesiones recurrentes. Una recesión se puede definir como un período que va desde una cima en la producción que precede un ciclo de baja y su recuperación hasta alcanzar otra cima. Existen distintas definiciones de recesión intra-anual, mientras el Banco Mundial (2023) las define como aquellas situaciones en que el crecimiento del producto es negativo y menor al menos a una desviación estándar respecto al crecimiento de largo plazo (25 años). Entre 1980 y 2020, esta institución ha registrado 124 recesiones en 37 "economías avanzadas" y 351 recesiones en 101 "economías emergentes y en desarrollo". Cerca de la mitad de ellas ocurrieron en años de recesión global (1975, 1982, 1991, 2009 y 2020) y duraron en promedio 1,5 años, asociadas a una contracción promedio del producto de 3,5% en las economías de altos ingresos y de 4,3% en el resto. La consecuencia de estas recesiones ha sido una caída del producto potencial hasta cinco años después.
Como la economía mundial está conformada por centros dominantes históricos -especialmente de Europa y Estados Unidos- y otros emergentes -especialmente desde el Asia en las últimas décadas- junto a periferias subordinadas a las necesidades de la conformación de las cadenas globales de valor y recipientes de exportaciones de bienes finales elaborados desde los centros, las periferias se llevan la peor parte en las fluctuaciones mundiales. Estas no están, en la mayoría de los casos, en condiciones de sustraerse a la dinámica del capitalismo financiarizado y de las cadenas globales de producción. Deben atenerse a reglas multilaterales que procuran, con las llamadas instituciones de Bretton-Woods desde la segunda guerra mundial (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio), asegurar una estabilidad básica al proceso de globalización de las cadenas de producción de valor, al comercio internacional, los sistemas de crédito y pagos en divisas, las inversiones extranjeras directas para mercados internos y externos, los flujos financieros transfronterizos y las migraciones de creciente intensidad.
Las economías han experimentado a lo largo del tiempo transformaciones estructurales y tecnológicas que inciden en los ciclos económicos, compuestos de aceleraciones y auges y desaceleraciones y recesiones, pero alrededor de una tendencia, o bien a quiebres de tendencia durante auges de mayor significación o depresiones prolongadas. Los mercados no solo contribuyen a la expansión económica al canalizar el motivo de lucro y dinamizar el intercambio descentralizado, sino también a que la producción experimente periódicamente ciclos y crisis, pues entregan a los agentes económicos información asimétrica o limitada en medio de una gran incertidumbre sobre el futuro. La expansión de la acumulación de capital y las crisis financieras (bursátiles, cambiarias, bancarias) van de la mano. El valor de un activo financiero depende de la evaluación de los flujos de ingresos futuros que puede generar, los que inevitablemente tienen un grado de variabilidad que puede llegar a invalidar el cálculo económico racional, precipitando la caída de uno u otro agente económico. Y tomar riesgos con recursos propios o de los demás es la esencia del capitalismo.
Las economías pre-industriales con circulación monetaria estaban sujetas a ciclos impulsados por la producción agrícola y las variaciones estacionales, junto a los avatares físicos del comercio y sus interacciones con las finanzas. Las recesiones económicas a menudo resultaban de malas cosechas, mientras los auges se asociaban con cosechas abundantes y fases de comercio próspero. Las crisis financieras no conducían a una capacidad ociosa y a un desempleo masivo persistente, pues quienes quebraban subastaban sus bienes y los deudores insolventes eran castigados, pero el ciclo se recuperaba con nuevas fases de expansión. La economía impulsada por la energía a vapor vio un cambio hacia la producción industrial como motor principal de los ciclos económicos. La mayor regularidad de la producción en fábricas, el fortalecimiento de los centros urbanos y el desarrollo de ferrocarriles y barcos de vapor transformaron las fluctuaciones económicas, con la inversión de capital y el consumo asalariado convirtiéndose en factores clave y fases de recesión o depresión industrial. Su consecuencia era una mayor inactividad productiva y aumentos de la pobreza que en las recesiones previas.
Los ciclos económicos persistieron en la etapa posterior a 1870, con el auge de la economía de la ciencia aplicada, los nuevos avances tecnológicos, el surgimiento de grandes corporaciones, la expansión del comercio y de la circulación monetaria y la emergencia de bancos centrales. Los Estados que empezaban a invertir más en infraestructura y educación, junto a mantener el gasto militar, necesitaron recaudar más impuestos e introdujeron el impuesto a la renta a inicios del siglo XX, que se agregó a los tradicionales derechos de aduana. Esta nueva etapa vio aumentar el papel del gobierno en la gestión de los ciclos económicos, pero con frecuencia sus políticas fueron en un sentido pro-cíclico, especialmente durante la gran depresión de 1929.
Posteriormente hicieron su aparición, bajo la influencia del pensamiento keynesiano, marcos regulatorios y políticas monetarias y fiscales contracíclicas, lo que se acompañó de la aparición de sistemas de bienestar y seguridad social para estabilizar las situaciones de desempleo y regularizar los flujos de demanda. Los ciclos de la etapa economía de producción en masa estuvieron dominados por el sector manufacturero, con la producción de bienes de consumo y las industrias automotrices desempeñando roles significativos, además del creciente crédito al consumidor y la articulación salarial con los aumentos de productividad. Más tarde, los ciclos de la etapa de las cadenas de valor reflejaron la interconexión de la economía global y las fluctuaciones económicas ya no se limitaron a las fronteras nacionales, con impactos globales por las interrupciones en las cadenas de suministro, las políticas comerciales y cambiarias, incluyendo la desconexión del dólar con el oro a partir de 1971 en Estados Unidos y la generalización de los tipos de cambio flexibles.
Las grandes crisis y las recurrentes fluctuaciones periódicas de diversa magnitud y duración, han llevado a que la esfera de acumulación de capital deba interactuar con la provisión de bienes públicos y de regulaciones en materia comercial, bancaria, financiera y de competencia, además de reglas laborales y sanitarias, que los Estados aplican en escala nacional con diversa intensidad.
