Estudios críticos

      1. Francisco Mostajo

      2. Vladimiro Bermejo 1

      3. Manuel Suárez-Miraval

      4. Jorge Cornejo Polar

      5. Tito Cáceres Cuadros

      6. Ramón Gómez de La Serna

      7. Alberto Ballón y Salvador Cornejo (semblanzas de Mariano Melgar)

      8. Vladimiro Bermejo 2

      9. José Ruiz Rosas


1

Fuente:El modernismo y americanismoFrancisco MostajoArequipa : Imprenta de "La Revista del Sur", 1896


El Modernismo y el Americanismo


Disertación presentada en la Universidad de Arequipa, para optar el Bachillerato en la Facultad de Filosofía y Letras.

* * *

Señores:

I

¡Hermoso siglo el que se vá! Su tumba es como la del sol: un ocaso de luz y púrpura. Agoniza, pero con agonía de dioses. En sus postrimerías se estremece con la convulsión de lo grande. El, príncipe loco, ha revolucionado todo. Sus banderas flamean, a los vientos del triunfo, en las cumbres luminosas: ornan las agujas góticas del Arte i acarician las cúpulas de la Ciencia. Sus hijos, nuevos iconoclastas, rompen los antiguos yesos i derriban los ídolos vetustos. El obstáculo no les detiene; avanzan i avanzan a tambor batiente. Parece que hubiera neurosis general de rebeldía.

* * *

La Literatura, respirando en un ambiente cargado de electricidad revolucionaria, no ha podido sustraerse al influjo de la oleada invasora. Ha izado también, pues, hasta el tope la bandera roja de los insurrectos. I no podía ser de otro modo, toda vez que ella se encuentra determinada por el estado general del espíritu i de las costumbres. Ansiosa de libertad, de plenitud, de anchura, ha fugado de las cárceles retóricas al campo abierto de lo amplio para gozar del espacio inmenso, bañarse en mucha luz i aspirar mucho aire libre.

Francia, la cuna de las revueltas magnas, es el palenque donde justan los nuevos paladines. A la Musa moderna le gusta ir a las márgenes del Sena a envolverse en las sederías exquisitas del buduar i engalanarse con las flores exóticas de los invernáculos. En Paris reside el apostolado que formula el credo nuevo del Arte. De ahí, de ese cerebro del mundo, emergen los prolíficos rayos de luz que, después de acariciar a Swinburne, Rueda i D'Annunzio, han venido a engastarse cabrilleantes en la espléndida joyería de los artistas americanos.

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Fuente:Antología de la poesíaVladimiro Bermejo (Ed.)/ Primer festival del libro arequipeño - 1958Lima : ed. Mejia Baca, 1958, 101 p.


Introducción al estudio de la poesía en Arequipa

Seguramente, en ningún pueblo o país, es más difícil la labor del antologista, que en Arequipa. La razón: el sinnúmero de poetas y versificadores en esta maravillosa ciudad, acaso porque el paisaje es tan bello y el hombre tan fuerte.

Desde aquellos legendarios versificadores citados por Miguel de Cervantes Saavedra en "La Galatea", hasta los últimos representantes de la poesía arequipeña, es nada desdeñable la producción de este género, en la Ciudad Blanca. Me refiero a Alon­so Picado (1582), y a Diego Martínez de Rivera (1623).

Para seleccionar la presente Antología nos he­mos visto en serios aprietos. Primero, porque el es­pacio de que disponemos para este volumen es muy corto; y segundo, la finalidad del presente Festival del Libro Arequipeño.

En el reducido número de páginas de que disponemos, imposible, materialmente, considerar la producción poética arequipeña, aun seleccionándola. En consecuencia, la finalidad del Festival -dar a conocer la esencia de la producción intelectual de la tierra mistiana-, nos ha dado la solución. Hemos escogido aquellas poesías -no poetas-, que por el tema, representan una interpretación del pai­saje y del hombre arequipeños, puesto que la presente edición es para el pueblo peruano, y no cons­tituye una selección para eruditos u hombres de letras. Es pues, su carácter eminentemente popular, el que nos ha impulsado a responsabilizarnos de esta delicada misión, que estamos seguros, ha de dejar descontentos, tanto a poetas como a algunos lecto­res. Sea todo por la cultura del pueblo.

Esta tiranía del número de páginas del presente volumen, nos permite, solamente, considerar la poesía arequipeña, hasta Guillermo Mercado con el que, indudablemente, se cierra un ciclo ("El Oro del Alma", 1924); lamentando no considerar la magnífica producción de la nueva poesía.

Disculpada así la involuntaria omisión de muchos nombres, de paso, ensayemos una muy ligera introducción al estudio de la poética arequipeña. Si consideramos a Picado y Martínez como meros versificadores, es con Mariano Melgar que comienza la poesía mistiana. Y no solamente arequipeña. Teniendo en consideración la alta autori­dad de Don José de la Riva Agüero, su afirmación de que "nuestra literatura del siglo XIX principia con el poeta arequipeño Mariano Melgar", tiene plena validez. Vale decir de la poesía nacional, si consideramos la colonia, como mera imitación del barroco español.

Tenemos que considerar, ateniéndonos a las escuelas tradicionales, cuatro etapas de la poesía arequipeña: 1, pre-romántica; 2, romántica; 3, pre-modernista y 4, modernista, que abarcan un lapso desde 1810 a 1925. Es decir, más de un siglo de poesía.

Entre los pre-románticos, cabe considerar a Mariano Melgar, Ángel Fernando Quiroz, Manuel Castillo, Benito Bonifaz y José M. Carpenter, si tenemos en cuenta que el romanticismo peruano se insinúa entre 1848 y 1850. Por la fecha de su nacimiento y por su obra, estos poetas pertenecen á un momento anterior a la generación de D. Ricardo Palma, aunque algunos de ellos, entronquen, en sus últimos años, con la "Bohemia de mi tiempo".

Mariano Melgar, indiscutiblemente, es un au­téntico precursor del romanticismo, no solamente en el Perú, sino en América, considerando el poe­ma "Elvira o la novia del Plata", del argentino Esteban Echeverría, como la primera poesía románti­ca del continente (1832). Melgar escribe sus ver­sos entre 1810 y 1814. En cuanto a Ángel Fernando Quiroz, que sobrevive en mucho a sus coetáneos, fue un poeta muy desigual, -al extremo que Riva-Agüero le llamará "sonetero"-, pero no por eso, menos sentimental y expresivo, debido acaso a su vida de bohemio impenitente. Manuel Castillo, dis­cípulo de Melgar, logra arrancar un juicio benévo­lo del exigente autor del "Carácter de la literatura del Perú independiente": "más cuadraba el roman­ticismo a su índole, porque dentro de él mejoró visiblemente y compuso versos aceptables, sentidos y aun dulces". La corta y gloriosa existencia de Be­nito Bonifaz, no obstante su imperfección versificatoria, lo colocan como el cantor de la esencia cívica de la Arequipa revolucionaria, siendo su mejor verso, su propia muerte. Y en cuanto al obispo in partibus de Lorea, José M. Carpenter, fue un buen versificador, urgido por pensamientos trascendentes.

Con Trinidad Fernández se inicia el romanticismo arequipeño; todos los poetas de este ciclo: José Mariano Llosa, Abel Delgado, Antonio Belisario Calle, Samuel Velarde, Ignacio Gamio, Manuel Rafael Valdivia, Manuel Mansilla, Miguel del Carpió, Belisario Soto, Renato Morales y otros, poseen los mismos defectos y las mismas virtudes. La influencia de los poetas españoles Quintana y He­rrera en el tono épico es común a ellos, así como las de Bartrina y Campoamor. Todos ellos comparten el ejercicio de las letras con la magistratura u otras actividades ajenas por completo a las musas. De es­te grupo, acaso, los dos únicos auténticos poetas, son: Samuel Velarde y Ernesto Novoa. El primero, fue por su obra y su vida, un romántico; las influencias de Campoamor y Sanz son evidentes en su estro poético. José Santos, Chocano ya hizo un elogio, acaso hiperbólico de Velarde, al decir: "para la generación que se embarca hoy en la aventura de las letras, existe un gran vacío que sólo se puede llenar con los nombres de Manuel Gonzáles Prada, como prosador, y de Samuel Velarde, como poeta". Y en lo que se refiere a Novoa, el propio Riva-Agüero ya dijo: "admiro de todas veras el raro primor y acierto de los epítetos, y la elegancia y valentía de sus expresiones y metáforas". Esta etapa se adorna con el nombre de dos damas: Felisa Moscoso de Chávez e Isabel De La Fuente, que versifican con sencillez y emoción.

De Edilberto Zegarra Ballón a Francisco Mostajo, considerando a otros poetas no seleccionados en esta Antología, tales como Jorge Polar, Augusto Romaña, Sixto Morales, Pedro Germán Delga­do, Carlos Forga, Ricardo Zúñiga Quintana, Alberto Ballón Landa y otros, hay una etapa de transi­ción que hemos llamado por método, pre-modernista. En efecto, la influencia de Gonzáles Prada es manifiesta en éstos escritores y no olvidemos que fue Francisco Mostajo, quien con su tesis de "El Modernismo y el Americanismo", (1896) introdujo en Arequipa, el conocimiento de Rubén Darío y las nuevas corrientes poéticas. En este grupo, los más siguen siendo románticos -salvo Mostajo, que inicia con paso inseguro, una renovación- en esencia, aunque en la forma ensayan ponerse a tono con el modernismo, sin conseguirlo.

Es con el grupo "Aquelarre" que se inicia francamente el modernismo en Arequipa. El parnaso y el modernismo, inciden en la sensibilidad de estos poetas, si bien es cierto que todos ellos provenían de las fuentes del romanticismo arequipeño, como no podía ser de otra manera. Son Percy Gibson, César Atahualpa Rodríguez, Belisario Calle, Federico 2° Agüero Bueno y Renato Morales de Rivera, los representantes de "Aquelarre", en consecuencia del movimiento modernista. Antes que "Colónida", ellos superan las arcaicas formas del verso y por primera vez, en el Perú, forman un grupo homogéneo de poetas, de auténticos poetas. A este grupo, más tarde, se agregan dos poderosas inspiraciones: Alberto Hidalgo y Alberto Guillén. La mayor par­te de estos poetas viven, -salvo Renato, Guillen y Calle- por lo que, hace rato, han salvado la eta­pa modernista, ofreciéndonos, como grandes crea­dores que son, una poesía personal y amplia.

Finalmente, Gallegos Sanz, poeta de inspiración eglógica y rural, Mario Chábes, de regreso de su aventura ultraísta, Pedro Arenas Aranda, de in­negable estro épico, y Guillermo Mercado, que desde su indigenismo de post-guerra, ha logrado centrar su inspiración con un acento eminentemente personal, forman el puente entre la generación de "Aquelarre" y la nueva poesía arequipeña.

Vladimiro Bermejo

Octubre de 1958


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Fuente:Cinco poetas arequipeñosManuel Suárez-MiravalArequipa : Ediciones Populibro, 1958, 167 p.

Prólogo

En la segunda década de este siglo se produce, tan­to en nuestro país como en el resto de América Morena, un sutil desplazamiento hacia la definición rotunda de nuevas actitudes literarias. Si bien la influencia del "liróforo divino" y del "Cantor de América” aún avasallaba los estros y magines de su cohorte de epígonos y supérstites, un creciente impulso a lo indi­vidual desplazaba este gregarismo de servidumbre. Con el correr de los años, Nicaragua, por ejemplo, desem­bocaría en ese aeda del estremecimiento auténtico que fue Joaquín Pasos, aquel que "tenía un lado triste, opaco, ceniciento, una comarca de sombras, una especie de limbo de almas ciegas como piedras, poseídas por la esterilidad y la inmovilidad de la muerte: era el indio" que dijo Ernesto Cardenal. Fue, en nuestra Amé­rica, una pre-presencia del Miguel Hernández penin­sular. En el otro extremo del Continente, y en pleni­tud de "ismos" europeos, Chile daría su cuota univer­sal en la prosa y el verso de Vicente Huidobro. Fue el sismo primero de esa geológica y vulcánica genera­ción que tuvo en Neruda, Juvencio Valle, Humberto Díaz Casanueva, Pablo de Rokha, Rosamel del Valle sus ramalazos de verbo ígneo. En el Brasil hubo de esperarse aquella exposición de arte moderno de Sao Paulo, para inaugurar derroteros. Eran años, esos de la Primera Guerra General (1914-1918), que aventaban, en oleadas sucesivas, los más diversos impactos sobre la sensibilidad de los recibidores americanos. La no­velística rusa y el panfleto francés, el gesto, expresionis­ta alemán y el futurismo italiano, los recientes espas­mos universitarios de Córdoba (1918) y la revolución mexicana (1910-1917) que se ungiría en Querétaro, la flamante revolución de los soviets (1917) y las inquietudes obreras en Lima y Callao (1912 en adelante), -para el atuendo y consumo nuestro-, habían polari­zado las rutas intelectuales de nuestro Perú que emer­gía de la derrota, en vocaciones de manifiesta estam­pa extranjerizante. De ahí que la generación "Colónida" representara esa vuelta de tuerca que algún escri­tor reclamó en otros meridianos. Abraham Valdelomar, sentidor y fustigante, emotivo e implacable, poe­ta y crítico, ensayista y dramaturgo, cuentista y relatador, acaudilló estos haces psicológicos. La chispa es­pontánea de nuestra expresión venía recogiendo los ale­gatos inflamados y diamantinos de Manuel González Prada. Entonces, como ahora, era la repulsa contra la vergüenza y la indignidad lo que arracimaba las con­ciencias. Como en toda época de crisis, la protesta mo­ral mediatizaba la intención misma del propósito. Es­te común denominador "de-lo-que-no-se-quería" adoptó los más disímiles planteamientos. Pero, si bien se ob­serva, hubo algunas constantes: el ataque despiadado contra el tartufismo (simbolizado en el burgués y en la filosofía pancesca), la afirmación reiterada hasta el abuso del "ego" (como salvaguarda de la indiferenciación anodina e inofensiva), el retorno al desinterés y el altruismo (como resistencia al positivismo y al con­cepto pragmático de lo útil), la corporeización paula­tina de la mujer y el planteamiento del amor como una urgencia fisiológica que el espíritu respalda, el culto a los símbolos de lo etéreo -en una paradojal aproxima­ción a lo tangible y concreto- y, por ende, la reivindicación de la rosa, la estrella, el alma. En este va y ven no todos utilizaron la fabla. Hubo quien -como Percy Gibson- se tomó todo el tiempo necesario para esquivar el sentido trágico de la confrontación y devino en humorista acerbo e incisivo. Y, en otros ca­sos, se asumió el dolor como ingrediente de la trascen­dencia y se meditó al compás del verso: fue el cami­no de ofertorio de César Atahualpa Rodríguez.

El Perú empezó a tomar cuerpo en progresión inesperada. No fue un azar que el reclamo descentralista sobrecogiera las conciencias más responsables y los áni­mos más demandantes. Se, quiso coger el cielo empezando por el cercanísimo aire que cabe entre los bra­zos (y, con otra variante, Alberto Hidalgo cinceló esa metáfora que tanto ha popularizado su Tratado dé Poética) . Por eso, también, empezó a cogerse el Perú desde el terruño inmediato, desde el predio vecinal. El poeta fue, así, vecino: es decir, anejo, próximo. Ahí reside el substratum entrañable de los poemas campestres. Los árboles, el río, la montaña se yerguen como pendones tutelares del verso; pero, en verdad de verdades, son el ánimo provinciano, la esperanza terrícola, la angustia telúrica los que yacen en el plinto ex­presivo. Esa es la degustación que dejan los versos de Renato Morales de Rivera. La galanura, el bien decir, el cuidado verbal no osan transgredir los cauces de la comunicación. Fueron los límites expresivos de este vate arequipeño. Hasta que alguien se decidiera a franquear el Rubicán nativo. El impulso tomado fue tanto que las fuerzas le llevaron, de través, al otro extremo de la tónica. Y este viajero del poema fue Alberto Hidalgo. Acendrado en simplicidad, no pudo dejar de llamar "simplismo" a su nueva manera. Mejor dicho, a esa manera, siempre suya, para la que no estábamos acostumbrados. Ello representó un afán descubridor. Su palabra se teñía de lo inesperado, de la sorpresa, de lo repentino, de lo espontáneo. Que fue otra ma­nera de llegar al humorismo. De ahí que, en la poe­sía peruana, Percy Gibson y Alberto Hidalgo sean los humoristas más notorios. No quisieron abismarse en el barroco de Martín Adán, ni en el escarceo de Xammar.

Con ellos, Guillen estipuló una trilogía definida. Guillen anduvo, siempre, entrando y saliendo del Tonel de Diógenes. Y, a pesar de su libro, la vida y la muerte le sorprendieron en orfandad descubridora, por la sencillísima razón de que no podía encontrarse a si mismo. En esos trances anímicos debe buscarse su tendencia a moralizar, a dar consejos, a increpar, a tratar con palabra quemante al adversario que no le sobrevivió. Guillen depositó, pues, el tono acre y agresor en sus estrofas. No quiso, ni pudo, recurrir al eufemismo. Llamó a las cosas por el nombre que tienen y logró, en brevísimo plato, erigir en torno suyo los cercos acostumbrados del silencio y la intriga seculares. Alberto Guillen se autotituló combatiente; fue perenne guerri­llero. (Ramón Pérez de Ayala lo consignaría en penetrante juicio personal). Bregó en forma incansable; no creyó que la poesía fuese un ocio más. Pese a su credo estético, en el que sucumbió a orfebrerías inolvidables, dejó abundosa "summa" imprecatoria. No tuvo, en esa generación, quien le sobrepasara en combatividad poética. Entendió el poetizar como una tribuna más de la perfección que tanto reclamaba. He ahí el tim­bre nuevo que su verso -jadeante, atezado, insisten­te, súbito- otorgó a nuestra Poesía.

