La edad de la penumbra
Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico.
Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico.
Prólogo. Palmira, 385 d.C.
Sus ataques eran primitivos, violentos y muy efectivos. Esos hombres se movían en jaurías-más tarde en manadas de hasta quinientos- y cuando aparecían, lo que seguía era la completa destrucción. Sus objetivos eran los templos, y los ataques podían ser asombrosamente rápidos. (…) Los fanáticos se reían a carcajadas mientras hacían pedazos las estatuas “malvadas”.
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Damascio, el último filósofo de la Academia fundada por Platón se refería a la cristiandad como “el salvaje tirano”. Casi desde los primeros años después de que un emperador cristiano pasara a gobernar Roma, en el 312 a.C., las libertades empezaron a deteriorarse. Y después, en el 529 d.C., se produjo el golpe final. Se decretó que a todos aquellos que trabajaban “bajo la locura del paganismo” (Dasmascio y sus colegas) ya no se les permitiría enseñar. Pero sucedieron cosas peores. También se anunció que cualquiera que no hubiera sido bautizado aún tenía que dar un paso al frente y darlo a conocer de inmediato en las “iglesias sagradas” o enfrentarse al exilio. Y si alguien se hacía bautizar y luego volvía a sus viejas creencias paganas, sería ejecutado.
En el 532 d.C., la Academia, la más grande y más famosa escuela del mundo antiguo –quizá de toda la historia-, una escuela que podía remontar su historia a casi un milenio atrás, cerró. (…) Los templos de Atenas estaban cerrados; la gran estatua de Atenea había sido derribada.
Pág. 20: Cuando las historias modernas describen este período, este tiempo en el que las viejas religiones se desvanecieron y el cristianismo finalmente se volvió predominante, tienden a llamarlo el “triunfo de la cristiandad”.
Los monasterios preservaron mucho del conocimiento clásico. Pero no es ni mucho menos toda la verdad. De hecho, este atractivo relato casi ha oscurecido por completo otra historia anterior, menos gloriosa. Porque antes de preservar, la Iglesia destruyó. En un arrebato de destrucción nunca visto hasta entonces, durante los siglos IV y V la Iglesia cristiana demolió, destrozó y fundió una cantidad de obras de arte simplemente asombrosa…. Los templos se arrasaron por completo y se quemaron hasta que de ellos no quedó nada. Incluso el que era considerado el más glorioso de todo el imperio fue destruido. Muchas de las esculturas del Partenón sufrieron daños; se les mutilaron las caras y las manos, se les arrancaron las extremidades y se decapitó a los dioses.
Pág. 22: Los libros sufrieron terriblemente… Se prohibieron las obras de filósofos censurados y en todo el imperio ardieron hogueras con las llamas de los libros proscritos.
En las silenciosas salas de copiado, los monjes preservaron muchas obras, pero dejaron que se perdieran muchas más. El ambiente podía ser agresivamente hostil con los autores no cristianos.(…) En una época en la que el pergamino era escaso, muchos escritores antiguos fueron simplemente eliminados; las páginas de sus obras se raspaban para poder ser reutilizadas con temas más “elevados”. (…) Agustín sobrescribió el último ejemplar de “Sobre la república” de Cicerón para anotar encima sus comentarios a los Salmos. (…) Solo un 1% de la literatura latina sobrevivió a los siglos. (…) Hombres que estaban en el corazón mismo de la Iglesia católica alentaron y lideraron los ataques contra los monumentos de los “locos”, “malditos” y “dementes” paganos… El gran san Agustín fue uno de ellos.
Pág. 24. Fervientes cristianos iban a las casas de la gente y buscaban libros, estatuas y pinturas CONSIDERADAS DEMONÍACAS. Esta clase de atención obsesiva no era crueldad. Al contrario; refrenar, atacar, forzar y hasta pegar a un pecador era –si le devolvías al camino de la rectitud- salvarlo.
Pág. 25: Este libro trata de la destrucción cristiana del mundo clásico. La agresión cristiana no fue la única –el fuego, las inundaciones, las invasiones y el propio paso del tiempo también hicieron su papel-, pero la atención de este libro se dirige, en particular, al asalto cristiano.
Pág. 28. SOBRE LA PALABRA “PAGANO”. También era una innovación cristiana: antes del auge del cristianismo, pocas personas habrían pensado en describirse a sí mismas por su religió. Luego, el mundo se separó para siempre mediante líneas religiosas, y aparecieron palabras para siempre mediante líneas religiosas, y aparecieron palabras para demarcar esas divisiones. Una de las más comunes fue “pagano”. Al inicio, la palabra se había utilizado para referirse a un civil en oposición a un soldado. Después del auge del cristianismo, los soldados en cuestión ya no eran los legionarios romanos sino quienes se habían alistado en el ejército de Cristo. Más tarde, los escritores cristianos tramaron etimologías falsas y poco favorecedoras de la palabra; sostuvieron que estaba relacionada con “pagus”, con los “campesinos” y el campo. No era así, pero esos ataques prendieron y “paganismo” adquirió el poco atractivo aire de lo rústico y atrasado, una corrupción que mantiene hasta hoy.
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En el siglo III, durante un periodo de 50 años, no menos de veintiséis emperadores y quizá otros tantos, si no más, usurpadores, reclamaron el poder. (…) En este mundo nihilista estalló el cristianismo. La nueva religión no solo aportaba consuelo, compañía y un sentido a esta vida, sino que además ofrecía la promesa de la felicidad eterna en la siguiente.
En el 312 d.C., el propio emperador Constantino se proclamó seguidor de Cristo. Bajo sus auspicios, la Iglesia no tardó en ser eximida de impuestos, y se empezó a recompensar a su jerarquía con generosidad. Los obispos cobraban cinco veces más que los profesores, seis veces más que los médicos, tanto como un gobernador local. Gozo eterno en la próxima vida, promoción burocrática en esta. ¿Qué más se podía desear?
Se trataba de una guerra. La lucha para convertir al imperio fue nada menos que una batalla entre el bien y el mal, entre las fuerzas de la oscuridad y las de la luz. Fue una batalla entre Dios y el mismo Satanás.
Era también un mundo de apariciones diabólicas, no solo de los santos; un lugar en el que Satanás podía pasar a tu lado por un camino y un demonio podía sentarse frente a ti en la cena. (…) Los historiadores modernos, que tienden a ignorar las demonologías con un silencio que habla con elocuencia de su bochorno, pueden haberlos olvidado, pero esos diablos obsesionaron y, quizá, incluso poseyeron, a algunas de las mejores mentes de la primera cristiandad. Los demonios merodean por las páginas de la “ciudad de Dios”, de san Agustín. (…) Enfrentados a esta amenaza múltiple, los escritores cristianos se movilizaron. Con el cuidado de unos naturalistas victorianos, los historiadores, los teólogos y los monjes de finales del siglo IV empezaron a observar y registrar las costumbres de esta raza malvada.
Aparecieron complejas demonologías que lo explicaban todo, desde la creación de estas criaturas hasta su pestilencia, su geografía (Roma era uno de sus lugares favoritos).
Pág. 44: La motivación de los demonios era sencilla; si tenían seguidores humanos, tendrían sacrificios, y esos sacrificios eran su comida. Con ese fin, explicaban los escritores cristianos, los demonios habían creado todo el sistema religioso grecorromano para procurarse “los alimentos que necesitaban: el olor del humo y la sangre de las víctimas ofrecidas a sus estatuas e imágenes. Pero no era solamente una cuestión de alimentación; los demonios también se deleitaban con la mera visión de la gente que dejaba de lado al verdadero dios cristiano.
Los templos de los antiguos dioses funcionaban como centros de actividades demoníacas. Allí, los demonios se establecían en multitudes, atiborrándose de los sacrificios que los romanos hacían a los dioses.
En estos primeros siglos, y ante esta terrible amenaza, los predicadores cristianos empezaron a exhibir un nuevo y casi histérico deseo de pureza. Agustín respondió a su angustiado corresponsal de esta guisa: “si se trata de elegir entre la contaminación con objetos paganos y la muerte, el cristiano debe escoger la muerte sin dudarlo”.