Las economías contemporáneas deben ser entendidas desde su estructura de producción, pero inserta en circuitos de circulación de ingresos que dan lugar al consumo y a la inversión. Lo que sucede en un sector de la economía también tiene efectos en otros sectores. La posibilidad de esas fluctuaciones es parte de la dinámica de producción, de los cambios en la demanda y en la distribución entre categorías económicas de los flujos de ingresos que generan, lo que incluye las remuneraciones del capital y de la fuerza de trabajo. Los instrumentos de regulación dependen de las modalidades institucionales de emisión de moneda, provisión de crédito por el sistema bancario e instrumentos de financiamiento de la inversión, y de los equilibrios y desequilibrios entre impuestos y gastos públicos y en los sistemas de pagos internacionales.
Las instituciones financieras y los bancos centrales anticipan dinero para que las empresas movilicen capital productivo y contraten fuerza de trabajo para producir bienes y servicios que se venden para obtener un beneficio, luego de pagar los salarios y de los costos de producción y la deuda interna y externa más los intereses en los que se ha incurrido para financiar la producción y la actividad estatal. La estructura de distribución de los flujos de ingresos depende del poder relativo de los asalariados -más que de su productividad individual- y el de los dueños del capital movilizado en los procesos de producción. La circulación monetaria alimenta los flujos de ingresos a través del tiempo entre las distintas unidades económicas, que incluyen los hogares, las empresas y los gobiernos, con su respectiva distribución de activos y pasivos. Con los ingresos que perciben los hogares consumen lo que se produce en su territorio o fuera de él, las empresas producen bienes intermedios o finales con insumos que provienen de múltiples localizaciones, y pueden ser predominantemente domésticas o estar integradas en cadenas globales de producción, mientras los gobiernos consumen e invierten recursos para proveer bienes públicos o privados, preferentemente con externalidades positivas, y redistribuir ingresos.
Esta circulación de los flujos de ingresos y de producción está sujeta a múltiples variaciones, repercusiones y adaptaciones. Las crisis financieras, en particular, ocurren cuando se produce una crisis de liquidez o problemas en los balances de las unidades económicas. En una crisis de liquidez —que puede incluir corridas bancarias— los bancos u otras instituciones no logran cumplir con pagos en el corto plazo y la venta de sus activos ocurre a precios de liquidación. Y el temor de que esas obligaciones de pago no se cumplan lleva a más inversores a deshacerse de activos, profundizando la crisis. En una crisis de balance, la caída de los precios de los activos obliga a los inversores —o en algunos casos a los deudores— a recortar gastos y/o vender activos, lo que hace que los precios caigan y se interrumpan cadenas de pagos. En ambos casos, se produce una espiral descendente que se retroalimenta. Esto puede extenderse por la economía si las políticas públicas no contienen el daño.
Las sociedades deben convivir con un grado de incertidumbre económica fruto de las burbujas financieras y de desajustes estructurales y coyunturales entre la oferta disponible y potencial y la demanda efectiva, que las políticas macroeconómicas deben procurar aminorar, especialmente cuando la demanda agregada es insuficiente para sostener incrementos productivos posibles dados los recursos y las tecnologías disponibles.
El diagnóstico de la evolución económica de corto y largo plazo y las recomendaciones de política económica a poner en práctica para alcanzar los fines de estabilidad y sostenibilidad de la producción, el empleo y el consumo, así como los equilibrios externos y la equidad de la distribución, son inherentemente controversiales. Están cruzadas por los conflictos de interés existentes en la sociedad y por diferentes evaluaciones de los factores que en la asignación mercantil de recursos y en la circulación monetaria desequilibran endógena y recurrentemente los mercados.
Además, cada Estado encargado de llevar adelante políticas de regulación del ciclo económico y de estímulo de las fuentes de crecimiento, además de la provisión o producción de bienes públicos de consumo colectivo y de bienes privados estratégicos o sociales y de control de los monopolios y de las externalidades, es una construcción histórica y social. En ella también se expresan conflictos de interés y racionalidades limitadas o contradictorias. Su intervención en la esfera económica requiere normativamente la vigilancia de la sociedad civil y de los ciudadanos a través de formas democráticas y abiertas de gobierno para aproximarse a grados socialmente aceptables de pertinencia, eficiencia y eficacia en el mejoramiento de la asignación de los recursos respecto a la que resulta de la interacción de los agentes de mercado, así como a niveles suficientes de equidad en la distribución de recursos e ingresos entre las clases de miembros de la sociedad y de resiliencia de los ecosistemas intervenidos por la actividad humana.
En este contexto, la política macroeconómica, que además de la política fiscal incluye la política monetaria, cambiaria y de ingresos, procura alinear el PIB efectivo con el PIB potencial, manteniendo los factores de estímulo –incremento del capital físico y de las capacidades productivas humanas y de la productividad de conjunto de la economía- del crecimiento del PIB potencial. Debe contener sus factores de estancamiento en el largo plazo, los brotes inflacionarios y la inestabilidad periódica y por ello ocuparse de compatibilizar, aunque no siempre puede resolverlos, dilemas variados. Por ello nunca hay una sola política macroeconómica posible, como señalan Olivier Blanchard y otros (2010). El curso que tome depende del régimen de crecimiento y de las prioridades de las autoridades y de la sociedad en materia de estabilidad de corto plazo, estímulos a la innovación productiva y logro de parámetros distributivos en que se desenvuelve la actividad económica.
En los países periféricos del sistema mundial el desafío es mayor, pues están sujetos a variaciones bruscas de los términos del intercambio con el exterior que los afectan con intensidad y a la desigualdad existente en la posesión de los activos productivos (la tierra, el capital físico y el trabajo humano calificado), con la consiguiente heterogeneidad en las productividades y la vulnerabilidad del empleo y los ingresos. La parte del sistema productivo conectada a los mercados y al crédito externo, así como a las tecnologías globalizadas –especialmente a través de la inversión extranjera directa- suele tener retribuciones salariales y no salariales mayores que las de los sectores tradicionales de baja productividad, de bajo poder de mercado y/o de bajo acceso al crédito y a la calificación de la fuerza de trabajo, manteniendo una estructura más dual y más polarizada que la de las economías de altos ingresos. Los mercados de capitales, pero también los mercados de productos y del trabajo, cuando no están apropiadamente regulados, son frecuentemente oscilantes. En particular, la regulación del riesgo sistémico en las estructuras financieras suele ser más precario, aumentando las probabilidades de crisis de pagos frente a choques externos e internos de diversa índole.
