Cuentos

Dos para una tragedia - Rodrigo Mazariegos

Nada es real. Vivir es más fácil con los ojos cerrados. El libro de nuestros días está en sus últimas hojas. Esas caras familiares ya no existen, no somos los mismos. Eventualmente crecemos y llegamos a desconocer a las personas. Entre las líneas se pueden ver señas, se pueden ver signos. A veces nos marchitamos y ahí es cuando sentimos miedo. Hasta que encontremos nuestro equilibrio, nuestro estado basal, somos meras sombras. Pero no solo hablemos de balance, hablemos de sentimientos.

El búho amaba a la hoja de bananito. La hoja de bananito lo amaba a él. Entonces, en teoría la historia debería ser simple, pero no lo es. Es más, cada día se complica. Ellos, muy en su interior desean estar juntos. El búho acaba de alzar el vuelo. Levantó sus enormes alas y de un golpe seco se elevó. Está buscando a la hoja de bananito. Esta fue cortada y llevada lejos. Ocurrió porque el búho cometió un error. Bueno, no solo uno. Cometió muchos errores cuando estuvieron juntos.

Ella normalmente se excusa y dice que olvida fácilmente. Para su mala fortuna, el búho no olvida. A pesar de los errores de él, la hoja de bananito también tuvo parte de culpa. Era indecisa, era insegura. Es comprensible, desde que brotó tuvo que enfrenarse a muchas cosas. Primero está la pelea constante con sus hermanas hojas. Después, los fuertes rayos de Sol, que a pesar de ser vitales, dañaban la capa de ceras que la cubría. Pero sobre todo, el problema era el agua. La época calurosa había durado más tiempo de lo esperado. La lluvia se quedó dormida y la sequía era absoluta. Ella lloraba en las noches. El búho la consolaba. Limpiaba sus lágrimas con sus plumas. Lo hacía con tanta delicadeza, como si tuviera miedo de dañarla. Se pegaba a ella y ella se recostaba en él. Dormían juntos y eran felices. Es extraña la capacidad de algunos, de solo estar ahí y olvidarse de todo. Olvidarse del mundo, escapar de la luz y llegar a un lugar donde no pueden escuchar que la demás gente los llama.

Los sentimientos llegan a ser peculiares. Una definición puede variar entre las perspectivas. Aquí entra en juego la subjetividad. La hoja de bananito creía en el búho y en secreto lo admiraba. Le encantaba que le contara historias mientras se recostaba en sus plumas. A veces lo miraba en vuelo y quería ir con él y sentir que gobernaban el mundo. Ella tenía miedo. Miedo de decir algo equivocado. Miedo de decir algo erróneo y que él volara y no regresara. Por otro lado, el búho siempre la cuidaba. Cortaba hojas de té de limón y las maceraba con su pico extrayendo la cintronela que regaba a su alrededor sin que la hoja de bananito se diera cuenta. Esto alejaba posibles depredadores como insectos. Rezaba por su bienestar y pedía por verla aunque sea un momento. No quería hostigarla porque ella es muy sensible y él entendía eso. Él también tenía miedo. Miedo de decir algo equivocado. Miedo de decir algo erróneo y que ella se apartara para siempre. Ahora entienden a lo que me refiero con la subjetividad. Estamos condicionados a creer que sentimientos como el amor siempre son de la misma forma: con corazones, rosas y amantes plásticos que son más perturbadores que las imágenes del Valle Inquietante. Pero se olvidan que quiere más el que quiere en silencio. Así que dejen de prestar importancia cuando ladren los perros.

El búho está buscando a la hoja de bananito. Ella trató de ser comprensiva, ¿pero quién puede ignorar una mentira culpable, una puñalada trapera o un acto erróneo? Ese error cambiará la relación sin remedio, incluso si hemos aprendido de los errores y no los volvemos a repetir. Los ojos del búho se volvieron más distantes. Él pronto se arrepintió de todo. Las palabras son como las espadas, pueden causar daño; y si no se saben usar, daño al que las dijo. Pero, si hemos aprendido del error y gracias esto somos mejores personas, ¿no deberían recompensarnos por lo aprendido, en lugar de castigarnos por ese error? Nuestro mundo está regido por la causa y el efecto, pero casi siempre, el efecto es más negativo que la causa. Ser el efecto, no la causa es un estilo de vida. Esto nos enseña a no ser generosos. Nos enseña ser violentos. Pero sobretodo, nos enseña a no ser humildes: si olvidamos con facilidad y actuamos con debilidad, la gente pasa sobre nosotros. La hoja de bananito, a pesar de todo, no comprendía las leyes del mundo y odiaba al búho por esto. Cámbiese odio por envidia. Envidia natural. Todos envidiamos algo. La gente sabia sabe envidiar, así como también sabe odiar.