Con Alberto Hidalgo se estatuye un muestrario di­verso. Desde la pedrería chocanesca hasta el espigado vocablo de su "Carta al Perú". El ha querido acumu­lar, libro a libro, vida a vida, una antología de eso que, con preciosa frase, llamó alguna vez "diario de mi sentimiento''. El título de sus libros ha nacido de su gesto, no del cerebralismo. Se podría identificar toda su obra por sus páginas: ha sido una "actitud de los años" de un "ahogado en su tiempo". Alguna vez Ga­briela Mistral le manifestó su extrañeza por ese afán de despedazarse; "la dureza -le decía- nuestro pue­blo la puso en la guerra. En la poesía somos suaves". Hidalgo, como revertiendo el proceso, ha sido todo lo contrario. Como el Perú, la dureza la ha puesto en sus libros. No extrañe el acontecimiento en un país que ha dado a González Vigil, González Prado, Hidalgo en ininterrumpida línea de panfletarios de altura. Nuestro poeta quito atestiguar que se puede ser poeta sin claudicar, sin arrepentirse, sin conceder. Camino que Vallejo y Eguren siguieron por tu cuenta... y riesgo. Para eso, Hidalgo, que podría ser el poeta oficial de esta hora, ha preferido mantenerse a distancia. Que, es otra manera de estar más cerca del Perú. Y en, su obra, y en su actitud, tenemos un ejemplo de continui­dad consigo mismo, que es lo más que le agradece la juventud.

Gibson y Morales de Rivera fueron los Castor y Pólux de la literatura nacional. Durante mucho tiempo ellos protagonizaron un diálogo sugestivo y aleccionante. Leer los coloquios es asistir a un registro de los espíritus más perspicaces del cambio que, inevitablemente, se produce. Sabían que la vida, y los tiempos, los iba ganando en contemporaneidad. Percy Gibson prefirió mantenerse en sus bastiones de ensueño. Últi­mamente, desde México, como queriendo afirmarse en su altanera actitud, nos entregó su poema (todo un libro) "Yo soy". Morales de Rivera clausuró la edad de los requiebros. En este Perú donde de tanto abusar de las palabras llegamos a desconfiar de ellas, él se li­mitó a decir su voz con tono grácil y a seguir enamo­rado de las quimeras. Como fue auténticamente since­ro, su posición no ha sido ocupada.

Hoy, en 1958, hay etapas que consideramos cerra­das. Pero es absurdo eliminar tiempos de poesía intensamente vivida. Por eso, nuestra selección ha ten­dido a recuperar el mayor número de incitaciones de ese jaez. Como un póstero e invalorable recuento de la conciencia provinciana, teñida en ambición y empapada en usufructo. Su lectura es un recreo histórico; en la vida cierta que Lima trata, a veces y por boca de sus más ingratos personeros, de ignorar. Hemos creído que una manera de recuperar nuestra alma, que tantos altibajos ha experimentado, era ésta: reconstruyendo la vocación indeclinable de estos trovadores, no juglares.

Hemos incluido, asimismo, a Gustavo Valcárcel. Sigue siendo hasta que la obra y el tiempo de los que vendrán le desplacen, el bardo más significativo de es­tos años. Su vida y su obra, consubstanciadas en pa­sión intensa y ofrenda derrochadora, han trascendido las fronteras de todo orden. Escribe y vive como poeta; esto es, transfigura el mundo en redor hasta proyectarlo en idealidad. Es, de los cinco poetas que presenta­mos en éste volumen, el más deleitoso escogedor de vo­cablos. Su poemario "Confín del tiempo y de la rosa" es un manifiesto de celestía idiomática. Su perfección expresiva nace de una autocrítica constante. Pero, más que todo ello, es un hiperestético de la metáfora. Como Góngora, en sus inicios llegó a encandilarse con la imagen; como Quevedo, vibró con ella hasta tran­sirla de lúcida ternura. Fue el momento en que el "ciervo amante murió de sombra pura". Más tarde; los embates de la vida perentoria, entendida como un pe­renne combate contra las fuerzas negativas (llamába­se antes tedio; ahora le llamamos "reacción"), le ubi­caron en las trincheras de avanzada. Fruto de esos instantes de asunción humana son las páginas de su no­vela "La Prisión". Ganado en fervor por la urgencia definidora escribió los "Poemas del Destierro", poemario en que pueden encontrarse los más cálidos y vi­brantes reclamos vitales de nuestra generación. Hay en ese libro estrofas que forman parte del acervo irreemplazable de nuestra peruanidad. Pasión política, espe­ranza señera, identidad con la más noble lucha se coluden para entronizar una Declaración de Fines. El Perú -y la vida que transcurre dentro de él (¿puede haber vida fuera de nuestro Perú?)- se estructura en sucesivas entregas de ilusión generosa y carácter deci­sivo. Y, a su manera, atestigua esa necesidad de los poetas arequipeños de sentar siempre un Manifiesto, de elaborar con la tierra y la humildad un decálogo de peruanísima égloga, como en el caso de Guillermo Mercado.

Con los "Cantos del amor terrestre" retornó Gustavo Valcárcel a la pasión primera de sus amores. Son versos que dentro de una tónica de extrema sencillez hay que vincularlos a la más límpida estancia de la poesía amorosa peruana contemporánea. Es la línea que desde Carlos Augusto Salaverry se remansa en los "Ver­sos a Iris" de Adán Espinosa y Saldaña, en la dulzura grácil de Ureta, en algunas estrofas de Lora y Lora, en los deliquios de Valdelomar, en las confesiones vallejianas, en las pupilas de Oquendo y Amat, en los reclamos de los Peña, en la trayectoria de Bustamante y Ballivián, en la demanda de Adalberto Varallanos. Estos poemas valcarcelianos inciden en su búsqueda desesperada del amor (diálogo de dos) a través de la felicidad colectiva (diá­logo del pueblo). El poeta tiene plena conciencia de su orfandad; necesita el calor multánime que sólo es otorgado por la justicia y lo fraterno. Ello insume sus versos de amor pleno, anchuroso, sin taxativos. No es el egoísmo de dos seres aislados del dintorno: es la solución cabal del encuentro definitivo con la esperan­za. Por eso, Diego, Rivera los consideraba "apasiona­damente vitales". Y por eso, también, Hidalgo lo veía ''prendiendo estrellas en el cielo del Continente". Con Gustavo Valcárcel, la brillante poesía peruana contem­poránea -los Rose, los Romualdo, los Florión, los Scorza, los Ríos, los Moreno Jimeno, los Miranda, los Sologuren, los Garrido Malaver, los Delgado, los Guevara, los Pérez Ocampo, los Carnero Checa, los Nieto, los Quiroz Malca, los Cuadros, los Manrique León- yergue sobre sus propios pasos la dimensión más aturada del Perú Nuevo. Es como si el hombre de ahora (y perdónesenos el verbo) se "cordillerizase". Como si el Adán novísimo esculpiera un gigantesco espinazo cataclísmico que llevara en sus cumbres la vocación más alta del hombre de todas las épocas la libertad. Valcárcel ha bregado con todos ellos por la única posición valedera del intelectual o del artista: la de la entrega a los demás, a las causas justas, a los problemas irredentos, a la trasgresión de los tabúes y prejuicios. Por eso la poesía de Gustavo Valcárcel está preñada de actualidad. Sus urgencias inmediatas se traslucen en esta contienda con la palabra. Pero él comentó -como muchos de nuestra generación- por la libertad de la expresión, por la libérrima demanda de la independencia vocativa. De ahí que estuviera a trasfondo y a trasmano de los aco­modos y las ventajas. Su poesía fue un dardo buído hacia la médula; búsqueda fue de vértebras cordiales. Se aproximó al hueso y al mineral, que son -desde que César Vallejo los impusiera al mundo- los signos de nuestro drama, la raíz de nuestra esencia y el mito de nuestra definición.

La dialéctica interpretativa de la historia se resuel­ve en las síntesis nominales. El nombre cuenta demasiado en nuestra historia, en nuestra razón de ser, para que podamos dejarlo de lado. Al poeta, entonces, le basta escoger los vocablos límpidos y aurorales. Las tesis económicas y las antítesis políticas devienen -para el poeta- en síntesis verbales. Y el amor, ahora sí, inunda de vida plena estas búsquedas nuestras de personería. Es el momento, cualquiera de ellos, en que Valcárcel, es decir, cualquiera de nosotros, musita:

Si, yo seré el poeta y tú la poesía
desde el momento exacto que termine estos versos,
copiados un domingo al conocer tus ojos,
porque tus ojos son poesía que mira.
Y porque son tus ojos poesía mirada .


Manuel Suárez-Miraval


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Fuente:La poesía en Arequipa en el siglo XX. Estudio y antologíaJorge Cornejo PolarLima-Arequipa : CONCYTEC : UNSA, 1990, 294 p.

Estudio Preliminar

[p. 11] No habían transcurrido muchos años desde la fundación española de Arequipa en agosto de 1540 y ya, como un presagio, el amor a la poesía y su ejercicio daban sentido a los trabajos (o los ocios) y los días de algunos de sus vecinos. La historia celosa tal vez de esta gloria temprana ha conservado solamente un nombre -el de Diego Martínez de Rivera- pero es de suponer que no fuera el suyo un caso aislado. De don Diego -extraña paradoja- no se conoce un solo verso pero si que su fama había llegado a España e impresiona­do, excelente ejecutoria, a Miguel de Cervantes. Se sabe en efecto que en el conocido elogio de poetas americanos que el autor de El Quijote incluye en La Galatea de 1585 (en el Libro Sexto o Canto a Calíope ) se menciona con encomio a Martínez (y a la ciudad)}... "La misma gloria al otro igual le viene en Arequipa eterna primavera que éste es Diego Martínez de Rivera..."

Pero a pesar de este auspicioso inicio la poesía en Arequipa en los siglos coloniales aunque abundante al parecer, revela más em­peño en el quehacer que brillo en el logro (debe advertirse empero que está por hacerse un estudio sistemático del proceso de la literatura arequipeña a partir de 1540). La única relativa excepción sería Loren­zo de Llamosas cuya vida transcurre entre la segunda mitad del siglo XVII y la primera del XVIII habiéndose conservado algunos textos suyos de cierto valor como Denofonte y Filis y un ceñido elogio a Juana Inés de la Cruz. No obstante puede sostenerse que es solamente a fines del siglo XVIII y más especialmente en los primeros años del XIX que la poesía en Arequipa empieza a recorrer con las primerizas, naturales, vacilaciones el camino que la ha de llevar al esplendor de la actual centuria.

El hito inicial no se da en el ámbito de la poesía culta sino como signo de los nuevos tiempos en el de la popular. La llamada rebelión de los pasquines de enero de 1780 (espontánea protesta del pueblo arequipeño por abusos de las autoridades de turno) se expresa sobre todo -hecho singular- en un buen número de coplas y otros textos versificados cargados de indignación, sarcasmo y sátira, pero también con frecuencia de aciertos literarios. Pero el primer momento notable lo protagoniza -qué duda cabe- Mariano Melgar (1790-1815) cuya obra en su parte más importante -los yaravíes- entremezcla a ratos de modo admirable las dos vertientes básicas de la configuración cultural peruana -la autóctona y la occidental- en el delicado y emotivo discurrir verbal de un poeta que ama y sufre. Melgar abre de esta manera una ruta llena de posibilidades pero [p. 12] inexplicablemente abandonada por la literatura posterior. En el resto de la pasada centuria surgen entre una multitud de escritores algunas voces poéticas significativas como las de Manuel Castillo, Ángel Fernando Quiroz, Benito Bonifaz. Ernesto Noboa, Manuel Velarde, Jorge Polar, Sixto Morales, Renato Morales (padre), Edilberto Zegarra Ballón. Casi al finalizar el siglo, entre 1889 y 1890, se publica la Lira Arequipeña (que editan Manuel Pío Chávez y Manuel Rafael Valdivia) que es una especie de visión panorámica y antología general de la poesía decimonónica de Arequipa.

El presente estudio y antología quieren cumplir a su modo y en lo que se refiere al siglo veinte, la misma función que se propuso la Lira para el siglo anterior aunque —debemos confesar— nuestro proyecto es más ambicioso en cuanto a investigación, recopilación, análisis crítico y selección y sus resultados serán -lo esperamos- mejores y más consistentes. Por eso mismo el hito cronológico inicial de este trabajo se ubica precisamente en la primera promoción de poetas que aparecen después de la Lira Arequipeña mientras que su límite final está dado por el grupo de poetas que surgen al comenzar la década de los ochenta.

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5

Fuente:Poetas de Arequipa. Antología - Los clásicosTito Cáceres CuadrosLima : Instituto Cambio y Desarrollo - CYDES, 1995

Introducción


No es que el poema no comunique nada, al contrario, comunica tanto y con tanta rique­za y con tan delicada calidad que ¡a cosa comunicada se moldea y conforma, distorsio­nándose si intentamos ¡legar a ella por algún otro vehículo menos sutil que no sea el pro­pio poema.El poeta es un hacedor, no un comunicador, explora, consolida y forma la experiencia to­tal que es el poema.Cleanth Brooks. "The well wrought urn"

Al hablar de clásicos en la poesía arequipeña, tenemos que tomar la acepción académica que nos remite a «los autores y obras que pertenecen a la tradición (de un pueblo en este caso) o que logran autoridad en su especialidad». Es el binomio creador-texto, visto desde el punto de vista del estilo que en su momento fue considerado modelo y que hoy se analiza por sus rasgos de unicidad e irrepetibi-lidad, con mayor énfasis que otros del mismo período. Por lo tanto desechamos la noción, que restringía el concepto de estar pegado a una tradición y evitar las «innovaciones atrevidas», porque en la literatura arequipeña, todos los creadores fueron, o trataron de ser principalmente innovadores.

Antes que nada la presente Antología tiene un carácter crítico de suerte que no se trata de una revisión de tendencias, escuelas o generaciones, donde haya que destacar líderes o figuras principales. Nuestra intención ha sido seleccionar a los poetas arequipeños de mayor creatividad y personalidad literaria, a todos aquellos que se acercan a las características antes anotadas. El orden resulta inevitablemente cronológico dando así una visión mayor a nuestra consideración, que se inicia con nuestro primer gran poeta Melgar hasta llegar a la generación del 50, donde nos hemos detenido porque muchos de los integrantes de las posteriores generaciones requieren de una selección que sólo el tiempo se encargará de realizarla, especial­mente frente a la irrupción de jóvenes poetas en los últimos años, quienes están en pos de la anhelada innovación.

Coincidimos con Mariátegui cuando nos dice que la literatura colonial fue una copia de la literatura de la metrópoli española sin mayores méritos que repetir las modas y que sus cultores no alcanzaron la maestría necesaria para que subsistan en nuestra tradición.

Mariano Melgar Valdivieso (1790-1815): nuestro poeta pre-romántico, es el primer momento de la literatura peruana. Es cierto que sus primeros versos están teñidos de clasicismo, amén de ser traductor de Ovidio y de utilizar para sus elegías el terceto castellano o combinar endecasílabos con heptasílabos de raigam­bre itálica. Pero este joven poeta, cuyo primer romance con In cruel y esquiva Melissa, proclama su amor con bastante ingenuidad, es el mismo que luego de su segundo desgarrón sentimental por Silvia, clarificará su poesía, despojándola de inútiles artificios para ganar en hondura y simplicidad a base de un genial mestizaje que patentiza como «Yaraví». Romántico en esencia y por auténtica vocación, Melgar cambia «la musa real, la musa de carne y hueso, la musa ainada, por la otra incor­pórea y severa de la libertad. La musa dulce y buena por la musa imperiosa y guerrera»; tal como explica Mariátegui al conmemorarse el Primer Centenario de la Inmolación del joven poeta y patriota. Armado del Yaraví y de las Fábulas, el uno como «endecha» de raigambre quechua y popular y las otras como críticas irónicas y punzantes; Melgar bien pudo haber pasado por un innovador de la Lírica de su tiempo; pero hay algo más que lo magnifica, la transferencia de sus sentimientos de inspiración de la mujer amada a la patria, es también un giro literario que posibilita que, tanto su «Oda a la Libertad» como su «Marcha patriótica», eleven los símbolos revolucionarios hacia el fervor emancipador, sin tener que apelar a la fuerza epopéyica, sino, al contrario ahondando su lirismo trovadoresco, su imagina­ción y sentimentalismo intensos y apasionados. Más que un agónico cantor del fin del Despotismo o un testimonial exaltador de la Emancipación, se puede decir que Melgar es el primer poeta Republicano, porque los versos de su Marcha bien pu­dieron haber sido cantados como el himno de nuestra gesta libertaria y la obertura sinfónica del nuevo espíritu decimonónico romántico, evocativo, reinvindicativo del alma vernacular que ya resonó en el Yaraví.

Si bien Melgar inicia la verdadera literatura peruana, en Arequipa todo el siglo XIX es tributario de su arte, como lo demuestra ese magnífico ideario de nuestro arte poético que es «La Lira Arequipeña», compilación de Manuel Rafael Valdivia publicada en 1889 donde notamos que las audacias formales están ausentes, así como que los temas siguen oscilando entre los tonos épicos, que son correlato de las pugnas políticas en las cuales Arequipa cimenta su gloria de Ciudad Caudillo y el intimismo que arroja verdaderas conquistas líricas con diversidad de matices.

Manuel Isidoro Castillo Vizcarra (1814-1871): ha sido llamado con jus­ticia «Eco de Melgar», no sólo por su «Yaraví: Yo te busqué con mis ojos / yo te busqué con mis manos/en los profundos arcanos/que tiene mi corazón / Y no hallé en él ni tu sombra / porque té habías huido/ Y estaba caliente el nido / que nos sirvió de mansión»; sino porque como dice Mostajo: «Era lírico por esen­cia. Pero él se había empeñado en ser épico». Comentada ya su irregularidad, su lirismo parecía bifurcado entre un subjetivismo, casi como interludio de formación propia y una vena cuasi filosófica, que al decir de muchos comentaristas, parece superior. Castillo debe los mejores momentos de su producción al sentimiento perenne que guarda por Arequipa, donde el afán pictórico le gana con una emo­ción que lo turba: «Yo canto tu grandeza, tu cónica estructura: Tus nievessempiternas, tu agreste majestad / cuando las nubes ciñen tu atlética cintura/ y dejas en la tierra mitad de tu hermosura / colgada de los cielos está la otra mitad». Contemplando al Misti, que es el símbolo mayor de su evocación dice de sí: «Entonces el poeta que extático delira», trata de alcanzar la épica un tanto esquiva para él, porque su romanticismo de corte melgariano, que mezcla cierto pesimismo filosófico, embellece su «lamento que, en voz desfallecida / sale del corazón nota por nota».