Cabe prestar atención a la naturaleza financiera inestable del ciclo económico, siguiendo a Hyman Minsky en su Teoría de la inestabilidad inherente (1992). Para este autor, en tiempos de prosperidad se desarrolla una euforia especulativa y aumenta el volumen de crédito hasta que los beneficios producidos no logran pagarlo, y se produce la crisis financiera. El resultado es una contracción del crédito que afecta más allá de los agentes económicos insolventes y que incluye a empresas que sí pueden enfrentar el servicio de su deuda, momento en que la economía entra en recesión:
"una característica fundamental de nuestra economía es que el sistema financiero oscila entre la robustez y la fragilidad, y esa oscilación es parte integrante del proceso que genera los ciclos económicos”.
Durante los auges, los bancos con una alta relación crédito/capital propio (apalancamiento, en la jerga financiera) incitan a burbujas de créditos, mientras que en un colapso de créditos estos tienen que des-apalancarse más rápido, generando una espiral de contracción del crédito y un efecto recesivo en la economía real más o menos prolongado. Todo sistema financiero robusto, según Minsky (2008), experimenta una tendencia natural a convertirse en un sistema financiero frágil, debido a los incentivos que supone el endeudamiento cuando la tasa de interés es baja: mayor rentabilidad, posibilidad de inversión y revalorización de activos:
“el sistema de mercado de determinación de las relaciones financieras y de valoración de activos entrega señales que conducen al desarrollo de relaciones conducentes a la inestabilidad y a la realización de la inestabilidad. Los períodos de estabilidad (o de tranquilidad) de una economía capitalista moderna son transitorios”.
El ciclo financiero expresa el que las finanzas de mercado operan en la incertidumbre, alimentada por la espiral deuda/precio de los activos. Dado que los activos —inmobiliarios, bursátiles, materias primas o divisas— sirven como garantías de los créditos destinados a su valorización, tanto prestamistas como prestatarios comparten las mismas expectativas, lo que genera una lógica auto-alimentada entre deuda y valorización de activos. Sin embargo, los mercados financieros no perciben estas vulnerabilidades mientras los valores de los activos sigan aumentando. Esto se debe a la incertidumbre del momento en que se producirá el giro, que no puede preverse con anticipación, lo que equivale a decir que no hay un valor fundamental que sirva de guía. Es la moneda, a través de la liquidez, la que actúa como fuerza de corrección. Esto ocurre a través de las ventas de activos cuando los actores financieros de mercado, que han comprado activos sobrevalorados, se asustan y reaccionan de manera mimética, lo que es completamente racional desde una perspectiva individual. Pero como todos actúan de la misma manera, los precios de los activos colapsan. De ahí surge el ciclo financiero, que consta de cinco fases: auge, euforia, crisis, depresión de activos (revelando el sobreendeudamiento), y el desendeudamiento que permite la recuperación de balances viables.
Para Michel Aglietta (2019)
"el régimen de crecimiento de la época neoliberal está ampliamente influenciado por el capitalismo de renta, resultado de la extrema concentración de capital, cuya contraparte ha sido el aumento de las desigualdades de ingresos y patrimonio. Cuatro tipos de rentas surgen de las distorsiones de las estructuras de mercado: la renta financiera, captada gracias a la gobernanza empresarial basada en el principio del valor accionarial y realizada principalmente a través de las plusvalías bursátiles; la renta digital, la más extrema, debido a la posesión de plataformas de Internet que se benefician de la ausencia de regulación antimonopolio (los GAFAM son tanto monopolios como monopsonios, ellos son el mercado) y a la captura gratuita de datos individuales, que son la materia prima de las tecnologías digitales; la renta de la metropolización, resultante de la concentración extrema del trabajo cualificado en las metrópolis y del deterioro correlativo de las ciudades medianas y la complementariedad urbano-rural de los territorios; finalmente, por supuesto, la renta de influencia de los lobbies sobre las élites políticas. El otro aspecto de estas distorsiones de la competencia es la fragmentación del contrato laboral, tanto social como territorial, que se manifiesta en las desigualdades de ingresos y, aún más, de patrimonio, cuyas consecuencias son la expansión de la pobreza, la insuficiencia crónica de demanda, la necesidad del endeudamiento y, por tanto, la proliferación de la precariedad. El resultado macroeconómico, amplificado tras la crisis financiera sistémica de 2008 (...) es la desaceleración de los avances en productividad, la caída de las tasas de inversión productiva y el bajo crecimiento conocido como estancamiento secular. Esto refleja la imposibilidad de conciliar, bajo estas distorsiones estructurales, un crecimiento potencial de pleno empleo, una inflación moderada, pero no demasiado baja, y la estabilidad financiera."
En las economías periféricas, los vuelcos en los ingresos de capital crean sus propias crisis financieras. Una caída de esos flujos por razones globales o como reacción a situaciones locales lleva a devaluaciones, lo que provoca que el valor de la deuda en moneda local se dispare, desequilibre los balances y provoque quiebras que retroalimentan la caída de la demanda. No es el caso de Estados Unidos en situaciones de salidas de capital y devaluación del dólar, pues no hay cambios en el valor interno de las deudas, mientras los particulares con inversiones en el extranjero verán que se vuelven más valiosas en dólares a medida que el dólar cae, lo que conduce a una mejora de la posición de inversión internacional, es decir, la diferencia entre los activos y pasivos de Estados Unidos, la economía dominante.
La relación laboral asalariada también es fuente de inestabilidad, pues el trabajo es un costo a minimizar y un recurso productivo que se busca contratar con el máximo de flexibilidad, lo que puede hacer insuficientes (o excesivos en su caso) los flujos de ingresos del trabajo, que a su vez son el fundamento del consumo y de la mayor parte de la demanda agregada en muchas economías, complementada por la inversión y las exportaciones netas de importaciones. Cuando no se logra la articulación de los aumentos de productividad con los aumentos de los ingresos del trabajo y se desacoplan las condiciones de la producción y del consumo, y/o se producen déficits entre ingresos y salidas de divisas sin coordinación suficiente con los equilibrios o desequilibrios de las finanzas públicas, se multiplican los factores de inestabilidad macroeconómica, en medio de fases dinámicas de creación de ingresos y de empleos y otras recesivas, incluyendo espirales de desempleo y disminuciones sucesivas de la demanda agregada y eventuales crisis financieras.
