Michael Hudson. Editorial Capitán Swing, 2018.
Traducción de Álvaro G. Ormaechea
Pág. 10. Históricamente la mayoría de las crisis financieras han sucedido en otoño, que es cuando se trasladan los cultivos. Los cambios en los niveles de agua del medio oeste o las alteraciones climáticas en otros países provocaban sequías periódicas, que a su vez echaban a perder cosechas y provocaban pérdidas en el sistema bancario, obligando a los bancos a reclamar sus préstamos. Las finanzas, los recursos naturales y la industria formaban parte de un sistema interconectado muy parecido a la astronomía…
La carga con una deuda creciente y excesiva es lo que hace que las crisis vayan siendo cada vez más duras. Las interrupciones en las cadenas de pagos destrozan las economías.
Pág.11. Cuanto más prestan los bancos, más aumentan los precios de los inmuebles comprados a crédito. Y cuanto más aumentan los precios, más aumenta la disposición de los bancos a prestar –siempre que también crezca el número de gente dispuesta a integrarse en esta aparente máquina de creación de riqueza en perpetuo movimiento. El proceso solo funciona mientras los ingresos sean crecientes. (…) Este proceso, al menos, funcionó durante los primeros 60 años de posguerra, desde 1945 en adelante.
Pero las burbujas siempre estallan. El motivo es que se financian con deuda, la cual se expande como una cadena de mensajes por la economía en su conjunto. El pago de los intereses de la deuda hipotecaria absorbe una porción cada vez mayor del valor del inmueble, así como de la renta de los propietarios inmobiliarios, a medida que nuevos compradores van asumiendo nuevas deudas para comprar casas cada vez más caras.
Pág. 14. El Tesoro estadounidense y el Departamento de Estado trataron de proporcionar un refugio seguro a sus recaudaciones, como un medio desesperado para compensar el coste que suponía el gasto militar de Estados Unidos en la balanza de pagos.
Pág. 15. La Escuela de Chicago de Milton Friedman relaciona la oferta de dinero solo con los precios de bienes y salarios, y no con los de los activos inmobiliarios, las acciones y los bonos. Estipula que el crédito y el dinero se presta a las empresas para que inviertan en bienes de capital y en nuevos alquileres, y no para adquirir inmuebles, acciones y bonos. No se molesta demasiado en tener en cuenta el pago de los intereses de la deuda que han de ser satisfechos con este crédito, un dinero que de otra forma se gastaría en bienes de consumo y en bienes de capital tangibles.
Las teorías económicas mercantilistas del siglo XVIII estaban por delante, en muchos aspectos, de las imperantes a día de hoy. La claridad con que, a diferencia de lo que sucede en la actualidad, los economistas tempranos reconocieron los problemas que enfrentaban aquellos Gobiernos (u otros agentes).
Pág. 17. En 1972 publiqué mi primer libro importante: la estrategia económica del imperio americano, donde explicaba cómo al desconectar el dólar estadounidense del patrón oro en 1971, la deuda del Tesoro norteamericano pasó a ser la única base para las reservas globales. El déficit de la balanza de pagos proveniente del gasto militar extranjero infló los dólares en el exterior. Estos dólares terminaron en manos de bancos centrales, los cuales los reciclaron de vuelta en Estados Unidos mediante la compra de bonos del Tesoro, que a su vez financiaron el déficit presupuestario interno. Esto le da a la economía de Estados Unidos un derecho exclusivo a “viajar gratis” en términos financieros: es como si se le permitiera autofinanciar sus déficits ad infinitum. Y, ciertamente, el déficit de la balanza de pagos terminó financiando el déficit presupuestario interno de Estados Unidos durante muchos años. El sistema financiero internacional que sucedió al patrón oro obligó a los países extranjeros a financiar el gasto militar estadounidense, tanto si lo apoyaban como si no.
Pág. 18. Fijé mi atención en advertir el hecho de que las economías del Tercer Mundo no podrían pagar su deuda externa. La mayoría de estos préstamos se solicitaban para subsidiar la dependencia comercial, y no para reestructurar las economías a fin de capacitarlas para pagar.
Los programas de austeridad de “ajuste estructural” (del tipo de los que se están imponiendo actualmente por toda la eurozona) empeoran la situación de la deuda, al elevar los tipos de interés y los impuestos sobre el trabajo, recortar las pensiones y el gasto en bienestar social y vender las infraestructuras públicas (especialmente los derechos bancarios, sobre el agua y los minerales, así como las comunicaciones y el transporte) a monopolistas en busca de rentas. Este tipo de “ajuste” lo que consigue es traer de vuelta la lucha de clases a escala internacional.
Pág. 19. Empecé a compilar una historia de cómo las sociedades han manejado sus problemas de deuda a lo largo de los tiempos (antigua Grecia, Roma y los antecedentes bíblicos del año de jubileo… a desenterrar toda una prehistoria de prácticas de deuda, hasta llegar a la Sumeria del tercer milenio antes de Jesucristo…. La mayoría de las deudas se debían a grandes instituciones públicas o a sus recaudadores, lo cual explica por qué los gobernantes tenían la potestad de cancelar las deudas con tanta frecuencia: anulaban las deudas que se les debían para evitar perturbaciones en sus economías.
Pág. 20. Me di cuenta que la economía dominante seguía siendo esclava de una ideología individualista “austríaca”, que especulaba con la idea de que cobrar intereses era un fenómeno universal desde el Paleolítico, cuando los individuos prestaban ganado, semillas o dinero a otros individuos. Pero yo descubrí que los primeros y, de lejos, los mayores acreedores fueron los templos y palacios de la Mesopotamia de la Edad del Bronce, y no individuos privados actuando por su cuenta. La práctica de cargar un tipo fijo de interés se difundió desde Mesopotamia a la Grecia clásica y a roma hacia el siglo VIII a.C.
Pág. 21. Intenté difundir la tradición bíblica de cancelar la deuda. Es una tradición firmemente arraigada en Oriente Próximo. Algunos estudiosos pensaban que el año de jubileo era una mera creación literaria, una escapada utópica de la realidad práctica.
https://hdnh.es/las-mayores-condonaciones-de-deuda-de-la-historia-de-babilonia-a-grecia/
Cada región tenía su propia palabra para tales proclamas: amargi en Sumeria, término que alude a un retorno a la condición de “madre” (ama), a un mundo en equilibrio; misharum en Babilonia, así como andurarum, que Judea tomó prestado como deror y los hurritas como shudutu. La piedra de Rosetta de Egipto se refiere a esta tradición de la amnistía para las deudas, así como para los presos y exiliados. Lo sagrado no era la deuda, sino la cancelación regular de las deudas agrarias y la liberación de los siervos, a fin de preservar el equilibrio social. Tales amnistías, lejos de ser desestabilizadoras, eran esenciales para la preservación de la estabilidad social y económica.
La fuerza incapacitante de la deuda fue reconocida con mayor claridad en los siglos XVIII y XIX (por no hablar de hace 4000 años, en la Edad del Bronce). Esto ha llevado a aquellos economistas favorables a los acreedores a excluir la historia del pensamiento económico del plan de estudios. La economía convencional ha pasado a practicar una censura proacreedor, a favor de la austeridad (es decir, contra la mano de obra) y anti sector público (excepto para insistir en la necesidad de los rescates por parte de los contribuyentes de los mayores bancos y ahorradores). Ha secuestrado la política del Congreso, las universidades y los medios de comunicación, para transmitir un mapa falso de cómo funcionan las economías. De esta forma, la mayoría de la gente ve la realidad tal y como viene escrita –y distorsionada- por el 1%. Lo que ven es una parodia de la realidad.
Pág. 24. Mientras suelta las peroratas de la más ostensible ideología de libre mercado, la corriente dominante proacredor rechaza lo que los reformadores económicos clásicos realmente escribieron. A uno solo le queda elegir entre la planificación central a cargo de una burocracia pública o una planificación aún más centralizada por parte de la burocracia financiera de Wall Street.
La magnitud de la deuda tiende a crecer hasta que se produce un colapso financiero, una guerra o una cancelación política. El problema no es solo la deuda, sino también el ahorro en el lado “activos” del balance (en su mayoría, en manos del 1%). En su mayor parte, estos ahorros se prestan para convertirse en las deudas del 99% de la población.
El crédito es cada vez más depredador, en lugar de permitir a los deudores (individuales, empresariales y gubernamentales) ganar el dinero para pagar.