Ayer, la hoja de bananito miraba el Sol. Le ardía hasta la última célula de su cuerpo. Sus tejidos se deshidrataban. Lloraba del dolor. En realidad no podía llorar. Las lágrimas están compuestas por aceites, sales inorgánicas, pero sobre todo, agua, la cual no existía. Empezaba a delirar. Su orgullo le impedía pedirle a las demás estructuras de la planta que le dieran una gota de agua. El búho se posó cerca de ella. En una pequeña cesta hecha con plumas le llevó agua de río. La hoja de bananito no quería aceptarla. Él le rogó, su bienestar le importaba más que nada. Ella le pidió no lo hiciera de nuevo. Su orgullo otra vez se impuso entre ellos. Cada vez que necesitara ayuda el búho se la brindaba. Esto la incomodaba. Evitando repetir la situación, la hoja de bananito le pidió que la llevara al lugar donde la consiguió. Eso significaría su muerte. El búho negó. Ella cerró los ojos.

Hoy, un cuervo cumplió el deseo de la hoja de bananito. El búho la busca, pero ella no quiere ser encontrada.

Los Últimos Increíbles Grises - Rodrigo Mazariegos

La anciana se sentó trabajosamente en el gran sillón de su sala. Se acomodó por un rato hasta que ya no le molestara la espalda. No lo consiguió. Respiró con fuerza. Tomó una taza que estaba colocada en una mesa aledaña y la llevó a su nariz olfateando el olor a menta que de esta salía. Dio un pequeño sorbo y respiró profundamente. Observó el fuego de la chimenea que calentaba el lugar en el que antes había hecho y forjado sus sueños. Era de color anaranjado. Las llamas se movían con braveza. Dibujaban formas, signos. Su mirada se perdió. Movió con torpeza la cabeza y tomó la carta que le acababa de llegar. Sus frágiles manos la botaron. Reunió la mayor fuerza que pudo y la levantó. Dejó escapar un suspiro. La abrió y la leyó:

“El misterio de la muerte ahora se abre como nunca antes frente a nosotros. Pronto cada noche podrá traer la luz, pero no iluminará, sino sólo me acompañará cuando cierre mis ojos. Llega el momento de marchitarnos y sentir miedo. Ahora el tiempo nos está alcanzando. Levanto la mirada y el horizonte se vuelve negro. Cuántos días tuvieron que pasar para que nuestra hambre quedara saciada. Y así vivimos estos últimos gloriosos días. Somos lo último que queda de los Increíbles Grises, las últimas hojas del árbol enfrentándose al otoño. Ahora esperemos que los jóvenes se hagan cargo de la manada. Todavía puedo sentir mi corazón latiendo, leve. Creo que todavía los puedo ver. Pero ya no puedo correr al ritmo de los niños…”

La anciana se sentó en su escritorio. Volteó la mirada y desde la ventana vio a la plateada luna que la acompañaba. Su respiración se entrecortaba. Sus manos temblaban. Tomó la vieja pluma con la que había escrito noches enteras y redactó una misiva.

Al día siguiente, en algún lugar, un anciano observaba la plateada luna desde el pórtico de una casa antigua. Su cabello era blanco y su barba gris. Tenía los ojos cansados. Su mirada era blanca y profunda. Se levantó lentamente de una silla y encontró un sobre en el buzón de su casa. Sabía quién lo había enviado. Estaba seguro. Lo tomó y leyó:

“A veces aquí la vida es demasiado restrictiva. El tiempo cambió nuestro rostro familiar, los colores más brillantes se están empalideciendo, convirtiéndose en gris. Y nos sepultarán, y nos enterraran, pero germinaremos como las flores porque somos semillas. De mis cenizas nacerá un árbol corazón de hojas rojas y sé que de las tuyas también. Siento que el tiempo nos está alcanzando. Cuántos días tuvieron que pasar para que nuestra hambre quedara saciada. En los ojos de cada recién nacido yo veo el pasado y me doy cuenta de que la vida es solo una fase. Ahora me doy cuenta de que el final solo es un principiante. Cierro los ojos y los puedo ver, allí están todos, esperando que llegue: Los Increíbles Grises.”