Ángel Fernando Quiroz Nieto (1799-1862): espíritu anárquico por na­turaleza y contradictorio hasta la enajenación fue un poeta trágico en su existencia pues sufrió como nadie el fracaso de las ilusiones republicanas y las suyas propias. Torturado en las cárceles realistas hasta casi enloquecer, en la vida civil siguió, como Melgar y Castillo, fiel a la patria chica, Arequipa, aunque sus sueños lo llevaron a un humanismo libertario más allá de estos confines: «Adonde voy?. Qué fuerza irresistible / Me ha impelido a esta ruta dilatada? / No encuentro en torno mío una morada / Fuente para extinguir mi sed terrible». Quiroz fue a Lima a deambular en la miseria y sólo su amor al terruño le sostuvo muchas veces. Quebrado en ecos desiguales, su poesía es de un sentimentalismo lacerado, un romántico desubicado en un mundo de acomodos, cuyo drama fue no haber tenido, siquiera, un gran amor por quien languidecer o morir, ya que la esperanza de vivir se le agotó en sus fugas físicas y de pensamiento.

Conforme avanza el siglo el Romanticismo Peruano tejido alrededor de «La Bohemia» se orienta más hacia los ecos de Hugo o Musset para terminar en las cui'cui litis de Büudelciire; un cambio en Arequipa, fieles a un bucolismo vinjilumo, siguen rindiendo tributo a Melgar o empuñando las armas al mismo tiempo que la pluma.

Benito Bonifaz Febres (1829-1858): el «Tirteo Arequipeño» es el símbolo del idealismo y la bravura del pueblo arequipeño. Este soldado poeta, «Lava á-, volcán en las venas» como anotara el notable Osear Silva, se impuso a sus contemporáneos por su célebre canción a la «Columna de los inmortales», que resulta una marcha heroica, que él mismo entonara arma en la mano en la trinchera «Malakoff» de Santa Teresa; enardeciendo a los héroes populares de «La patria de los libres». Su «elan» épico, teñido de acentos telúricos, rodeado de la fuerza de los hechos tumultuosos, vitalista como el pueblo arequipeño que desafía a Castilla, aún con el riesgo de apoyar al «mísero» Vivanco; le hace forjar estos versos: «Todo allí es libertad, todo allí imprime / la idea de ser libre al ser pensante»; refiriéndose a esta tierra feraz en pensamiento y hombres como él que prefirieron morir en el combate antes que doblegarse al tirano. Su poesía combativa no puede desligarse del ambiente histórico y de las circunstancias heroicas que le tocaron vivir a pleni­tud.

Trinidad Fernández (1830-1873): encabeza un nuevo tipo de poeta, el de la desilusión ante los sucesos dramáticos y trágicos de las revoluciones heroicas del 57. Por eso su intimismo le obliga a tonos más románticos, algunos de corte his­pánico, como el mismo Palma reconociera para algunos contemporáneos suyos, como es el caso de Fernando Velarde, posteriormente, evidenciamos en él a Béc-quer. Fernández idealiza una bella mujer hacia la que vuelca su romanticismo lánguido, aunque no viviera ninguna experiencia traumática en su vida ni una gran decepción. Sus versos son más pensados y aun los tonos filosóficos, como la cadu­cidad de la vida, asoman con mayor emoción.

José María Carpenter Aponte (1830-1888): introvertido adolescente. hombre casi misántropo que no pudo olvidar su infancia triste. Quizás en él se perciba con mayor claridad esa «enfermedad del siglo» que proclamaron los román­ticos europeos, pues lo afectó una infinita tristeza, por eso sus tonos elegiacos, son casi de arrepentimiento dado el sentido moral que reprime su sensualidad: «Hay liaras en la vida de llanto y amargura /En que abatida el alma se abisma en su dolor / En que la mente en nano tranquilizar procura / La lucha tempestuosa que agita el corazón». Es el caso de muchos poetas nuestros por su proclividad al misticismo, giro propio de cierta religiosidad arequipeña. Carpenter terminó sus dias consagrado al sacerdocio.

Armando de la Fuente y Errea (1830-1896): es diferente en su nostalgia y en el influjo que le causaron los tonos parnasianos que empezaron a ponerse de moda. El bienestar económico y los elevados cargos públicos que desempeñó, po­sibilitaron sus afanes estéticos y sus conocimientos políticos, cuyos juicios, al decir de muchos ensayistas, fueron confidencias benéficas para María Nieves y Busta-mante, por haber sido secretario del discutido Vivanco, protagonista no muy positivo de 'Jorge o el hijo del pueblo». De la Fuente fue un poeta de éxito entre las señoritas de la época y su imaginación lo llevó a exagerar visiones míticas de «nin­fas y sirenas en las playas del Chili», «cantilenas de pastores» o «dichas y penas, cantadas por aves de vírgenes selvas encantadas». Es pues, ese exotismo el que abre otras posibilidades a la poesía de su época.

Ernesto Noboa Arredondo (1839-1873): muerto a los 34 años, adoles­cente testigo de la guerra liberal del 57 contra el despotismo centralista, escribió una novela en verso, «Lelia», que se adelantó en 30 años a la obra de María Nieves. Noboa renueva un tanto la poesía arequipeña desechando el fácil patriotismo o el conflicto moral, adoptando un sensualismo más «pagano», que lo pone a las puertas del simbolismo, por ese parnasianismo donde lo exótico brota sin trabas: «Sus lindos pechos que el amor respeta / Libres del blanco y pertinaz corpino / Desnudos tiemblan entre el vago aliño / como en su tallo la gentil violeta».

Quienes suceden a Noboa resaltan más la antinomia romántica entre el idea­lismo casi beato y los tonos nostálgicos de alguna realidad apremiante. Se sigue pensando en las glorias perdidas o en la exaltación al 2 de Mayo, a lo que luego se sumarán los aciagos momentos de la guerra con Chile.

Abel de la Encarnación Delgado (1841-1914): poeta y músico román­tico, adolescente como Noboa durante la revolución de 1857, fue gran lírico y cultivó, durante su permanencia en Lima, un humorismo que lo ligó al criollismo imperante en la capital. Lo que más atrae en la poesía de Delgado es su intimismo, de «Límpidos sentimientos» como dijo Mostajo, un «pajarillo melodioso y se conten­tó con su canto, saltando en el sauzal o al margen de la fuente». La sencillez de algunos de sus versos, agradó a los lectores de «La Lira Arequipeña». aunque allí falten, lamentablemente, algunos de sus mejores versos.

Felisa Moscoso (1847-1902): está todavía en su conflicto interno tratando de mostrar cierto pudor poético ante los conflictos diarios.

Samuel Velarde Reynoso (1848-1902): el gran poeta de su generación, como lo llamó Guillermo Zegarra Meneses, retomó el civismo a través de la sátira pues allí la indignación se combina con el sarcasmo, la desilusión y un humor de por sí sardónico. Mostajo dijo que de Melgar llevó en sí: «el melancólico espectro de sus cenizas», porque su llanto «no es amor que implora, sino despecho que escupe». Así estas opiniones contradictorias muestran a Velarde como gran figura de la poesía arequipeña del siglo XIX. Isabel de la Fuente (Julia) es también romántica y galante.

Belisario Soto Salas (1860-1935): continúa la tradición de las musas idea­les que van más allá del provincialismo, por las combinaciones métricas y la inserción de imágenes y símbolos que acercan la poesía de este fin de siglo a un modernismo que se advertía ya con cierta timidez.

Cuando el siglo XX, asomaba en Arequipa, la poesía se debatía entre algunos calcos de la lírica española y la lenta, pero abrumadora ola incesante de lecturas europeas, que coinciden en el Modernismo, que fue algo más que una amalgama de estilos e influencias. Por eso brillaban en los versos, tanto un Romanticismo tardío, cuanto ese Postparnasianismo que viniendo de Baudelaire llegó hasta el Simbolismo de Verlaine, Rimbaud o Mellarme, todo fusionado, diremos mejor, mezclado por ese alquimista mayor que fue Rubén Darío.

La actividad literaria mediatizada por el conservadurismo, no sólo intelectual sino social, no apuntaba a nada singular, cuando se produjo eso que Bermejo tituló: «el momento embrujado de la literatura arequipeña»: El Aquelarre. Más que una escuela, un movimiento, un grupo de poetas (más un aguafuertista), «siete herma­nos en el dolor y ensueño... siete desgraciados», al decir de ellos mismos, que alrededor de una revista, en una especie de buhardilla mágica en la casa de Percy Gibson, propician una renovación total, no sólo literaria, sin otra brujería que el ingenio, la bohemia y la euforia que llegaba hasta la crítica y la burla al «raquitismo orgánico... la enfermedad ancestral de un pueblo que agoniza». Se referían, por supuesto, a esa forma arequipeña decimonónica de «historiar sus lamentaciones, sus desgarramientos descomunales» y ese malgastar la vida sin pena y sin remordi­miento en intrigas. Todas las comparaciones con el grupo «Colónida» formado en Lima y encabezado por Abraham Valdelomar tienden a ser efectivas por el carácter renovador, casi anárquico, que Mariátegui especificó: «grito iconoclasta y orgasmo snobista» que agotó su energía por el germen «D'annunzianista». «El Aquelarre» fue algo más, pero tampoco produjo una insurrección total, sus integrantes eran dema­siado individualistas y sus voces heterogéneas.

Percy Gibson Moller (1885-1960): no sólo fue quien enlazó físicamente, con su presencia, «El Aquelarre» con «Colónida»; sino que se constituyó en la voz poética más representativa del nuevo quehacer arequipeño, hasta tal punto que se habla por él del «cholismo arequipeño» como esa visión Post modemista que posi­bilitó un «indigenismo» literario que luego seria patrimonio de la narrativa. Su pose aristocrática contrastaba con su afán anti burgués, con esa especie de costumbrismo en sus imágenes evocativas. que hizo que le acuñaran el término de «eglogánimas».

En un articulo laudatorio Emilio Armaza, el poeta puneño, ha seleccionado muñía serie de versos de Percy Gibson de gran belleza y sensaciones metafóricas acompasadas de ritmos y elegancia sonora: «Sahumábase de lilas /y de heliotropo el mentó en tu ventana»; *la tarde paga en oro divino las faenas"; «la inocencia del día se lava en la fontana»; «flota sobre el esplín de la campaña / una jaqueca sudorosa y fría»; “el aire de las chozas sube en el aire lila»; «la cumbre está en un blanco éxtasis idealista”; “te anuncia -al día domingo- un ecuménico amasijo de hogaza». A ellos hay que agregar profundas reflexiones, que se tiñen de metafísica; «Creo en la belleza y la verdad / Creo en el pensamiento, el verbo y la moción / Vivo en paz con Dios, en guerra con el demonio / y en lucha con el mundo». Fue Gibson un poeta irregular, con poca disciplina, tiene aires festivos, ya que fue, al decir de sus coetáneos, un socarrón; se preciaba de sus pinceladas caricaturescas donde la gracia y el colorido alternaban con su rebeldía perenne. Quizás si los movimientos pendulares de su poesía oscilen entre la naturaleza y el Evangelio, sin que éste último indique religiosidad ni mucho menos.

César Augusto Rodríguez Olcay (1889-1972): rebautizado por Gibson como «Atahualpa», es sinónimo de poesía reflexiva, aunque la crítica se empeñe en ver en él un espíritu dionisiaco, se advierte en su poesía una constante visión apolínea. Como dice Enrique Azálgara Ballón, «en la poesía y en el poeta debe primar la concepción del mundo que se tenga,, para dar á los versos esa sensación de profundidad antes que artificio, de reposada filosofía antes que un remedo de su vida huraña e introvertida». Sin embargo, no le son ajenos el sensualismo: «En tus hombros ponte/icos donde la piel se argenta / déjame que te enrosquen como una llamarada / mis dos brazos desnudos. Y sin decirnos nada / moriremos al fuego de una caricia lenta»- ni la emoción social: «Mi familia es muy grande: son los pobres/que vinieron al mundo sin sostén /aquellos muchos preteridos /por, tos que pueden más según la Ley»; ni menos el orgullo inconmensurable por la patria chica con sus paisajes y costumbres: «Aquí, respirando ancestro, se forjó mi loco empeño: Yo no he nacido peruano; yo he nacido arequipeño». Junto a su pasión meditativa, descubrimos en sus versos una predilección por el cromatismo de sus imágenes, una musicalidad que no sólo emerge poéticamente, sino que compendia su gusto refinado por las notas sublimes de las sonatas y las sinfonías, todas en tono mayor. Hay también una oscilación entre las fórmulas socráticas, con el desencanto cartesiano, hasta llegar al existencialismo eterno del creador que hace conflictiva su propia re-creación: «Mas lo que existe, aquello / que se desgasta y es /sólo cobra sentido en el percance / de flexible vaivén-, /consistir / suceder». Poeta en constante movimiento del pensar se apremia ante la inmovilidad oculta «en ¡a irrisoria migración de formas», porque, ¿quién comprenderá a las palabras, «burbujas del espíritu»?. Luego sentencia, casi con escepticismo: «Esperamos su­cesos nunca habidos/amores imposibles para amar/ riquezas fabulosas que no existen / mentiras que concreten la verdad / cielos ambiguos, nubes, nubes y estamos viejos de esperar».

César A. Rodríguez es quien mejor ha sabido buscar la esencia de poesía, no sólo como sustento a una originalidad indiscutible, sino a «la emoción de pensar», la complejidad de arte mismo y a la voluntad de vencer la «intermitencia» que alguna vez le imputara Alberto Guillen. Atahualpa Rodríguez fue más que eso, fue el autor de la gran poesía que no cabe en uno de los «ismos» que se acuñan en este siglo.

Renato Morales de Rivera (1890-1931): es el típico poeta intimista, sen­cillo y hasta casi ingenuo en sus poemas juveniles de «Cirrus» y más aún en «Deprecación», loa a Melgar en la que se descubre al modernista, porque allí aso­man los tonos románticos, que luego se llenarán de helenismos, más que parnasianos, donde junta sus elogios desiguales a la naturaleza y a los conceptos de valor, belleza y heroicidad, al cantar tanto al Deán Valdivia como a la reina de les Juegos Florales a quien compara con Minerva. Su afán de soñador y la debilidad de su carácter ahondaron su bohemia y así se fue sumiendo en un infierno existencia! donde los «otros» le arrojaron; allí, sin poder remediar su caída abismal, pudo madurar versos disímiles que posiblemente se hayan perdido para siempre. Nunca se olvidó del cielo serrano con su «profundidad azul» ni del Ande ni menos de la fuerza telúrica que sostiene a nuestra tierra y nuestro arte; pero la subjetividad que ancla sus versos no le impide el lirismo que acentúa su emotividad exaltada por vivencias estéticas y experiencias amargas que le arrojaron a la miseria donde no pudo dejar de rumiar, en tono menor, sus tristezas y decepciones amicales. «Quiero arraigar, vivir y palpitar / en un terrón de la materia viva / para absorber su aliento secular", sentencia en tono reflexivo: «Y he de seguir por el sendero estoicamente / sin un apoyo fraternal / viviendo sólo del pasado»; continúa con «serenidad», advirtiendo, casi premonitoriamente «un pretérito son /en el ritmo de la muerte / que tiene la canción».

Belisario Calle Morales Bermudez (1894-1956): es un caso singular en la poesía arequipeña, no ha alcanzado ni el vuelo nacional que imaginaron sus contemporáneos, ni la justa valoración de la crítica posterior. Sin embargo fue un animador importante en la renovación de nuestra lírica, pues él mismo reconoció su fuente primigenia c'n el Modernismo que superó al Romanticismo y se afincó en las vanguardias de este siglo. Al igual que Renato Morales dejó desperdigada toda su producción de la cual sólo nos ha llegado unos Sonetos de valores «insignes», como él bien lo señalara, y «Estancias marinas» que reviven el culto por las imáge­nes que llevan al misterio por lo desconocido, por lo inexplicable de la naturaleza, los «recuerdos» que al igual que «las aguas» van «desde el fondo hasta el cielo». Esos «paisajes melancólicos» no contrastan con el ruralismo inicial de sus metáforas sim­ples, ni con las reflexiones angustiosas: «Dormir el sueño largo/de infinito reposo /el sueño de la muerte / de que hablan los filósofos».

Alberto Guillen Paredes (1897-1935): fue más un «Colónida» que un miembro del Aquelarre y tuvo el elogio fácil, al que no pudo escapar el mismo Mariátegui, por parte de la crítica y de los poetas de su época. Afecto a la pose y a la desmesura, hizo de su egolatría una virtud para definirse a través de ella y calificar a los demás con la iconoclastia de los «colónidas». Su obsesión «prometéica» eleva al poeta: «Dioses somos, más que dioses / porque de hombres nos hemos levantado / siglo a siglo venciendo con los puños al Hado». Todo pasa por su «Yo» hipertrofiado hasta ese «panteísmo poético» donde su voz cobra altisonancia y su calidad se resiente un tanto, por eso en «Deucalión» se anima por mostrarnos la intensidad de sus pasiones, la resolución sentimental que no se arredra. Guillen gustaba de la espectacularidad y escribía buscando efectismos que lograba con gran facilidad: «Soy yo mi propio Sísifo de fiera labor trágica / rota mí alma renace como una sierpe mágica/. Un rostro innumerable sonríe en mi canción /porque lo más humano es ¡a contradicción». Sin embargo la poesía de Guillen busca otros caminos, se apacigua y hasta roza el ruralismo en «Laureles» después de una me­ditación y un empeño por combinar metros diversos y temas trascendentales. Tampoco fue ajeno a cierto afán evocativo y a sentencias breves en su «Cancione­ro» que al decir de Tamayo Vargas hace surgir en él al poeta «lugareño».

Alberto Hidalgo Lobato (1897-1967): es el poeta nuestro de mayor reso­nancia continental y quien llevó a los extremos los diferentes «ismos» del mundo en conflicto donde todos los valores necesitaban una revisión y donde la permanente «vanguardia» se conmovió ante los embates de la ciencia y la tecnología. Por eso Hidalgo más que un Colónida, que lo fue al inicio, o un Modernista, más chocanesco que rubendariano; fue un asimilador del Futurismo en cuyas formas se acentúan lo temático, lo pictórico y lo musical, para ir contra el formulismo de la Retórica y la estrechez de la visión social de los académicos. Hidalgo reformula a través del «Yo mismo» el individualismo tratando de no caer en el peligroso «snobismo» y lo inserta en el canto al progreso, a la fuerza del desarrollo y el rompimiento con el pasado. Su voz, enérgica y poblada de metáforas cada vez más complicadas, ad­quiere en un comienzo, un tono «nietszcheano», casi anárquico y nihilista; pero con el tiempo gira hacia lo social y lo político.