Este tipo de dominación rentista está asfixiando las economías actuales y haciendo retroceder la democracia para crear oligarquías financieras.
En biología, la palabra parásito se emplea como una metáfora tomada de la antigua Grecia. Los funcionarios encargados de la recogida del grano para los festivales comunales iban acompañados en sus rondas por sus ayudantes. Estos acompañantes, que se unían a las comidas a las que se invitaba a los funcionarios con cargo al erario público, eran conocidos como parásitos, un término no peyorativo que significa “compañero de comida”, de las raíces para (“al lado”) y sitos (“comida”).
En la época romana la palabra terminó adoptando el significado de “aprovechado superfluo”. El parásito bajó de estatus: de ser una persona que ayuda a realizar una función pública, pasó a convertirse en un huésped no invitado que aparece en una cena privada, un personaje recurrente en las comedias que se va abriendo camino, como un gusano, mediante la pretensión y la adulación.
Los predicadores y reformadores medievales caracterizaron a los usureros como parásitos y sanguijuelas. Desde entonces, muchos autores del campo de la economía han hablado de los banqueros, especialmente de los banqueros internacionales, como parásitos. Ya en el terreno de la biología, la palabra parásito se aplicó a los organismos como la tenia y las sanguijuelas, que se alimentan de huéspedes más grandes.
Economía huésped (host economy)
Dar la bienvenida a la inversión extranjera. Los Gobiernos invitan a banqueros e inversores a comprar o a financiar infraestructuras, recursos naturales e industria. Por lo general, las élites locales y los funcionarios públicos de estas economías son enviados al núcleo imperial o financiero para su educación y adoctrinamiento ideológico, a fin de que asuman este sistema de dependencia como algo mutuamente beneficioso y natural. El aparato educativo-ideológico del país anfitrión se moldea para reflejar esta relación acreedor/deudor como si se tratara de una relación de ganancia mutua.
Símil de la biología: algunos parásitos ayudan a sobrevivir a su huésped buscando alimentos suplementarios, y otros lo protegen de la enfermedad, sabiendo que terminarán siendo los beneficiarios de su crecimiento.
Pág. 26. Una analogía financiera de este fenómeno se dio en el siglo XIX, cuando las altas finanzas y el Estado se unieron para financiar los servicios públicos, las infraestructuras y la manufactura intensiva en capital, especialmente en el sector de los armamentos, el servicio de correos y la industria pesada. La banca fue evolucionando desde la usura depredadora y pasó a tomar la iniciativa en la organización de la industria conforme a directrices más eficientes. Esta fusión positiva arraigó con más éxito en Alemania y países colindantes de Europa Central bajo el patrocinio público. A lo largo y ancho del espectro político, desde el “socialismo de Estado de Bismarck a los teóricos marxistas, se esperaba que los banqueros se convirtieran en los planificadores centrales de la economía, proporcionando crédito para los usos más rentables y, presumiblemente, de utilidad social. Así, una relación simbiótica de tres vías surgió para crear una “economía mixta” de Gobierno, altas finanzas e industria.
Pág. 27. Durante miles de años, desde la antigua Mesopotamia y pasando por la Grecia y la Roma clásicas, los templos y los palacios fueron los principales acreedores, que acuñaban y prestaban dinero, creaban infraestructuras básicas y recibían el pago de tasas y tributos por parte de los usuarios. Los templarios y la Orden de Malta impulsaron la reactivación de la banca en la Europa medieval, cuyas economías de la era renacentista y del progreso integraron de manera productiva la inversión ´pública y la financiación privada.
Para asegurar el éxito y la autonomía de esta simbiosis, y para inmunizarla contra el favoritismo y la corrupción, los economistas del siglo XIX trataron de liberar los Parlamentos del control que ejercían las clases propietarias, que dominaban las cámaras altas. Los senados de todo el mundo y la Cámara de los Lores en Gran Bretaña defendían los intereses creados en contra de las regulaciones más democráticas y los impuestos propuestos por la cámara baja. Se esperaba que con la reforma parlamentaria, que ampliaba el sufragio a todos los ciudadanos, se elegirían Gobiernos que actuarían en interés de la sociedad a largo plazo. Las autoridades públicas podrían tomar la iniciativa en las grandes inversiones de capital en carreteras, puertos y otros medios de transporte, las comunicaciones, la producción de energía y otros servicios públicos básicos como la banca, sin que extractores de rentas privados se inmiscuyeran en el proceso.
Pág. 28. Adam Smith, David Ricardo, John Stuart Mill y sus contemporáneos advirtieron de que la extracción de renta amenazaba con secar los ingresos y hacer subir los precios por encima de los costes necesarios para la producción. Su principal objetivo era impedir a los propietarios “cosechar donde no han sembrado”, como decía Smith. Con vistas a ello, su teoría del valor- trabajo se proponía disuadir a terratenientes, propietarios de recurso s naturales y monopolistas de que fijaran precios por encima del valor del coste de producción, oponiéndose a los Gobiernos controlados por los rentistas.
La constatación del hecho de que las mayores fortunas se habían acumulado por vías depredadoras, a través de la usura, los préstamos de guerra y las intrigas políticas para hacerse con los terrenos municipales y labrarse onerosos privilegios de monopolio, llevó a una visión popular decimonónica de los magnates financieros, los propietarios y la élite gobernantes hereditaria como parásitos: “La propiedad es un robo” (Pierre-Joseph Proudhon.)
Actualmente, el parasitismo financiero desvía ingresos necesarios para invertir y crecer. Los banqueros y los tenedores de bonos desangran la economía que los acoge, extrayendo de ella los ingresos que reciben en cobro de intereses y dividendos.
Pág. 29. Una economía financiarizada se convierte en una cámara mortuoria (…) La gran pregunta –tanto en una economía financiarizada como en la naturaleza biológica- es si la muerte del huésped es una consecuencia necesaria o si se puede desarrollar una simbiosis más positiva. La respuesta depende de la capacidad del huésped para mantener el control de sí mismo en el trance de un ataque parasitario.
Para ser aceptado, el parásito debe convencer al huésped de que no hay ataque en marcha (no provocar resistencia); el parásito necesita hacerse con el control del cerebro del huésped…, para adormecer su conciencia de que se le adherido un invasor, y luego hacerle creer que el aprovechado lo está ayudando…. Los banqueros presentan sus tasas de interés como una parte necesaria y benévola de la economía (la concesión de créditos para facilitar la producción), que merece participar en el excedente que ayuda a crear.
Pág. 30. Los banqueros y también sus principales clientes –las inmobiliarias, las empresas mineras, las petroleras y los monopolios en general- afirman que lo que sean capaces de extraer del resto de la economía se lo ganan tan justa y dignamente como lo que se obtiene por una nueva inversión directa en el capital industrial.
Pág. 32. Para evitar este tipo de explotación socialmente destructiva, la mayoría de los países han regulado y gravado las actividades rentistas o bien han mantenido este tipo de actividades potenciales (ante todo, la infraestructura básica) en manos del sector público. Sin embargo, en los últimos años la supervisión regulatoria se ha ido desmantelando de manera sistemática. En ausencia de los impuestos y las regulaciones puestas en marcha durante los últimos dos siglos, el 1% más rico ha capturado la casi totalidad del crecimiento de la renta desde el crac de 2008. Manteniendo al resto de la sociedad en deuda con ellos, han utilizado su riqueza y sus reclamaciones crediticias para hacerse con el control del proceso electoral y de los Gobiernos, apoyando a aquellos legisladores que les quitan o rebajan los impuestos y a aquellos jueces o sistemas judiciales que se abstienen de procesarlos. (…) Los centros de pensamiento (think tanks) y las escuelas de negocios apoyan hoy día a aquellos economistas que describen las sustracciones de los rentistas como una contribución a la economía, en lugar de extracciones de la economía. (…) El resultado es un sistema económico controlado por rentistas que impone austeridad a la población.
El gran revés sufrido por la ideología reformista clásica de la era industrial (que proponía regular o gravar con impuestos los ingresos de las rentas) se produjo después de la Primera Guerra Mundial. Los banqueros llegaron a la conclusión de que su principal mercado eran los bienes inmuebles, los derechos minerales y los monopolios. (…) Lo que consiguieron fue desviar y acaparar la renta de la tierra y de los recursos naturales, que era precisamente la renta que los economistas clásicos esperaban que sirviera como base impositiva natural. En la industria, Wall Street se convirtió en la “madre de todos los carteles” (trusts), fomentando las fusiones para crear unos monopolios que hacían las veces de vehículos para extraer renta monopolística. (…) Los especuladores y otros compradores trataron de pedir prestado para comprar esos derechos exclusivos de extracción de rentas.
