Capítulo 62: Fiesta de bienvenida de la Casa Blanca II

Uno de los guardias estaba guardando sus ropas de recambio y todas sus pertenencias en una caja de cartón delante de ellos cuando, de repente, el joven asiático abrió la boca: 

—Disculpe, señor. ¿Puedo quedarme con ese amuleto?

—¿Qué?

El otro señaló una corta cadena gris plateada con una placa de metal que colgaba de la caja. —Es un amuleto muy importante bendecido personalmente por un maestro de la religión en la que creo.

El viejo guardia de pelo canoso tomó la cadena de metal y la inspeccionó durante unos instantes, incapaz de apreciar nada de los extraños patrones y diseños. —He visto que usan crucifijos, pentagramas y estatuillas de Buda. ¿De qué religión es esto? —preguntó con recelo.

El joven asiático sonrió levemente. —Mizong gajupai [1] —dijo en chino.

Volvió a repetirlo en inglés, con las sílabas serpenteando como un idioma extraterrestre. El viejo guardia puso los ojos en blanco hasta que el otro hombre lo resumió concisamente con una mirada escueta: 

—Una rama del budismo.

Según el reglamento, los presos, incluidos los que aún no habían sido condenados, estaban autorizados a llevar objetos religiosos. En el pasado, ciertos guardias malhumorados pisotearon los objetos religiosos de unos presos y, como consecuencia, los abogados de estos unieron fuerzas con organizaciones religiosas y aprovecharon la oportunidad para demandar a la prisión ante los tribunales por el delito de "obstrucción a la libertad de culto", lo que provocó la angustia de las autoridades penitenciarias. Desde entonces, han sido aún más cuidadosos en el trato de las creencias religiosas y el Estado incluso proporciona alfombras para los reclusos islámicos.

Al viejo guardia no le pareció que la corta cadena con la pequeña placa tuviera un alto potencial de peligrosidad, así que se la devolvió despreocupadamente. —Que Buda te bendiga —le dijo de forma bastante humana. 

—Que Buda le bendiga a usted también —respondió con cortesía el joven asiático, con una mirada refinada y un comportamiento gentil, como si fuera inofensivo tanto para los humanos como para los animales.

La caja fue sellada con cinta adhesiva, le adjuntaron un papel y quedó dispuesta para ser enviada por correo al domicilio del sospechoso. El hispano dio un listado de direcciones, pero el joven asiático negó con la cabeza.

—¿Dirección? —preguntó el viejo guardia.

—No tengo.

—Entonces pon la de un familiar o amigo.

Tras pensar un momento, el joven asiático cogió un bolígrafo y escribió una dirección: East 86th Street, apartamento 103, Manhattan, Nueva York. Recibe Leo Lawrence.

Al imaginarse la cara que pondría el agente de cabello negro cuando recibiera un paquete de la prisión y lo abriera para encontrar su ropa y pertenencias personales... No pudo evitar soltar una risilla traviesa y juguetona.

El otro sospechoso se percató de su sonrisa y, con una pizca de lasciva malicia en los ojos, murmuró en español: 

—Te van follar por el culo, niño bonito.

—Cierra la bocota y síguenos. —El guardia que esperaba cerca volvió a ponerles las esposas.

El séptimo piso de la Casa Blanca, que ya había apagado las luces, se iluminó de repente. Varios guardias se apiñaron en torno a los dos nuevos reclusos mientras caminaban hacia la zona de bloques de celdas y entraban en un gran habitáculo llamado 7R. Se trataba de una gran celda de unos quinientos metros cuadrados, con treinta literas con armazón de hierro alineadas en tres filas, lavabos, retretes, mesas de comedor, salas de racionamiento de alimentos y armarios de hojalata para artículos diversos, todo en un mismo espacio. Había un total de sesenta camas, las cuales eran altamente desplazables, que se utilizaban generalmente para transiciones temporales, así como para ahorrar espacio cuando el número de personas era elevado. En este momento, casi todas las camas estaban ocupadas, solo una litera superior y otra inferior en la esquina estaban vacías; sus antiguos ocupantes acababan de ser trasladados a prisión por la tarde.

Un guardia negro, grande y fuerte señaló las camas vacías con armazón de hierro. —Esas son sus camas —les dijo a los nuevos reclusos.

El hispano miró alrededor de la habitación plagada de camas y no pudo evitar quejarse: 

—Está mucho más apretujado de lo que pensé.

Otro joven guardia blanco dijo:

—El 7S está aún más apretujado, con 120 personas por habitáculo. ¿Quieres ir allí?

—No, aquí no más. Si hay una celda doble disponible, no olvides avisarme —dijo sin volver la cabeza mientras se dirigía hacia el espacio de la cama, con la ropa que le habían entregado apretada en su mano. Al ver al joven asiático que se disponía a subir a la cama superior, lo fulminó con la mirada y le gritó con agresividad—: ¡Eh, bájate, mono amarillo! La litera de arriba es mía.