Las teorías de la insuficiencia de la demanda efectiva
En el enfoque keynesiano, la política monetaria podría utilizarse para estimular la economía bajando las tasas de interés para alentar la inversión, salvo en situaciones de “trampa de la liquidez” en que las tasas de interés se encuentran muy bajas y próximas a cero y en que la preferencia por la liquidez tiende a aumentar, es decir cuando las personas prefieren conservar todo su dinero antes que invertirlo a cambio de un interés, por lo que las medidas tendientes a aumentar la masa monetaria no tienen ningún efecto para dinamizar la economía. También postula que descansar solo en la política monetaria para regular la coyuntura económica tiene limitaciones una vez que se disminuye las tasa de interés a niveles cercanos a cero. Combinaciones apropiadas de política monetaria y fiscal que intervienen sobre la actividad económica son, para este enfoque, indispensables para moderar los auges y caídas, mientras su mejor desempeño en escala nacional e internacional requiere de regulaciones de las condiciones de funcionamiento de la oferta y de estímulos gubernamentales a la demanda que articulen la producción y el consumo.
La visión keynesiana sostiene que se requiere de una demanda suficiente para alcanzar y expandir el potencial productivo existente, lo que depende de las expectativas de los agentes en materia de inversión y consumo que constituyen la "demanda efectiva". La teoría de la demanda efectiva fue desarrollada por John Maynard Keynes (1936) (y previamente por Michal Kalecki) y sostiene que ésta es la cantidad total de bienes y servicios que los agentes económicos están dispuestos a comprar en un determinado nivel de precios y es la que determina el nivel de producción y empleo en la economía. La idea clave es que en el corto plazo no es la capacidad productiva de la economía lo que determina el nivel de empleo, sino la demanda efectiva, con la consecuencia de que las empresas producirán y contratarán solo lo que puedan presumiblemente vender. Así el empleo y la producción dependen de la demanda agregada, no de la oferta agregada y puede existir desempleo involuntario si la demanda efectiva es insuficiente. La inversión (que depende de las expectativas empresariales) y el consumo (ligado al ingreso) son los principales componentes de la demanda efectiva. En una recesión, no hay garantía de que el mercado se autorregule hacia el pleno empleo. Si las personas no tienen ingresos suficientes para consumir más, o las empresas no ven rentable invertir. Como consecuencia, la producción se estanca y el desempleo persiste, aunque no haya escasez actual y potencial de recursos. Sostener la demanda efectiva en un nivel adecuado, de modo que no produzca un "equilibrio de subempleo", supone mantener políticas fiscales, monetarias y de ingresos activas, con el límite de no provocar una inflación persistente de demanda o desequilibrios en los intercambios con el exterior.
La visión postkeynesiana enfatiza los fundamentos macroeconómicos de la microeconomía (Harcourt, 2006) y no a la inversa, como hace la ortodoxia neoclásica. La observación de las realidades económicas prueba que la desconexión entre oferta y demanda es frecuente, y lleva a los "equilibrios de subempleo" o a situaciones inflacionarias, lo que requiere de las mencionadas políticas para modular la demanda agregada y las transferencias de ingresos entre agentes económicos.
Esto se representa en la contabilidad nacional bajo las siguientes equivalencias:
Producto Interno Bruto = Suma del Valor Agregado Sectorial
= Ingresos del trabajo + Ingresos del Capital
= Consumo + Inversión + Gasto de Gobierno + Exportaciones Netas = Demanda Agregada
Así, la actividad económica de corto plazo en las economías de mercado está determinada por la demanda agregada constituida por el consumo y la inversión privadas y por el gasto de gobierno, junto a las exportaciones netas de importaciones. Ésta no se crea espontáneamente de manera siempre suficiente (no hay tal cosa como la "ley de Jean Baptiste Say" según la cual la oferta crea su propia demanda) para generar el pleno empleo y la plena utilización de las capacidades de producción. Las fluctuaciones de la demanda efectiva se deben principalmente a los cambios en los gastos de consumo e inversión, que a su vez se ven fuertemente afectados por las expectativas, y a las variaciones de la economía internacional. Las expectativas de los agentes económicos están influenciadas por las convenciones sociales y las reglas y por percepciones y horizontes de tiempo limitados debido a la incertidumbre acerca del futuro. Esta es la realidad principal de la economía moderna y sus mercados globales dinamizados por el cambio tecnológico ante la cual deben actuar los gobiernos.
Las fluctuaciones de cualquier componente del gasto hacen variar el producto. Una erosión de la confianza de los consumidores sobre sus ingresos futuros reduce sus gastos, lo que puede llevar a las empresas a invertir menos, como respuesta a una menor demanda de sus productos. Lo propio ocurre con anticipaciones pesimistas de la evolución de los mercados externos. En el enfoque keynesiano, los precios, y especialmente los salarios, responden lentamente a las variaciones de la oferta y la demanda. Las variaciones de la demanda tienen su mayor impacto a corto plazo en el producto real y en el empleo antes que en los precios en situaciones de uso incompleto de las capacidades productivas. Si el gasto público aumenta, por ejemplo, y todos los demás componentes se mantienen constantes, el producto aumentará. Los modelos keynesianos de actividad económica también incluyen un efecto multiplicador. El producto varía en algún múltiplo del aumento o disminución del gasto que causó la variación. Si el multiplicador fiscal es mayor de uno, una unidad de aumento del gasto público se traduciría en un aumento del producto superior a esa unidad. Este multiplicador será mayor o menor según la propensión a consumir.
Tomohiro Hirano y Joseph Stiglitz (2022) sostienen incluso que
"dependiendo de las creencias de la gente, la macroeconomía puede rebotar indefinidamente, sin converger, sin regularidad periódica. La economía puede estar plagada de períodos repetidos de ineficiencias y desempleo".