Pág.. 34. Los bancos ganaron a costa del recaudador de impuestos. Para el año 2012, más del 60% del valor de las casas en EEUU se debía a los acreedores. Esto significa que la mayor parte del valor de la renta se paga en concepto de intereses a los bancos, en lugar de a la sociedad en su conjunto. La propiedad de la vivienda se ha democratizado a crédito. Sin embargo, los bancos han logrado propagar la ilusión de que los depredadores no son ellos, sino el Estado. (ha hecho del impuesto sobre bienes inmuebles el más impopular de todos los impuestos). La bajada de impuestos a la propiedad conlleva un aumento de la deuda hipotecaria de los compradores, que para acceder a una vivienda pagan a crédito a los bancos precios cada vez más altos.
La batalla política de hoy versa en gran medida sobre la ilusión de quién soporta la carga de los impuestos y del crédito bancario. La cuestión de fondo es si la economía está prosperando a través del crédito del sector financiero y de la creación de deuda o si, por el contrario, está siendo desangrada por unas finanzas cada vez más depredadoras.
Pág. 35. La doctrina proacreedor ve el interés como el reflejo de una elección de individuos “impacientes”, consistente en pagar una prima a ahorradores “pacientes” con el fin de consumir en el presente antes que en el futuro. Este enfoque, que pone el acento en la libre elección, calla sobre la necesidad de asumir niveles crecientes de deuda personal para acceder a la propiedad de una vivienda, a una educación o, simplemente, para cubrir los gastos básicos. También pasa por alto el hecho de que tras el pago de los intereses de la deuda a los banqueros quedan menos recursos para gastar en bienes y servicios.
Pág. 36. El concepto clásico de renta económica ha sido censurado por la vía de llamar “industrias” a las finanzas, a los bienes raíces y a los monopolios. El resultado es que aproximadamente la mitad de lo que los medios de comunicación reportan como “beneficios industriales” son rentas del sector FIRE, es decir, de las finanzas, los seguros y las inmobiliarias, mientras que la mayor parte de los restantes “beneficios” son ingresos monopolísticos por patentes (principalmente, de las farmacéuticas y de las tecnologías de la información) y otros privilegios legales. Las rentas se confunden así con los beneficios. Esta es la terminología que emplean los intrusos financieros y los rentistas para tratar de cancelar el lenguaje y los conceptos de Adam Smith, Ricardo y sus contemporáneos, que representaban las rentas como parasitarias.
Los grupos de presión financieros orquestan ataques a la planificación pública, acusando a la inversión pública y a los impuestos de ser una carga, un peso muerto, en lugar de un factor que lleva a las economías a maximizar la prosperidad, la competitividad y la productividad, aumentando el nivel de vida. Los bancos se convierten en los planificadores centrales de la economía, y su plan es que la industria y el trabajo sirvan a las finanzas, y no al revés. (…) La matemática del interés compuesto convierte al sector financiero en una cuña que lleva a la precariedad a vastos sectores de la población. El ahorro que se va acumulando a través del interés y que se recicla en forma de nuevos préstamos busca constantemente nuevos campos de endeudamiento, mucho más allá de la capacidad de absorción de la inversión industrial productiva.
Pág. 37. Lejos de considerarse una intromisión, la deuda se ve simplemente como algo útil, y no como un factor que está capturando y transformando la estructura político-institucional de la economía.
Hace un siglo, los socialistas y otros reformadores de la era progresista avanzaron una teoría de la evolución que sostenía que una economía desarrollaría su máximo potencial mediante la subordinación de las clases rentistas posfeudales –los propietarios y los banqueros- a la industria, al trabajo y al bien común. Las reformas con esa vocación han sido derrotadas mediante el engaño intelectual, y con frecuencia mediante la violencia pura y dura de los intereses creados –al estilo del Chile de Pinochet-, para evitar el tipo de evolución que los economistas de libre mercado clásicos esperaban ver: medidas que controlaran los intereses de las finanzas, de los propietarios y de los monopolistas.
Pág. 38. Cuando los acreedores exigen programas de austeridad para exprimir de la economía “lo que se debe”, permitiendo que sus préstamos e inversiones sigan creciendo de manera exponencial, están matando de hambre la economía industrial y creando una crisis demográfica, económica, política y social.
Esto es lo que el mundo está presenciando hoy, desde Irlanda hasta Grecia: Irlanda, con una deuda inmobiliaria mala que se ha convertido en deuda personal y del contribuyente, y Grecia, con la deuda pública. Estos países están perdiendo población a cuenta de la emigración creciente. A medida que caen los salarios, los índices de suicidio aumentan, la esperanza de vida se acorta y las tasas de matrimonios y de nacimientos se hunden. Como no quedan ganancias suficientes para reinvertir en nuevos medios de producción, la economía se contrae, lo que provoca una fuga de capitales hacia las economías menos devastadas por la austeridad.
(…) Los parásitos financieros de hoy en día amenazan con destruir la economía del país receptor sin tener ninguna alternativa. Su visión a corto plazo también está destruyendo el medio ambiente mundial y desmantelando los sistemas educativos y la infraestructura. El inevitable crac puede dejar parásitos financieros sin nuevos mundos que colonizar, destruyendo juntos al huésped y a su jinete.
Pág. 39. La gran cuestión política que hay que enfrentar en lo que queda del siglo XXI es qué sector recibirá ingresos suficientes para sobrevivir, evitando las pérdidas que degradan su posición: ¿la economía industrial receptora o sus acreedores?
Para la economía en general, una recuperación real y duradera pasa por obligar al sector financiero a que no sea tan miope que con su egoísmo provoque un colapso de todo el sistema. Hace un siglo, la lógica para evitar esto era hacer de la banca una función pública. La tarea se hace hoy más difícil, porque los bancos han pasado a ser conglomerados casi impenetrables que han ligado el casino de Wall Street, con sus actividades de arbitraje especulativo y sus apuestas con derivados, a los servicios comerciales básicos.
En 2008 los bancos fueron salvados, pero no la economía. No se tocó el tumor de la deuda, que siguió ahí. (…) Desde el año 2008, “ahorrar” quiere decir pagar las deudas con el sector financiero, no invertir para hacer crecer la economía. Este tipo de “ahorro zombi” drena el flujo circular de la economía entre productores y consumidores: a la manera de los médicos medievales, desangra la economía mientras afirma que la esté salvando.
Pág. 40. Si es cierto que la banca ofrece servicios de un valor equivalente al de la riqueza gigantesca que ha generado para el 1%, ¿por qué necesita ser rescatada? Cuando el sector financiero obtiene todo el crecimiento económico tras los rescates, ¿cómo ayuda esto a la industria y al empleo, cuyas deudas se mantienen en los libros de cuentas? ¿Por qué no se rescató el empleo y la inversión en capital tangible, liberándolos a ellos de su deuda estructural?
Si el ingreso refleja la productividad, ¿cómo es que los salarios llevan estancados desde la década de 1970, cuando la productividad se ha disparado? ¿Cómo es que las ganancias se las han llevado los bancos y los financieros, y no los trabajadores?
La estrategia del parásito consiste en sedar al huésped para impedir que estas preguntas lleguen siquiera a plantearse. Este espejismo censor es la esencia de la economía postclásica, adormecida por los “neoliberales” prorrentistas, antiobreros y anti-Estado. Su lógica está diseñada para que parezca que la austeridad, la extracción de renta y la deflación de la deuda, que están matando la economía, son un paso adelante.
Pág. 42. Introducción: Conclusiones
1.Los bancos de hoy en día no financian inversiones significativas en fábricas, nuevos medios de producción o investigación y desarrollo. Han dejado de lado aquel “préstamo productivo” que se suponía que debía proporcionar a los prestatarios los medios para devolver su deuda. Antes bien, los bancos prestan en gran medida tomando como garantía bienes ya existentes, sobre todo bienes raíces (que respaldan el 80% de los préstamos bancarios), acciones y bonos. El efecto producido es el de transferir la propiedad de estos activos, no que se produzca más.