Pág. 46: Los cristianos tenían razón; las demás religiones estaban equivocadas; más que eso, estaban enfermas, locas, condenadas, o eran malvadas e inferiores. Empezó a utilizarse un nuevo y violento vocabulario de repulsa al hablar de las demás religiones y cualquier cosa relacionada con ellas, lo que significaba prácticamente cualquier ámbito de la vida romana. (…) La devoción a los antiguos dioses empezó a representarse como una aterradora contaminación, una que, como la miasma en la tragedia griega, podía llevar a la catástrofe.
Pág. 49: Permitir que alguien siguiera un camino distinto al del verdadero cristiano no era libertad, era crueldad. (…) Permitir que otra persona permaneciera fuera de la fe cristiana no era mostrar una encomiable tolerancia, era condenar a esa persona. (…) Oponerse a la religión de otros o reprimir su devoción no eran, decían los clérigos a sus congregaciones, actos de maldad o intolerancia. Se contaban entre las acciones más virtuosas que los hombres podían hacer. La Biblia misma lo exigía.
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A principios del 163 d.C., algunas de las figuras más glamurosas de la Roma del siglo II se reunieron en una sala particularmente poco glamurosa. Esa gente no solo era rica, también era algo que en esa época se consideraba mucho más chic: la élite intelectual del imperio. Entre la multitud reunida, se podía distinguir a filósofos, académicos y pensadores eminentes.
La cirugía se había convertido en un deporte popular para los espectadores, y los ciudadanos educados se apelotonaban para ver cómo se disecaba un animal. (…) GALENO era un consumado artista. Sus habilidades eran increíbles. Transcurrirían siglos antes de que muchas de las observaciones de Galeno se mejoraran. Su comprensión de la neuroanatomía no se superaría hasta el siglo XVII; su entendimiento de determinadas funciones del cerebro no se mejoraría hasta el siglo XIX. Fue Galeno quien demostró que las arterias contenían sangre y no, como se había pensado, aire o leche. Fue Galeno quien demostró que la médula espinal era una extensión del cerebro y que cuanto más alto se cortara más movimiento se perdía.
Pág. 54: Más o menos en la misma época en que Galeno torturaba cerdos en Roma, otro intelectual griego estaba llevando a cabo una disección bastante distinta: estaba despedazando intelectualmente, sin piedad, el cristianismo. Era una experiencia nueva para todos los implicados. Durante los primeros ciento y pico de años de cristianismo, no hay menciones a la nueva religión en los escritos romanos. Después, alrededor del paso al siglo II, empezaron a aparecer, aunque de manera fragmentaria y gradual, en los textos de los no cristianos.
El cristianismo podía considerarse a sí mismo como la única verdad, pero para la mayoría de la gente era poco más que un culto oriental excéntrico y con frecuencia irritante. ¿Por qué perder el tiempo rebatiéndolo? Cincuenta años después, todo cambió. De repente, alrededor del 170 d.C., un intelectual griego llamado Celso lanzó un ataque monumental y vitriólico contra la religión.
Lo que también está claro es que en Celso hay algo más que un desdén. Está preocupado. Su escritura está impregnada de una clara ansiedad ante la posibilidad de que esta religión –una religión que él considera estúpida, perniciosa y vulgar-, pudiera extenderse más y, al hacerlo, herir a Roma.
Porque los miedos de Celso se hicieron realidad. El cristianismo siguió expandiéndose, y no solo entre las clases bajas. Ciento cincuenta años después de la crítica de Celso, hasta el emperador de Roma se declaraba seguidor de esa religión. Lo que sucedió después fue mucho más grave que cualquier cosa que Celso hubiera podido imaginar. El cristianismo no solo ganó partidarios, sino que prohibió que la gente adorara a los antiguos dioses romanos y griegos. Con el tiempo, llegó a prohibir que cualquiera disintiera de lo que Celso había considerado sus estúpidas enseñanzas. (…) Un apologeta cristiano, Orígenes, escribió un fiero y extenso contraataque.
Pág. 59. Para muchos intelectuales como Celso, la idea de un “mito de la creación” no solo era inverosímil sino redundante. Durante este periodo, en Roma, una teoría filosófica popular e influyente ofrecía una visión alternativa. Esta teoría, epicúrea, afirmaba que en el mundo todo fue hecho no por un ser divino sino por la colisión y la combinación de átomos. Según esta escuela de pensamiento, dichas partículas eran invisibles a simple vista pero tenían su propia estructura y no podían dividirse (temno) en partículas más pequeñas. Eran a-temnos, “la cosa indivisible”, el átomo. Todo lo que se ve o se siente, sostenían estos materialistas, está compuesto de dos cosas: los átomos y el espacio, “donde aquellos están colocados” y por donde se mueven en diferentes direcciones”. Incluso los seres vivos estaban hechos de ellos; los humanos no habían sido creados por Dios, sino que no eran más que un “agregado espontáneo de elementos”. (Lucrecio)
El apologeta cristiano Minucio Félix resumió sucintamente las consecuencias intelectuales de esta poderosa teoría. Si todo en el universo ha sido “formado por fortuitos encuentros, ¿dónde está el Dios ordenador?” La respuesta es evidente, no hay dios. (…) La teoría atómica, por lo tanto, eliminaba la necesidad y la posibilidad de la creación, la resurrección, el juicio final, el infierno, el cielo y el dios creador.
En los siglos sucesivos, los textos que contenían esas ideas peligrosas pagaron un alto precio por su “herejía”. A Agustín le disgustaba el atomismo precisamente por la misma razón por la que a los atomistas les gustaba; debilitaba el terror de la humanidad al castigo divino y al infierno.
Sin embargo, la teoría atómica de Demócrito nos ha llegado, aunque a través de un fino hilo; estaba en un único volumen del gran poema de Lucrecio que se hallaba en una sola biblioteca alemana, que solo un intrépido cazador de libros acabaría encontrando y salvando de la extinción. (…) En el Renacimiento, Lucrecio y sus teorías atómicas fueron revolucionarias. En la época de Celso eran completamente ordinarias. A Celso no solo le irritaba el hecho de que los cristianos fueran unos ignorantes en materia filosófica, sino también que los cristianos, de hecho, disfrutasen de su ignorancia. (…) La falta de rigor intelectual del cristianismo preocupaba a Celso por las mismas razones que habían molestado a Galeno.
Pág. 67: Pero por religiosos que fueran, los romanos no eran dogmáticos ni inflexibles. Al igual que el imperio, el panteón romano podía expandirse fácilmente. Roma no era un modelo de pluralismo religioso. No tenía ningún escrúpulo a la hora de prohibir o eliminar prácticas –fueran druídicas, báquicas o maniqueas- que por alguna razón parecieran perniciosas. Pero asimismo, podía admitir dioses extranjeros, aunque, como con tantas otras cosas en Roma, primero había que cumplir un proceso burocrático. Ignorar ese proceso y adorar a un dios extranjero que no estuviera aceptado era un acto socialmente inadmisible; se incurría en el riesgo de perturbar el contrato con los dioses ya reconocidos y extender el desastre y la peste. Este era uno de los problemas con el cristianismo y su crecimiento; para algunos, era estresante. ¿Qué efecto podía tener esa nueva religión en la pax deorum?
Los observadores cristianos contemplaban con asombro la tolerancia de sus vecinos no cristianos. Más tarde, Agustín se maravillaría del hecho que los paganos fueran capaces de adorar a tantos dioses diferentes sin discordia. (…) Agustín, a pesar de estar impresionado por la armonía de sus vecinos, no estaba dispuesto a mantener esa tolerancia. La obligación de un buen cristiano era, concluyó, convertir a los herejes; por la fuerza, si era necesario.
Pág. 69. Algunas décadas después de que Celso escribiera la “Doctrina verdadera”, otro filósofo griego desató un ataque aún más monumental contra esa misma fe. Conmocionó a la comunidad cristiana por su profundidad, amplitud y brillantez. Sabemos que se llamaba Porfirio. Sabemos que tenía como objetivo la historia del Antiguo Testamento, y que no escatimó desprecio hacia los profetas y la fe ciega de los cristianos.