La economía pasa endógenamente de un estado a otro según cambios en algunos parámetros (como la productividad del trabajo), por lo que estos autores concluyen, siguiendo la lógica de Minsky, que incluso un auge puede transformarse en inestable y con efectos adversos de largo plazo. Gross (2022) describe el circuito de flujos de ingresos centrado en el endeudamiento de las empresas para producir y el impacto de las variaciones de las tasas de interés, en un contexto de comportamiento rígido de los salarios nominales, proceso en el que:
- los bancos otorgan préstamos para financiar inversiones y pagar salarios;
- los hogares trabajan en las empresas y usan sus salarios e ingresos por intereses para consumir lo que las empresas producen;
- las empresas maximizadoras de utilidades enfrentan dos compromisos financieros contractuales relacionados a la planilla de salarios y al servicio de la deuda, incluyendo el pago de intereses.
Los ingresos por ventas pueden en algunas circunstancias ser insuficientes para cubrir esos gastos, en cuyo caso las empresas se encuentran en la imposibilidad de pagar su deuda. La dinámica de la deuda de empresas y la tasa de interés es crucial en explicar los ciclos y deben ser objeto de políticas contracíclicas, considerando los parámetros de inflación y equilibrios externos existentes.
La teoría de las expectativas racionales
La economía keynesiana dominó la teoría y la política económica después de la Segunda Guerra Mundial hasta la década de 1970, cuando en muchas economías avanzadas hubo inflación y un lento crecimiento, fenómeno llamado “estanflación”. La teoría keynesiana perdió entonces popularidad en las élites dominantes frente a los monetaristas, que dudaban de la capacidad de los gobiernos para regular el ciclo económico con la política fiscal y sostenían que controlar la oferta monetaria para influir en las tasas de interés y aliviar la crisis. Los miembros de la escuela monetarista sostenían que el dinero puede tener un efecto en el producto a corto plazo pero que en el largo plazo una política monetaria expansiva solo genera inflación.
La nueva ortodoxia liberal de postguerra, a partir de Milton Friedman, se orientó a la idea de la neutralidad del dinero a largo plazo y de que un cambio en la oferta monetaria afecta solo las variables nominales de la economía, como precios y salarios, pero no ejerce efecto alguno en las variables reales como el empleo y la producción. La “nueva escuela clásica” de las llamadas expectativas racionales reforzó este enfoque a mediados de la década de 1970, postulando que los responsables de la política económica son ineficaces porque los participantes del mercado pueden prever los cambios de una política y actuar anticipadamente para contrarrestarlos.
Algunos autores neoclásicos se orientaron a la búsqueda de fundamentos microeconómicos de la macroeconomía para refutar las teorías de Keynes, con argumentos distintos a los de los monetaristas seguidores de Milton Friedman. Tal es el caso del enfoque de las “expectativas racionales”, iniciado por John Muth en 1961 y generalizado por Robert Lucas en las décadas de 1970 y 1980, que procuraron demostrar la ineficiencia de las políticas macroeconómicas activas.
La teoría de las "expectativas racionales" es una hipótesis que sostiene que los agentes económicos utilizan toda la información disponible y aprenden de forma sistemática del pasado para formar expectativas sobre el futuro que, en promedio, serían correctas. En este enfoque, si el banco central anuncia que imprimirá más dinero para estimular la economía, los agentes lo anticiparán y ajustarán precios y salarios, lo que neutralizaría el efecto expansivo pero con mayor inflación.
Los macroeconomistas de orientación ortodoxa construyen "modelos de agentes representativos" bajo supuestos de convergencia a la estabilidad de las interacciones de mercado. El en plano teórico suelen adoptar hipótesis de linealidad de los comportamientos y en el plano empírico realizan estimaciones para medir los efectos de diversas políticas y choques externos. Para ello construyen correlaciones entre variables y modelos de comportamiento de éstas que requieren la estimación de elasticidades, es decir las distintas intensidades de reacción de una variable respecto de otra, especialmente frente a las variaciones de precios. Esta estimación se realiza proyectando evoluciones pasadas, las que suelen no tener comportamientos lineales y cuyas variaciones desaparecen en los promedios, y son por tanto frecuentemente inexactas.
Un premio Nobel como Edmund Phelps, autor de una teoría del desempleo de equilibrio basado en las expectativas inflacionarias racionales ha llegado incluso al cabo de los años a la conclusión de que la tasa de desempleo de equilibrio en el mercado de trabajo no existe (2021):
"en una economía guiada por las visiones de los innovadores (y la pérdida de ellas) y otras fuentes de incertidumbre, la noción de tasa de desempleo de equilibrio debe ser vista como una construcción difusa (fuzzi construct)".
En la misma línea, autores como Storm (2021) y Gross (2022) diagnostican que los modelos macroeconómicos basados en comportamientos microeconómicos racionales, con agentes no heterogéneos y con un enfoque del ciclo basado en impactos exógenos ((DSGE) no logran predecir mayormente la dinámica económica y no consideran los efectos en la oferta de largo plazo de las políticas de austeridad y de incremento de desigualdades.
Así, el enfoque de expectativas racionales perdió audiencia con la crisis financiera de 2008-2009 y luego con la crisis sanitaria y económica por la epidemia de COVID-19 de 2020. Estas crisis ampliaron el rol estabilizador de la economía por parte de los gobiernos e indujeron un gran incremento de los gastos públicos, cuya evaluación e impacto es todavía materia de controversia entre economistas.
El rol de la política monetaria y fiscal
La política monetaria juega un rol significativo en el manejo de los ciclos económicos. Para prevenir las crisis financieras, se constituyeron a partir del siglo XIX los Bancos Centrales. Estos hacen las veces de prestamistas de última instancia en nombre del Estado en los espacios nacionales (algunos de esos Estados emiten monedas de referencia para el comercio y las finanzas internacionales) y emiten moneda de curso legal que hace posible las transacciones cotidianas y el financiamiento del crédito a la producción y al consumo. Fijan la tasa de interés para el refinanciamiento bancario. Los bancos disponen de un capital propio y depósitos y créditos obtenidos a una cierta tasa de interés, con los que respaldan sus préstamos por los que cobran una tasa de interés superior, los que exceden de manera sustancial ese capital. La relación capital/préstamos es objeto de regulación por los bancos centrales y de refinanciamiento periódico.