2.Los prestatarios utilizan estos préstamos para hacer subir los precios de los activos que compran a crédito: casas y edificios de oficinas, empresas enteras (mediante compras con deuda apalancada) e infraestructura del sector público donde instalar cabinas de peaje e imponer precios de acceso generadores de rentas. Los préstamos respaldados por estos activos hacen subir sus precios (inflación del precio de los activos).
3.El pago de estos préstamos con intereses deja menos sueldo o ganancia disponible para gastar en bienes de consumo o bienes de capital. Esta deflación de la deuda es la inevitable sucesora de la inflación del precio de los activos. El servicio de la deuda y los pagos de las rentas encogen los mercados, el gasto del consumidor, el empleo y los salarios.
4.La austeridad dificulta el pago de las deudas, al contraer los mercados y provocar paro. Por tal motivo, para que el capitalismo industrial pudiera prosperar, John Maynard Keynes instó a la “eutanasia del rentista”. Tenía la esperanza de que el foco de la búsqueda de negocio se apartara de la banca e, implícitamente, de sus principales mercados de crédito, con sus propietarios absentistas y sus monopolios de extracción de rentas privatizados.
5.La política dominante asume que las economías son capaces de pagar sus deudas sin reducir su nivel de vida ni perder propiedad. Sin embargo, las deudas crecen exponencialmente más rápido de lo que lo hace la capacidad de la economía para pagar, a medida que los intereses se acumulan y se reciclan (mientras se crea nuevo crédito bancario por vía electrónica). La “magia del interés compuesto” dobla y redobla ahorros y saldos de deuda en base a leyes puramente matemáticas que son independientes de la capacidad de la economía para producir y pagar. La deuda de las economías se va apalancando, a medida que las solicitudes de pago se concentran en manos del 1%.
6.Las deudas que no se pueden pagar no se pagarán. La pregunta es: ¿cómo no se pagarán? Hay dos maneras de no pagar las deudas. La forma más drástica y perjudicial es que las personas, las empresas o los Gobiernos vendan o pierdan el derecho sobre sus activos. La segunda manera de resolver las cosas es reducir las deudas hasta un nivel que pueda pagarse. Los banqueros y los tenedores de bonos prefieren la primera opción e insisten en que todas las deudas se pueden pagar si hay “voluntad de hacerlo”, es decir, la voluntad de irles transfiriendo propiedades. Esta es la solución que los economistas monetaristas convencionales, las políticas públicas y los medios de comunicación popularizan en forma de moralidad de base. Pero lo que hace es destruir la economía -1- (“productiva”) para enriquecer al 1% que domina la economía -2 (“especulativa”).
7.Una economía de la burbuja puede posponer el colapso si los bancos prestan en condiciones más favorables, para permitir que los prestatarios hagan subir los precios de los bienes raíces y otros activos. Esta inflación se convierte en la única manea de pagar a los acreedores, a medida que la economía se va endeudando cada vez más. Permite a los deudores pagar a sus acreedores con más préstamos respaldados con garantías cada vez más caras. De hecho, para sostener este tipo de burbuja los nuevos préstamos y la deuda deben crecer de forma exponencial, al igual que se necesitan nuevos suscriptores para sostener una cadena de mensajes.
8.Los bancos y los tenedores de bonos se oponen a las cancelaciones de deudas como vía para poner la deuda en línea con los ingresos y con las valoraciones históricas de los activos. Las demandas de pago por parte de los acreedores ponen la economía al servicio de la economía financiarizada, en lugar de proteger la endeudada economía (productiva: de producción y el consumo). Lo que se consigue es llevar ambas economías a la quiebra.
9.El sector financiero (el 1%) respalda a las oligarquías. Recientemente los acreedores de la zona euro pusieron a “tecnócratas” al mando de Grecia e Italia, dos países muy endeudados, y bloquearon referendos democráticos para aceptar o no los rescates y las cláusulas de austeridad asociadas a ellos. Se trata de una política que data de las décadas de 1960 y 1970, cuando el FMI y los Gobiernos de Estados Unidos empezaron a apoyar a las oligarquías y a las dictaduras militares del Tercer Mundo favorables a los acreedores.
10.Todas las economías son economías planificadas. La cuestión es ver quién hace la planificación: ¿los bancos o los Gobiernos electos? La planificación y estructuración de la economía ¿se pondrá al servicio de los intereses financieros a corto plazo (consistentes en extraer renta y obtener ganancias en los precios de los activos) o buscará promover la modernización industrial y la mejora a largo plazo de los estándares de vida?
11.La tendencia del sector financiero a querer aumentar su poder político tiene una dimensión fiscal que resulta fatal: cualquier renta económica libre de impuestos queda “disponible” para transformarse en interés para los bancos. Por lo tanto, los bancos abogan por liberar de impuestos la propiedad inmobiliaria, la renta de los recursos naturales y la manipulación monopolística de los precios. Ello va en contra de la política clásica de gravar y desprivatizar la renta económica y las ganancias de precio de los activos (“el capital”).
La teoría del valor y de los precios demuestra que un impuesto sobre la renta no aumenta los precios, sino que se paga de la renta, absorbiendo el exceso del precio sobre el coste-valor intrínseco. Ese fue el objetivo político de los economistas defensores del libre mercado, desde los fisiócratas hasta Adam Smith, pasando por John Stuart Mill y la era progresista. A finales del siglo XIX recibió el nombre de socialismo, que en su acepción original significaba liberar los mercados de la herencia política de aquellos privilegios feudales que cercaban las tierras comunales y privatizaban la infraestructura pública.
Pág. 49. Hace un siglo, casi todo el mundo esperaba que a medida que aumentaran los niveles de prosperidad y los salarios, la gente ahorraría más y tendría menos necesidad de endeudarse. En la década de 1930 a John Maynard Keynes le preocupaba que el aumento de la propensión a ahorrar llevara a la gente a gastar menos en bienes y servicios, haciendo que, si no se incrementaba el gasto público, el paro aumentara. Sin embargo, hacia el año 2008 la tasa de ahorro interno en EEUU cayó por debajo de cero. No solo los individuos, sino también el sector inmobiliario, la industria e incluso el Estado se están endeudando cada vez más (“desahorrando”).
Tratar de ascender a la clase media es a día de hoy transitar por el camino del peonaje por deudas. Implica asumir una deuda hipotecaria para comprar una vivienda propia, créditos de estudios para acceder a la educación necesaria para conseguir un buen empleo, un préstamo para el coche con el que ir al trabajo y una deuda de tarjeta de crédito solo para que el deudor pueda mantener sui nivel de vida mientras va hundiéndose en el pozo.
Este es el motivo por el que el gasto del consumidor no ha aumentado desde 2008. Incluso cuando aumentan los ingresos, muchas familias se encuentran con que sus sueldos son devorados por el pago de los intereses de la deuda. (“deflación de la deuda”). Los ingresos que se pagan a los acreedores no están disponibles para el gasto en bienes y servicios.
En el lugar de trabajo, muchos empleados están tan endeudados que se abstienen de quejarse de las condiciones laborales, por temor a perder su puesto y con él la capacidad de pagar la hipoteca y demás préstamos…. (Es una causa importante del estancamiento de los salarios).
La conquista normanda de Inglaterra en 1066 y apropiaciones similares de tierras en otros reinos europeos llevaron a una pugna tributaria constante, para determinar quién debía percibir las rentas de la tierra: si el rey, como personificación de la base tributaria, o la nobleza, para la que la tierra había sido parcelada a fin de que ella la administrara, formalmente en nombre del rey. Cada vez más, la clase terrateniente hereditaria fue privatizando esta renta, obligando a los reyes a gravar el trabajo y la industria.
Esta apropiación de las rentas preparó el escenario para la gran batalla de los economistas clásicos del libre mercado, desde los fisiócratas franceses a Adam Smith, John Stuart mil, Henry George y sus contemporáneos, por gravar las rentas de la tierra y los recursos naturales a fin de constituir la base tributaria. Su objetivo era sustituir a la aristocracia privilegiada de rentistas por la propiedad pública –o la sujeción fiscal- de lo que fueron dones originales de la naturaleza: el sol, que los fisiócratas citaban como la fuente de los poderes productivos de la agricultura, la fertilidad inherente del suelo…
Pág. 51. El objetivo principal de la economía política durante los últimos tres siglos ha sido el de recuperar el flujo de la renta de las tierras y recursos naturales privatizados que los reyes medievales habían perdido. La dimensión política de este esfuerzo conllevaba la reforma constitucional democrática para superar la resistencia de la clase arrendadora. A finales del siglo XIX aumentaba la presión política para gravar a los propietarios de tierras en Gran Bretaña, EEUU y otros países.