Porfirio, como Celso y Galeno, acusaba al cristianismo de ser una “fe que no razona”. Las obras de Porfirio se consideraron tan poderosas y aterradoras que se destruyeron completamente. Constantino, el primer emperador cristiano –ahora famoso por su edicto sobre la “tolerancia”- inició el ataque.
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Según el mito cristiano, la persecución empezó con Nerón. (…) Mientras los romanos ricos vivían en grandes villas –el emperador Domiciano, más adelante, viviría en un palacio de cuarenta mil metros cuadrados-, la mayor parte de la población de la ciudad subsistía en bloques de apartamentos atestados y tambaleantes. Estos edificios, muchos de hasta siete pisos de altura, eran chapuceros, apenas recibían mantenimiento por parte de unos gestores inmobiliarios con pocos escrúpulos y no era raro que se derrumbaran. Vivimos en una Roma “que se apoya en buena medida en frágiles pilares” (…) El ruido era un problema incesante. Las paredes eran delgadas y no había cristales en las ventanas, y la mayoría de los romanos –al menos según las quejas de los autores satíricos de la ciudad- sufrían de insomnio crónico. (…) Para los que alquilaban una casa en esos bloques de apartamentos desvencijados, el fuego era un miedo perpetuo.
Cuando en el 64 d.C. tuvo lugar el Gran Incendio, parece que algunos cristianos vivían en la capital. Sin duda había los suficientes como para que, cuando Nerón se puso a buscar chivos expiatorios para el infierno, le parecieran no solo un objetivo verosímil, sino que fuera capaz de encontrar a varios de ellos(aunque no la “inmensa multitud” que describieron historias posteriores) para acusarlos. Y acusarlos era, para Nerón condenarlos; y condenarlos era castigarlos. El delito real no fue, extrañamente, por provocar un incendio, sino por “odio al género humano”. Se sentenció a los cristianos a muerte.
Aquí, pues, fue donde empezó; la primera persecución imperial de los cristianos. Según los historiadores cristianos, no fue ni mucho menos la última. La literatura cristiana seguiría retratando a los emperadores romanos y a sus funcionarios como sirvientes de Satanás, demoníacamente poseídos y con un deseo insaciable de sangre cristiana. Es una imagen muy potente. Pero no es cierta.
Pág. 80. Pero aunque las historias de mártires con frecuencia han dado lugar a relatos dramáticos, cautivadores y emocionantes, muy pocas o, quizá, ninguna de esas narraciones está basada en hechos reales. La persecución ordenada por el Imperio romano no duró muchos años. Pocos más de trece años en tres siglos de Gobierno romano. Es comprensible que esos años pudieran parecer muy largos en los relatos cristianos, pero permitir que domínenla narrativa de la manera en que lo han hecho –y lo siguen haciendo- es, en el mejor de los casos, engañoso y, en el peor, una burda tergiversación. En esos primeros siglos de la nueva religión, se produjeron persecuciones locales a los cristianos. Pero no sabemos de ninguna persecución puesta en marcha por el Gobierno durante los primeros 250 años del cristianismo, con la salvedad de la de Nerón, quien, con una locura imparcial, persiguió a todo el mundo. Durante dos siglos y medio, el Gobierno imperial de Roma dejó a la cristiandad en paz. (…) Por lo tanto, la idea de una sucesión de emperadores inspirados por Satanás, ansiosos de la sangre de los fieles, es otro mito cristiano. (…) Con todo, las historias de mártires han sido enormemente influyentes, también en la imagen que la cristiandad tiene de sí misma.
En muchas de las historias de mártires, el impulso no es tanto que los romanos quieran matar como, en mayor medida, que los cristianos quieren morir. ¿Por qué no iban a hacerlo? Paradójicamente, el martirio conllevaba considerables beneficios para quien estaba dispuesto a asumirlo. (…) En una era social y sexualmente desigual, era una manera a través de la cual las mujeres e incluso los esclavos podían destacar. A diferencia de la mayoría de las posiciones de poder en el muy socialmente estratificado Imperio romano tardío, esta era una gloria abierta a todos, independientemente del rango, la educación, la riqueza o el sexo.
¿Cuántas de estas famosas y emotivas historias sucedieron en realidad? Como reconoció el autor del primer cristianismo, Orígenes, el número de mártires era tan pequeño que resultaba fácil contarlos, y los cristianos solo habían muerto por su fe “a tiempos”.
Los ataques sancionados por el Estado se produjeron en tres fases principales: bajo Decio; bajo Valeriano, siete años más tarde, y la Gran Persecución, cincuenta y tantos años más tarde, en el 303 d.C. Y no todas estas “persecuciones” tenían explícitamente como objetivos a los cristianos. La persecución de Decio empezó en el 250 d.C. cuando éste emitió un edicto que requería que todo el mundo en el imperio realizara sacrificios en su honor. Los verdaderos cristianos debían negarse a realizar sacrificios en honor a nada.
La persecución de Valeriano duró alrededor de tres años y dio como resultado pocas muertes. Es cierto que la siguiente, la Gran Persecución, fue más relevante, y causa de cerca la mitad de los martirios de la cristiandad temprana, pero se extinguió rápido en Occidente y terminó oficialmente después de una década. Mientras se desarrolló, fue terrible. ´Se quemaron escrituras, los cristianos fueron torturados y ejecutados y se destruyeron iglesias. Pero fue limitada. (…) Los romanos no pretendían eliminar a los cristianos. Si lo hubieran deseado, casi sin duda lo habrían logrado. (…) Ahora se piensa que menos de diez historias de mártires de la Iglesia temprana pueden considerarse fiables.
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Quizá Poncio Pilato fue el primer funcionario que se vio obligado a regañadientes a emprender acciones contra los cristianos por agitadores, pero sin duda no fue el último. Quizá los pobladores que presionaban a Plinio tampoco se quejaran de los cristianos por razones religiosas; se ha especulado que lo que realmente les molestaba no era la teología, sino la carnicería. Los comerciantes locales estaban enfadados porque el aumento del sentimiento cristiano había provocado una caída en las ventas de carne para sacrificios y sus beneficios se habían resentido. El sentimiento anticristiano no estaba causado tanto por Satanás como por los malos resultados del comercio de ola carne para salchichas. (…) Hay pruebas claras de que, lejos de perseguir a los cristianos, los oficiales romanos apoyaban a algunos de los más prominentes.
Pàg. 92: De modo que el famoso primer encuentro registrado entre cristianos y romanos no documenta un choque de ideales religiosos; tiene que ver con la ley y el orden. La obligación de Plinio como gobernador y como romano era controlar y minimizar el descontento. Muchos choques futuros mostrarían un patrón similar. El motivo principal de la carta 10.96 no es denunciar la religión cristiana sino preguntar por el método correcto para tratarla.
- De hecho, en todo el imperio, los romanos son frustrantemente reticentes a desempeñar su papel de sanguinarios creadores de mártires. Muchos incluso se negaban a ejecutar a los cristianos cuando estos llegaban frente a ellos. (…) Muchos cristianos estaban tan ansiosos por morir que, cuando se presentaban de forma espontánea ante los oficiales, lo hacían ya encadenados, para beneficio de los perplejos pobladores. Como afirmó un autor cristiano con entusiasmo: “¡Ni mucho menos tenemos miedo, sino que pedimos la tortura espontáneamente!”.
Los romanos de esas narraciones quieren que los cristianos hagan sacrificios no porque deseen que se condenen en la próxima vida, sino porque desean salvarlos en esta. Simplemente, no quieren ejecutarlos. (…) Los oficiales de esas historias hacen todo lo que está en su mano para encontrar una forma de sacrificio que sea al mismo tiempo aceptable para el emperador y tolerable para los cristianos. Al darse cuenta de que los cristianos consideran los sacrificios con carne repulsivos, los oficiales tratan de tentarlos con actos de obediencia más sencillos. (… )También se esfuerzan por encontrar fórmulas verbales que los cristianos estén dispuestos a pronunciar.