El guardia blanco hizo una mueca de desprecio. —Este tipo se cree que está aquí de vacaciones —le dijo a su colega.

Este último respondió con expresión maliciosa: 

—Sus compañeros de celda le enseñarán a ver la realidad.

En cuanto terminó de hablar, los reclusos que se habían despertado por las luces y los sonidos y que habían estado observando tranquilamente parecieron recibir una especie de aprobación tácita. Brincaron de sus respectivas camas entre risas y rodearon a los dos recién llegados.

Un hombre negro tan alto y robusto como una torre de metal empuñó un paquete de cigarrillos en la mano y dijo al hispano con una sonrisa libidinosa:

—Acuéstate conmigo esta noche y es tuyo.

Enseguida aparecieron varias manos de distintos colores de piel sosteniendo latas, estampillas y otras monedas. Las introducían con entusiasmo ante las narices del recién llegado: " ¡Acuéstate conmigo, acuéstate conmigo!", "¡Esto es caro, llévatelo!", "¡Que nadie me lo quite! ¡Su culo es mío!".

En medio de este ajetreo, el rostro del hispano palideció, retrocedió dos pasos tambaleándose e inmediatamente fue agarrado por varias manos por detrás. Se dio la vuelta con una expresión de espanto y vio seis o siete envases que contenían gel de ducha y crema para la piel sacudiéndose delante de sus ojos. "¡Tengo esto, no va a doler!". "No te preocupes, esto lubrica bastante".

—¡Largo! ¡Déjenme en paz! ¡Aléjense de mí! —gritó el hispano y agitó los brazos en un intento de salir de la multitud, pero se vio firmemente atrapado en su sitio por la muchedumbre.

Entre empujones y tirones, muchos reclusos gritaban "en fila, en orden" y se precipitaban al frente. Alguien gritó "¡Por ID, por ID!" y la ruidosa multitud entonces fue formando gradualmente dos largas filas según los números de ID mientras alzaban pequeños regalos en sus manos y vociferaban con emoción. Dos hombres negros y fornidos encabezaban la fila: "¡Yo voy primero! ¡Llegué primero!" "¡Yo voy primero, tú ve a ducharte!".

Al hispano le tiritaron los labios y palideció. Lanzó una mirada urgente en busca de ayuda a los guardias de la prisión que se encontraban en la puerta, solo para descubrir que incluso los agentes de la ley estaban sonriendo con los brazos cruzados, evidentemente viendo la diversión, y de súbito se llenó de desesperación. No fue hasta que los dos hombres negros acordaron "ir juntos" y se quitaron la ropa de prisión para revelar la robustez de su torso que le entró por fin un ataque de nervios. Se cubrió la cara y se arrodilló en el suelo, aullando, gritando incoherentemente por piedad.

Los reclusos que esperaban en la cola delante de él estaban exultantes y se echaron a reír.

Al otro lado de la celda, los cerca de doce reclusos que rodeaban al joven asiático se miraban unos a otros con desconcierto. Bajo el ataque de todo tipo de obscenidades, el apuesto hombre de aspecto oriental permanecía de pie, impasible, como si no entendiera ni una sola palabra. Uno de los latinos que más ruido hacía se quejó con sus compañeros: 

—Ya ven, no hace falta gastar saliva con los chinos; o son traficantes de personas o polizones y nueve de cada diez no hablan nuestro idioma.

—¿No entiende o no quiere oír? —replicó su cómplice mientras extendía la mano para pellizcar las nalgas del recién llegado. A pesar de la horripilante ropa de prisión, aun así, ocultar el cuerpo grácil y bien proporcionado del otro hombre era imposible, especialmente las suaves curvas desde la espalda pasando por la cintura y bajando hasta las piernas, junto con las nalgas firmemente curvadas bajo la holgada tela, las que resultaban extremadamente eróticas.

Antes de que sus dedos tuvieran la oportunidad de tocar la tela, su muñeca fue agarrada por una enorme fuerza que la torció y zarandeó e inmediatamente lanzó un grito como si se hubiera roto un hueso. El joven asiático le retorció la muñeca y lo escudriñó con la cabeza inclinada, aparentemente admirando su sudor frío y su expresión distorsionada lo justo antes de liberarle los dedos, dejándolo encorvado y agarrándose la mano, rebotando en el suelo de dolor como un langostino hervido.

El otro latino se quedó perplejo mientras sostenía en alto una lata de atún y, con facilidad, el joven asiático le quitó de un tirón la lata de conservas. Después, tendió la mano en dirección a los reclusos reunidos. —Acepto el regalo, pero prescindo del resto. No hace falta que sean tan educados.