De la meditación reiterada: «Y es que uno / se prolonga en las cosas / las mira con ojos de piedad / y las cosas / se prolongan en uno / y de tal modo / es uno grande como un universo / o es que hay un universo en cada uno»; se pasa a las imágenes surrealistas, donde el contrastre es más fuerte que la sustitu­ción: «Cuando meto el anzuelo en el piano y saco peces vivos de él / cuando coloco en penitencia en un rincón del verso a la razón /... Cuando dentro del agua enciendo un fósforo y no sé de cuál de ellos es la //ama»; luego apela a ciertas contradicciones que vierten lo cotidiano: «No dejes que el bolsillo te per­siga/ni tus bigotes hagan señas/a la gente que nutre a los espejos»; hasta llegar a juntar esas oposiciones resueltas por una dialéctica poética: «Observar desde adentro del mecanismo de la piedra / entre átomos apretados por un hueco continuo/en cuyos intersticios se agazapan mi/iones de silencios /penetrar por sorpresa en el laboratorio de la flor / para ver cómo escribe sus poemas».

Hidalgo es, pues, el poeta de mayor resonancia, no sólo por su exageración que lo lleva a continuos y encadenados juegos hiperbólicos, ni por su experimentalismo de forma y la «alquimia del verbo», en la mejor lección del Simbolismo; sino porque fue tanto al rincón de la ternura: «de ía sustancia del sosiego / de la pulpa impalpable de las penas»; como a los vértices escandalosos del panfleto y la acida y hasta peyorativa forma de tratar a otros semejantes. Pero es indudable que su «Carta al Perú» o su «Patria Completa» lo sitúan en el pedestal de la poesía contem­poránea, no sólo arequipeña sino nacional.

Ya en 1921 en «Letras Peruanas», Alberto Guillen escribió: «Dinámico, com­bativo, irreverente, Alberto Hidalgo es un poeta lleno de audacia y un panfletario de éxitos escandalosos y sonoros...».

Federico Segundo Agüero Bueno (1900-1981): que estuvo en el apo­geo del Grupo Aquelarre, es el único de los poetas de aquel entonces que tomó el intimismo como norte de su quehacer, lo mismo que la reflexión constante sobre el papel que le toca desempeñar al creador poético en la sociedad, con referencia a su época y a todas las demás.

«Para entrar en mí misino / hube de usar la contracción del caracol»; dice el poeta buscando el asombro del lector; pero luego se torna sensualista: «... y el viento, sin fatiga / enreda las hebras flexibles / de su seda / yo te excito, te mimo, te enciendo!». Quizás si esa idea de «lo cotidiano» sea una prueba más de la simplicidad conseguida a base de ensayos para eludir la artificialidad, por eso Agüero Bueno nos recuerda su infancia, sus sentimientos familiares y universales: «Mi angustia subterránea / intima / doloroso / se manifiesta en mi fachada /con una arruga intensa del entrecejo»; es la prueba de que también siente la desola­ción de ciertos acciones no realizadas, la «Tristeza», «Tal vez ya no desea mi corazón la dicha: / se cansó de esperarla»; pero en el fondo el poeta se exalta por su efectividad y eso lo diferencia del resto: «Cuando fe estreche largo y fuerte / dime Hombre, Hombre puro / sentimental y noble».

Pedro Arenas y Aranda (1902): es el gran poeta épico, porque mientras todos los creadores de su generación eludían o se acercaban tangencialmente hacia el Modernismo y en especial a Chocano, él fue premiado por su «Canto al Bronce», que tiene, precisamente, toda la fuerza y la sonoridad del metal que vibra en sus versos. «Canto al Bronce de mi patria / porque el bronce se retuerce como médula en las vértebras del Ande / en los rostros se hace tinte y en ¡os pechos se hace un ascua»; exalta así a la raza americana, específicamente aborigen y nuestra, haciendo historia: "El, que supo en Arequipa llevar muerte o alzar tien­das de campaña»; mostrando una seguridad en los metros largos, en la acumulación de imágenes, en la sucesión anafórica, trabajada hasta la exageración. Chocanesco en esencia, Arenas y Aranda prefirió no quedar allí, sino que expresó además sentimientos de amor y desventura con intimismo y sencilla emoción: «Sobre mi pecho ha quedado /como un dolor infinito: impreso con hierro ardiendo:/todo tu ser... que hoy me ha huido...». La reciente publicación de su obra, tanto tiempo guardada por su autor, está motivando una revisión completa a nivel crítico.

Blanca del Prado Chávez de Malanca (1903-1979): es una voz poética de gran sensibilidad, pues en ella se combina la tradición, con su poemario «Cayma», donde su emoción por la naturaleza le obliga a evocar momentos de serena contemplación; y posteriormente, en otros libros, lamentablemente menos difundi­dos, incluye otro tipo de meditación. Si comparamos estos versos: «Bandadas de nombres que recorren mí infancia y mi juventud/...¿Qué nota ha encendido el viento que me rodea en un impulso/abierto de esperanza?..., con otros, exten­didos sin medida: "Va todo se ha apagado: el árbol, el pétalo, el silencio. La estrella está vencida en los recuerdos. Las alas derrumbadas y sin nido»; se podrá corroborar aquellos juicios que la definen como una creadora de hondura, que supo asimilar los golpes de la vida y poetizarlos sin estridencia alguna.

Guillermo Mercado Barroso (1904-1983): representa para la poesía arequipeña uno de los puntos culminantes en este siglo, tempranamente fue saludado en las páginas de «Arnauta» y calificado por Tamayo Vargas como "la más alta expresión regional y chola con «Tremos», destacando la alternancia de su visión clara y diáfana del paisaje arequipeño con la preocupación social por los pobres y su vitalismo, sus angustias y dolor frente a la terquedad por vivir. Enrique Azálgara Bailón dice que en Mercado influyó más «el propio suceso humano» y que al hablar del terruño, «Sus páginas más bellas reflejan las esencias de su pueblo, sin por eso desdeñar el intimismo frente a «los motivos familiares y amorosos», porque «el dolor en el ave se hace trino y en el poeta, verso». Evidentemente Mercado no es un poeta localista, aunque en su léxico aparezcan: «Te quiere / la chullera del alma, tejedora de poemas»; «Sin ella, sin la Asunta / el pueblo sudoroso en qué cade­ras ganará sus domingos»/; «Mi lampa y yo amontonamos tu ausencia / pero cuando vuelvo / las tardes que te adoraron tiritan buscando / tu imagen»/; -porque un examen acucioso descubrirá que son sentimientos universales a través de una estética regional que eleva su categoría por la hondura y belleza de la expre­sión. Así nos dice: «Porque / me armaron hijo tuyo / el acuerdo musical de tus paisajes / la firme decisión de tus montañas / y la aclamación de tus mañanas /. Por eso / yo soy arequipeño». Pero luego exclama: «Hiroshima, Nagasaki / inmensas madres heridas en el vientre mismo.../ ¡as bárbaras heridas no han cerrado todavía»; donde exterioriza un dramatismo al que es proclive. Un punto de convergencia en sus figuras parecen ser los «ojos», no sólo de los niños que «han vuelto desmesurados»; sino en su homenaje a Mariátegui: «Desde entonces esos ojos continúan/alumbrando nuestra esperanza»; o en la pena de un labriego: «Te acostumbraré sumiso a la sombra de mis ojos»; lo que pone de manifiesto esas imágenes visuales que nos descubren mundos insólitos en la simplicidad de las cosas: «Mis ojos están ahí, en tus puertas, en tu alcoba, /despiertos cuando tú sueñas /o dormidos entre tus senos».

Pero Mercado es también poeta de sonoridades, de aromas campestres, de sensaciones polivalentes: «Libertad que es grano y es aurora, es piedra y es per­fume*; de cadencias en el lenguaje, de giros imprevistos y metáforas sutiles que concuerdan con la luminosidad de nuestro paisaje exterior, el cromatismo que va del aura al crepúsculo con la nitidez y diafanidad de su ternura inmensa, de su emoción social que es política en todo el esplendor de su humanismo, sin caer jamás en el proselitismo. La emoción de Mercado no tiene límites, su colorido y la modulación de su voz (un trinar de jilgueros) su sentido de la realidad y la solidaridad con los desposeídos o la protesta viril ante las injusticias, lo convierten en el mejor símbolo de nuestra poesía, que es por entero, parte de nuestra mejor «tradición», que sigue iluminando a las jóvenes generaciones.

Y aquí debió terminar nuestra Antología, pero no hemos podido sustraernos al empeño de incluir algunos poetas, de la misma generación de Mercado, cuyos matices acusan importantes variedades estilísticas.

Mario Chabes Chávez (1903-1981): quien intentó una feliz incursión en el indigenismo a través de sus versos vanguardistas. «Ccoca» es una muestra de este empeño por conseguir la inserción de un renovado juego metafórico al servicio de un «leit-motiv» andinista y casi mítico. Ya antes en «Alma» y «El silbar del payaso» había empezado con esos experimentos lingüísticos, plasmando su originalidad y talento para convertir la aparente sencillez de los contenidos en un artificio imagi­nativo.

No está exento del lánguido y casi fúnebre sentimentalismo, con trazas de sensualismo desesperado cuando en su «Son apasionado» compara la cabellera de la amada con un arco y su propio cuerpo con un violín en un abrazo casi astral, para luego, roto todo encanto, «caer a tu ataúd/definitiva caja de violín».

Carlos Manchego Rendón (1903-1976): poeta de toda su vida, incluida la pose y el magisterio de su verbo, editó demasiado tarde los poemas que había ido dando a conocer en publicaciones parciales. Pero sus vetas literarias son evidentes así como un ancentralismo en las «chacras» y sus «cercos»... «estremecidos de can­tos»; en todos los caminos donde ha volcado sus «palabras hambrientas»; y por el otro lado, una vocación social, nacida más del sufrimiento, la duda y cierto pesimis­mo, que del rencor. Por eso compara al «Viejo chacarero» con otro Cristo, convirtiendo las ofensas, afrentas e injurias en «Semillas», para fecundarlas «en la tierra» con su «dolor». Pero él se sentía «más alegre y más humano» a pesar de: «Dicen que el peor enemigo de uno es uno mismo».

Manuel Gallegos Sanz (1906-1991): maestro y folklorista, amén de ani­mador cultural fue también un poeta fecundo que saltó etapas y tendencias para afincarse en un bucolismo de íntimas pinceladas pictóricas, prefiriendo las tonalida­des de versos cortos y los requiebros donde la ironía y la sátira lo afincan dentro de cierto costumbrismo, que tampoco es ajeno a la vena sentimentalista; como en su célebre: «Yaraví de la ausencia: Y si cruzamos cual dos gauiotas/¡a extensa zona del ancho Marche de brindarte todas las notas/que de mi Numen, pueden brotar». Luego es la Aldea, nuestra campiña, el Chili, «río cantor», prodigioso genio de la soledad» y el hombre mismo, pensativo, quienes ocupan espacios importantes en todo su descriptivísimo.

Emilio López de Romaña (1906-1945): pudo ser el gran poeta elegiaco y el innovador mediante una poesía de reflexión y sentimiento, en proporciones ajustadas y balanceadas; pero dos libros suyos: «Horario de toda una pasión» y «Sonetos innomine», han bastado para destacarlo como una voz original. En ellos aparece nuevamente esa premonición por el destino trágico que había de truncar su vida fecunda para el arte, aunque destilaba un desencanto terrible: «mientras muerto entre los vivos he vivido»... «mi tedio (ese especie de «Aburrimiento 1 existencia!) mi sombra, mi exírañeza/son despojos que han quedado de un anhe /o/ya enterrado...» Aun frente al amor muestra dudas casi fatales: «Te tengo sin tenerte. Nada espero/ni de mí, ni de ti, ni del acaso: Es lástima que su produc­ción mayor siga inédita.

Gustavo Valcárcel Velasco (1921-1992): formó parte del grupo «Los poetas del pueblo» brilló más en el panorama nacional, su labor partidaria le generó exilios e incomprensión, pero Valcárcel es también, por sobre todo, un poeta ama­torio, de un romanticismo nuevo, que se anunció a sí mismo en «Confín del tiempo y de la rosa», con el que ganó los juegos florales convocados por la Universidad de San Marcos en 1947, para luego quedar conjuncionado en sus dos vertientes, la sentimental y la social en sus «Cartas a Violeta». Aficionado a las antítesis, proclama con soltura: «y lucho con amor dentro del odio»; y sentados al pie de nuestros sueños / digámosle adiós a la materia»; aún en la emoción de su patria sigue polarizando: «Te escribo triste un verso alegre»; esperanzado en continuar la lucha diaria: «Tu voz puebla el espacio donde sembré silencios / y tu nombre me alegra como una flor salvada". Su canto humanista es sencillo y efectivo, su len­guaje adquiere la simplicidad de sus emociones y todo su amor a la mujer, musa compañera y carnerada se conjunciona con la patria como otra amada de la cual lo alejan y por la cual sufre más, por eso su prédica social es más poética y más sentida: «Vámonos a querernos junto al pueblo / vámonos a hacer versos desde el pueblo/vámonos a hacer hijos para el pueblo/que tú misma eres hijos, verso y pueblo».

Tito Cáceres Cuadros
Arequipa, Agosto de 1995


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Fuente:
9 Libros Vanguardistas (antología)
Prólogo de Mirko Lauer
Lima : AECI . Ed. El Virrey, 2001, pp. 13-48


Alberto Hidalgo

Química del espíritu

Prólogo del más grande de los grandes ramones de España: Valle Inclán, Pérez de Ayala y Gómez de la Serna
Buenos Aires : Imprenta Mercatali. Avenida Acoyte 271, 1923

Prólogo

He estado esperando algún tiempo antes de escribir este prólogo. Esperaba recoger en él la noción última, poder interpretar el porvenir adivinando sus auspicios.

Es este libro de Alberto Hidalgo un libro tan nuevo, tan anunciador, tan ansioso de nueva interpretación de las cosas y del alma, que yo quería dar en él la sensación de lo que viene después, de lo que vendrá, de lo otro.

He esperado esos días clarividentes e impares en que detrás de los árboles sin hojas se ve un cielo que es como la frente pensativa y sagaz del cielo.

He esperado los días de Carnaval en que, sobre todo el Martes, se ve la verdad de la vida a través de su mascarada, precisamente en el día más hipócrita del año. El Miércoles de Ceniza he ido en la procesión de entierro simbólico, a la cabeza del que parecían ir los ministros y los presidentes, y tampoco he visto la nueva verdad que estampar a la cabeza de este libro grave, gravísimo.

¿Es que voy a aplicarle como cualquier doctor mis conocimientos endocrinios?

Nada. Hidalgo se escapa a todo eso, se queda solo y recaba todo el respeto humano con su Química del Espíritu.

"Lo siento, pero tengo más talento cada hora que pasa", me escribía hace poco Alberto Hidalgo.

Hidalgo da saltos por encima de las cosas y de las casas. Cuando le vi en Madrid no me pareció que había venido en un transatlántico o en un aeroplano, sino de un salto.

Ese saltamontismo espiritual de Hidalgo da una gran variedad a su literatura y le hace asociar cosas completamente distintas y reunir palabras que sin su condición de saltador maravilloso no hubieran estado nunca reunidas tan a continuación, no se hubieran visto jamás entremezcladas.

Disimula Hidalgo esa condición divertidísima y genial de gran saltador, se pone muy serio a raíz de haber dado el salto. Yo le he visto con la cabeza baja y muy formal, como a hombre que estaba ya desde hace mucho tiempo donde había aparecido de pronto, palpitante aún en sus músculos y en sus muelles el esfuerzo recién consumado del salto del Océano.

Esa mecánica del saltamontismo imaginativo y efectivo de Hidalgo -anterior en su invención a los que vuelan sin motor o a la vela- explica la rareza de este libro, su encanto impensado, imprevisto, impar.

Son mapas del verbo, mapas y gráficos de la imagen los que traza en su libro Hidalgo. Los espíritus tardos que cogen los trenes y hasta las diligencias aún, no comprenderán al pronto lo que es esto, lo que supone de movilidad, de inteligencia, de diversidad.

Pero sobre su personalidad de saltador está lo que siempre habrá en toda obra de arte, lo que devolverá de un tiempo para otro y del otro al otro: la tragedia humana.

El salta, tiene la alegría de los mayores saltos -nada de largos vuelos- pero cuando se hospeda en la nueva imagen, en cuanto descansa un poco en la nueva imagen distante y única, surge su tragedia humana, y la plañe y la recoge de veras, en un estilo nuevo y cada vez profundo.

Y como viene de la alegría rebelde de los saltos que entregan nuevos confines y gracias a los que se ven nuevas cúpulas en distintos parajes, Hidalgo se quiere quitar el pensamiento. Sus manos nerviosas, arpías, arañas, llameantes, manos de actor dramático, se esconden en su pelo enmarañado, hurgan y arrasan su cabeza, se clavan en su propio cráneo, y entonces aparecen en los poemas de Hidalgo las frases llenas de melancolía, las frases en las que queda mejor definida que por nadie la jaqueca intelectual.

Hidalgo con sus manos de llama, con cinco lengüetas, de fuego verboso, en cada una, a conseguido arrancarse la cabeza -¡oh, gran liberación!- y la ha levantado como en el magnífico sacrificio del suicidio, y se la ha vuelto a poner, se le ve volvérsela a poner, asustado de cómo resulta de incongruente el mundo sin cabeza y cómo se justifica su incongruencia y cómo es más verdad de lo que creíamos la incongruencia universal.

Querido Hidalgo, verdadero agrimensor del horizonte, dé usted un salto pronto y aparezca de nuevo por Pombo, donde se le espera y se le reserva un sitio siempre, el sitio que ya sé yo que no podrá retenerle porque usted ¡paf! saltará por encima de la sagrada cripta, y saltamontes de mar como de tierra, se dará de nuevo los cuatro saltos con que usted pasa el Océano apoyándose en las islas de las ballenas, que son los alegres surtidores del mar.

Ramón Gómez de la Serna


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Fuente:Prosistas e historiadores. Primer Festival del Libro arequipeño, 1958Vladimiro Bermejo (Selección y notas)Lima: Ed. Lumen, 1958, 166 p.