En la persecución de Decio, a los cristianos que se negaban a ofrecer sacrificios se les daban repetidas oportunidades de obedecer, y las fechas preanunciadas implicaban muchas ocasiones para huir. (…) En tiempos de persecución, es probable que casi todos los cristianos que ofrecieron un sacrificio escaparan de la muerte. Los mártires cristianos fueron “cientos, no miles”, según el académico W.H.C. Frend. (…) A los oficiales de las historias de mártires raramente se les agradecen sus intentos de salvar o de disuadir.
Los no cristianos se mostraban perplejos y repelidos por tales excesos. El propio Plinio describió el cristianismo como nada más que una “superstición perversa y desmesurada”. Durante mucho tiempo, los romanos se esforzaron por comprender por qué los cristianos no podían limitarse a añadir la adoración de ese nuevo dios cristiano a la de los ya existentes. Se sabía que el cristianismo había surgido del judaísmo, yt qyue los judíos incluso habían rezado y ofrecido sacrificios a Augusto y a los empradores posteriores en su templo. Si ellos lo habían hecho –y la suya era una religión más antigua-, ¿por qué no podían hacer lo mismo los cristianos? El monoteísmo, en el rígido sentido cristiano, era impensable para los politeístas. “Si has reconocido a Cristo –dijo un oficial-, reconoce también a nuestros dioses”.
Lo que parecía irritar a Plinio el Joven de quienes se mantenían firmes no era tanto la implícita falta de respecto a sus dioses como el patente desaire a su autoridad. (…) Los romanos encontraban a menudo a los cristianos ofensivamente irritantes en los tribunales; no sin razón, si hay que creer las actas de los mártires. Los cristianos escupían, metafórica y literalmente, en el proceso legal romano.
Pág. 100: A muchos romanos no les gustaban los cristianos. Les parecía que su comportamiento huraño era ofensivo, que sus enseñanzas eran una locura; su fervor irritante y su rechazo a ofrecer sacrificios al emperador insultante. Pero durante los 250 años posteriores al nacimiento de Cristo, la política imperial respecto a ellos fue, primero, ignorarlos, y, después, declarar que no debían ser acosados.
- Poco más de diez años después de que el cristiano Constantino tomara el poder, se dice que se empezaron a aprobar leyes restringiendo “las contaminaciones de la idolatría”. Durante el reinado del propio Constantino, parece haberse decretado que “nadie podría osar erigir estatuas, ni emplearse en oráculos y similares artes, ni, por supuesto, celebrar sacrificio alguno”. Menos de cincuenta años después de Constantino, se anunció la pena de muerte para quien se atreviera a ofrecer sacrificios. Poco más de un siglo después, en el 423 d.C., desde el cristianismo gobernante se anunció que se eliminaría a cualquier pagano que aún sobreviviera. Aunque, se añadía con confianza y de manera ominosa: “no creemos que quede ninguno”.
6 – EL EDIFICIO MÁS GLORIOSO DEL MUNDO
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Año 392 d.C. El obispo de la ciudad de Alejandría decidió actuar contra ese demonio e una vez por todas. Los justicieros seguidores de Teófilo empezaron a derribar las famosas obras de arte, las vívidas estatuas y las paredes cubiertas de oro…. Los cristianos que observaban la escena rugieron de placer y, después, envalentonados, se dispusieron a terminar el trabajo. Según las crónicas cristianas posteriores, se había tratado de una victoria. Según una narración no cristiana, fue una tragedia y una farsa.
Las decenas de miles de libros, lo que quedaba de la mayor biblioteca del mundo, se perdieron por completo y nunca se recuperaron. Como ha observado en la actualidad el investigador Luciano Canfora: ”la quema de los libros fue parte del advenimiento y la imposición del cristianismo”.
Pág. 110.
A partir del 312 d.C. Constantino empezó enseguida a promover su nueva religión. Al año siguiente declaró que la persecución de los cristianos había terminado.
Constantino, después de haber matado a su mujer poco antes (supuestamente, la había hervido durante un baño porque sospechaba que mantenía una relación con su hijo), estaba abrumado por la culpa. Pero los sacerdotes de los antiguos dioses fueron intransigentes: Constantino estaba demasiado contaminado, dijeron, para ser purificado de esos crímenes. Ningún ritual lo podía limpiar. En ese momento de crisis personal, Constantino entabló conversación con un hombre que le aseguró que “la doctrina de los cristianos suprimía cualquier yerro”. Constantino, se decía, creyó al instante.
Constantino se caracterizó porque prefería llevar gran profusión de joyas, diademas y ropajes de seda. No era solo la persona imperial de Constantino la que se cubría de oro. La Iglesia, tan recientemente perseguida, se encontró de repente como inesperada receptora de asombrosas cantidades de dinero. Se decretaron beneficios fiscales para las tierras de la Iglesia, se exoneró a los clérigos de las obligaciones públicas, se agasajaba a los obispos con regales y banquetes, se concedían asignaciones anuales a viudas, vírgenes y monjas… La lista no se interrumpe ahí. Las inmensas iglesias que construyó Constantino eran asombrosas.
¿Cómo consiguió los fondos? Constantino decidió quedarse con parte de la riqueza de los templos “paganos”; exigió que se retirasen las estatuas de los tempos. Se decía que los funcionarios cristianos viajaban por todo el imperio, para ordenar a los sacerdotes de la vieja religión que sacaran las imágenes de los santuarios… Fue a partir de la década del 330 d.C. (…) Constantino se enfrentaba a una población intransigente que insistía en adorar a sus ídolos en lugar de al Señor resucitado. Se daba cuenta de que la conversión se “conseguiría más fácilmente si lograba que despreciaran sus templos y a las imágenes contenidas en su interior”. Y ¿qué mejor manera de enseñar a unos obstinados paganos la vanidad de sus dioses, que abriendo sus estatuas y mostrando que estaban, de manera bastante literal, vacías? Además, un sistema religioso en el que sacrificio era un elemento central tendría dificultades para sobrevivir si no quedaban imágenes a las que sacrificar.
Y así empezó todo. En los grandes templos romanos y griegos se forzaron las puertas y sus estatuas se llevaron al exterior para después mutilarlas. (…) El emperador, sin embargo, no se detuvo aquí. También se atacaron los templos; bajo sus órdenes se les quitaron las puertas, se les arrancaron los tejados…
La de3strucción alentó a otros cristianos y los ataques se extendieron. (…) Hubo cristianos que expresaron deseos de tolerancia, incluso de ecumenismo. Pero esas esperanzas se vieron frustradas. El monoteísmo ofrece poderosas armas a aquellos que desean la intransigencia. Existía una justificación bíblica más que suficiente para la persecución de los no creyentes. (…) Pues la Biblia es muy clara en el asunto de la idolatría.
La profanación continuó durante siglos. En el siglo V d.C., la colosal estatua de Atenea, la sagrada pieza central de la acrópolis de Atenas y una de las obras de arte más famosas del imperio, se derribó del lugar en el que había hecho guardia durante casi mil años y se envió a Constantinopla; un gran triunfo para la ciudad cristiana y un gran insulto para los “paganos”.(…) Se desarrolló un mercado de arte saqueado, y los cristianos, arriesgándose a las represalias de los demonios, se pusieron a retirar y vender las estatuas particularmente valiosas.
Pág. 115: Cuando los historiadores se dispusieron a contar cómo todo un imperio había pasado tan rápidamente de hacerle sacrificios a Serapis a alabar a Cristo, sus narraciones son de este estilo: “El paganismo no había sido derrotado, sino que había desaparecido y nadie lloraba su muerte”.
Más adelante, los historiadores irían más lejos y afirmarían que el final del “paganismo” no fue una represión, sino una liberación. Lejos de ser una imposición, decían estos relatos, el advenimiento del cristianismo supuso de hecho un alivio bienvenido,. La religión politeísta era tan profundamente estúpida que hasta los politeístas se sintieron aliviados al verla desaparecer. (…) Otros historiadores describen –aún hoy día- la adopción del cristianismo como una bendición para un imperio en decadencia.