Los Bancos Centrales constituyen un seguro de fluidez de las transacciones en presencia de interrupciones eventuales (por catástrofes, conflictos y crisis) en la cadena de pagos que, siendo eventualmente originadas en situaciones puntuales, pudieran extenderse a todo el sistema bancario y de pagos. La política monetaria suele ser restrictiva cuando la circulación de moneda y crédito incrementa la demanda de hogares y empresas por sobre la oferta de bienes y servicios para no producir inflación de los precios y suele ser expansiva en la situación inversa. Sin Bancos Centrales estatales, los intercambios mercantiles difícilmente podrían organizarse con la capacidad de evitar crisis periódicas de la cadena de pagos y de hacer frente al "riesgo sistémico" de los sistemas bancarios y financieros.
Los bancos emiten moneda de crédito y los bancos centrales emiten la moneda de curso legal en los diferentes Estados-naciones, creándose así los regímenes monetarios como conjunto de reglas que permiten el funcionamiento del sistema de pago en las transacciones. La moneda hace posible la descentralización de los intercambios. Reposa sobre una relación social de confianza garantizada por los Estados-nación, lo que explica que en la historia haya tomado diversas formas materiales y luego se haya reducido al papel moneda, cheques y efectos de comercio y hoy una de sus formas sea el plástico de las tarjetas de crédito, cuyo valor intrínseco es prácticamente nulo. La extensión geográfica de una moneda se corresponde, históricamente, con los límites de un Estado-nación. La moneda, más allá de su función económica, es también un bien público, generador de lazos sociales y políticos. Cuando los agentes económicos rechazan una moneda, esto no desemboca en el “libre funcionamiento de los mercados”, sino en un caos social que exige la reconstrucción de una nueva moneda legítima. La confianza en una moneda está necesariamente asociada a la importancia del organismo que la emite, por lo que no es extraño que resulte ser el Estado, a través de sus Bancos Centrales, el encargado de emitirla y administrarla dado su patrimonio y poder reglamentario. Y con los límites y extensión que resultan propios de cada Estado: nadie imaginaría que la moneda con la cual se realicen los intercambios internacionales sea la de algún pequeño país marginal e inestable. Desde la segunda guerra mundial, el grueso de las transacciones internacionales se realiza en la moneda -el dólar- del poder mundial dominante, Estados Unidos, con la agregación más reciente del yen, el euro y la moneda china.
La emisión de moneda por los Bancos Centrales tiene, además de sostener y regular el sistema de crédito bancario como prestamista en última instancia, otras contrapartidas como la conversión de moneda extranjera en moneda nacional y la eventual adquisición de títulos de deuda pública, que algunos bancos centrales pueden realizar directa o indirectamente -lo que le permitió a la Reserva Federal en Estados Unidos y al Banco Central Europeo evitar el colapso de sus economías en la crisis de 2008-2009, mientras otros no están autorizados a realizar esas adquisiciones para prevenir una emisión excesiva de moneda. Esta puede ocurrir si se financia gastos estatales sin contrapartida suficiente en ingresos presentes o futuros y puede provocar excesos de demanda frente a la oferta existente conducentes a inflaciones persistentes y en el extremo hiperinflaciones. Estas se definen como aumentos de precios de al menos 50% mensual, como Alemania en 1923, Grecia en 1944, Hungría en 1946, Bolivia en 1985, Argentina y Perú en 1989, Serbia y Brasil en 1993, Zimbabue en 2008 o Venezuela en 2017-2021.
Los sistemas monetarios están sujetos a reglas estatales nacionales y a algunas supranacionales (en especial las llamadas regulaciones prudenciales y las reglas de Basilea, que recomiendan los coeficientes de capital propio y otorgamiento de crédito por los bancos), sin las cuales las economías de mercado acentuarían su tendencia a desarrollar crisis cíclicas en ausencia de control del riesgo bancario y financiero, las que, como veremos más adelante, han sido muy numerosas en la historia. El acuerdo de Basilea I se firmó por representantes de los principales reguladores financieros del mundo en 1988 y recomendó marcos básicos de la actividad bancaria como el capital que debía ser suficiente para hacer frente a los riesgos de crédito y tipo de cambio, los requisitos de permanencia de los depósitos, la capacidad de absorción de pérdidas y la protección ante quiebras bancarias. El capital mínimo de los bancos ser el 8% del total de los activos de riesgo. El acuerdo Basilea II, aprobado en 2004, estableció de manera más extensa el cálculo de los activos ponderados por riesgo, con calificaciones de riesgo basadas en sus modelos internos, siempre que estuviesen previamente aprobadas por el supervisor. El acuerdo Basilea III, aprobado en diciembre de 2010, buscó enfrentar la magnitud de la exposición de parte de los bancos a los “activos tóxicos” en sus balances y el riesgo de insolvencia y endureció los criterios de calidad y el volumen de capital para asegurar la capacidad para absorber pérdidas, junto a recomendar colchones de capital durante los buenos tiempos para hacer frente el cambio de ciclo económico e introdujo un nuevo coeficiente de apalancamiento (relación capital-préstamos).
Las crisis financieras causan problemas tanto en los países con sistemas financieros sofisticados como en los países en que dominan los préstamos bancarios tradicionales. Pero esas crisis son más severas en países con sistemas financieros mal regulados, dado que sus préstamos son más procíclicos. La detención de los auges de actividad económica, normalmente por incrementos en la tasa de interés de corto y largo plazo, junto a incrementos salariales y de precios de insumos que erosionan las utilidades y la capacidad de validar las decisiones pasadas, pueden conducir o no a una crisis financiera, una deflación de la deuda y una depresión profunda o bien a una recesión no traumática, dependiendo de la liquidez global de la economía, el tamaño relativo del gobierno y la extensión de la acción del prestamista en última instancia (bancos centrales y organismos multilaterales). Así, el efecto de una contracción dependerá de características estructurales y de la política económica seguida.