Al recobrar el sentido, el latino maldijo furioso un “¡Mierda, qué carajo!" y se abalanzó sobre la lata de conservas.

En el instante siguiente, cayó violentamente más de dos metros hacia atrás. La multitud de espectadores solo notó que la mano y el hombro izquierdos del joven parecieron balancearse y, sin ver siquiera el movimiento exacto, presenciaron cómo el latino que aterrizó de espaldas se enroscaba y ululaba.

Uno tras otro, el nuevo recluso fue arrebatando los cigarrillos, los paquetes de fideos y las estampillas de las manos de los estupefactos espectadores... hasta que ya no pudo sostenerlos todos con las dos manos. Entonces, asintió con la cabeza con una tenue sonrisa y dijo cortésmente: 

—Gracias, chicos.

—...¡Kung-fu! —Un hombre negro entre la multitud anonadada pareció de repente recobrar el sentido y gritó con voz alterada—: ¡Kung-fu chino de verdad!

La multitud de reclusos retrocedió unos pasos como una línea de olas, contemplando con incredulidad al apuesto joven con heridas en el cuerpo como si fuera un protagonista salido de una de esas peliculitas raras de artes marciales orientales.

Los guardias de la prisión, que se dieron cuenta de que algo iba mal, se acercaron con las porras en la mano y dijeron: 

—Muy bien, ya está. De verdad, hacen esto con todos los nuevos y no se aburren.

—Ja, ¿no crees que la forma en que se cagan de miedo y piden piedad de rodillas es graciosa siempre, sin importar cuántas veces la veas? —el gran hombre negro que se había desnudado hasta quedar casi en cueros agitó el dobladillo de su remera con orgullo—. ¡Este truco no falla!

—¿No tenemos aquí una excepción a la regla? —el guardia negro de mediana edad se rio entre dientes y dio un leve golpe en el brazo al joven asiático con la punta de la porra—. Buen trabajo, chinito. Muéstrales algo de color a estos revoltosos.

El joven guardia blanco, a su vez, se agachó para levantar al hispano lleno de mocos y le dijo en tono burlón: 

—Esta fue la fiesta de bienvenida de la Casa Blanca. ¿Nuestros residentes fueron lo suficientemente hospitalarios para ti?

El hispano se quedó paralizado, como si no hubiera reaccionado al hecho de que la horrenda escena anterior no había sido más que una broma generada por el aburrimiento de los reclusos y los vítores de los guardias.

Sin embargo, detrás de lo que se mostraba como una broma vil todavía se ocultaba una detección y un juicio propios de una prisión sobre quién era fuerte y quién era débil, igual que un grupo de hienas que se muerden el cuello unas a otras en una caza y una pelea, no solo para divertirse con el juego, sino sobre todo para desgarrar más rápido la garganta del oponente cuando matan y canibalizan a los de su misma especie.

—Ya puedo dormir ahora en la litera de arriba, no —el joven asiático lo miró desde arriba, sin ningún tono de consulta, y se encaramó a la estructura de la cama con un montón de trofeos.

—Bueno, basta de diversión; a la cama todos. El que vuelva a hacer tonterías será arrastrado a la parte de atrás —el guardia golpeó el armazón de una cama con un palo a modo de advertencia y cerró la puerta de hierro. El sonido de las duras suelas de las botas en el suelo se fue desvaneciendo.

La oscuridad volvió a cernirse sobre la amplia y abarrotada celda. El recién llegado hispano yacía intranquilo en su litera, encogido de miedo al darse cuenta de que aún había un montón de murmullos balbuceantes flotando en el silencio. Al escuchar con atención, eran claramente una mezcla vulgar de español e inglés, como si fueran las garras de una bestia salvaje que se impacientaba por la noche, y se encogió de terror.

Solo olvidó una cosa: en esta jungla carcelaria, una vez que emites el olor de la presa, los depredadores jamás dejarían de aparecer.

El joven asiático amontonó los regalos en la esquina de la cama contra la pared y se tumbó con la ropa puesta. En la litera contigua se asomó un rostro de características claramente germánicas, cabello castaño y ojos azules, rasgos profundos y definidos y su cabello extremadamente corto mostraba un poco de salvajismo y tosquedad. —Hola —dijo tras un segundo de vacilación y después saludó en voz queda—. Me llamo Alessio. Soy italiano. ¿Cómo te llamas?

La única respuesta que recibió fue el silencio. 

Justo cuando pensaba que la contraparte no quería prestar atención y estaba a punto de dormirse, la voz del joven asiático se permeó por la barandilla de la cama cual brisa fresca bajo la lluvia: 

—...Luoyi Li.

[1] 密宗噶举派, la escuela Kagyu de budismo esotérico. Cada vez que dice "hispano", en chino dice literalmente "de descendencia española". ¿Tal vez sería mejor cambiarlo a "español"? Cualquier cambió lo dejaré saber en notas.

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