Estudios de sociología arequipeña. Estudio preliminar

Alberto Ballón Landa

fragmento (pp.117-118)

Primer premio del concurso promovido por el “Centro de Instrucción” sobre el tema: “Causas por las cuales Arequipa hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, produjo en su complejidad de condiciones, tantos hombres ilustres”

… El genio es debido a "un conjunto muy complejo, a un equilibrio muy inestable de las facultades cerebrales más humildes y más elevadas. Como en un mecanismo muy complicado y muy delicado, la rueda más pequeña es indispensable" (Lorain). Este último grado de la intelectualidad es el más difícil de aparecer. "En las innumerables combinaciones que forman la herencia por unión de las naciones, de las familias, de los individuos; en esta inmensa lotería del nacimiento, es apenas cuatro o cinco veces por siglo, cuando se encuentra ese admirable equilibrio de las facultades, que es a las fuerzas cerebrales lo que la belleza es al conjunto del cuerpo". No es, pues, de extrañar que entre nosotros no haya ha­bido genios. Estas son plantas exóticas en todos los pueblos, en todas las regiones, en el universo entero.

Mas si estudiando la personalidad de Mariano Mel­gar vemos que a los tres años sabía leer; y a los ocho [sabía] latín, y que murió a los 24 años, dejando obras que las instituciones de enseñanza conservaron como rico tesoro para educar a la juventud venidera, y estrofas que harán llorar mientras haya corazón, no podemos menos que crearle un lugar especial entre el sabio y el genio, y llamarle cuasi genio. Nació en 1,791; las primeras frases balbuceadas en la infancia se juntaron en él con las pri­meras luces de la instrucción. Apenas frisaba en los dieciséis años, traducía los clásicos latinos en verso cas­tellano. No sólo se distinguió como literato y poeta, sino también como maestro notable dominando la Teología, el Derecho, la Historia y las Letras; en una palabra, todo el caudal de ciencia de aquellos tiempos.

Cuando el Iltmo. Sr. de la Encina, ingresó a Arequipa, compuso y pronunció el Joven Melgar un precioso discurso en latín. El Obispo que poseía correctamente es­ta lengua, aplaudió calurosamente al literato galano que le dirigió la palabra, y comprendiendo su precoz y gran inteligencia, lo nombró profesor del Seminario.

Melgar enseñó Filosofía y Matemáticas y escribió varios compendios que sirvieron a varias generaciones. Publicó la Historia de la Filosofía en latín y una Geografía de Arequipa en versos castellanos. Supo también dibujar, y se cuenta que en sus ratos de ocio se entrete­nía con la escultura. En cuanto a sus conocimientos ar­quitectónicos, debemos mencionar que la coronación de la iglesia de San Camilo, se debió principalmente a sus cálculos y a su acertada dirección.

Compuso varias poesías en italiano y francés; odas, elegías, fábulas políticas y cartas; hizo traducciones de Virgilio y Ovidio, y creó un género especial de literatu­ra: los yaravíes en que vació su alma sentimental y tierna. Muchos de ellos se cantan en la actualidad: son lágrimas que vierte el alma compleja de nuestro pueblo.

Algunos atribuyen al Dr. Juan Gualberto Valdivia la introducción de la taquigrafía en el Perú; pero debe tenerse presente que Melgar, en su carta a Silvia, empleó caracteres taquigráficos.

De corazón ardiente y patriota y enamorado de libertad, se alistó en las filas de Pumacahua que dio grito de independencia en 1,814. Fue hasta el sacrificio por sus grandes ideales. En Humachiri el año 1,815, en manos de los españoles recibió el martirio, con la serenidad de un héroe. ¡Cuánto podía esperarse de este niño admirable, cuyos conocimientos excedían inmensamente a su edad! ¡Fue un insurrecto ideal! ¡El despotismo tronchó la vida en flor de un genio!

Mariano Melgar y su vida escolar

Salvador Cornejo

(pp. 149-158)

Objetivo de significada importancia para reconstituir uno de los aspectos más apreciables de la personalidad de Mariano Melgar, su valor intelectual, es, induda­blemente, su escolaridad. Como muriese siendo aún muy joven, no dispuso de tiempo suficiente para revelarse fue­ra de las aulas. En su actuación escolar se halla comprendida -puede afirmarse- su vida intelectual más intensa. Es en donde, ya en la pasmosa dedicación a la ciencia; en la precocidad de su aprendizaje; en la amplitud y solidez de sus conocimientos (que lo imponen, aun discípulo, en el rol del magisterio), donde se sorprenden gran parte de los caracteres que lo distinguen y superiorizan intelectualmente.

Su nacimiento acaeció por el año de 1790, el 10 de agosto. La partida o "certificación"(1) que al abandonar las aulas seminaristas se le otorgó con fecha 5 de Julio de 1813, acredita que su escolaridad finaliza cuando Melgar frisaba en los 22 años. Es histórico que su muerte se produjo en marzo de 1815, o sea, al año y meses de ha­ber egresado de los claustros de ese Colegio, y, consiguientemente, es sencillo advertir que fue excesivamente angustioso el tiempo en que pudo actuar fuera de ese centro de enseñanza; tanto más angustioso si se recuerda que gran parte de él fue absorbido por los azares del movimiento insurreccional de Pumacahua, al que se su­ma desde los primeros momentos. De ahí que sea premio­so recurrir a los archivos del Colegio del Seminario de Arequipa para pronunciarse y destacar su verdadera sig­nificación intelectual.

Nosotros, para reconstituir su vida escolar, no asen­timos por completo con las informaciones que aportan sus biógrafos y con la ilustración de segunda mano, que se conoce al respecto, tan limitada en su valor documental, y hemos procurado descender a sus propias fuentes. Movidos por un sentimiento de duda considerando que acaso hubiera exageración, provincialismo, en las apreciaciones que se prodigan a los sobresalientes talentos de Melgar, y atendiendo a una oportuna indicación del Dr. Francisco Mostajo, hemos creído en la necesidad de con­sultar y revisar personalmente, el archivo de ese plantel de enseñanza.

Siguiendo las referencias de algunos de sus biógra­fos que aseguran que a la edad de ocho años, el ilustre Prelado, Dr. Pedro José Chávez de la Rosa, le impusiera el hábito clerical, hemos conceptuado que su escolaridad podía ser reconstituida revisando los archivos de ese Cole­gio. Pero nos hemos encontrado con una sorpresa inesperada. A los ocho años de edad de Melgar se habría llegado al año de 1798. Pero los archivos de ese año no contienen ningún dato que establezca que su ingreso se verificó en esa época. Hemos revisado, minuciosamente, los archivos correspondientes a años anteriores, y no hemos encontrado asiento alguno, que esclarezca su ingre­so antes del año de 1807, o sea, cuando Melgar contaba 17 años; siendo de anotarse que, por el contrario, hemos hallado los correspondientes a todos sus condiscípulos(2). ¿Fue acaso una omisión el no haberse consignado su par­tida de ingreso?

Si no existiese la partida de 1807 (19 de setiembre), tal vez se proyectarían dudas y el error histórico de con­siderarlo secular y seminarista desde el año de 1798; error tanto más grave si se advierte que él aparece hasta en las noticias biográficas (aportadas por un miembro de su familia) que preceden a su colección de poesías publicadas en Nancy en el año de 1878, única colección de autenticidad, sería aun cuestionable. Pero felizmente el asiento de 1807, se encarga de restablecer la verdad his­tórica. En obsequio a su gran importancia no nos resisti­mos a la tentación de insertarlo; dice así: (lleva una ano­tación marginal donde se lee "examen privado de Filosofía de don Mariano Melgar, manteista") “En el Colegio del Seminario de San Jerónimo de esta ciudad a los 19 días del mes de Setiembre de 1807 años, ante mí el vicerrector señor don Eusebio Nieto, se presentó don Ma­riano Melgar para ser examinado de toda la Filosofía que cursó en el convento de Nuestro Padre San Francisco de esta ciudad, habiendo obtenido de antemano licen­cia del señor rector (doctor canónigo don Juan de Manrique) para este efecto; y habiéndosele examinado al citado don Mariano Melgar, mereció la aprobación por haber contestado sobre todas las materias que se le tocaron; y en virtud de este examen fue admitido a cursar la Teología, en calidad de Manteísta pagante. Y para que conste y obre los efectos que convengan, se pone es­ta partida. Fecha ut supra. Eusebio Nieto".

Como no es difícil acertar, en esta partida se establece con precisión 1ro. que sólo desde esa fecha hizo su ingreso en el Seminario, pues se manifiesta, expresamente, que ese examen se le recibía de materia cursada en distinto plantel; y 2do. que sólo desde esa fecha se hizo seglar, porque también se indica que se le aceptaba en calidad de "manteísta".

Queda, pues, establecido que sólo desde los 17 años de Melgar, puede seguírsele en los claustros del Seminario; la partida inédita insertada que ofrece toda autenticidad, nos remite para investigar su vida escolar anterior a esa época, al archivo del Convento de San Francis­co. Por desgracia no hemos tenido tiempo disponible pa­ra revisarlo.

Haciendo un paréntesis de su vida escolar realizada en el Convento de San Francisco, que, indudablemente, no es tan importante como la del Seminario, toda vez que en aquel pasó únicamente su infancia, vamos a referirnos a su escolaridad sólo a partir del año 1807.

Una vigorosa estructura mental, lo superioriza y lo incorpora en la historia de Arequipa, con notables y firmes lineamientos. Como en todas las fuertes personalidades, se divulgan en su infancia manifestaciones que alborean futuros sorprendentes. Su infancia está caracterizada por dos revelaciones de vigoroso talento: la precocidad en el aprendizaje y la precocidad en la dedica­ción al estudio de la ciencia. Todos sus biógrafos están concordes en afirmar que a los tres años sabía leer con toda corrección, y que a los ocho años poseía el latín. Se escribe que aún muy niño, su amor al saber era tan acentuado que los ratos de ocio prefería utilizarlos en lecturas y en toda clase de trabajos mentales, antes que en esparcimientos, tan propios de la edad juvenil.

Un cerebro multiforme provisto de grandes virtualidades para abarcar, del modo más amplio, todos los conocimientos, lo singularizan, también, notablemente. Podría afirmarse que su mentalidad reconocía capacidades enciclopédicas. Toda disciplina científica la domina, y tan profundamente que su competencia es, desde muy temprano, la de un verdadero maestro. La Filosofía, La Teología, las Matemáticas (en sus diversas formas), la Gramática, los Idiomas, la Literatura, las Ciencias Naturales, son abarcadas ventajosamente en la robusta y vigorosa mentalidad de Melgar. Podemos escribir sin eufemismo que su gran poder de adquisitividad intelectual, salvó, comprendió todas las ciencias que por entonces formaban el acervo cultural de Arequipa.

Siguiéndolo en los claustros seminaristas nos persuadiremos, una vez más, de su prodigioso talento y del carácter multiforme que también le hemos asignado, co­mo distintivo. Así su vida escolar sólo duró tres años escasos. Con fecha 11 de marzo de 1810, esto es, cuando apenas se acercaba a los veinte años, aparece ya como maestro. En esa misma fecha se le confiere, aunque interinamente, el nombramiento de profesor de Gramática, y se le concede una beca. Poco tiempo después, en 16 de mayo del propio año, se nos presenta ya investido del sonoro título de Catedrático de Latinidad y de Retóri­ca, circunstancia que viene a corroborar la gran disposición que para el aprendizaje de los idiomas se le ha atri­buido tan insistentemente. En 9 de agosto de ese mismo año, se le halla regentado la cátedra de Física y Matemáticas. Fechada el 21 de enero del año de 1811, hemos encontrado una partida de apreciable importancia. En ella se consigna el día en que comenzó a dictar el curso de Filosofía, siendo de notarse que fue "designado por elección verbal del Señor Obispo Doctor Luis Gonzaga de la Encina”, como textualmente se halla escrito. El hecho de haber sido elegido por el Obispo de la Encina -y en esa forma- corrobora la aserción muy acentuada, que ese prelado procedió en ese sentido, deslumbrado por un célebre discurso en latín que pronunciara Melgar en la fiesta que se le dedicara. Y cobra mayor credibilidad ese dato, si se examina la "certificación" que se le extendió al abandonar el Seminario, en la que se consigna, expresamente: "Y luego siguió con el curso noveno de Filosofía, en el que dictó la Física General y Particular, y no presentó el último examen por haber determinado antes el Ilustrísimo Señor Doctor Don Luis Gonzaga de la Encina, actual prelado, que abriese el curso undécimo de Filosofía". Es pues histórica y reveladora la gran defe­rencia que por Melgar reconocía ese prelado.

Desde enero de 1811 hasta el día en que abandonó las aulas del Seminario, cinco de julio del año de 1813, se le contempla regentando con muy buen acierto, las cátedras de Filosofía y Matemáticas. Bastaría este sólo hecho para hacer evidente su notable versación en tan importan­tes asignaturas, como se ha señalado. Pero apremia re­cordar únicamente dos hechos que denuncian y consa­gran su talento matemático: el haber resuelto, valiéndose de cálculos el levantamiento de la cúpula de San Camilo de Arequipa; y su habilidad de experto artillero en la batalla de Umachiri.

Los dos documentos inéditos a que hemos hecho alusión, la partida de ingreso a las aulas del Seminario, y la "certificación" que se le otorgara al abandonarlas, cons­piran a establecer históricamente los precisos valores de la personalidad de Melgar. Así, lo que afirma mayor importancia al primero de los documentos nombrados, es el hacer evidente un hecho valioso: la amplitud de sus co­nocimientos filosóficos. Quien como Melgar se somete a los 17 años a un riguroso examen de toda la filosofía, debe considerársele como un talento admirable filosófico. Pero acaso se podría argüir, que dado el estado incipiente de las Ciencias, en ese momento, no constituiría caso de asombro el que se poseyese toda esa Ciencia, tan ampliamente. Únicamente habría que recordar que en esa época era más difícil el poseer toda la Filosofía, puesto que según los criterios que predominaban en ese momento ella era la Ciencia Suma, la Ciencia Universal. Esta desmesurada extensión que, obligadamente, tenía que reconocer, se halla de manifiesto en la "certificación" tantas veces aludida, en la que se indica que integraban los conocimientos filosóficos, entre otras ciencias, la "Física general y particular" y aun las Matemáticas. Bajo todo concepto, Melgar reconoció un poderoso talento filosófico.

La "certificación" que venimos invocando, con harta frecuencia, es otro documento de gran importancia que reclama mención muy especial. Es de notable valía, porque contiene toda la actuación de Melgar en el Seminario, y. durante el período más importante de su vida. Puede considerársele como su brillante hoja de servicios. Ella además hace que Melgar ocupe, intelectualmente, un sitial tan culminante, como el que reconocieran los más ilustres arequipeños de esa época. La certificación aludida, que se expidiera a su favor, no le va en zaga a las que se otorgaran a personalidades de tanto presti­gio, como Luna Pizarro, Vigil, Corbacho, Piérola (padre), Martínez. Es tan encomiástica, como la de estas eminentes personalidades, y tal vez las sobrepasa. Es muy digno de señalarse que ese valioso documento, también establece la precocidad mental, que le hemos atri­buido, como otra de sus características singulares. Por dos veces afirma que, siendo aún discípulo, es reclamado y puesto en el pupitre del magisterio. En la primera vez se hace en términos sumamente elogiosos. Así se halla escrito: "y no siguió con los demás, porque el señor Go­bernador del obispado, doctor don Saturnino García de Arasure, Deán de esta Santa Iglesia Catedral, por sus grandes talentos, le confirió la cátedra de latinidad y de retórica, habiendo manifestado su contracción y habili­dad en las disertaciones y réplicas...". Y la otra vez que fue llamado al magisterio, cuando aún era alumno, es la que efectuó el Obispo de la Encina, cuyo nombramiento honroso ya lo hemos insertado.

Otra modalidad intelectual, que asimismo hemos sor­prendido, en su escolaridad, es un talento pedagógico in­dudablemente valioso. Todos sus biógrafos se hallan acordes en atribuirle la redacción de varios textos didácticos, y se mencionan una Historia de la Filosofía y una Geografía de Arequipa, así como también la redacción de programas y nuevos métodos para el mejor aprendi­zaje. Todo esto, si bien no obtiene ratificación explícita en el documento aludido, por lo menos se acentúa su verosimilitud. En cuanto a la Historia de la Filosofía, no sería extraño que la hubiera escrito, quien, como Melgar, enseñó con tanto acierto y competencia esa asignatura. Los programas y métodos, sensiblemente, no los hemos podido encontrar, a pesar de haberlos buscado con afán, ya que los conceptuábamos como datos de significada importancia en la reconstitución de sus valores pedagógi­cos(3). Sin embargo, puede afirmarse, que acredita ese do­cumento, la pronunciada tendencia de Melgar, a innovar y conferir mayor amplitud a la enseñanza de las cátedras que se le encomendaron. Basta tener presente que en él se dice: "pero lo dejó explicado, en su mayor parte, ha añadido los principios químicos, en esta materia".

Pero lo que otorga un indiscutible talento pedagó­gico y eleva notablemente sus valores, es el haber conse­guido hacer rendir tan apreciables frutos al numeroso discipulado que tuvo a su cargo. Precisa únicamente nombrar, para consagrarlo como maestro de firmes y nota­bles dones, a don Andrés Martínez, a don Pedro José Gamio y a don José María Ballivián (que le disputan es­tos dos últimos, al primero, los premios escolares). Mel­gar que supo imprimir sabia dirección espiritual, mode­lar una psicología excepcional, una personalidad de tan justo renombre, como la de don Andrés Martínez, no puede dejar de ser un verdadero maestro. Su temple de alma, su habilidad oratoria, la admirable dedicación por el estudio, su vigorosa energía para conseguir una acaricia­da finalidad, la pronunciada tendencia a la sólida y amplia cultura, todo lo acusa como hijo espiritual de Melgar, y consiguientemente, lo consagran a éste como a un maestro definitivo y excepcional.