La política monetaria llevada a cabo por los Bancos Centrales se guía por estimaciones de la tasa de interés real que es consistente con que "la producción sea igual al potencial con una inflación estable". Esta producción igual al potencial es una aproximación bastante arbitraria, así como la llamada tasa natural de desempleo, aquel desempleo que no se puede combatir pues es el límite inferior de la tasa de desempleo sin desencadenar presiones inflacionarias. A esto se agrega la meta de inflación, que a partir de definiciones de Nueva Zelandia se ha fijado en el dos por ciento anual en Estados Unidos y Europa, aunque diversos economistas sostienen que un 4 por ciento es igualmente aceptable. Se entiende que es una meta razonable la que se sitúa por debajo de un valor que no causa malestar cuando los precios suben sin necesariamente un aumento correspondiente en los ingresos. La imprecisión e incertidumbre de estos números contribuyen a retrasos y errores en la política monetaria. Por ejemplo, en el caso de la crisis de la pandemia, existen debates en torno a si los subsidios de los gobiernos o las restricciones de producción de China jugaron en una caso u otro el papel más importante en el aumento de la inflación global. Incluso los que atribuyen la mayoría de la inflación a emisión excesiva, déficits presupuestarios o a los mercados laborales cuando el empleo se sitúa por debajo de la "tasa natural" de desempleo, admiten que una parte de la inflación se debió a la política de cero COVID en China, seguida de la invasión de Rusia a Ucrania.
En estas condiciones, ¿cómo moderar el ciclo financiero? En palabras de Michel Aglietta (2019),
"se han logrado avances con la aceptación de que los bancos centrales deben ocuparse de la estabilidad del sistema financiero en su conjunto mediante políticas macroprudenciales. Es la fase de auge la que debe controlarse para que no se convierta en una euforia incontrolable. Por lo tanto, es necesario seguir indicadores estructurales de los balances para detectar el aumento de vulnerabilidades antes de que se reflejen en los precios, y debe imponerse la disuasión mediante ratios de capital que limiten a los prestamistas a no acompañar el frenesí de endeudamiento. Sin embargo, esto solo se ha aplicado desde que la regulación macroprudencial existe, a partir de 2010, y solo para los bancos. El shadow banking ha quedado excluido, lo que ha permitido el auge del crédito a través de la emisión de bonos. Por ello, los bancos centrales han tenido que implementar políticas cuantitativas... Esto implica que, para avanzar más en la regulación, es necesario coordinar todas las políticas económicas, devolviendo a los Estados el control de la economía a través de políticas contracíclicas y políticas estructurales que apunten a reducir las vulnerabilidades en su origen: leyes antimonopolio, regulación del comercio en internet y control público del precio de los datos digitales, así como políticas sociales y fiscales para reducir las desigualdades."
Una política fiscal apropiada, por su parte, es aquella que provee y financia de acuerdo a sus posibilidades y las decisiones sociales los bienes públicos que el mercado no suministra o lo hace de manera insuficiente, así como las redistribuciones de ingresos que la sociedad decide realizar. El presupuesto público financia servicios públicos y transferencias monetarias a los más necesitados que la sociedad determina como necesarias para su buen funcionamiento y cohesión. En materia de política económica, la pregunta es cuán financiado debe estar ese presupuesto público en cada coyuntura y cuándo se justifica el endeudamiento público.
La llamada "escuela postkeynesiana" argumenta (Davidson, 1984) que, aún cuando los individuos puedan prever correctamente cambios en las magnitudes nominales y reales, los mercados agregados no se ajustan instantáneamente y, por lo tanto, la política fiscal puede igualmente ser eficaz a corto plazo, lo que también subraya Paul Krugman (2012).
Los países se endeudan para regular el ciclo económico y enfrentar choques inesperados, como la crisis de 2020 por la pandemia de covid-19 y sus secuelas, o bien para realizar inversiones en infraestructuras y capacidades humanas que aumenten el bienestar futuro.
En el ciclo económico, la política fiscal puede actuar como factor estabilizador, siempre que no se apliquen políticas pro-cíclicas. Cumple un rol en este sentido el déficit presupuestario (más gastos que ingresos), que debe financiarse con endeudamiento, cuando la demanda efectiva (el gasto en consumo, inversión y exportaciones netas previsto por los agentes económicos) se encuentra rezagada respecto al producto potencial, es decir las capacidades de producción de la economía, dadas unas capacidades físicas y humanas disponibles y una productividad combinada de ambas. Cuando, en el caso inverso, la demanda efectiva excede el producto potencial, la política fiscal puede actuar a través de la creación de un superávit (situando los gastos por debajo de los ingresos), produciendo un desendeudamiento público. Se produce así un balance global en el ciclo económico.
Las reglas del endeudamiento público
Emitir deuda es una forma de pagar de manera diferida cosas útiles hoy para obtener más recursos mañana, en la lógica estricta de análisis costo-beneficio. Es económicamente racional que los Estados financien programas de inversión pública con deuda, siempre que su costo sea inferior o igual a los retornos sociales de la inversión, medidos en crecimiento del PIB. Para economistas como Krugman “deberíamos hacerlo más si el precio es el adecuado”, en referencia en especial a las infraestructuras deficitarias y que se pueden financiar con tasas de interés bajas.
Desde el punto de vista del nivel adecuado de la deuda pública respecto al tamaño de la economía, no existe un número mágico. La Unión Europea lo sitúa no más allá de 60% del PIB, ampliamente sobrepasado desde la crisis de 2008-2009.
Contrariamente a lo que se repite a menudo, la deuda actual no tendrá que ser "reembolsada" por las nuevas generaciones, pues estas podrán honrar los títulos que lleguen a término emitiendo nuevos títulos de deuda. Su única obligación será pagar los intereses adeudados. Para que no se imponga un costo a las futuras generaciones, el endeudamiento debe servir para financiar capacidades de producción adicionales, en lo que se conoce como la regla de Evsey Domar (1944). Mientras la tasa a la que se remuneren los títulos emitidos no supere, en promedio, la tasa de crecimiento del PIB, las nuevas generaciones podrán afrontar la carga de intereses de las deudas heredadas sin que se desencadene una "espiral infernal": esta carga de intereses no pesará más sobre sus ingresos de lo que pesa hoy sobre las actuales generaciones. Naonuki Yoshino y Hiroaki Miyamoto (2020) agregan que la sensibilidad de la oferta y la demanda a las variaciones de la tasa de interés también inciden en la evolución del déficit fiscal y en la acumulación de deuda, como en los casos contrastados de Japón (que obtiene un financiamiento interno con oferta a bajas tasas) y Grecia (que obtiene un financiamiento externo con oferta a altas tasas).