Pág. 117: Las cifras exactas son muy difíciles de valorar, pero entonces los cristianos eran claramente una minoría. Se ha estimado que sumaban entre un 7% y un 10% de la población total del imperio. Eso significa que solo entre 4 y 6 millones eran cristianos. Quedaban 50 millones por convertir. La idea de que todo el imperio celebrase que un cristiano vistiera la toga púrpura imperial carece por completo de sentido…. La historia la escriben los vencedores, y la victoria cristiana fue absoluta. La Iglesia dominó el pensamiento europeo durante más de un milenio.
Pág. 120.
Quien visite la Sala 18 en el British Museum de Londres se encontrará frente a los mármoles del Partenón, sacados de Grecia por lord Elgin en el siglo XIX. Se encuentran en un estado lamentable. Mucha de esa destrucción fue obra de los fanáticos cristianos que asaltaron el templo con herramientas toscas, atacaron a los dioses “demoníacos” y mutilaron algunas de las mejores estatuas que Grecia había producido jamás. (…) Nunca sabremos cuánto se aniquiló. Muchas estatuas fueron pulverizadas, destrozadas, diseminadas, quemadas y fundidas hasta quedar reducidas a la nada. Allí donde las fuentes escritas permanecen mudas, la arqueología puede decir mucho. (…)Los escritores cristianos aplaudían esta destrucción e incitaban a sus gobernantes a cometer actos de violencia aún mayores. (…) No era nada de lo que avergonzarse. El primer mandamiento no podía ser más claro: “No te harás imagen –decía-.
Los templos griegos y romanos, por antiguos o bellos que fueran, eran los hogares de falsos dioses y debían ser destruidos. No se trataba de vandalismo, era la voluntad de Dios. El buen cristiano no podía hacer menos. (…) La velocidad con que la tolerancia se convirtió en intolerancia y, más Tarde, directamente en represión, sorprendió a los observadores no cristianos. Se dice que no mucho después de que Constantino se hiciera con el control de todo el imperio en el324 d.C., prohibió que los gobernadores que aún eran paganos llevaran a cabo sacrificios o adoraran a sus ídolos, impidiendo así que los no cristianos ocuparan los cargos más codiciados del Gobierno imperial. Luego, fue más allá y aprobó dos nuevas leyes contra lo que llamó esos “santuarios de falsedad”.
En el transcurso del siglo IV, en un lenguaje tan hostil que a veces resultaba histérico, la presión legal contra los “paganos” aumentó. Poco después se ordenó que se cerraran los templos. La ley adoptó un tono agresivo inédito hasta entonces. Se empezó a describir a los “paganos” como “locos” cuyas creencias debían ser “erradicadas completamente”, mientras que el sacrificio era un “pecado” y cualquiera que llevara a cabo tal maldad sería “golpeado por la espada vengadora”.
Esto no significa que, en el siglo posterior a la conversión de Constantino, no hubiera periodos de calma; los hubo. Se produjeron pausas e incluso revocaciones de la persecución. A mitad de siglo, bajo los reinados de Valentiniano I y de su hermano Valente, la interferencia estatal se redujo. El mandato del emperador Juliano –el Apóstata, como las siguientes generaciones de cristianos llamarían desdeñosamente a este gobernante no cristiano- fue, por supuesto, otro lapso de calma.
Pág. 123. La destrucción en Siria fue particularmente salvaje. Los monjes sirios –sin miedo, desarraigados, fanáticos- se volvieron célebres tanto por su vehemencia como por la violencia con que atacaban templos, estatuas y monumentos. (…) Esos monjes simulaban llevar una vida de autonegación y austeridad, pero en realidad no eran más que matones borrachos, una tribu que vestía túnicas negras…. Fueran borrachos o no eran ferozmente efectivos, como así manifiestan algunas fuentes.
A medida que se acercaba el final del siglo, terminó el periodo de indulgencia. En las décadas de los 380 y los 390, se empezaron a emitir leyes contra todo ritual no cristiano con una creciente rapidez y ferocidad. En el 391 d.C., el emperador Teodosio, un ferviente cristiano, aprobó una ley extraordinaria. (…) Los obispos presionaron a sus gobernantes para que aprobaran nuevas leyes y después utilizaron a sus congregaciones como soldados de facto para llevar a cabo las demoliciones. (…) Las hagiografías y las historias convirtieron los ataques en himnos. La hagiografía no documenta esos ataques como actos de vandalismo deplorables o, siquiera, vergonzosos, sino como prueba de la virtud santa. Algunos de los santos más famosos de la cristiandad occidental comenzaron sus carreras demoliendo santuarios. Benito de Nursia, el reverenciado fundador del monasticismo occidental, también fue famoso por destruir antigüedades.
San Benedicto, san Martín, san Juan Crisóstomo; los hombres que lideraron estas campañas de violencia no eran excéntricos incómodos sino hombres que pertenecían al corazón de la Iglesia. De manera evidente, Agustín daba por hecho que sus congregantes participarían en la violencia e insinuaba que tenían razón al hacerlo (…) Tal destrucción, recordó a sus feligreses, era el mandamiento expreso de Dios. En el 401 d.C., Agustín dijo a los cristianos de Cartago que destruyeran objetos paganos porque, afirmó, eso era lo que Dios quería y ordenaba. (…) Las estatuas, que eran el hábitat mismo de los demonios, sufrieron algunos de los ataques más crueles.
Esos ataques podían ser beneficiosos para Dios, pero tampoco carecían de utilidad para los cristianos locales. La gente se construía casas con las piedras de los templos demolidos. Si se miran con detalle algunos edificios situados en el oriente del Imperio romano, se pueden observar restos de la tradición clásica en la nueva arquitectura cristiana; un par de piernas cortadas aquí, la parte superior de una elegante columna griega allá. Una ley anunció que había que utilizar las piedras de los templos demolidos para reparar calzas, puentes y acueductos.
Los “pecaminosos” paganos, que de repente se encontraban rodeados por turbas airadas de cristianos, sentían más bien que no eran ellos quienes pecaban sino que se iba a pecar contra ellos, de manera que, en rechazo a la destrucción de sus monumentos sagrados, ofrecieron resistencia. Unos politeístas encolerizados capturaron y quemaron vivo al obispo Marcelo, violento destructor de templos.
Pág. 129. Durante la destrucción podían producirse peles y, en el proceso, a veces morían cristianos, lo cual no era necesariamente malo para ciertas mentalidades cristianas; una corona de mártir esperaba, por supuesto, a quienes morían así. Alentados por este tentador incentivo, hubo quien fue más allá, y algunos cristianos lanzaron ataques intencionadamente provocativos, no tanto para destruir como para ser destruidos y lograr con ello el martirio.
La destrucción no se limitaba a las propiedades públicas. Los grupos de cristianos no tardaron en entrar en las casas y casas de baños y arrancar las estatuas sospechosas, que se quemaban públicamente una vez encontradas.
Hoy en día, las historias de ese periodo, si mencionan tal destrucción, dudan en condenarla abiertamente. En la historiografía moderna, quienes llevan a cabo y alientan los ataques rara vez son descritos como violentos, crueles o desalmados: son simplemente “fervorosos”, “píos”, “entusiastas” o, en el peor de los casos, “excesivamente vehementes”.
Los no cristianos cultos se oponían a la violencia. Libanio, que pasaría a la historia como el último de los grandes “oradores paganos”, protestó de manera vehemente. La Iglesia podía declarar que estaba consiguiendo muchos conversos por medio de estos ataques, pero se trataba, dijo Libanio, de un disparate: “No te pase desapercibido que se refieren a conversos aparentes, no de convicción. (…) Algunos de los más importantes oradores del mundo antiguo dieron un paso adelante para defender la larga tradición imperial de pluralismo religioso y, sí, también de tolerancia.