Al comenzar el siglo XX la tierra estaba saliendo de las manos de la nobleza para ser democratizada –a crédito-. En efecto, para la mayoría de las familias el préstamo era la única manera de poder adquirir una vivienda.
Pág. 52. El resultado de “democratizar” los bienes raíces a crédito ha sido que la mayor parte del valor del alquiler, que hasta ahora se pagaba a una clase de propietarios, ahora se le paga a los bancos como intereses hipotecarios, y no al Estado, que es lo que la doctrina clásica había instado a hacer. Por lo tanto, el sector financiero de nuestros días ha asumido el papel que jugó la aristocracia rural en la Europa feudal.
La otra forma de renta que Adam Smith y otros economistas clásicos intentaron minimizar era la de los monopolios naturales, como era el caso de las compañías de las Indias Orientales de Gran Bretaña, Francia y Holanda, y análogos privilegios comerciales especiales. Esto era lo que significaba básicamente el libre comercio. La mayoría de los países europeos mantenían la infraestructura básica (carreteras y ferrocarriles, comunicaciones, agua, educación, salud y pensiones) en el dominio público, a fin de minimizar los costes de vida de la economía y así hacer negocio aun prestando servicios básicos a precio de coste, subvencionados o incluso de forma gratuita.
Desde 1980 la privatización de las infraestructuras públicas se ha acelerado enormemente. Tras haber financiarizado el petróleo y el gas, la minería y el suministro eléctrico, ahora los centros financieros pretenden de-socializar las infraestructuras más importantes de la sociedad (…) EEUU fue uno de los primeros países en privatizar los ferrocarriles, los servicios de gas y electricidad, el telefónico y otros monopolios de infraestructura. (Los ha sacado del dominio público y privatizando con poca regulación). El pretexto es que, mediante la financiación de la privatización de empresas públicas, el crédito bancario y la gestión financiera contribuyen a hacer las economías más eficientes.
Pág. 54. El sector financiero acaba siendo el principal receptor de rentas de monopolio y rentas de la tierra, recibiendo lo que antaño percibía la clase terrateniente. (…) Lo que verdaderamente llama la atención es que todo esto se ha hecho en nombre de los “mercados libres”, que los grupos de presión financieros han redefinido como libres de la propiedad o regulación públicas. El sector financiero se las ha arreglado para movilizar a la ideología contraria al intervencionismo estatal para apartar al sector público y ejercer presión para bloquear la legislación en materia de regulación. Con la excusa de la burocratización de lo público esconden que ahora, con la privatización hacen que estas economías sean mucho menos competitivas.
A principios del siglo XX los vientos del futuro prometían que los bancos de todo el mundo harían lo que ya estaban practicando con gran éxito en Alemania y Europa Central: coordinar los enlaces entre los centros industriales y el Gobierno, en calidad de planificadores y previsores.
Pero los bancos rara vez financian nuevos medios de producción. Prefieren prestar para fusiones, compras de empresas por parte de sus propios equipos directivos o compras de empresas ya existentes para reestructurarlas radicalmente (…) Al igual que los demás sectores, se esperaba que con el tiempo también la industria quedara más re de deudas. El préstamo bancario se centró en la financiación del comercio, no en la inversión de capital.
Sin embargo, la industria se ha vuelto financiera, y los “accionistas activistas” tratan el sector empresarial como un mero vehículo para producir ganancias financieras. A los managers se les paga en función de lo rápido que puedan aumentar el precio de las acciones de sus empresas, cosa que se consigue más fácilmente mediante el apalancamiento de la deuda. Esto ha convertido el mercado de valores en un espacio para la liquidación de activos, donde los beneficios empresariales se emplean para la recompra de acciones y para incrementar los pagos de dividendos en lugar de para la inversión a largo plazo.
Financiarizar la industria, por lo tanto, ha cambiado el carácter de la lucha de clases, que está ya lejos de lo que socialistas y obreros imaginaron a finales del siglo XIX y principios del XX. En aquel entonces, la gran batalla se daba entre empresarios y obreros por los salarios y los beneficios. Las finanzas de hoy en día están canibalizando el capital industrial, imponiendo austeridad y reduciendo el empleo, mientras que su tendencia a privatizar monopolios aumenta el coste de la vida.
Se suponía que los bancos centrales liberarían a los Estados de tener que pedir prestado s los tenedores de bonos privados. Pero los déficits presupuestarios han aumentado el poder de los grupos de presión financieros, que han empujado a los políticos a revertir los impuestos sobre la renta progresivos y a reducir los impuestos sobre las ganancias de capital. (…) Los bancos centrales crean dinero principalmente para prestárselo a los bancos, con el fin de aumentar la deuda estructural de la economía. (…) El objetivo no es ayudar a la recuperación de la economía “real”, sino volver a inflar los precios de los activos inmobiliarios, de los bonos y las acciones que las entidades financieras (y el 1%) conservan en garantía.
Peor aún es la situación en la zona euro. El Banco Central Europeo ha autorizado un billón de euros para comprar bonos de los bancos, pero se niega por principio a prestar nada a los Gobiernos, a pesar de que los déficits presupuestarios están limitados a solo el 3% del PIB. Esto supone imponer una deflación fiscal además de la deflación de la deuda. Los Gobiernos se ven obligados a depender de los tenedores de bonos y, cada vez más, a vender el sector público.
Todo esto es contrario a lo que los clásicos propugnaban. Su objetivo era que los Gobiernos elegidos por la población en su conjunto recibieran y distribuyeran el excedente económico. Es de suponer que esto habría implicado bajar el coste de la vida y de hacer negocios, proporcionar una variedad cada vez mayor de servicios públicos gratuitos o a precios subvencionados, y patrocinar una sociedad justa en la que nadie recibiera privilegios especiales o derechos hereditarios.
Pág. 57. Los defensores del sector financiero han tratado de controlar las democracias desplazando la política fiscal y la regulación bancaria lejos de las manos de los representantes elegidos y en favor de individuos escogidos de los centros financieros del mundo. La meta de esta planificación no tiene nada que ver con los objetivos progresistas clásicos, consistentes en movilizar el ahorro para aumentar la productividad e ir sacando a la población de la pobreza. El objetivo del capitalismo financiero no es la formación de capital, sino la adquisición de privilegios generadores de renta en activos inmobiliarios, recursos naturales y monopolios.
Éstas son precisamente las formas de ingresos que durante siglos los economistas clásicos intentaron gravar o minimizar. Aliándose con los sectores rentistas y actuando por cuenta suya, la banca y las altas finanzas se ha convertido en parte de la estructura económica de la que los economistas clásicos intentaron liberar a la sociedad.
Para promover este cambio de paradigma fiscal y el apalancamiento de la deuda, los grupos de presión financieros han creado una engañosa cortina de humo, que presenta la financiarización como una medida que ayuda a las economías a crecer.
Pág. 58. La estrategia financiera se culmina con la creación de instituciones financieras internacionales (como son el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo) que presionan a las economías deudoras para que lleven la política fiscal lejos de los Parlamentos elegidos y la pongan en manos de instituciones que gobiernan por cuenta de los banqueros y los titulares de bonos. Este poder global ha permitido a las finanzas imponerse a los Gobiernos, potencialmente favorables a los deudores.
Todo esto va en contra de las luchas de los siglos XVIII, XIX y la mayor parte del XX, en su intento por liberar las economías de la influencia de terratenientes monopolistas y “coleccionistas de cupones”… (…) Cuando la reforma parlamentaria le quitó a la aristocracia terrateniente el control del Gobierno, se esperaba que la ampliación del voto a la población en general día lugar a políticas que gestionaran la tierra, los recursos naturales y los monopolios naturales en función del interés público a largo plazo. Sin embargo, “los intereses creados” han reconstruido su dominación política, de la mano de un sector financiero que ha empleado su riqueza para hacerse con el control del proceso electoral, con vistas a crear una sociedad neorrentista imponiendo la austeridad.
Pág. 59. Lo que ha tenido lugar es una contrarrevolución cultural. El sector financiero ha sido capaz de reescribir la historia y ha redefinido la idea que tiene la gente de lo que es el progreso económico y una sociedad justa. La alternativa financiera a la economía clásica se llama a sí misma “neoliberalismo”, pero en realidad es lo contrario del apelativo con el que originalmente se definieron los reformadores liberales de la Ilustración. La renta de la tierra no ha terminado en manos del Estado, y cada vez más servicios públicos han sido privatizados para exprimir de ellos renta monopolística. Los bancos se han hecho con el control del Estado y de sus bancos centrales, con el fin de crear dinero no ya para financiar el gasto público, sino solo para rescatar a los acreedores en pérdidas.