Salvador Cornejo

Lima, Agosto de 1915


Notas

(1) Certificación que se otorgó a Mariano Melgar al abando­nar las aulas seminaristas. "El Dr. Dn. José de Cáceres, abogado del Ilustre Colegio de Lima, provisor y director general de este Obispado, capellán primero del Monasterio de Santa Catalina, y Rector del Seminario de San Jerónimo de esta ciudad; don Manuel Tadeo Leyva, Vicerector interino y catedrático de Latinidad y Retórica; don José Isidro Montufar, catedrático de Filosofía y Matemáticas, todos en actual ejercicio: certificamos en cuanto podemos y por derecho se nos permite, cómo don Mariano Melgar, natural de esta ciudad, después de haber dado examen general de Filosofía, privado, fue admitido al curso de sagrada Teología, en el que presentó los exámenes siguientes: de Religión, de Escritura, Tradición, Padres, Iglesia, Atributos, Visión, Ciencia, Predestinación, Trinidad, Creación, Encarnación, Gracia, Sacramentación ingénero, Bautismo y Confesión, y no siguió con los demás, porque el Sr. Gobernador del Obispado, Dr. Dn. Saturnino García de Arasure, Deán de esta Santa Iglesia Catedral, por sus grandes talentos, le confió la cátedra de Latinidad y Retórica, habiendo manifestado su contracción y habilidad en las disertaciones y réplicas, mandando que antes se le vistiera la Beca de Gracia, y luego siguió con el Curso noveno de Filosofía, en el que dictó la Física general y particular, y no presentó el último examen por haber determinado antes el Ilustrisimo Sr. Dr. Luis Gonzaga de la Encina, nuestro actual Prelado, que abriese el Curso undécimo de Filosofía, en el que ha dictado la Historia de la Filosofía, Lógica, Metafísica, Etica, Arit­mética, Algebra, Geometría, Trigonometría, y Secciones Cónicas, Física general y particular, y no presenta este examen por haber determinado irse a la capital de Lima; pero lo ha explicado en la mayor parte, ha añadido los principios químicos en esta materia. Asimismo ha arengado en varias ocasiones, por el Seminario, con aplauso y reputación pública sin que en todo este tiempo haya desmentido con su conducta el informe que presentó para ser admitido a las órdenes menores. Todo lo que consta del libro de Caja y Sermones a que en caso necesario nos remitimos. Y en virtud de la real cédula fechada en Madrid el 1° de Julio de 1807 años, en la que su Majestad se digna incorporar a los jóvenes de este Seminario a todas las Universidades de estos sus dominios; suplicamos a los Sres. Rectores y a las mismas Universidades, tengan a bien admitir al interesado de esta certificación en los mismos términos que si hubiese cursado en esas aulas. Y también añadimos que ha servido de bibliotecario más de un año y medio, en cuyo tiempo ha hecho un índice nuevo, y entregado libros que no constaban en el inventario. Y para que conste y obre los efectos que convengan damos en virtud del decreto de su Señoría Ilustrisima Prelado, firmada de la misma mano, sellado con el sello del Colegio y refrendada por el prosecretario del mismo en Arequipa, a 5 de Julio de 1813. Dr. José de Cáceres; Manuel Tadeo Leyva; José Isidro Montufar; Rudecindo López, prosecretario del Colegio".
(2) Fueron sus condiscípulos: los colegiales Mateo Joaquín Cosío; Anselmo Reyes; José Leandro Casapía; Pedro Antonio Salamanca; y los seculares Eusebio Vergara; Manuel Leyva; Ildefonso Méndez y José María Recabarren. (Las clases estaban divididas en colegiales y seculares).
(3) Huelga la versión de que la cosecha literaria de Melgar, fue más copiosa y nutrida que la que se conoce pero que desapareció incinerada por manos irreverentes. Esta versión se hace muy verosímil si se recuerda la notable fecundidad de sus talentos poéticos; el gran esfuerzo y dedicación que revelaba en sus labores intelectuales; y si se tiene en cuenta que es sustentada, aun hoy, por personas de bastante crédito y que pertenecen a la familia de Silvia.


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Fuente:Correo. SuplementoArequipa, dic. 1975

El Aquelarre. Momento embrujado de la literatura arequipeña

Vladimiro Bermejo

El año 1916 es una fecha importante para las letras nacionales. En Lima se formó el grupo “Colónida” y en Arequipa, “Aquelarre”. El primero capitaneado por el escritor Abraham Valdelomar, y el segundo, dirigido por el poeta César Atahualpa Rodríguez. “Colónida” se distingue por sus afanes esnobistas, se reúnen en el Palais Concert del Jirón de La Unión, lugar céntrico de la capital. Aquelarre es un grupo más homogéneo, sin poses se propone renovar el ambiente cultural de la ciudad mistiana.

Nadie mejor que José Carlos Mariátegui ha sabido definir al movimiento de Valdelomar. Escribió: "Colónida representó una insurrección -decir revolución sería exagerar su importancia- contra el academismo y sus oligarquías, su énfasis retórico, su gusto conservador, su galantería dieciochesca y su melancolía mediocre y ojerosa. Los colónidas virtualmente reclamaron sinceridad y naturalismo. Su movimiento, demasiado (...) y anárquico no puede condenarse en una tendencia ni concretarse en una fórmula. Agotó su energía en su grito iconoclasta y su orgasmo snobista, germen de d'annunzianismo". Mariátegui define magníficamente al movimiento: "Jamás fue una facción sino una postura interina, un ademán provisorio", Colónida, a pesar de haber nacido en Lima, fue obra de provincianos. Valdelomar, More y Gibson así lo confirman.

"Aquelarre" tampoco fue una insurrección. Más homogéneo como hemos dicho, estaba mejor nucleado por poetas de una misma generación. Más bien podía llamarse una subversión intelectual, si tenemos en cuenta la situación por la que atravesaba Arequipa en aquel momento. Constituían un grupo de poetas unidos por aficiones literarias comunes, de extracción social similar. Su mérito estuvo en enfrentarse al conservadurismo imperante y poner la cimiente de la nueva literatura arequipeña.

Al desembocar el siglo, la conservadora Arequipa había encontrado en Jorge Polar un hombre de ideas liberales que desde la cátedra y el rectorado abrió los claustros a las nuevas ideas. Era tan tremendamente ultramonta la Arequipa del siglo pasado, que Carlos Rubén Polar, siendo alcalde de la ciudad, había mandado realizar un Auto de Fe con los libros que conceptuaba liberales, de la Biblioteca Municipal, anticipándose en varias décadas a la quema de libros ordenada por el nazi alemán. Francisco Mostajo, discípulo de Urquieta, solidario, pugnaba por abrirse paso en medio de la incomprensión y la guerra que le daban los conservadores.

La poesía arequipeña reptaba entre la imitación de los modelos españoles y los románticos americanos. Sus más destacados exponentes eran Jorge Polar, Edilberto Zegarra Ballón, Samuel Velarde y Francisco mostajo.

Es en este panorama que nace "Aquelarre". Como hemos anotado, Colónida y Aquelarre fueron coetáneos. El primer numero de "El Aquelarre” debió de haber salido en 1916, y la revista Colónida en aquel mismo año. se puede colegir que Percy Gibson fuera el iniciador en Arequipa, puesto que por una carta de Valdelomar al poeta arequipeño publicada en el N° 2 de "El Aquelarre", se deduce que ya se conocían y habían sido amigos íntimos en Lima; pero el mentor intelectual fuñe César A. Rodríguez.

Rodríguez, a los 28 años de edad ya era un intelectual de sólida formación cultural. En el editorial del segundo numero de "El Aquelarre", plantea los alcances de lo que consideraba la renovación literaria en arequipa, por el que se deduce, lo atildado de la forma, y la clarividencia de sus conceptos. "En la más rudimentaria fracción humana - escribía- constituida en informe grupo social, el arte sirve para exteriorizar las esperanzas, las fatigas y los anhelos de esas vidas, conservado por el tiempo, respetado de la muerte, como la única huella imperecedera que a su paso por el mundo deja la raza de los hombres, a fin de constatar que fueron superiores a todo lo creado, y que llevaron la lámpara divina en el cerebro."

Tempranamente en la Arequipa de entonces, en que predominaban los prejuicios aldeanos sobre los nuevos conceptos y expresiones el arte, César Rodríguez ya constataba la incomprensión que se levantaba como un muro en torno a la nueva generación que insurgía gallarda. Decía el poeta: "Entre nosotros sucede algo inaudito: quiere abolirse de una sola vez la creación artística, lanzando sobre sus sostenedores todas las indiferencias, todas las vejaciones, todos los anatemas, todas las miserias lacerantes, como pueblo que ha perdido los sentidos; y todo esto a fuer de creerse práctico, previsor y fenicio.["] César Rodríguez se yergue como un acusador de las bastardas pasiones de aquellos tiempos. Sin tacha y sin miedo: "¡Mentira! - acusa- Arequipa jamás estuvo orientada por el sentido práctico; toda su vida es una historia de lamentaciones y desgarramientos descomunales, caracterizados de una ignorancia supina de los fines y procedimientos civilizadores; toda su vida la malgastó sin pena ni remordimiento, en intrigas al por menor, con una inmoralidad tan rudimentaria que hoy se acentúa esta degeneración, mostrándose en larverias y en raquitismo orgánico, como masa amorfa roída por el esfuerzo; y que no es otra cosa que la enfermedad ancestral de un pueblo que agoniza".

El llamado "Grupo Aquelarre" estaba formado por César A. Rodríguez, Percy Gibson, Renato Morales de Rivera, Belisario Calle, Nathal Llerena, Carlos E. Telaya, Carlos Zavala, Carlos P. Martínez, Manuel G. Suárez Polar. Pasados los tiempos, tuve la suerte de asistir a la rememoración de aquellos días entre César Atahualpa y Federico Segundo Agüero Bueno, que era el benjamín del grupo. Este último es el único sobreviviente de "Aquelarre" y ha perennizado sus recuerdos en su magnífica novela "Semen", en forma anecdótica que no resisto a transcribir tales recuerdos, que fueron confirmados por el propio Rodríguez cuando vivía, de allí su valor: "¿Cómo era eso del Aquelarre? -se pregunta Agüero Bueno-. Bueno, era un pequeño grupo de poetas quie pernoctaban hablando en "elevado", caminando por las calles, parados en cualquier esquina, sentados en cualquier banco de la Plaza de Armas o en un cafetín, una cantina barata, pero el nombre se convirtió en gorro del grupo por dos cosas: una corta revista que duró poco y una habitación sobre la bóveda de la casa del "chuso" Gibson. El nombre salió del magin del "chuso", lleno siempre de fantasías en efervescencia. Dentro de esa fantasía el grupo era de brujos, aunque ninguno hacía cosas misteriosas y menos tenía pacto con el diablo que no existe. En la revista se publicaron bellos versos y bellas prosas que muchas gentes no entendían bien, porque no era época fervorosa para apreciar y sentir esas expresiones. Allí se sentaban los poetas, por la noche, a hacer lecturas valiosas en ronda, a charlar con euforia y brillo sobre temas de gran trascendencia, a hacer ironía aguda y buena burla de cosas y tipos del pequeño pueblo de Aretuza - léase Arequipa-, que venía teniendo algunos malos y hasta ridículos espamos (sic.) de ciudad. Pues eran Percy Gibson (El Chuso), César A. Rodríguez (Atahualpa), Belisario calle (Garganta de Cuero), Renato Morales de Rivera (Asadura) y Federico Agüero Bueno (sin sobrenombre porque era el benjamín del grupo, menor de edad e hijo de familia). Se mencionaba de vez en cuando a Nathal Llerena y a Telaya (El Gnomo), que nunca concurrían. El padre del "Chuso" era dueño de una firma comercial mayorista... Eso fue el Aquelarre. Una cosas simple pero trascendente. Lo que más bien no murió desde entonces, fue la amistad profunda y respetuosa entre Atahualpa y Federico...

A pesar del carácter anecdótico de las noticias precedentes, entiendo que "Aquelarre" no fue una bohemia en el sentido estricto del término. El altillo de Gibson era un refugio circunstancial.

Formaban una generación homogénea. Rodríguez había nacido en 1889, Gibson en 1885, Morales de Rivera en 1890 y Calle en 1894. La aparición del Grupo Aquelarre constituyó una verdadera revolución literaria en arequipa, pegada entonces a un romanticismo trasnochado e imitativo. La generación de Rodríguez constituyó una superación intelectual y cultural. A pesar de las fuertes influencias del Modernismo, que estaba en boga, supieron mantener originalidad. Sobretodo, es preciso recalcar, que todos ellos se superaron produciendo obras de gran valor estético, incluso el más bohemio de todos ellos, Renato Morales de Rivera.

Emoción matinal

a Percy Gibson, alma noble, lira intensa

Qué triste es amada,
el son funerario
por la madrugada
y en el solitario lar
de mi morada
Cada campanada
de vuelo estelario
es alma que rezo
o es alma que lloro
porque su tristeza,
difundida en sones
de clave sonora,
hiere en lo profundo
de los corazones,
cruza en el sudario
de la blanca nube,
atraviesa el mundo
y a los cielos sube
cual psabno piadoso
de humilde sagrario.
Viejo campanario,
poeta armonioso,
valetudinario,
ya no esperas nada.
Tocas cuando muere,
cuando nace el día
es un Miserere
o es una Elegía
sin esperar nada.
En tanto yo siento
en mi nostalgia,
que lueñe mi amada,
no escucha el lamento
de mi alma vacía.

A. Belisario Calle
1913

(poema insertado en el artículo de Bermejo - click para ampliar):

Belisario Calle

(fotos incluidas en el artículo)

Renato Morales
Agüero
Atahualpa
Calle
Gibson


9

Fuente:TareaLima : Tarea-Asociación de Publicaciones Educativas, N° 5, oct. 1981, sin paginación


Poesía y Audiencia

Jose Ruiz Rosas (*)


Sigue siendo un problema demostrar cómo las diversas regiones del país han venido produciendo una literatura que las singulariza y se inserta dentro de la vida nacional. He aquí un texto que nos entrega un balance de la producción poética mistiana, desde Melgar hasta los del 80’. Ruiz Rosas, inserta en este ensayo su preocupación por la recepción del texto poético, por eso se plantea analizar la ligazón texto-lector (o audiente) en torno al conjunto de la poesía arequipeña. Y demuestra una vez más, cómo las provincias, pese al centralismo -que también se expresa en el terreno literario- sobresalen con sus propios valores, encuentran nuevas vías de expresión.


Una cita de Virgilio y las de media docena de poetas arequipeños, a modo de frisos literarios en los arcos del Mirador de Yanahuara -por obra de un alcalde con aficiones literarias-, acercan al visitante a la idea de que Arequipa es, sin duda, no sólo tierra de poetas sino que tales poetas son honrados puntualmente por sus coterráneos. Sobradas pruebas hay en ello. El que los poetas, en su mayoría, no luzcan como los gerentes, las autoridades, los propietarios de tierras y de fábricas, los jefes militares, los vendedores de éxito o los profesionales liberales con abundante y rica clientela, no quita que sean considerados, especialmente en las reuniones de todo tipo, abierta o discretamente. E inclusive, que en las gestas a las que pueden haber sido invitados con sincero interés y no como adorno por anfitriones cultos de todo nivel social o económico, promediada la alegría, se acuda a ellos en demanda de alguna composición como apertura natural hacia el arte de la palabra, cuando ya el benemérito oferente agotó su discurso y a los festejantes; y se acepte con absoluta comprensión el reiterado fracaso del poeta no declamador ni repentista que farfulla excusas por su mudez sin que nadie insista en alterar su actitud y ofreciéndosele más bien, una tácita cordialidad colectiva; ocasiones éstas que en cambio, caen tan de perilla a los poetas -porque los hay- recitadores de su repertorio casi siempre rimbombante y estragador del gusto pero mantenedor, al fin y al cabo, del interés por el verbo, latente en la colectividad.

¿A qué se debe esto? y además, ¿qué le da el poeta a la sociedad a cambio, o qué espera ésta de él? En Arequipa, precisamente, donde puede enumerarse en estos días más de un centenar de poetas vivientes entre nativos y residentes, debería ser fácil hallar una respuesta a estas cuestiones.

Romanticismo y popularidad

Acaso las figuras de Melgar, principalmente, y de Bonifaz en segundo plano, expliquen el fenómeno de la popularidad de que goza la palabra "poeta" en el medio, por el aura de heroísmo con que esos nombres presiden la historia escrita y la tradición oral de la literatura, o a la inversa, por el aura de literatos con que aquellos enrostraron a la muerte. Decir Melgar es decir no sólo fusilamiento en otras tierras por la causa emancipadora, sino también expresar romanticismo y yaraví, tragedia y sentimiento; y decir Bonifaz es igualmente aludir a lo romántico y a la muerte en combate. Cómo no va a estimular la poesía y por tanto, a seguir produciendo poetas, un pueblo que relaciona el arte de la palabra con el de la guerra justa y que la poesía de aquel prócer y de este revolucionario, impregnada de pólvora, iluminada por el fogonazo mortífero, doliente y solemne; poesía ligera algunas veces en Melgar, e hímnica, marcial, colérica y arrogante en Bonifaz.

No entraña por eso que en una picantería de Sachaca pudiera leerse, diez años atrás, aquella décima de la cristalina corriente, pintada en la pared como un permanente dazibao de la imagen literaria; y no extraña, tampoco, por eso mismo que, como queriendo contrariar al destino de la adversidad amorosa, venga tan repetido en los registros de nacimientos de Arequipa el nombre de Silvia, que fue, parece, homenaje del poeta a la poesía y a la amada indistintamente, llamando el autor de la Oda a la Libertad a la mujer ideal con el nombre humanizado de la poesía más libre de entonces; en cuanto a la estructura estrófica, la silva corporeizando en realidad al poema y atribuyendo a la mujer las virtudes estéticas del verbo creador.

Hay además un ente literario que se encargó, el siglo pasado, de incentivar la gloria de ambos poetas héroes: Jorge o el Hijo del Pueblo, figura del romanticismo que no es brote puro del pueblo sino vástago, de los llamados espurios, de la aristocracia, bien que noblemente renunciante de sus privilegios, pero que encarna los ideales de una época y de una nación: la Arequipa del medio siglo decimonónico. Allí, en las páginas olorosas a fuego de combate y con el fondo sonoro del somatén que nos dejó la Nieves volcánica y austera, reaparecen los dos poetas para asentarse en la conseja familiar y en la tertulia picanteril y de briscán como paradigmas, como máximas figuras del martirologio local, a las que vienen a reunirse en estos años de nobles bicentenarios los nombres de seis precursores que encaman con sus muertes la osadía, en épocas de todopoderosa represión (como que se ejecutaba en nombre del Rey y por consiguiente en nombre de Dios Todopoderoso), sino de un poeta, de un rústico versificador anónimo, autor de los pasquines protestatarios frente a los abusos taxativos del poder central y peninsular.

Detengámonos en Melgar, cuyo monumento orna y honra a la ciudad en una plaza descuidada y cuya casa natal parece irrescatable ya para museo. El joven, el adolescente traductor de Ovidio; el seminarista frustrado, porque no profesa, pero que realiza sin embargo la inquietud sembrada por Chávez de la Rosa, aquel Obispo de la Ilustración; el amante frustrado, porque no desposa, pero que triunfa eróticamente al mitologizar la realidad; el plenamente logrado libertario, porque no [se] libera él mismo, pero con su convicción afirma que sí y así lo hace verdaderamente; el Mártir de Umachiri pasa a la posteridad y es inmortal no sólo por su adhesión patriótica y su fusilamiento sino porque expresa en el yaraví, como poeta, la esencia de su espíritu mestizo y del de sus paisanos.