Los cristianos no estaban de acuerdo y se enorgullecían de las conversiones que tenían lugar tras una demostración de fuerza. (…) Como señaló Agustín con satisfacción, “desde entonces hasta el presente, en un espacio de casi treinta años, ¿quién no echa de ver cómo se ha aumentado el culto del nombre de Cristo….?
A finales del siglo IV, el orador Libanio observó qué ocurría y lo describió desesperado. Él y otros adoradores de los antiguos dioses veían sus templos “en ruinas, sus rituales prohibidos, sus altares derribados, sus sacrificios suprimidos, sus sacerdotes expulsados y sus propiedades divididas entre un puñado de granujas”. Son palabras conmovedoras y transmiten una imagen impactante. Pero en las historias cristianas, los hombres como Libanio apenas existen. (…) Al igual que Libanio, muchas otras voces debieron expresar sentimientos parecidos. Se cree que cuando Constantino llegó al trono, un 10% del imperio, como mucho, era cristiano. Al final de ese primer y tumultuoso siglo de gobierno cristiano, las estimaciones sugieren que estas cifras se habían invertido, las estimaciones sugieren que estas cifras se habían invertido; entre un 70% y un 90% del imperio era entonces cristiano. Una ley de la época declaraba, de manera completamente falsa, que ya no quedaban más “paganos”. Ninguno. La agresividad de esa afirmación es extraordinaria. Los cristianos estaban decretando el fin de la existencia de los malvados “paganos”. (…) Decenas de millones de personas se habían convertido –o decían haberse convertido- a una nueva y extraña religión en menos de una centuria.
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Los llamaban los “parabalanos”, los temerarios. Al principio, el nombre era un cumplido. Bajo el abrasador sol de Alejandría, en esa ciudad situada en el cruce de caminos de transitadas rutas comerciales, alguien tenía que llevarse los cuerpos de los enfermos y los débiles –por no hablar de los que solo eran desagradablemente pobres – y hacerlo rápido, para proteger a los demás. En la Alejandría del siglo V, los hombres que se ofrecían para hacer este trabajo eran jóvenes cristianos lo suficientemente valientes como para ejercer de camilleros en ese mundo sin medicinas. Estaban en lo más bajo de la escala social; no eran ricos, ni letrados, ni siquiera sabían leer, pero tenían músculos, tenían fe y tenían la fortaleza de ser muchos. Se estima que, a principios del siglo V, los parabalanos contaban con alrededor de 800 miembros solo en Alejandría, hombres jóvenes dedicados al servicio de Dios. O, más precisamente, al servicio de sus representantes en la tierra, los obispos.
Su mera presencia era suficiente para atemorizar a sus oponentes y hacer que se sometieran. Se los ha descritos como “terroristas caritativos”, un extraño oxímoron, pero correcto. Un día de la primavera del 415 d.C, los parabalanos cometieron uno de los asesinatos más infames de la temprana cristiandad.
Hipatia de Alejandría, a principios del siglo V d.C., se había convertido en una especie de celebridad local. Alejandría no solo coleccionaba libros, sino también intelectuales. Se trataba a los estudiosos con reverencia y se les obsequiaba con maravillosas facilidades. Casi todas las necesidades estaban cubiertas; los estudiosos recibían un estipendio de los fondos públicos, alojamiento y comidas (…) El objetivo de todo esto era atraer a los intelectuales del imperio. Y funcionó.
La vida intelectual de la ciudad se había visto afectada. Los últimos restos de la biblioteca habían desaparecido, desvaneciéndose junto con el templo. Muchos de los intelectuales de Alejandría también se habían ido, huyendo a Roma o a alguna otra parte de la península Itálica, o a donde pudieran para marcharse de esta aterradora ciudad.
Sin embargo, aunque se había perdido mucho, también quedaba otro tanto. Al principio del siglo V, Alejandría aún ejercía su atractivo entre los intelectuales del imperio, e Hipatia se movía en un círculo dorado. (…) En un mundo cada vez más dividido por límites sectarios, Hipatia mantuvo un comportamiento decididamente equidistante, tratando a no cristianos y cristianos con una igualdad meticulosa. (…) En la primavera del año 415, las relaciones entre los cristianos y los no cristianos en Alejandría eran tensas. Para empeorar las cosas, la ciudad tenía un nuevo obispo, Cirilo. Después del fanático Teófilo, muchos alejandrinos debieron esperar que su próximo clérigo fuera más conciliador. No lo era. Este nuevo era sobrino de Teófilo. Y, fiel al carácter familiar, era un matón.
Un día de marzo del 415 d.C., Hipatia salió de su casa para hacer su recorrido diario por la ciudad. De repente, se encontró bloqueada por una “multitud de creyentes en Dios”. Le ordenaron que bajara de su cuadriga. En cuanto hubo puesto los pies en la calle, los parabalanos, bajo la guía de un magistrado de la Iglesia, rodearon y retuvieron a la “mujer pagana”. Después, arrastraron a la más importante viva de Alejandría por las calles hasta una iglesia. Una vez dentro, le arrancaron las ropas del cuerpo y, después, utilizando como cuchillas pedazos rotos de cerámica, le arrancaron la piel. Algunos dicen que, mientras aún respiraba, le arrancaron los ojos. Una vez muerta, despedazaron su cuerpo y arrojaron lo que quedaba de la “hija luminosa de la razón” a una pira y lo quemaron.
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Es una imagen impactante, la de la cristiandad como heredera y valiente protectora de la tradición clásica, y es la imagen que persiste. (…) Y ciertamente es verdad: lo mejor de la cristiandad hizo eso y más. Pero hay otra cara de esta historia cristiana, una cara que se encuentra a mundos de distancia de los estudiosos monjes y los cuidadosos copistas que cuenta la leyenda. Es un relato mucho menos glorioso de cómo se apaleó, torturó, interrogó y envió al exilio a ciertos filósofos. Por tanto, también hay que decir que la cristiandad también es una historia de silencio ante tales atrocidades.
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Durante los años y las décadas posteriores a la conversión de Constantino, en pueblos y ciudades de todo el imperio, fervientes funcionarios “salvaban” una y otra vez las almas de los descarriados de los peligros a los que les exponían los libros. El precedente de todo esto lo había establecido con prontitud y énfasis Constantino, cuando ordenó que se quemasen las obras del herético Arrio y condenó a muerte a todo aquel que ocultara libros heréticos. Las obras sospechosas de prácticas “heréticas” o “mágicas” –significaran lo que significasen esos términos- se convertían en humo en las hogueras públicas.
En Alejandría, Antioquía y Roma, las hogueras de libros ardían y los funcionarios cristianos contemplaban el espectáculo con satisfacción. Quemar libros era algo aprobado e incluso recomendado por las autoridades de la Iglesia.
Los libros habían ardido bajo el gobierno de los emperadores no cristianos; el controlador Augusto había ordenado la quema de dos mil libros de escritos proféticos y había condenado al exilio al poeta Ovidio por mal comportamiento, pero en este momento el alcance y la ambición de la quema creció. Hay pocas pruebas de que los cristianos destruyeran intencionadamente bibliotecas enteras; el daño que el cristianismo infligió a los libros se llevó a cabo de una manera más sutil –pero no menos efectiva- por medio de la censura, la hostilidad intelectual y el puro miedo. Se sostenía que la existencia de un texto sagrado así lo exigía. Antes, cuando existían escuelas filosóficas que competían entre sí, todo era igualmente válido, todo era igualmente discutible. Ahora, por primea vez, había algo correcto y algo equivocado. Ahora, estaba lo que decía la Biblia y todo lo demás. Y a partir de ese momento cualquier creencia que estuviera “equivocada” podía, en las circunstancias adecuadas, poner a alguien en un grave peligro.
La literatura clásica estaba llena de elementos erróneos y demoníacos y fue presa de repetidos y crueles ataques por parte de los Padres de la Iglesia. El ateísmo, la ciencia y la filosofía eran sus objetivos. La idea de que la humanidad podía explicarlo todo por medio de la ciencia era como una locura.
