Una parte de ese poder regio va a transformar en oro este siguiente hilo; el color del sol simbolizado por Horus. Al faraón reinante se le denominaba Horus. El hijo de Osiris, tomaba forma de halcón. Un halcón que sobrevolaba el horizonte y se fundía con la imagen del sol sagrado en su cenit.
Pero es que los faraones adoptaban durante su reinado hasta cinco nombres, uno de los cuales se conocía como Horus de oro. El oro fue y sigue siendo un metal rico en simbolismo. Desde la antigüedad se ha asociado con el sol a causa de su color y se ha convertido en símbolo de poder, de inmortalidad, de eternidad. Y a nuestro Horus le falta justo ese detalle. Quizá ya sabéis -y si no lo sabíais os lo decimos ahora- que las copias no suelen pintarse para evitar confusiones con los originales. Este Horus original es de basalto negro y sus ojos son incrustaciones que parecen casi de oro.
Por supuesto, este fue uno de los materiales más utilizados para fabricar los adornos de los poderosos, desde el buitre y la aspid que aparecen en el Nemes -el tocado- del rey amarniense, hasta el brazalete de Asurnasirpal.
Y si los mortales lo vestían, la asociación entre el sol y el oro también se convirtió en atributo de las divinidades, como Venus. Tanto en Grecia, bajo el nombre de Afrodita, como en Roma, conocida como Venus, fue la diosa de oro, la brillante, la de dorada sonrisa; sus cabellos eran de oro, como sus joyas y el sol irradiaba de su rostro haciendo de ella la más bella de las diosas.
Dorados y bañados por el sol fueron y son también los dones de Ceres; su espigas. De hecho, gobernando como hacía el ciclo de las estaciones, Ceres fue de algún modo la «dueña» del sol. Y como sus rayos, sus frutos tenían el color del oro que es capaz de alimentarnos.
Ceres nos ofrecía sus espigas a manos llenas, siempre y cuando la honrásemos como se merecía.