El anciano, con lágrimas en los ojos, se sentó a una mesa y redactó una nueva carta. Sus lágrimas mojaron el papel. Al terminar la colocó en un sobre y la besó, esperando que una pequeña parte de su alma quedara impresa en ella y perdurara para siempre. Lentamente se levantó y se dirigió a su cama y cerró los ojos. Dejó de llorar.

La anciana se sentía débil. Le pesaban los pies. Su piel estaba más pálida de lo normal. Sus labios se tornaron de un color oscuro. Escuchó que alguien tocaba a la puerta. Caminó sumamente lento, cada paso le costaba más que el anterior. Al tercer intentó logró remover el cierre y abrió la puerta. El cartero le entregó un sobre, ella le pidió que lo esperara. La anciana al ver la impecable caligrafía supo de quién se trataba. Lo abrió y leyó:

“Las montañas me cantan por última vez. El miedo es real, un día soleado puede terminar. Ya no necesito ayuda, así que déjenme. Siento que el tiempo nos está alcanzando, ciertamente fueron muchos los días que tuvieron que pasar para saciar nuestra hambre. En los ojos de cada recién nacido yo miro el futuro y realmente, la vida es solo una fase. Cerré los ojos y los ví a todos dándome la bienvenida: Los Increíbles Grises.”

La anciana contuvo las lágrimas. En cierta forma tenía miedo. Le costaba respirar. Tomó su pluma y con las últimas fuerzas que le quedaban redactó una última carta. Se la dio al cartero. “Es de suma urgencia”, le dijo. Este se marchó. Iba caminando cuando vio pasar una ambulancia en dirección a la casa de la anciana.

Llegó al lugar destinado. Tocó a la puerta y una mujer de no más de veinte años apareció. Hizo la entrega y se marchó. La joven reconoció la letra fina de su abuela. Abrió precipitadamente el sobre y leyó:

“Tú eres la fuerte, confía en mí. Ahora, tú debes ser la líder en mi lugar. Ya no hay tiempo, no dudes o te atropellará el fracaso. Siento que el tiempo nos acaba de alcanzar. Fueron muchos los días que tuvieron que pasar para que nuestra hambre quedara saciada. En tus ojos yo vi el pasado y también vi el futuro. Hasta este momento me di cuenta de que la vida es solo una fase. Cierro los ojos y me uno a ellos, los que protegeremos a los jóvenes: Los Increíbles Grises…”

La vida de un perro - Diego Longo

Siempre he querido a mis dueños desde aquel día en que vi la luz por primera vez, para ese entonces aún no los conocía, pero sabía entonces que por azares del destino, la vida me presentaría a las personas correctas. Nací en una camada de 7 hermosos Schnauzers recuerdos tan claros como borrosos que siempre atesoraré con el tiempo.

Desde entonces durante los últimos casi 10 años he sido un perro muy feliz habitando una casa maravillosa con dueños maravillosos. Mis dueños son: una humana de edad adulta y un humano quien prácticamente ha crecido conmigo. Ellos me han hecho el animal más feliz del mundo.

Juntos hemos compartido tanto alegrías como tristezas. Los he visto felices y ellos me han visto feliz a mí, los he visto tristes, y pese a que no tengo el poder de expresarme verbalmente con ellos, siempre he hecho hasta lo imposible por animarlos.

Con el paso del tiempo, mis humanos invitaron a una Husky a unirse a nuestra familia. Yo no me llevo bien con ella pues es pequeña, tiene 1 añito y es muy traviesa, demasiado para alguien de mi edad. Desde entonces siempre he sentido cierta incógnita de que sigo siendo el favorito. Aunque mi dueño me ha dicho que siempre le he recordado a mis padres, quienes yo no pude conocer, pero por alguna razón él dice conocerlos.

Creo firmemente en la reencarnación y en que, no importa cuántas vidas pasen, yo siempre cuidaré de ellos, porque ellos siempre me han cuidado y yo les estaré eternamente agradecido.