Pág. 172. La adivinación y la profecía se utilizaban con frecuencia como pretextos para atacar a la élite de una ciudad. Uno de los ataques más infame perpetrados contra libros y pensadores tuvo lugar en Antioquía. Allí, al final del siglo IV, una acusación de adivinación y traición llevó a una purga a gran escala que tuvo como objetivo a los intelectuales de la ciudad. (…)Y, una vez más, se produjo una quema de libros, y las hogueras con los volúmenes se utilizaron como justificación posterior de la matanza (…) Muchos intelectuales empezaron a anticipar a los perseguidores y prendieron fuego a sus libros. La destrucción fue inmensa y “en las provincias orientales fueron quemadas por sus propietarios todas las bibliotecas, ya que temían una condena similar.
Los cristianos preservaron mucha de la literatura clásica. Pero mucha más no lo fue. Los monjes medievales, en una época en la que el pergamino era caro y el aprendizaje clásico se consideraba despreciable, cogían piedras pómez y raspaban los últimos ejemplares de las obras clásicas de arriba abajo. Se escogieron deliberadamente colecciones enteras de obras clásicas para borrarlas y escribir sobre ellas, a menudo textos que eran obra de los padres de la Iglesia o textos legales que criticaban o prohibían la literatura pagana. (…) Lejos de llorar la pérdida, los cristianos se regocijaban en ella. Como se jactaba Juan Crisóstomo, los escritos de “los griegos todos han desparecido y han sido destruidos”. Volvió a entusiasmarse con el tema en otro sermón: “¿Dónde está Platón? ¡En ninguna parte! ¿Dónde Pablo? ¡En boca de todos!”
Estaba teniendo lugar un lento pero devastador borrado de la literatura clásica. Lo que aseguró la casi total destrucción de las literaturas latina y griega fue una combinación de ignorancia, miedo y estupidez. (…) Se preservó mucho, pero mucho, mucho más se destruyó. Se ha estimado que menos de un 10% de toda la literatura clásica ha sobrevivido hasta la era moderna. En el caso del latín, la cifra es aún peor, se estima que solo se conserva un 1% de toda la literatura latina.
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A medida que el primer siglo de dominio cristiano en el mundo se acercaba a su fin y comienza el siglo V, los efectos de esta conquista eran evidentes. En la península Itálica, Galia, Grecia, Hispania, Siria y Egipto, los templos que habían permanecido en pie durante siglos estaban cayendo, cerrando, desmoronándose. (…) Toda una forma de vida estaba muriendo.
Muchos intelectuales romanos y griegos habían mostrado su profundo desagrado por una deidad tan entrometida. La idea de que un ser divino estuviera observando cada movimiento de cada ser humano era, para estos observadores, no un signo de inmenso amor sino una “monstruosa” absurdidad. En sus textos, el Dios cristiano es con frecuencia descrito como un lúbrico metomentodo, alguien “molesto e inquieto”, “curioso hasta la desvergüenza, pues presencia todas las acciones”. ¿Acaso un dios no tenía nada mejor que hacer? (…) Dios no era simplemente un observador desinteresado de las almas humanas; él las juzgaría y las castigaría. Horriblemente. Una clase muy particular de miedo empezó a aparecer.
A mediados del siglo XVIII, algunos trabajadores estaban cavando en una colina italiana conocida con el prometedor nombre de la Civita, la ciudad. Estos obreros napolitanos empezaron a apartar la piedra lávica y la ceniza. El resultado fue un cataclismo cultural. Empezaron a aparecer imágenes de una inimaginable franqueza sexual. Era Pompeya y Pompeya fue una revelación.
Durante siglos, la Europa cristiana había ocultado cuidadosamente la sexualidad del mundo clásico con suma efectividad. Ahora, un mundo no tocado por la mano del cristianismo salía a la luz. Los excavadores del recinto, que no solo conocían ese pecado sino también a la Iglesia católica, se quedaron horrorizados. Algunos obreros volvieron a enterrar las obras que consideraron demasiado lascivas. Otros enterraron los objetos en silencio, y las primeras guías de viaje especularon sobre los objetos más picantes. (…) Los objetos más libidinosos se ocultaron. Tales objetos, con el tiempo, se reunieron en una sola colección, y en 1819 se creó el Gabinete Secreto, nombre con el que se conoció desde entonces el museo. El acceso era limitado y estaba controlado. Como recordaba una guía de 1871,la entrada estaba “prohibida a mujeres y niños (y) lo permitida a hombres de edad madura por medio de un permiso especial del ministro de la casa real. Las mujeres tuvieron prohibido el acceso al Gabinete Secreto hasta la década de 1980.
Esto no solo ocurrió en Pompeya. En museos de toda Europa, las estatuas clásicas que se habían reunido durante tantos grand tours se guardaron bajo llave.
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En las iglesias de todo el imperio se bramaba con desaprobación contra el género dramático; las tragedias eran sanguinarias, las comedias eran lascivas, ambas generaban comportamientos impíos. Los actores eran poco mejores que las putas; no, de hecho eran putas. Los cristianos con frecuencia sustituían las palabras “actor” y “bailarín” por la palabra “prostituta”; el teatro era “el templo del deseo para la prostitución”.
Casi cualquier clase de espectáculo, sostenían los predicadores cristianos, estaba manchado por el satanismo. Los acróbatas que contorsionaban sus cuerpos estaban al servicio del demonio, como lo estaban quienes hacían malabarismos con cuchillos o hacían piruetas. La música con la que esta ente bailaba se consideraba peligrosa, puesto que la música podía hacer que los hombres perdieran la cabeza y los hipnotizaba arrojándolos a un frenesí de locura e impiedad.
Los baños también se deploraban como antros de inmoralidad. Para los emperadores romanos y sus súbditos, bañarse había sido una señal de civilización. (…) Los ciudadanos del imperio iban a los baños con la regularidad de quienes iban a la iglesia. Ir a los baños no era únicamente un acto funcional para limpiarse; lo cual tiene sentido, dado que los baños carecían de cloración, filtrado o cambio regular del agua. Algunas investigaciones modernas han llegado a la conclusión de que debieron estar absolutamente asquerosos.
Los baños rebosaban arte. Estos edificios se parecían menos a las piscinas modernas y más a plazas urbanas con agua. Todo –negocios, placer, comida, bebida, orines y, en las salas más oscuras, sexo- tenía lugar en ellos. (…) En los tiempos de Séneca, en el punto más álgido del imperio, el baño se realizaba desnudo y, por lo general, sin segregación por sexos. La gente iba a los baños a ver y a ser vista por hombres y mujeres por igual. Los hombre jóvenes no iban a los baños con sus padres por miedo a una erección inesperada; parece que incluso para los liberales romanos, ver a un hijo empalmado era demasiado.
Los moralistas cristianos se declararon escandalizados. En los escritos de los primeros clérigos cristianos, los baños se despreciaban como guaridas de demonios y de aquellos que llevaban una vida “indulgente, afeminada y disoluta”. Las estatuas de los baños sufrían ataques particularmente crueles, ya que esos edificios eran el blanco de grupos de cristianos más partidarios de limpiar el alma que el cuerpo. Un cuerpo limpio ya no era uno libre de suciedad, sino uno no manchado por la actividad sexual –y especialmente por la actividad sexual “pervertida”-, que empezaba a definirse con precisión y luego sería deplorada en unos términos nuevos, fieros y censores. Se denunció la homosexualidad masculina y, después, se prohibió. El sexo entre marido y mujer estaba permitido, pero los predicadores afirmaban que no debía disfrutarse.
El deseo empezó a llamarse “lujuria” y se convirtió en algo vergonzoso que debía temerse, despreciarse, reprimirse y –si era homosexual- castigarse horriblemente.