En lugar de crear la anunciada simbiosis con la industria, como se anticipó con esperanza hace un siglo, las finanzas han respaldado a los sectores de extracción de rentas. Y como los bancos centrales han dejado de crear dinero para financiar los déficits presupuestarios, los Gobiernos se ven obligados a depender de los tenedores de bonos, dejando en manos de los bancos comerciales y de otros acreedores la obtención del crédito que las economías necesitan para crecer.
El resultado es que la sociedad de hoy se está moviendo, en efecto, en dirección a la planificación central que los grupos de presión financieros tanto denunciaron. Con la salvedad de que la planificación se ha desplazado s los centros financieros (Wall Street, la City de Londres o Frankfurt). Su plan es crear una sociedad neorrentista. En lugar de ayudar al crecimiento de la economía receptora, la banca, los mercados de bonos e incluso el mercado de valores se han convertido en parte de una dinámica depredadora, extractiva.
Pág. 60. El marxismo diagnosticó que la principal contradicción interna del capitalismo industrial era que su empeño por aumentar los beneficios por la vía de reducir al mínimo el coste de la mano de obra terminaría por secar el mercado interno. La contradicción interna del capitalismo financiero es similar: la deflación de la deuda saca de la economía las rentas de la tierra y de los recursos naturales, los beneficios industriales, el ingreso personal disponible y los ingresos fiscales, dejando las economías en un estado en el que ya no son capaces de asumir su aumento exponencial de crédito. La austeridad conduce a la suspensión de pagos, como estamos viendo hoy en Grecia.
Al final ni siquiera los préstamos sin intereses se pueden pagar.
La economía clásica formaba parte de un proceso de reforma para sacar a Europa de la época feudal e integrarla en la era industrial. Para ello era necesario terminar con el poder de la aristocracia terrateniente, los banqueros y los monopolios para imponer tasas que eran injustos, toda vez que no reflejaban un trabajo o actividad empresarial reales. Tales ingresos se consideraban como “no ganados”.
La lucha original por los mercados libres significa liberarlos de la explotación por parte de los extractores de renta: propietarios de tierras, de recursos naturales, etc.
El programa de reforma clásico de Adam Smith y sus seguidores consistía en gravar los ingresos derivados de privilegios que eran el legado de la Europa feudal y sus conquistas militares, para hacer que la tierra, la banca y los monopolios fueran funciones reguladas públicamente. En cambio, el neoliberalismo de hoy pone el sentido original de la palabra del revés. Los neoliberales han redefinido la noción de “mercados libres” con la vista puesta en una economía libre para los cazadores de rentas, es decir, en la que los ingresos rentistas no ganados (rentas y réditos financieros) quedan “libres” de impuestos.
Pág. 62. La mejor manera de deshacer su contrarrevolución es resucitar la distinción clásica entre los ingresos salariales y los no salariales, así como el análisis de las relaciones financieras y de deuda en tanto que relaciones depredadoras de la economía en general.
El título de la cátedra de Adam Smith en la Universidad de Edimburgo era Filosofía Moral. Éste siguió siendo el nombre de los cursos de economía que se impartieron en Gran Bretaña y Estados Unidos durante la mayor parte del siglo XIX. Otro nombre era Economía Política, y los escritores del siglo XVII emplearon el término Aritmética Política. El objetivo común era influir en las políticas públicas por encima de todo, en la forma de financiar el Estado, dónde situar los impuestos y qué reglas debían regir las actividades bancarias y de crédito.
El principio rector era que todo el mundo merecía percibir los frutos de su propio trabajo, pero no los del trabajo ajeno. Las teorías clásicas del valor y de los precios proporcionaban la herramienta analítica para definir y medir los ingresos no derivados del trabajo en tanto que economía clásica general.
Distinguir el rendimiento del trabajo del rendimiento del privilegio especial (encabezado por los monopolios) se convirtió en parte del programa de reforma ilustrado para hacer que las economías fueran más justas, tuvieran unos costes más bajos y una mayor competitividad industrial.
Pág. 64. La economía neoliberal de hoy en día consiste esencialmente en negar la existencia de ingresos o riquezas no ganadas.
Hasta la Edad Media las familias en general producían para cubrir sus propias necesidades básicas. La mayor parte del comercio mercantil se daba al margen, sobre todo en el caso de las importaciones y los bienes de lujo. Hasta el siglo XIII, con la reactivación del comercio y las ciudades, no se hizo un esfuerzo analítico para relacionar de forma sistemática los precios de mercado con los costes de producción.
Este ajuste vino motivado por la necesidad de definir un precio justo que banqueros, comerciantes y otros profesionales cobraran por sus servicios. Se trataba de definir la explotación que una economía justa debía evitar, así como el coste necesario de hacer negocios.
Estos debates tuvieron lugar en los primeros centros de aprendizaje en el seno de la Iglesia, que fundó las primeras universidades.
La teoría eclesiástica del precio justo era una incipiente teoría del valor-trabajo: el coste de producción de cualquier producto consiste en última instancia en el coste de la mano de obra, incluida la necesaria para producir la materia prima, la maquinaria y los equipos utilizados en su producción. Tomás de Aquino (1225-1274) escribió que los banqueros y los comerciantes deben ganar lo suficiente para mantener a sus familias de una manera apropiada para su condición, lo que implica que debe ser suficiente para dar a la caridad y pagar impuestos…. (…) De forma similar se discute hoy día en torno a cuánto deberían ganar los banqueros de inversión de Wall Street.
Pág. 65. Fueron necesarios cuatro siglos para que el concepto de precio justo se extendiera a la renta del suelo pagada a la clase terrateniente. (…) Inglaterra…. La Carta Magna (1215) y la revuelta de los barones fueron en gran medida iniciativas de la aristocracia terrateniente para eludir los impuestos y quedarse con la renta, desplazando la carga fiscal hacia el trabajo y las ciudades.
En el siglo XVIII, los intentos de liberar las economías de los privilegios extractores de rentas y del monopolio del poder político originado en la conquista inspiraron críticas a la renta de la tierra y el papel oneroso de la aristocracia (“los ricos ociosos”). Estas críticas fructificaron en una filosofía moral en toda regla, que se convirtió en la ideología que impulsó la Revolución Industrial.
Pág. 66… Esa era la esencia de la teoría “ricardiana socialista” de John Stuart Mill, así como de las teorías de la época reformista de EEUU, con sus regulaciones antimonopolio y sus consejos reguladores de servicios públicos.
Lo que hace que estas discusiones tempranas sean relevantes en la actualidad es que las economías están en peligro de sucumbir a un nuevo síndrome rentista. España podría haber empleado los enormes flujos de oro y plata de sus conquistas de América para convertirse en la primera potencia industrial de Europa. En lugar de ello, los lingotes que saqueó del Nuevo Mundo fluyeron a través de su economía como el agua a través de un tamiz. La aristocracia española de terratenientes postfeudales monopolizaron la entrada de recursos, que dilapidaron en lujos, más adquisiciones de tierras, préstamos y más guerras de conquista. La nobleza exprimió a la población rural para extraer rentas, impuso tributos tan altos a la población urbana que creó pobreza por todas partes y aportó poco de la educación, la ciencia y la tecnología que ya estaban floreciendo en los reinos del norte de Europa, más democráticos y menos asfixiados por sus aristocracias terratenientes. (…) Pág. 67: El paralelo aún se sigue haciendo en nuestros días.
A pesar de los enormes flujos de oro y plata, España se convirtió en el país más endeudado de Europa. Además, la carga fiscal recaía por completo en los menos ricos, lo que impedía el desarrollo de un mercado interno. Sin embargo, los grupos de presión neoliberales de hoy en día están promoviendo un favoritismo fiscal similar, consistente en retirar los impuestos de las finanzas y de los bienes raíces, desplazar la presión fiscal hacia el trabajo y los consumidores, reducir las infraestructuras públicas, recortar el gasto social y poner a los administradores rentistas a cargo del Estado. La principal diferencia entre hoy y aquella España y demás economías postfeudales es que ahora el interés que se paga al sector financiero ha sustituido a la renta que se pagaba a los terratenientes feudales. (…) La principal diferencia entre el modo actual de conquista y el de la España del siglo XVI (y la Francia del XVIII) es que ahora la conquista es en gran parte financiera, no militar. La tierra, los recursos naturales, la infraestructura pública y las grandes industrias se adquieren con dinero prestado.
