Martina y Enzo eran dos hermanos que vivían en un recóndito pueblo rodeado de montañas en un remoto país. Cada día y a pesar de las inclemencias del tiempo, debían recorrer 12 kilómetros a pie o corriendo por senderos y caminos entre dichas montañas para poder llegar al pueblo más cercano en el que había colegio. Lo hacían con enorme ilusión y motivación, pues para ellos, esa era la única forma de poder aprender.
Ellos contaban con el apoyo de sus padres, sin embargo, otros niños de su mismo pueblo, se quedaban en casa ayudando a sus familias en las tareas domésticas o agrícolas, sin tener la posibilidad de ir al colegio. En definitiva, Martina y Enzo sabían que tener un futuro mejor pasaba por ir a la escuela, por eso hacían grandes esfuerzos para no perderse ni una clase.
Un hermoso día soleado, cuando iban de camino al colegio, se encontraron por casualidad por unos de los angostos senderos con un profesor de Educación Física apasionado del Mountain Bike que se había desplazado a la zona a recorrer una de las diversas y bellas rutas de aquel escarpado lugar.
Al encontrarse con los niños portando sus mochilas por aquel camino tan abrupto, quedó un poco sorprendido y de inmediato detuvo su marcha para hablar con ellos. Los niños le contaron que se dirigían a la escuela al pueblo más cercano ya que en su pueblo no tenían medios para desplazarse ni recursos para estudiar o aprender. Tras una amigable charla, se despidieron y continuaron sus caminos.
Pero aquella historia llegó al corazón del profesor y removió su conciencia. No podía entender cómo un derecho tan accesible y cotidiano para la mayoría de niños del mundo como era ir a la escuela para otros suponía un privilegio y un desafío diario. Entonces, decidió que debía hacer algo para cambiar esa situación y desigualdad y garantizar el acceso al aprendizaje de los niños de aquel remoto pueblo.
Sin pensarlo dos veces, visitó el pueblo de los niños y habló con el alcalde de la localidad. Le transmitió su deseo e intención de dar clase a todos los niños del pueblo para que no se tuviesen que desplazar entre las montañas con el peligro que ello conllevaba. El alcalde quedó muy entusiasmado y agradecido con la idea y la transmitió a todas las familias para obtener el compromiso de que llevarían a sus hijos a la escuela. Y así fue. Acondicionaron la vieja casa de la cultura del pueblo y la convirtieron en su nuevo colegio con libros, mesas, sillas, patio de juegos y con el tiempo tendrían hasta pizarra digital y acceso a internet. Por fin, Martina, Enzo y los demás niños y niñas del pueblo pudieron ir al colegio y aprender en las mismas condiciones que el resto.
El profesor, por su parte, recorría todos los días desde su pueblo esos caminos y senderos escarpados en su montan buque con la mochila cargada de vocación, ilusión y ganas de enseñar para hacer realidad el sueño de aquellos niños: poder estudiar y tener un futuro mejor y la convicción de que con aquel pequeño gesto estaba cambiando su mundo.