En suma, una deuda tiene necesariamente un crédito equivalente. Cualquier estímulo financiado por deuda conduce a un aumento de la inversión privada y, por lo tanto, incrementa el patrimonio que legamos a nuestros hijos. Y en todo caso, no son nuestros hijos quienes pagan las deudas que contraemos, sino nosotros mismos, ya que la duración promedio de los préstamos públicos no es mucho mayor a 10 años. Las generaciones futuras nunca se verán realmente perjudicadas porque el Estado “refinancia” la deuda, es decir reembolsa los préstamos a su vencimiento contrayendo nuevos. Si no están indexadas, la inflación erosiona el valor de las deudas.
Existe, no obstante, el problema del pago de intereses que representa un gasto en el presupuesto público, lo que significa menos recursos disponibles para las políticas públicas. Si el endeudamiento financia el consumo de las generaciones actuales sin aumentar las capacidades productivas futuras, existirá un costo en bienestar. Si los ingresos presupuestarios son por años muy inferiores a los gastos, excluyendo los intereses, este "déficit primario" recurrente hará aumentar el peso de la pública en el PIB y el de su carga de intereses. El riesgo, si este déficit persiste, es que esta carga pese cada vez más. Los que financian los déficits fiscales (agentes privados y públicos) seguirán prestando recursos, al menos por un cierto tiempo, pero con una "prima de riesgo" cada vez mayor, lo que acelerará aún más el aumento del peso de la deuda y de la carga de intereses. Esta última terminará por volverse insostenible.
Esto no ocurre en los casos en que, a pesar del aumento del peso de la deuda en relación con el PIB, el peso de los intereses pagados por el Estado respectivo no excede el crecimiento del PIB de modo sistemático. Si la deuda se ha contraído por buenas razones, como evitar una recesión, mantener los aprovisionamientos durante una pandemia o apoyar la transición ecológica, esta carga se justifica, salvo si financia gastos de funcionamiento. Este es un error de política económica, y eventualmente plantea un problema ético cuando se utiliza para financiar regalos fiscales a los más ricos, aunque, curiosamente, los moralistas de la deuda rara vez mencionan este tipo de casos.
Para los acreedores, saber si cada gobierno será capaz de controlar la trayectoria de su endeudamiento es más importante que el peso de la deuda en el PIB. Ese control supondrá racionalizar el gasto público y buscar que el Estado sea eficiente, pero con el cuidado de asegurarse que eventuales ahorros de gastos públicos de hoy no aumenten los gastos de mañana, lo que ocurriría si hacen más lento el crecimiento del PIB. Este puede ser el caso de recortes de gastos que bajen, por ejemplo, el rendimiento del sistema educativo o de la salud pública.
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La dinámica de la deuda pública
La siguiente fórmula refleja la dinámica fiscal:
Aumento en el monto de la deuda pública/P.I.B. = déficit fiscal primario/P.I.B. + (r-c)*(deuda/P.I.B.)
El déficit primario es el déficit fiscal sin considerar el pago de intereses sobre la deuda. Por su parte, r es la tasa de interés promedio que se aplica sobre la deuda pública y c es la tasa de crecimiento de la economía. Se produce una espiral de deuda y una crisis de pagos solo si r es significativamente mayor que c, el crecimiento del PIB. Históricamente, en el caso de las economías dominantes que han pasado por períodos de alto endeudamiento público, especialmente al sostener esfuerzos de guerra de guerra de gran magnitud como Gran Bretaña y Estados Unidos, r ha sido generalmente inferior a c.
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Paul Krugman (2012), aplica esta regla en sus debates con los conservadores de Estados Unidos, y suele ironizar en la materia:
“a la economía de EE UU, en general, le ha ido bastante bien durante los últimos 180 años, lo que indica que el hecho de que la Administración le deba dinero al sector privado tal vez no sea tan malo. El Gobierno británico, por cierto, lleva más de tres siglos endeudado, un periodo que abarca la Revolución Industrial, la victoria sobre Napoleón y demás. Pero el poder de los cascarrabias del déficit siempre ha constituido un triunfo de la ideología sobre la evidencia, y un número cada vez mayor de Gente Muy Seria —el último ha sido Narayana Kocherlakota, el presidente saliente de la Reserva Federal de Minneapolis— defiende el argumento de que hace falta más deuda pública, no menos”.
Krugman concluye que
“el gran pánico a la deuda…que aún domina el debate económico en Reino Unido y la eurozona, era aún más desatinado de lo que pensábamos los que nos oponíamos a la austeridad. No es solo que, al escuchar a los gruñones fiscales, los gobiernos estuviesen dándole patadas a una economía que ya estaba por los suelos y prolongando la crisis; no es solo que recortasen drásticamente la inversión pública en el mismo momento en que quienes invertían en bonos prácticamente les suplicaban que gastasen más; es muy posible que, además, nos hayan hecho propensos a sufrir más crisis en el futuro. Y lo irónico es que estas políticas insensatas, y todo el sufrimiento humano que han generado, se presentaron acompañadas de llamamientos a la prudencia y la responsabilidad fiscal”.
Agrega este autor que la deuda de los gobiernos estables proporciona “activos seguros” que ayudan a los inversores a gestionar los riesgos y facilitar las transacciones, en contraste con lo sucedido en los años anteriores a la crisis financiera de 2008, cuando en los liberalizados mercados financieros norteamericanos los actores de las finanzas inventaron activos dividiendo el dinero procedente de hipotecas de alto riesgo sin garantía colaterales y otras fuentes. Esto resultó, una vez que estalló la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, en que todos los activos con alta calificación de riesgo –que se habían expandido a Europa- se derrumbaron, provocando la mayor recesión mundial en 70 años. La consecuencia es que los inversores volvieron al refugio que representaba la deuda soberana de Estados Unidos y de otros Estados, contribuyendo a la baja de la tasa de interés de la deuda pública. La recomendación pertinente de política es mantener tasas de interés más altas en épocas de prosperidad, sin llegar a provocar recesiones, y vice versa.
Referencias y lecturas adicionales
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