La teoría de la renta se convirtió en la base para distinguir entre los ingresos del trabajo y los ingresos no ganados. Casi toda la política de regulación pública del siglo XX ha seguido las bases establecidas por esta ideología de la Ilustración y de la reforma política, desde John Locke en adelante, que define el valor, el precio y la renta para orientar una filosofía fiscal progresiva, una regulación de precios antimonopolio, leyes de usura y controles de renta.
Los defensores de los terratenientes contraatacaron. Malthus argumentó que los propietarios no se limitaban a cobrar el alquiler de forma pasiva, sino que lo invertían de manera productiva, contribuyendo al crecimiento de la economía.
En lugar de reconocer la realidad del comportamiento depredador de los rentistas, los grupos de presión financieros presentan el préstamo como si fuera algo productivo.
Pág. 70. La mayoría de los préstamos bancarios no se conceden para crear nuevos medios de producción, sino que se hacen con el aval de bienes raíces, valores u otros activos financieros ya existentes. (…) Esta economía de la burbuja con deuda apalancada permitió a muchos hacerse ricos.
Se esperaba que las reformas políticas de corte democrático evitaran esta deriva, mediante la sustitución de los privilegios heredados por la igualdad de oportunidades. El objetivo era acabar con estos privilegios y poner a todos los ciudadanos y a todas las empresas en igualdad de condiciones Las economías debían ser liberadas por la vía de convertir los monopolios naturales y la tierra en servicios públicos.
Así fue como en vísperas del siglo XX las reformas clásicas en favor del libre mercado fueron evolucionando, de una forma u otra hacia el socialismo. La clase terrateniente hereditaria fue vendiendo sus tierras a los compradores a crédito, y así es como se fueron democratizando la propiedad de la tierra y la propiedad de la vivienda. La consecuencia no prevista ha sido que los bancos reciben en forma de intereses hipotecarios los ingresos de la renta que antes percibían los propietarios. Así, el sector financiero ha sustituido a los terratenientes en la posición de principal sector rentista, convirtiéndose en la aristocracia postindustrial de hoy.
En los años previos a la Primera Guerra Mundial parecía que las finanzas se estaban industrializando, es decir, que se estaban movilizando para apoyar la prosperidad industrial en el contexto de las reformas democráticas para ampliar el sufragio a los hombres sin distinción de rentas y, luego, a las mujeres. El poder de las aristocracias hereditarias parecía que estaba llegando a su fin. En 1910, en Gran Bretaña, la Cámara de los Lores perdió su potestad de bloquear proyectos de leyes fiscales aprobadas por la Cámara de los Comunes.
Pág. 71. Finanzas versus industria
El sector financiero actual está atacando aquello que hace un siglo se esperaba que se convirtiera en las funciones sociales del capital. El objetivo de la mayoría de los préstamos consiste en extraer recargos por intereses vinculando la deuda a la renta inmobiliaria (…) La economía “real” se ralentiza ante estas demandas financieras exponencialmente crecientes (préstamos bancarios, acciones y bonos), que enriquecen principalmente al 1%. Las finanzas no se han industrializado, sino que en lugar de ello es la industria la que se ha financiarizado. Los mercados de acciones y bonos se han convertido en espacios para hacer compras con deuda apalancada y liquidaciones de activos. Estas dinámicas representan una contrarrevolución, que se levanta contra las ideas clásicas de los mercados libres.
Pág. 74. El axioma-guía de John Locke era que todos los hombres tienen un derecho natural a los frutos de su trabajo. Un corolario de esta lógica era que los terratenientes únicamente tienen derecho a lo que ellos mismos producen, es decir, no tienen derecho a explotar a sus arrendatarios ni a apropiarse de su trabajo.
En su empeño por reformar la monarquía francesa en las décadas anteriores a la revolución de 1789, los fisiócratas popularizaron el término laissez faire, “dejad hacer”. Acuñado en la década de 1750 para oponerse a las regulaciones reales para mantener altos los precios del grano –y con ellos, las rentas de la tierra-, el fundador de la escuela, François Quesnay, extendió el lema para expresar la idea de la libertad, frente a una aristocracia que vivía de sus rentas en el lujo cortesano mientras los impuestos recaían sobre la población en general.
Quesnay era cirujano. La palabra fisiocracia reflejaba la analogía que él hacía entre la circulación de los ingresos y los gastos en la economía nacional y el flujo de sangre a través del cuerpo humano. Este concepto de flujo circular lo inspiró para desarrollar, en 1759, el primer formato de contabilidad nacional, el Tableau économique, para mostrar cómo el excedente económico de Francia –lo que quedaba después de sufragar los gastos básicos de manutención y de negocios- terminaba en manos de los propietarios como renta feudal.
Dentro de este círculo de gasto mutuo por parte de los productores, los consumidores y los terratenientes, los fisiócratas atribuían el excedente económico exclusivamente a la agricultura. Pero, a diferencia de Locke y contra él, ellos no consideraban que los propietarios percibieran las rentas en virtud de su trabajo. El excedente de la cosecha lo producía la energía del sol. Esta era la lógica que subyacía en su propuesta de política fiscal: un impuesto único sobre la tierra, l’impôt unique. Gravar la renta del suelo recaudaría lo que la naturaleza ofrecía de forma gratuita (la luz del sol y la tierra) y que, por lo tanto, debía pertenecer al sector público y servir de base tributaria.
El siglo XX terminó caracterizando a los propietarios y a otros rentistas como los ricos ociosos. Sin embargo, en una época en la que Francia era un Estado autocrático cuya aristocracia terrateniente era respaldada por la Iglesia y los órganos reales, no habría sido políticamente viable defender que no merecían sus rentas. Con la esperanza de promover una revolución fiscal de la mano de reformadores salidos de las filas de esas élites, Quesnay y sus colegas se sirvieron de trucos retóricos para jugar con la imagen que los receptores de rentas tenían de sí mismos: presentaron a esta clase rentista como la fuente de la riqueza de Francia, país cuya industria solo subsistía gracias al gasto de la aristocracia terrateniente.
Al caracterizar la industria y el comercio como “estériles” (pues no producían directamente el excedente económico), proporcionaban una razón lógica de por qué eran únicamente los propietarios quienes debían soportar la carga tributaria. La estratagema de Quesnay consistía en afirmar que la clase que produce el excedente es la fuente natural de los impuestos. Caracterizar la tierra y la agricultura como fuente última de los excedentes implicaba que todos los impuestos terminarían pagándose de ahí. Y considerar la fabricación como “estéril”, una mera elaboración de las materias primas suministradas por la naturaleza, significaba que gravar con impuestos la industria o la mano de obra que contrataba elevaría el umbral de rentabilidad de los costes que un negocio debía cubrir.
Cualquier impuesto sobre la industria o el trabajo simplemente se trasladaría a la fuente del excedente (los propietarios agrícolas). En efecto, los fisiócratas decían: “En verdad sois vosotros, los terratenientes, la fuente de la riqueza de nuestra nación. He aquí la razón de que todos los impuestos terminen siendo pagados por vosotros, si no directamente, de forma indirecta. Evitemos todas estas pretensiones enrevesadas y fijemos un impuesto único, l’impôt unique, que pagaréis directamente vosotros, en lugar de empobrecer la industria francesa y el comercio.
El análisis de los fisiócratas del flujo circular de ingresos y gastos de la economía permitió a economistas posteriores analizar el excedente neto (produit net), que se define como los ingresos por encima de los costes del punto de equilibrio. Preguntaron quiénes se hacían con ese excedente y… ¿quiénes terminaron soportando el impuesto?
Adam Smith se reunió con Quesnay y les économistes en sus viajes por Francia entre los años 1764 y 1766. Estaba de acuerdo en la necesidad de liberar mano de obra e industria de la renta de la tierra impuesta por las noblezas privilegiadas de Europa (…) Pero en contraste con la descripción fisiócrata de la industria como demasiado “estéril” para pagar impuestos, Smith decía que la manufactura era productiva.
