Sam Shepard
Tim Ford y yo robamos una vez un coche...

Tim Ford y yo robamos una vez un coche en San Bernardino. Uno de aquellos Austin Healey antiguos, con capota plegable de cuero rojo y llantas de radios. Lo encontramos aparcado con las llaves puestas detrás de un quiosco de Refrescos A and W.

Al principio no queríamos más que dar una vueltecita con él y dejarlo luego al otro extremo del pueblo, pero terminamos dirigiéndonos a México. A Tim se le ocurrió que necesitábamos obtener alguna tarjeta de identidad falsificada para entrar en los bares y comprar cerveza en las tiendas de bebidas alcohólicas sin que se metieran con nosotros y nos echaran. Dijo que conocía a un tipo de Tijuana que falsificaba la fecha de nacimiento en los permisos de conducir, y que lo hacía tan bien que parecía auténtico. Dijo que, además, salía muy barato.

No recuerdo ningún coche tan divertido de conducir como aquel Austin Healey. Cómo gruñía. Respondía como un animal a cualquier insinuación. Desaceleraba cuando reducías, saltaba maravillosamente de una marcha a otra, volaba en directa…, hacía todo lo que te diera la gana. Tomaba las curvas como una Pantera. Era imposible volcarlo.

Él y yo asumimos la personalidad de los dueños de coches de este tipo. Nos desabrochamos la camisa y dejamos que el viento nos golpeara en el pecho. Nos pusimos las gafas ahumadas que encontramos en la guantera. (Tenían la montura roja, con unos brillantes en las esquinas.) Adelantamos volando a las mujeres que conducían por la carretera, o nos acercábamos tanto a sus coches que podíamos abrirles la puerta y oírlas gritar. Cuando paramos a comer en un restaurante nos instalamos en un cubículo que estaba junto a la ventana, para poder contemplar el coche desde dentro. La parrilla del radiador. Soñamos que recorríamos Europa con él y empezamos a utilizar palabras de la jerga automovilística como «los boxes» o «el rally» para que nos oyeran los que estaban cerca. Ese Healey nos gustaba tanto como si fuese nuestro.

Nos pasamos el día entero en Tijuana esperando a que aquel tipo revelara las fotos que nos sacó para la documentación falsificada. Era un hombrecillo hosco y silencioso que llevaba un manchado jersey gris. Anduvimos errando por toda la ciudad, y pasando por su oficina cada media hora. El hombrecillo abría bruscamente la puerta y nos echaba de allí agitando secamente la mano, como si fuésemos mendigos o algo así. Yo tenía la sensación de que la falsificación de documentos era la menos grave de sus actividades ilegales. Pero al final resultó que había valido la pena esperar tanto tiempo. Los nuevos permisos de conducir eran impecables y soportaron la prueba en la frontera cuando la poli nos pidió que los sacáramos de la cartera.

Bebimos ríos de alcohol en San Diego, donde exhibíamos nuestros nuevos permisos ante las narices de los barmans de toda la ciudad. Compramos botellas de vino para el viaje de regreso a casa. No paramos ni para vomitar. Asomábamos la cabeza un poco y subíamos el volumen de la radio.

Sam Shepard de Crónicas de Motel 11/9/80 San Francisco, Ca.