Hay en la historia de la literatura una vida paralela a la de Melgar: se halla en la misteriosa Hungría, donde por la misma época nace, poetiza para el pueblo en versos renovadores y muere fusilado en plena juventud, luchando por su patria, otro poeta singular: Petöfi Sandor. Aquí también, ahora, a siglo y medio de la muerte de Melgar, sucede en el Perú la de otro joven poeta, muerto también por sus ideales y como él amante del verso sencillo: Javier Heraud, acribillado en la selva con balas dum-dum cuando regresaba a su patria para luchar y vivir en ella y por ella. Melgar, amoroso y cívico, cívico total porque en la guerra es auditor y no soldado, aunque su pecho sea tan desafiante como el de otros y en el fragor de la batalla se haga artillero; Melgar, culto y letrado, es natural que proyecte su sombra como tutelar de la profesión de poeta en Arequipa y que los mayores que ésta produce mantengan su prestigio por entre tanta celebridad de las ciencias y las artes como las que con justicia puede jactarse de producir esta región.

La Academia Peruana de la Lengua, al publicar, con minuciosas notas, en 1971 e iniciando su serie de "Clásicos peruanos", las Poesías completas de Melgar, corrige aquello de "desdeñado por los académicos" que anotaba Mariátegui al afirmar que Melgar sobreviviría a "Althaus, a Pardo y a Salaverry", porque "en sus yaravíes encontrará siempre el pueblo un vislumbre de su auténtica tradición sentimental y de su genuino pasado literario" (1). El mismo Mariátegui señala que "la muerte creó al héroe, frustró al artista" (2); e indirectamente subraya la importancia de la provincia, se infiere que de Arequipa sobre la de la capital, sosteniendo en contra de Riva Agüero que el poeta de los yaravíes es "el primer momento de la literatura peruana"(3). El Amauta insiste en criticar el academicismo, españolismo y aristocratismo literarios de Riva Agüero cuando éste minimiza a Melgar por sus temas y usos del lenguaje popular; y su crítica alcanzaría a Porras Barrenechea, quien lamenta que "el estro pindárico de Olmedo no puede ser igualado en verso por ninguno de los pedestres rimadores de la época. El único que alcanza a figurar al lado suyo, por la aureola del sacrificio y la enternecedora historia sentimental, es el poeta arequipeño Mariano Melgar, el desengañado amante de Silvia"; y sigue: "Melgar no atruena el espacio con el fúlgido destello de Olmedo, pero se queda gimiendo en las cuerdas de la guitarra y en los ayes lastimeros de la quena, porque inventó la forma más peruana de quejarse: el yaravi" (4). Porras no recordaba, al escribir esos párrafos casi caritativos, que el propio Bolívar comentó risueñamente, en carta a su cantor, la hiperbólica alabanza que le hizo Olmedo.

Ricardo Palma, por otra parte, declara que perteneció al "pequeño grupo literario del Perú después de su independencia. Nacidos -dice- bajo la sombra del pabellón de la República, cumplíanos romper con el amaneramiento de los escritores de la época del coloniaje, y nos lanzamos audazmente a la empresa", citando más adelante como los ejemplares de las bellas letras en el Perú a Caviedes, Peralta, Olavide, Valdés y Felipe Pardo, es decir, dos hispanos afincados, un limeño inaugurador de aquello del viaje a París y otro retornado de España, sí que todos excelentes ingenios, e ignorando a Melgar (5), que no hizo más travesía que la de Islay al Callao; y es curioso que tan grande escarbador de papelotes históricos y autor de la Lira americana no hallase nada digno de sus tradiciones en la azarosa vida de Melgar, salvo que el respeto le impidiese echar a broma algo relacionado con el no reconocido maestro, como no lo menciona siquiera en sus copiosas y hermosas tradiciones. Martín Adán, que anota el desconocimiento de Melgar por los bohemios o románticos tardíos de Lima, afirma que “el Melgar trascendentales el del yaraví" y dice que "el yaraví de Melgar más de Melgar y, en cierto modo, el mejor, es el que se le devuelve, enajenado e inalterable con razones de guitarra y de luna arequipeña"(6), aludiendo a la calidad de folklóricos, por anónimos y extendidos, que tienen los versos del poeta. Martín Adán vivió un tiempo en Arequipa. Luis Jaime Cisneros recoge algunos datos curiosos, como la descripción de yaravíes en Mercurio Peruano de 1791 y la del Manuscrito de Arequipa, de 1816 escrito por Antonio Pereira y Ruiz, donde se describe también el yaraví pero sin aludir a Melgar como el creador de su forma mestiza. Esto lo sanciona Juan Carpio Muñoz cuando al publicar su valioso estudio sobre el yaraví arequipeño, recuerda que ni el propio Melgar tituló yaravíes sino “canciones " a sus breves poemas , y cuando define la actuación del “loncco" en el siglo XVIII como anticipador y creador del yaraví; y la intervención de Melgar, en los albores del siglo XIX, como pulidor del canto popular e introductor de éste en la ciudad sin adulterarlo o transformarlo sino dándole mayor elegancia y soltura; agrega que "Melgar, que se convirtió con su vida en leyenda y símbolo de lo arequipeño, al destilar el yaraví loncco, lo conquistó para la ciudad y hasta para la aristocracia republicana de Arequipa, que lo llegó a cantar, convirtiéndose Melgar como la firma necesaria para garantizar la bondad de un yaraví; por eso es tradicional, incluso hoy –concluye-, atribuirle todos los yaravíes existentes, es la ‘marca registrada’ "(7). Con esto volvemos a la cuestión, o mejor, a la afirmación inicial: el yaraví es representativo de la poesía popular arequipeña y ésta se jacta de ser melgariana; el yaraví es lo arequipeño por antonomasia; se deduce que el símbolo de Arequipa es Melgar, un poeta.

Detengámonos ahora más brevemente en el otro poeta: Benito Bonifaz. Bastarían los encendidos versos del canto "A la brava 'Columna Inmortales' " y de "A los Hijos del Misti", para haber perpetuado a Bonifaz; pero se suman las páginas de María Nieves v Bustamante para levantar su monumento, el que no tiene en la ciudad, que sin embargo lo recuerda con tanto amor calificándolo de "Tirteo arequipeño" -aunque el parecido con el poeta griego sea forzado: Bonifaz era un oficial y nadie dudaba, ni dudaba, de su condición de bravío guerrero; el parecido se limita a los poemas-arenga de ambos-, Bonifaz es el poeta-soldado, como Trinidad Fernández y Trinidad Pacheco Andía, sólo que él muere a los veintiséis años y heroicamente, en una revolución, y sus versos son inflamados como su vida misma, pero no por eso fugaces ni perecederos: se mantienen en el recuerdo y allí quedarán como expresión literaria cabalmente arequipeña.

Poesía finisecular del XIX

Adentrémonos ahora un poco, y más superficialmente aún, en otros tiempos y otros poetas hasta llegar a estos días. Sabido es el desdén que inspira la poesía virreinal a la crítica literaria; y el escaso conocimiento y difusión de ella nos priva de considerarla, pese a la opinión entusiasta de Cervantes, él que con mayor autoridad podía ejercer la crítica pero que pecó sin duda de ditirámbico; y no importa si no circulan los versos de don Diego Martínez de Rivera, o que los de don Lorenzo Llamosas los conozcamos sólo gracias a la cuidadosa edición de Vargas Ugarte en 1951. Basta decir que se ha exagerado el desdén, que hace falta un estudio crítico desde la perspectiva local porque los juicios de los eruditos amplividentes no son infalibles como sugiere Alberto Tauro en su estudio sobre la Academia Antártica (8) y Antonio Cornejo Polar en su acucioso trabajo sobre el Discurso en loor de la poesía (9). Pero volvamos del lado de acá. Hubo el siglo pasado otros notables poetas, por cierto, como los recoge la Lira arequipeña de 1889. Los nombres de José María Corbacho, Ángel Fernando Quiroz, Manuel Castillo, José Mariano Llosa, Felisa Moscoso, Samuel Velarde, de carácter nacional todos ellos, son muestra de la gran inquietud y producción literaria de Arequipa el siglo diecinueve. Los poetas arequipeños de entonces fueron conocidos en todo el Perú y en el ámbito de la lengua. Felisa Moscoso, precursora quizás del feminismo si no pareciera más bien misantrópica, representó con altura la poesía arequipeña lo mismo que sus contemporáneos y antecesores mencionados. Es probable que la fama de Melgar, por mucho que lo ignoraran sus involuntarios herederos los románticos peruanos, y la de sus seguidores y epígonos como aquel gran poeta Manuel Castillo, a quien tan justificado elogio tributó Jorge Polar (10), haya eclipsado la poesía finisecular del XIX en Arequipa; la poesía que galanamente califica Jorge Cornejo Polar de "antiguo ejercicio de las gentes de Arequipa" (11).

Modernismo y vanguardia

Este eclipse termina con el advenimiento de los poetas modernistas y vanguardistas en los primeros años de este siglo nuestro. Ellos se encargaron de redespertar la admiración por la poesía y, por ende principalmente para nuestro propósito, por lo poético en Arequipa, como por algo siempre nuevo y no esclerotizado, con sus actitudes a veces estridentes y con versos que América toda leyó con atención. Habían transcurrido cien años desde Melgar y los poetas estaban listos para revalidar la poesía no ya bajo el patrocinio del poeta-mártir, que por su parte no lo necesitaba desde su gloria permanente, sino, acaso admirando la soberbia figura del poeta Quiroz que iluminara con verbo y actitud rebeldes el medio siglo XIX, enarbolando las banderas de otro tipo de rebeldía; y, la mayoría de ellos, con verdadero afán de gloria literaria por encima de todo, exacerbada hasta el extremo la egolatría en algunos casos y fielmente reverencial el amor al paisaje y sus pobladores en casi todos, como si existiera un mandato tutelar o, acaso, como la contrapartida por la que preguntábamos inicialmente, lo que le da el poeta a la sociedad, lo que ésta espera de él, ya no el sacrificio de su vida en el ara de la libertad sino el canto nacional, la consubstanciación del poeta y su paisaje. Los mayores poetas de la primera parte del siglo cantan al pueblo, la ciudad y el campo -manes de Basadre- de Arequipa y pulen con fruición el espejo poético en que se ve reflejado el arequipeño, pero lo hacen sin concesiones. Al contrario, tratan a la ciudad de aldea —muy a la moda de aquel tiempo, por lo demás, en América— y a los pobladores de rústicos; pero lo dicen con la franqueza y la autoridad de un auténtico amor, con la voz de un hermano dolorido por el medio pero no renegado de él, antes bien, si viajero lejano, añorándolo reiterativa, hasta fastidiosamente. Estos poetas del primer tercio del siglo recuperan la atención del hombre de la calle con sus desplantes y sus actitudes.

Hidalgo se jacta de su capa española y su sombrero enorme, su corbata de seda, su temo negro con zapatillas de baile o de torero, y dice pasearse por las calles de su astrosa ciudad lleno de majestad entre las gentes que ríen de él a carcajadas. Se presenta combativo: su Arenga lírica al emperador de Alemania es un himno bélico, y lo repite en su primer libro de aliento, que titula, además, Panoplia lírica, donde como tributo a González Prada, imprime "La religión del Yo”, diciendo "jamás escribo versos para el vulgo" y "me siento inmensamente superior a los hombres", exclamando que se parece [al] mar, y declarando "soy fruto de mi raza: quechuas y castellanos", "yo nací de una quechua y un español soldado", con orgullo chocanesco, como orgulloso y chocanesco y marcial es el soneto "Rendición", que empieza: "En las catorce lanzas de este rudo soneto". Pero ha advertido en uno de los epígrafes del libro, con frase de su admirado futurista Marinetti, que "contradecirse es vivir"; y pronto habrá de dar muestras de su intenso vivir en poesía. Desde aquella Panoplia y antes, en Arequipa, ha sido fidelísimo pintor del paisaje y el labriego arequipeño, afán que permanece implícito a lo largo de su extensa obra y destaca, en los otros moldes que ya le son propios, en su Carta al Perú y su Arbol genealógico. Valdelomar, su prologuista, no se equivocó al saludar con tanto entusiasmo el libro de Hidalgo, el estilo pomposo del Conde de Lemos se ajustaba a la época y estaba bien que sirviese de tambor mayor y que se reclamase "ejemplo de abnegación" por estimular en Colónida a los nuevos exaltando la personalidad (12). Los poetas, entonces, publicaban en los periódicos como en su lugar natural y no por excepción de efemérides y relaciones sociales como ahora, en que prácticamente no hay un diarismo propio de la ciudad; y el pueblo podía, así, conocerlos casi directamente, en la medida de su escasa alfabetidad [sic.]; el libro, por lo general, venía a confirmar al poeta ya conocido, ya bautizado por chacareros, artesanos, peones y doctores en la picantería. Hidalgo, lamentablemente, hubo de alejarse físicamente de su país y pronto, mediante ediciones, habrá de recuperar la correspondencia y la audiencia, hoy tan menguadas, a su profundo amor y su gran obra poética.

Alberto Guillén se había trazado igual ruta que Hidalgo, pero la muerte cortó sus esperanzas. Pulsó lo popular e incluso lo festivo en su Cancionero que es un rosario de coplas y agudezas, y parece que habiendo sido tan breve su existencia y habiendo publicado tanto en ese lapso, fue mucho más lo que dejó inédito, material que ojalá pueda salir pronto a luz. Guillén anduvo de la mano con el escándalo y exhibió su condición de poeta como el que más, empinándose más para ser visto que para ver y para mayor gloria de las letras arequipeñas. Sus epigramas (hai-kais, coplas carnavalescas, etc.) eran en realidad un acercamiento a lo pueblerino, un cumplimentado deseo de llegar al hombre común, al bordoneo picanteril y la repetición de boca en boca, folklorizante. Dice: "Y un poeta popular (le) ha dicho una copla (…) ese poeta popular soy yo"(13), lo que es afín a sus gustos prometeicos si se ve al griego mítico en su figura de dador de bienes al hombre-pueblo.

Percy Gibson auscultó amablemente la esencia del chacarero arequipeño y entre ese extremo y su afirmación personal distribuyó su elegante poesía; pintó, literalmente hablando, magistrales retratos y paisajes costumbristas y luego se alejó de por vida para realizar sus reflexivos poemas en impecables e indestructibles moldes tercamente modernistas.

César Atahualpa Rodríguez cultivó también el poema localista y gustó de la plática sencilla; él que se sumergía desde joven en las lecturas filosóficas, alternaba la sociedad de los genios del pensamiento con el sabroso discurrir de los viejos amigos, dejando atrás del inicial revoloteo del Aquelarre irreverente. Retornó definitivamente a su ciudad y sin proponérselo fue haciendo de ella su aula cotidiana. La población urbana la conocía como poeta, y sabía que el exterior hosco ocultaba a un hombre tímido y poderosamente seguro de su valor, que no quiso acrecentar su fama pero tampoco pudo evitarla. Dos breves viajes al extranjero a edad avanzada, le sirvieron para confirmar sus supuestos europeos y sudamericanos, y comprobar la universalidad del ser humano, sin alterar su serenidad. Una multitud recoleta y solemne acompañó sus restos al cementerio, consciente de su talla enorme de poeta.

Más próximos a nosotros se hallan otros representantes de eso años: Federico Segundo Agüero Bueno, Manuel Gallegos Sanz, Pedro Arenas y Aranda, Guillermo Mercado y los fallecidos Mario Chabes y Carlos Manchego Rendón. Chabes no repitió los éxitos de sus libros Alma, El cantar del payaso y Cocca y falleció en abril último sin haber prolongado su juvenil irrupción en la poesía. Carlos Manchego, de sostenida bohemia, intentó en sus postrimerías, con la publicación de sus obras teatro, reacercarse al pueblo que las nutrió antaño, sin llegar a verlas nuevamente en escena. La muerte sorprendió su euforia vital y frustró el tomo de poemas que recogería su obra dispersa en revistas y tertulias. Una muchedumbre acompañó a pie, su féretro hasta el cementerio. De los mencionados, él estuvo más cerca del tema humilde de la ciudad, del tema popular, del lustrabotas y el canillita refregados y urgidos por la miseria. Pero muy cerca también en el medio mismo de aquello, transcurre hasta hoy la poesía de Gallegos Sanz: la copla carnavalera no tiene secretos para él, cosechador de anécdotas, con la misma afición que Iñigo López de Mendoza por los refranes -el encargo real se basó en ella, sin duda- y el mismo gusto que los poetas montañeses de España por el jolgorio. Sigue publicando sus redondillas para la tonada de carnaval, y hace doce años reunió en dos libros, Cantares cholos y Guitarra melgariana, parte de su producción como testimonio de afecto a su pueblo, que centrado en el de Cayma, se lo devuelve con verdadera reciprocidad. Años hace que su cabellera cana pasea, soberbia y descubierta, las calles de Arequipa, cuyos secretos conoce y de los que suele hablar en sus reuniones o escribir en esporádicos artículos periodísticos. Agüero Bueno prolongó hasta hoy su obra, la de Ex-Corde y de Loor, en manojos de poemas dispersos en su libro en prosa, Semen, que es un diálogo de amigos en torno a lo cotidiano local y universal y donde, como racimos espléndidos, brotan entre las páginas las poesías, de las que puede entresacarse bastantes para un buen par de libros. Arenas y Aranda se dio a la docencia y no volvió a publicar sus polifonías tonantes.