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Cualquiera que durante los siglos IV y V hubiera viajado a Alejandría y a Antioquía, las grandes ciudades del imperio oriental, los habría visto antes incluso de llegar a la propia ciudad. Al amanecer, salían de cuevas situadas en las colinas y de agujeros en el suelo, con las túnicas oscuras ondeantes, las caras demacradas y pálidas por el hambre y los ojos hundidos por la falta de sueño. Ellos se reunían en los monasterios y las colinas (…) Una visión impresionante, y también espeluznante; sus figuras sucias y demacradas eran una refutación viviente de la opulencia y el bullicio de la vida urbana que tenía lugar allá abajo. Era un poder nuevo en el mundo, y de una novedosa extrañeza. Esa fue la gran era del monacato. Desde que Antonio partió hacia el desierto para batallar con los demonios, muchos hombres habían seguido sus pasos para imitarlo. Eran cristianos ideales, que renunciaban por completo a todos los pecaminosos placeres de la carne. Y su manera de vivir estaba de moda.
La “ciudad” delos monjes era un rechazo vivo a la manera de vivir de los romanos. Si se puede juzgar a un imperio por sus adjetivos, el Imperio romano había sido eminentemente urbano. En latín, URBANUS significa, en su sentido más básico, alguien que vive en la ciudad. Pero también mucho más que eso y, como su descendiente actual, significa ser cultivado, cortés, ingenioso, “urbano”. El término URBANITAS significa “refinamiento”. No resulta sorprendente pues, que muchos hombres urbanos y sofisticados consideraran que esta nueva clase de individuos que rehuían la vida civilizada era incomprensible y enteramente repelente.
Pág. 207. El hambre era una de las mortificaciones más populares entre los monjes –no hacía falta ninguna herramienta especial-, pero también una de las más difíciles de soportar. Un monje ayunaba durante todo el día y después comía solo dos galletas duras.(…) Privados de la posibilidad de morir en un espectáculo terrible, glorioso y purificador de los pecados, estos hombres se martirizaban a sí mismos lentamente, de manera agonizante, atormentando su carne un poco más cada hora, frustrando sus deseos un poco más cada año. Estas prácticas se conocerían como “martirio blanco”. Los monjes morían a diario, con la esperanza de que, un día, volverían a vivir.
Carpe diem, había dicho Horacio. Come, bebe y sé feliz, porque mañana estarás muerto para toda la eternidad. Los monjes ofrecían una alternativa a esta visión; muere hoy y podrías vivir durante toda la eternidad. Era una vida que se vivía con terror a su final.
Algo de ese aislacionamismo del desierto empezó a introducirse también en la vida urbana piadosa. Los festivales paganos, con su exuberante alegría y sus danzas, se prohibieron. El rechazo a estos había estado presente durante décadas; el propio Constantino había mostrado su desdén por los festivales de los impíos paganos llamados “religiosos” y por las ebrias y desenfrenadas fiestas en las que “bajo la apariencia de la religión, sus corazones se dedican al disfrute libertino”.
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Si algún lugareño vio al grupo vestido con oscuras túnicas moverse en la oscuridad, es probable que sintiera un temeroso estremecimiento. Los monjes –anónimos, desarraigados, irrastreables- eran capaces de cometer atrocidades casi con impunidad. No eran ángeles sino matones ignorantes y maleducados, hombres solo en apariencia que “llevaban vida de cerdos, y que abiertamente cometían y permitían innumerables crímenes indescriptibles”. Como escribió Eunapio: “En aquellos días, todo hombre que vestía túnica negra y consentía en comportarse de manera indecorosa en público tenía el poder de un tirano. Incluso un emperador que era cristiano de todo corazón observó calladamente que “los monjes cometen muchos crímenes”.
La intensidad religiosa no era nueva. En Grecia y Roma hubo quienes llevaron la religión al extremo y se pasaron la vida humillados y abrumados por el miedo a los dioses. Pero en general, el fervor religioso había sido una pasión privada y se había mantenido dentro de los confines de la ley. Pero a medida que el cristianismo se hacía con el control, la religiosidad empezó a convertirse en una obligación pública y, con orgullo justiciero, a ponerse por encima de la ley. Algunos de los pensadores más importantes de la época aprobaban ese comportamiento. Si era necesario, había que hacerse odioso. Nada había de frenar al servicio al Señor. A fin de cuentas, no existía delito para quienes tenían a Jesús.
Los funcionarios civiles se veían ahora obligados a imponer leyes sobre lo que sucedía en las casas privadas. Los representantes de la iglesia se veían presionados a actuar como espías de facto. Los emperadores siempre habían utilizado informantes, “delatores”. En aquel momento, se pusieron al servicio de la Iglesia. Se exigía a hombres de todos los rangos que se convirtieran en informantes. Debían notificar cualquier quebrante de la ley. Los obispos debían convertirse en espías del emperador e informar sobre sus colegas. Si se negaban o no cumplían sus obligaciones, se los consideraría responsables.
Una parte de esta violencia “sagrada” alarmó incluso a la Iglesia. (…) Agustín y otros podían estar conmocionados por esos actos, pero, en cierta medida, la Iglesia estaba cosechando lo que había sembrado.
A medida que el cristianismo ganaba poder, sus desafíos fueron cada vez más osados. En el este del imperio, siniestros grupos de monjes vestidos de negro que cantaban salmos interrumpían en los tribunales. Los cristianos exigían el derecho de asilo en las iglesias; la petición se convirtió en ley. En Antioquía, el miedo a los monjes era tal que un juez ni siquiera esperó a que llegaran a su tribunal; al oír el sonido de los monjes acercarse, cantando himnos, se limitó a saltar del sillón, aplazó el juicio y huyó de la ciudad.
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De joven, Danascio había estudiado filosofía en Alejandría, la ciudad de la asesinada Hipatia. Cuando las persecuciones en Alejandría se volvieron intolerables, Damascio decidió huir. En secreto, su destino final estaba en Grecia, en Atenas, la ciudad más famosa en la historia de la filosofía occidental.
En la Atenas del siglo V, la iglesia era mucho menos poderosa y considerablemente menos agresiva. Pero los intelectuales sentían su presión. Los filósofos paganos que se oponían de manera flagrante al cristianismo pagaban la discrepancia. La ciudad estaba repleta de informantes y los funcionarios municipales les prestaban oídos. La Atenas que había sido tan discutidora, tan gloriosa y contumazmente argumentadora, estaba siendo silenciada. El tejido de la ciudad también había cambiado. Los festivales paganos ya no se celebraban, los templos habían cerrado y, como en Alejandría, el perfil de la ciudad se había profanada, mediante la retirada de la gran escultura de Atenea de Fidias. Cuando Damascio y su maestro llegaron a la ciudad a finales del siglo V se sintieron completamente abrumados por aquella realidad.
Pero Damascio consiguió darle la vuelta a la filosofía ateniense. En las décadas posteriores a su llegada a la ciudad, llevó a las escuelas filosóficas desde la decrepitud al éxito internacional. Damascio y sus eruditos colegas produjeron obras que se han considerado los documentos más doctos generados en el mundo antiguo.
Fue en el año 529 d.C., el mismo año en que el ambiente en Atenas comenzó a empeorar, cuando san Benito destruyó el santuario dedicado a Apolo en Montecasino. En Atenas, el objetivo no fueron los templos sino algo mucho más intangible –y potencialmente mucho más peligroso-: la filosofía.. La agresión legal fue emitida por Justiniano.4
Las leyes de Justiniano iban más allá. Aquello ya no era una mera prohibición de las demás prácticas religiosas. Ahora todo el mundo tenía que hacerse cristiano. Cualquier persona en el imperio que no estuviera bautizada tenía que presentarse inmediatamente, acudir a las iglesias sagradas y “abandonar por completo su error pasado (y) recibir el bautismo de salvación”. Los que se negaran, se verían desposeídos de todas sus propiedades, muebles e inmuebles, perderían sus derechos civiles, quedarían en la penuria y, “además”, como si lo ya perdido no fuera un castigo sino solo un preámbulo, sufrirían el “castigo apropiado”. Si un hombre no corría inmediatamente a las “santas iglesias” con su familia y las obligaba a bautizarse también, sufriría todo lo mencionado y, después, el exilio. La “locura” del paganismo tenía que ser erradicada de la faz de la Tierra. Sus consecuencias fueron extraordinarias. Fue esta ley la que obligó a Damascio y a sus seguidores a abandonar Atenas. Fue esta ley la que forzó el cierre de la Academia.