Guillermo Mercado es otro poeta- símbolo que el pueblo reconoce como suyo y a quien atiende como el maestro que es. El da aquello que el pueblo espera también del poeta: poesía a manos llenas, hasta en el habla corriente y mucho más en sus recitales, que lo son de veras: resonante la voz, pausado el gesto, calmo el paseo al revivir en la memoria los versos, rubricantes los brazos y las manos. Mercado posee el carisma del vate y su enorme capacidad de metáfora lo lleva con paso seguro al corazón del auditorio, o, mejor dicho, lo mantiene en él, que nunca se alejaron, porque este auditorio es lo mismo el de sencillos pobladores que el de citadinos cultivados. Así lo sabe la gente; bastaría revisar su temática, sus personajes. En Mercado, el paisaje es más bien escenario para lo humano, telón de fondo, pincelada prosopoyéyica. Pero aquella capacidad de metáfora basta para asegurar la atención del oyente, que sabe reconocer la valía del poeta por entre los demás hombres para reinventar la realidad con palabras. Todo hablante recurre al símil y a la imagen para expresarse, usa el tropo por placer o por necesidad; de ahí que todo hablante puede también jugar al imaginero abundoso, al tropófero vital como lo es Mercado, lleno de aciertos en su misión de poeta medidor del contorno -los hechos, las cosas- con el cartabón de lo novedoso posible, dador a las cosas y los hechos de la dimensión más alta y más amplia que podrían alcanzar, de aquello a lo que más se parecen o a lo que se parecen llanamente; y Mercado lo hace de modo totalmente inteligible, con recursos del uso general. Es lo que da a la sociedad y a manos llenas. Le dice dónde duele y le hace doler, pero con la delicadeza de una palabra precisa tomada de la nube, de la planta, del agua, de la lágrima misma, rocío del dolor y la ternura. No le dice sino que deja que se intuya por qué duele. Y es eso lo que recibe el oyente, el puro ser de la poesía que transforma y eleva, que transporta. Todos los poetas lo hacen, o dejarían de ser tales; pero en mayor o menor grado, y éste tiene la virtud de persistir y de dirigirse, es decir, de ir derechamente al auditorio como el aeda de los tiempos helénicos, como el haraui de los antiguos tiempos peruanos. Virtud admirable.

La estada de Oquendo de Amat en Arequipa parece no haber influido localmente en lo poético, pero la aureola de su nombre revive ahora en el Perú y en el Sur, desde su Puno originario, como ejemplo de auténtica poesía: un breve libro puede bastar, por su calidad, y convertirse en prototipo de una corriente(14).

Los poetas del 50

Indica Jorge Cornejo Polar en su ensayo sobre la poesía en Arequipa en los años 60 (15), que si hubiera que generacionar los grupos de poetas, en Arequipa, la del 50 sería la generación siguiente a la de la década del 20, y que del medio siglo para acá vendrían dándose generaciones cada diez años, observación que tiene visos de acertado vaticinio. En efecto, entre los poetas mencionados hasta aquí y pertenecientes, por su obra o su nacimiento, al siglo XX, y los que rodean, lustro más, lustro menos, la cincuentena, no se puede hablar de generaciones propiamente dichas sino de poetas, de personas aisladamente aparecidas en la poesía y que así permanecen o que declinaron el canto. Permanece, por ejemplo, con un breve libro publicado en el 76 y titulado Sicovitrales, Rubén Darío Pacheco Cárdenas, poeta de lo cívico y lo rural como sus antecesores y divulgador de la literatura a través de una labor editorial lamentablemente detenida hace más de veinte años; dueño de una variada veta romancesca y de una perenne actitud de real desprecio por las convenciones del burgo, solitario en esos años, se convierte en un mantenedor del oficio en el medio. Hay, por supuesto, cantidad de nombres, pero algunos tienen la obra oculta o muy difícil de hallar, y es frecuente oír el elogio, por cercanas amistades, de poetas prácticamente inéditos, que han mantenido en reserva su producción. En ellos el aura de poeta es más adivinada que sabida por la gente.

La poesía de Gustavo Valcárcel es el nexo entre las dos grandes épocas, y pronto pasa de un depuradísimo lirismo a una fuerte y al mismo tiempo tierna poesía de combate social. Gustavo Valcárcel se hiere con las espinas de sus propias rosas de canto y despierta airado y dolorido al tema del hombre explotado por el hombre. Es el que retoma la continentalidad de los poetas de principios de siglo y liega a lo popular por el tema de sus versos de madurez.

La revista Texao es, paralelamente, el signo de esos años, los del 50, anunciándose como una publicación que va "de la ciudad al país, en busca de nuestra propia expresión".

El medio siglo, con sus cambios internos a compás de los mundiales, se manifiesta en Arequipa con la aparición de nuevas voces que en muchos casos destacan hasta hoy. Algunos de ellos foráneos, como el combatiente Luis Nieto -cronológicamente más cercano a los anteriores-, cusqueño del Sur, quien por los años 50 vive en Arequipa y cuyos romances "del pueblo en armas” circulan manuscritos, en una "Cadena de la libertad" que se inicia en retazos de papeles que él da a las lecheras desde sus escondites en los distritos, con la anotación de ser copiados tantas veces y distribuidos. Su poesía conoce así verdadera popularidad y llega a oírla él mismo recitada al aire libre, con acompañamiento, como composición anónima, premio tan importante como el Texao de Oro que, junto a Hidalgo, Rodríguez y Mercado, le confiriera la ANEA. Foráneo también es el parco Eleodoro Vargas Vicuña, de la misma época y partícipe de los mismos episodios gloriosos cantados por Jorge Bacacorzo en Las eras de Junio. Un numeroso grupo de poetas -Portocarrero, Bacacorzo, Vega, Del Carpio, Reynoso, Yáñez, Luna, Morante- aparece en aquel momento, unos para perseverar y otros para silenciar su voz o ejercitarla muy esporádicamente, pero todos con tono lo suficientemente alto y airoso como para llenar la primera década del segundo medio siglo. Se reúnen en grupos, como Avanzada Sur. Aparecen estudios y antologías, como el de Oscar Silva y la de Luis Yáñez. Al lado de ellos hay voces aisladas, circunstanciales mayormente. Pero todos suman un gran aporte, un gran llamado de atención hacia la poesía y hacia la literatura en general y hacia el periodismo y las ciencias sociales. De entonces acá se produce el fenómeno de las décadas generacionales a que aludía Cornejo Polar. Las publicaciones Creación, de este último, y Hombre y Mundo (primera época), al lado de otras menores como Vencer, atestiguan principalmente este momento del segundo medio siglo. Un hecho sin precedentes altera, conmueve el clima poético por esos años: el Congreso Nacional de Poesía organizado por Jorge Cornejo Polar desde la Universidad San Agustín, en 1958 (diez años después Antonio Cornejo Polar habría de convocar a los narradores peruanos con igual trascendencia). El periodismo difunde el concilio de poesía y sus enconadas discusiones sobre poesía pura y poesía social; el dilema queda, pero también una poderosa corriente de atención hacia el hecho poético.

Localismo y diversificación de lo poético

El 60 aparecen nuevos poetas en Arequipa, con una característica cada vez más acentuada: muchos de ellos son afincados parcial o definitivamente en la ciudad, que empieza a cosmopolizarse, y proceden de diversos departamentos, y como los inmediatamente anteriores, están desligados o casi todos del vanguardismo, y son experimentadores de lo que podría denominarse neovanguardismo, esa diversificación de la poesía en numerosos cauces universales que convergen en la poesía coloquial y, más hacia la época, en la experimental y como de laboratorio lingüístico. La celeridad y diversificación de las comunicaciones influyen en ello modo violento: los tiempos son de rápidas transformaciones, y debe pensarse que las preferencias literarias del público se transforman a un ritmo más lento, por lo que hay una cierta indiferencia, un cierto rechazo reminiscente de formas anticuadas, que no amenguan sin embargo la atención hacia el poeta y su poesía. Del 60 son los nombres de Bueno, Valdivia, Guevara, Brunilda, Joyce, Neyra, Rubio Ramírez, Aramayo, Portugal, Mayrene, Márquez, Luque, Ayalamacedo entre los jóvenes, y de Maldonado, Camacho, Chávez, entre los mayores. Todos ellos con libros editados y notoriamente presentes casi todos, hasta hoy en el ámbito poético local. La mencionada diversificación de la poesía en numerosas corrientes permite que la profusión de libros no sea una masa informe sino una atractiva variedad. Sin embargo, permanecen circunscritos a la ciudad; su obra rara vez repercute en la extensión nacional: algún comentario sobre la de Bueno en un dominical de Lima, la publicación de poemas de Valdivia, en la revista Amaru y la inclusión de ambos en La rama florida marcan la presencia en Lima y a través de Lima en el Perú y más allá, de esta constelación. Otro hecho notable viene a desvelar el misterio del fenómeno poético, si eso es posible: la realización de una Feria de Arte y Poesía en el parque 28 de Febrero, realizada afines de la década del 60 a iniciativa de Jorge Bacacorzo y con el concurso [falta línea impresa] [de escritores y ar]tistas. El público, abandonado ya por los periódicos, que empiezan a repetir anualmente los poemas épicos de efemérides, sabe que existen siempre tales marginados pero no llega a escucharlos, cuando no se aburre ante sus lecturas en locales sociales de barriadas e instituciones con más entusiasmo que verdadera comunicación; la Feria consigue esto último, pero tiene fijada una fecha de clausura. Posteriormente hay diversos intentos de repetir su éxito, sin alcanzarlo. He aquí que la masificación de las informaciones y las comunicaciones atenta contra la poesía y favorece a la música, arte que se entroniza por sobre todas las demás gracias al disco, la radio, la electrónica, el amplificador, fenómeno universal, si esta comprobación sirve de consuelo.

Un recinto, París en el exilio del puneño-arequipeño Omar Aramayo, es como el puerto donde acodera la poesía de los años 60, y de donde sale vivificada y vivificante. Otro elemento, la profesionalización universitaria, es su cara adversa, su enemiga por lo que tiene de frustrante lastre convencional. Dos revistas, Jornada poética y Homo representan los quehaceres del 60, con esporádicos acompañamientos como Casa de Cartón, la segunda época de Hombre y Mundo Sur. De hecho, lo bucólico, campestre, eglógico, campesino, rural, campirano o como quiera llamársele, abandona el círculo poético y se refugia en los versos costumbristas, de importancia mayor en el terreno de la lexicología. Cabe sin embargo, destacar la perenne labor de los poetas y recitadores "lonccos", por la radio o por ediciones privadas y en las reuniones de amigos fiesteros. El fallecido Artemio Ramírez Bejarano, autor de Poemas lonccos, es ejemplo de esa forma perviviente de poesía popular propia de Arequipa, y con él Gamarra, Fernández, Zavala y muchos otros mantenedores del verso tradicional octosilábico o seguidores de rumbos libres, repletos de arequipeñismos siempre y costumbristas a carta cabal. Aparte debe mencionarse un sabroso libro de Isacc Torres Oliva, El espejo de tu tierra, de fina sátira en agradables alejandrinos ilustrados con igual agudeza por De La Riva.

Disidencia y marginalidad

Una nueva década, la del 70, llega con nuevos poetas dispuestos a indagar por la poesía, a conversar con los anteriores en busca de razones de ser, y a restituir los conciliábulos, el grupo disidente de lo burgués y de la abulia, como hacían los del Aquelarre. Su actitud tiene éxito y de la mano, en compañía de otros artistas como inevitablemente sucede -fovistas allá, colónidas e indigenistas después acá-, se lanzan a decir y contradecir. Pero es ensordecedor aquello de la electrónica y acaso pasan aún desapercibidos para la población que los intuye y sin saberlo los alienta, porque finalmente los ha producido. Lo más característico de esa década recién concluida es la aparición de Roña, cuya sola denominación habla claro de actitud asumida. Oswaldo Chanove, Alberto Gamero y Rosa Elena Maldonado publican un folleto original y pronto se unen a ellos otros poetas: Misael Ramos, Rosario Núñez, Alonso Ruiz Rosas, Luis Garaycochea. Su trabajo trasciende y hay un feliz enlace con los creadores de Lima, que sigue siendo imán de provincianos. La casa del Rolo es su refugio, su cenáculo, y aún llegan más: Alfredo Márquez, Dino Jurado. Dos de aquellos poetas obtienen a fines del 79 distinciones nacionales que la difusión local en buena cuenta ignora. El fenómeno universal de las comunicaciones sigue, pues, ensordeciendo, aplastando las novedades de este tipo y los poetas reaccionan corno es natural: una especie de cofradía nacional los une soterrada, silenciosa, casi cabalística, casi heréticamente. Llegan a Arequipa -ya desde el 60, recuérdese- numerosos poetas viajeros, errabundos, no a lo Rimbaud sino a lo Whitman o lo Kerouac. El último de ellos, entre los de otros países, el infatigable boliviano Humberto Quino; y Lima, quizás atraída al principio por Tacna la prolífica, pone los ojos en Arequipa cada vez con mayor interés. La fraternidad de los poetas vence a los celos del oficio, el peor enemigo, pero los poetas, que están muy cerca del pueblo y en o [falta línea impresa] [permane]cen sin embargo marginados de la audiencia mayoritaria. La revista Ómnibus, órgano el más eficiente [que] recorre el país en mochilas y bolsillos urgidos de dinero y repletos de ideal. Antes había logrado publicarse entusiastamente un primer número de una revista de enlace: Mesa de partes, que no volvió a salir por las razones económicas de costumbre, entre otras; y la revista Margen, dirigida por Misael Ramos, que aportó los nombres de Fausto Ávila y Leandro Medina, junto a los ya conocidos de Alfredo Márquez y Rosario Núñez.

El fervor de la poesía en Arequipa tiene como un eco en Lima con dos libros singulares de un arequipeño del 50: Pedro Cateriano, que de sus breves apariciones en El Pueblo o en Creación de aquellos años pasa a primer plano con La siesta del haragán y Más amigo de Platón.

La marginalidad, condición de la existencia del poeta pero que no tiene que ser necesariamente total, parece que tiende a desaparecer por el temperamento extrovertido de varios de los más jóvenes de los poetas arequipeños, los que se inician el 80 ó poco antes, editan revistas que agotan considerables tirajes y, provenientes de las aulas universitarias, no encuentran toda vía sus propios caminos. Dos grupos, principalmente, con revistas (Eclosión y Polen), se manifiestan. Pronto se agregarán a ellos otros jóvenes, adolescentes aún, con nuevas publicaciones. Parece, así, que con recitales bien promocionados y con el apoyo de la música y el teatro, estos jóvenes intentan recuperar cierto interés ciudadano y popular por la poesía. Así sea y en buena hora; es finalmente lo que muchos esperan: saber lo que hacen, conocer personalmente, oír a los poetas, esos seres autoexiliados física o espiritualmente del medio y del término medio, asumidores de actitudes diferentes a las del resto y mantenedores de ella hasta el final, que eso es también lo que respeta el género humano en el poeta. Los de Ómnibus (Oswaldo Chanove, Dino Jurado, Misael Ramos, Alonso Ruiz Rosas, unidos a dos poetas de Lima: Patricia Alba y Oscar Malea) también han concitado público en Arequipa, con lecturas de gran originalidad, manteniendo una saludable vinculación con Lima que se ha concretado en el recién nacido número cero de Macho cabrío. Pero su poesía no es fácil de captar de oídas y no se adapta al gusto popular, ni ellos, honradamente, lo presumen. Sus versos van dirigidos más hacia el poblador medio, al cambio de mentalidad necesario en las capas ciudadanas conservadoras si no arribistas. Ponen énfasis en la poesía y marchan por ella con paso decidido, felizmente. El 80, además, -la década- se inicia con la reaparición en diciembre y con dos excelentes libros, Laberinto para ciegos y El amor que recogimos de Oscar Valdivia, vínculo generacional y uno de Horacio Zeballos, Alegría de la prisión.

Epílogo

La poesía actual, en general, se presta poco o nada al canto y, en cambio, se intelectualiza o se sublimiza en sus verdaderos valores. Gana una nueva eufonía a la que los oídos no están aún habituados, pese a medio siglo de esfuerzos en todo sentido. La popularidad, así se dificulta una vez más y, sin notarlo o sin reconocerlo, la condición de poeta la reciben éstos por analogía con la de aquellos que la tradición marcó indeleblemente -Melgar es la síntesis-. El poeta podría prescindir de su escritura y quedar en su mundo, pero una necesidad instintiva le impele a escribir, es decir, a dialogar, a comunicar, por mucho que desdeñe la fanfarria. Sigue la realidad de un auditorio más atento a la canción que al poema y acaso más intervasado en la anécdota que en la imagen. El tiempo descubrirá quiénes hacen poesía mientras apuntan a tal o cual solideo y quiénes la hacen porque es lo único para lo que se sienten aptos y llamados, cualquiera sea el costo personal o familiar o el resultado.

(*) Escritor. Tiene varios poemarios publicados y colabora en la revista Marka. Ha obtenido el premio Hispanoamericano de Poesía (UNAM, 1979); recientemente acaba de aparecer su último libro, Elogio de la danza.


Notas


(01) Mariátegui, José Carlos. “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana”. Lima, Empr. Edit. Amauta, 35a. edición, 1977; p. 244.
(02) lbid., p. 266.
(03) lbid., p. 267.
(04) Porras Barrenechea, Raúl. El sentido tradicional en la literatura peruana. Lima, Instituto Raúl Porras Barenechea, 1969; p. 39.
(05) Palma, Ricardo. La bohemia de mi tiempo. Lima, Edit. y Libr. Bendezú, 1971; p. 71.
(06) De la Fuente Benavides, Rafael (Martín Adán). De lo barroco en el Perú. Pról. de Luis Alberto Sánchez. Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1968; pp. 117, 115.
(07) Carpio Muñoz, Juan Guillermo. El yaraví arequipeño. Un estudio histórico-social y un cancionero. Arequipa, Talleres La Colmena, 1976; p. 115.
(08) Tauro, Alberto. Esquividad y gloria de la Academia Antártica. Lima, Edit. Huascarán S.A., 1948; p. 18.
(09) Cornejo Polar, Antonio. Discurso en loor de la Poesía. Lima, Separata de la Revista Letras No. 68-69, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1964; p. 84.
(10) Polar, Jorge. “Manuel Castillo” en Lira arequipeña. Artemio Peraltilla Díaz. 2da. ed. ordenada y aumentada por Arequipa, Impr. Edit. El Sol, 1972; I., pp. 105-108.
(11) Cornejo Polar, Jorge. Antología de la poesía en Arequipa en el siglo XX. Arequipa, Instituto Nacional de Cultura, 1976; p. 7.
(12) Valdelomar, Abraham. “Exégesis estética” en Panoplia lírica de Alberto Hidalgo. Lima, Impr. Víctor Fajardo, 1917; p. XXIV.
(13) Bermejo, Vladimiro. Alberto Guillén o el vuelo interrumpido. Arequipa, public, de la Universidad Nacional San Agustín, 1961; p. 47.
(14) Carlos Oquendo de Amat. 5 metros de poemas, 2da. ed. Lima, Edit. ; Decantar, 1969; y 3ra. ed., Ediciones Copé, Lima, 1980.
(15) Cornejo Polar, Jorge. La nueva poesía en Arequipa. Separata de la Revista Homo No. 1, Arequipa, Edit. Miranda, 1966. pp. 3-4.