El hecho de no gravar esta carga en forma de renta trasladaba la presión fiscal al comercio y la industria, erosionando sus ganancias y, por lo tanto, la acumulación de capital. Además de tener que soportar el coste de las rentas de la tierra, las poblaciones tenían que pagar impuestos especiales concebidos para pagar los intereses de la deuda pública, que a su vez era el resultado de la negativa a gravar con impuestos a los terratenientes.
Durante todo el siglo XIX la teoría del valor y de los precios siguió centrada principalmente en la renta de la tierra. En 1848, John Stuart Mill explicó la lógica de poner impuestos a la clase terrateniente por este concepto. (…) Al rechazar la justificación moral que Locke adujo para la propiedad de la tierra –a saber, que sus tierras debían su valor a su propio trabajo, Mill escribió que el valor de la tierra aumentó como resultado de los esfuerzos de la comunidad en su conjunto. Mill llegó a la conclusión de que este incremento del valor de los bienes raíces debía pertenecer a la población que constituía la base tributaria natural.
Mill justificaba gravar la renta de la tierra por razones de interés nacional, así como de filosofía moral. El objetivo era evitar gravar el trabajo y la industria, gravando en su lugar el ingreso que no se correspondía con trabajo. Con el tiempo la teoría del valor-trabajo se aplicaría a las rentas derivadas del monopolio.
Pág. 83. Cuando la Cámara de los Comunes de Gran Bretaña aprobó finalmente un impuesto sobre la tierra en 1909-1910, la Cámara de los Lores lo anuló, provocando una crisis constitucional. Las normas procedimentales fueron reformadas para evitar que, en lo sucesivo, los lores pudieran volver a rechazar un proyecto de ley fiscal parlamentario, pero el impulso de aquel momento se perdió cuando la Primera Guerra Mundial asomó por el horizonte y lo cambió todo.
Cada clase económica trata de justificar su propio interés particular. Incluso los sectores extractores de rentas dicen contribuir al bienestar de la economía en la que operan. En ninguna parte es esto más claro que en el debate que mantuvieron David Ricardo, el principal vocero de los intereses bancarios en Gran Bretaña, y el reverendo Thomas Robert Malthus, en defensa de la clase terrateniente y de sus tarifas proteccionistas previstas en las Corn Laws (Leyes sobre el maíz), que elevaron los precios de los alimentos (y con ellos, la renta de las tierras agrícolas).
Con la esperanza de fortalecer la posición de Gran Bretaña como taller del mundo, Ricardo señaló que el poder competitivo del país requería mantener bajos los precios de los alimentos y, por lo tanto, el salario de subsistencia. Instando a la nación a que comprara el grano en los mercados más baratos, en lugar de seguir siendo autosuficiente en cuanto a producción de grano y de otros alimentos, desarrolló lo que sigue siendo la teoría del comercio ortodoxa, que explica las (supuestas) virtudes de la especialización global del trabajo. La lógica de Ricardo reflejaba el interés particular de la clase bancaria que él defendía: la globalización promovía el comercio, el cual era todavía, a principios del siglo XIX, el principal mercado para los préstamos bancarios.
El quid de su argumento era que el coste de la vida para los trabajadores, y principalmente el de los alimentos, representaba el principal coste de producción para los empresarios industriales. La solución de Ricardo fue reemplazar las Corn Laws por el libre comercio, con el fin de comprar los productos agrícolas y otras materias primas de forma más barata en el extranjero, en regiones con tierras más fértiles y con otros recursos naturales. Esto implicaba convencer a Gran Bretaña de que abandonara la autosuficiencia en la producción de alimentos lograda durante las guerras napoleónicas, que terminaron en 1815.
La cuestión era si los propietarios utilizaban las rentas que recibían de una manera que ayudara a la economía o si, por el contrario, las altas rentas eran una carga injustificada. Malthus avanzó dos argumentos en defensa de unas rentas de la tierra altamente protegidas. En primer lugar, si los terratenientes ganaban más, se comportarían como capitalistas industriales y reinvertirían sus ganancias en sus fincas para ganar aún más ingresos produciendo más. Lejos de ser el ingreso pasivo no ganado (no derivado del trabajo) que había descrito Smith, las rentas altas permitían una mayor inversión para aumentar los rendimientos.
Partiendo de la base de que los ingresos provenientes de unos precios protegidos serían invertidos de forma productiva, Malthus reprendió a Ricardo por tratar la renta de los terratenientes como el lastre de la economía, mientras que los compradores de pan tenían que pagar más. Contrariamente a la descripción que hacía Ricardo de la renta como “una transferencia de riqueza, ventajosa para los propietarios y proporcionalmente perjudicial para los consumidores”.
El segundo punto del argumento de Malthus se refería a los gastos de consumo por parte de los propietarios. Según él, lejos de sangrar la economía, estos gastos eran necesarios para salvarla del desempleo. Los terratenientes eran entonces lo que dice ser hoy en día el 1%: “creadores de empleo” que contrataban cocheros, sastres y costureras, mayordomos y otros sirvientes, y que compraban carruajes, ropa fina y mobiliario. Así que, incluso cuando los receptores de rentas gastaban sus ingresos en lujos, estaban aumentando la demanda de mano de obra.
Este argumento pasaba por alto que si los trabajadores no se vieran forzados a pagar tanto por los alimentos, podrían gastar más en los productos de la industria. (…) Así pues, la verdadera elección era entre el consumo de lujo por parte de la aristocracia terrateniente o niveles de vida más altos para el resto de la población y una mayor inversión industrial.
Ricardo se terminó imponiendo. (…) La ideología del libre comercio también implicaba convencer a los países extranjeros de que no protegieran su industria con tarifas y subsidios. El principio de comprar en el mercado más barato significaba que dependerían de Gran Bretaña para sus manufacturas –además de para sus créditos bancarios-. Después de que el Parlamento derogara las Corn Laws en 1846, Gran Bretaña negoció acuerdos de libre comercio con países extranjeros en virtud de los cuales éstos se abstenían de proteger sus propias manufacturas, a cambio de la entrada libre en el mercado británico para vender sus alimentos y materias primas. La teoría del comercio de Ricardo describía esto como una ganancia mutua. El problema, por supuesto, es que comprar en el mercado más barato implica que la economía pasa a depender de los productores extranjeros.
Ricardo elaboró su preocupación de que, en ausencia de libre comercio, el aumento de los precios de los alimentos en el mercado interno empujaría hacia arriba el salario de subsistencia, dibujando un pronóstico pesimista a largo plazo.
La teoría del valor-trabajo de Ricardo solo buscaba aislar la renta de la tierra, no el pago de intereses. En su calidad de portavoz parlamentario de sus colegas de las finanzas, acusó únicamente a los terratenientes, y no a los acreedores, de drenar los ingresos de la economía. De modo que su punto ciego refleja su profesión, así como la de su familia de banqueros. (Los hermanos Ricardo gestionaron el primer préstamo de la Independencia de Grecia en 1824, por ejemplo, con unas condiciones bastante ruinosas para Grecia).
Su enfoque unilateral en la renta de la tierra desvió la atención de cómo los costes crecientes del servicio de la deuda –el equivalente financiero de la renta de la tierra- incrementan el umbral de rentabilidad de los costes, al tiempo que dejan menos ingresos disponibles para gastar en bienes y servicios.
Ricardo insistía en que el pago de la deuda externa se reciclaría por completo en la compra de las exportaciones de la nación pagadora. No tenía en cuenta el hecho de que el pago del servicio de la deuda presionaba los tipos de cambio a la baja, o que conducía a la austeridad a nivel interno.
Pág. 92. El sector financiero ocupa ahora la posición dominante que los terratenientes ocuparon en tiempos pasados. El servicio de la deuda desempeña hoy el papel extractivo que desempañaba la renta de la tierra en los días de Ricardo. Si se suponía que los propietarios inyectarían en la economía lo que ingresaran de las rentas en busca de lujos y nuevas inversiones de capital, los acreedores reciclan la mayor parte de lo que obtienen de los intereses en nuevos préstamos. Esto incrementa a carga de la deuda sin elevar la producción o los niveles de vida.
El problema de las deudas que crecen más rápido que la economía ha sido reconocido por prácticamente todas las sociedades. Los líderes religiosos han advertido de que el sostenimiento de una economía viable requiere mantener bajo control a los acreedores. Por eso los primeros cristianos y el islam adoptaron la medida radical de prohibir por completo el cobro de intereses, incluso para préstamos comerciales. Y por eso el judaísmo situó la cancelación de la deuda del año jubilar en el núcleo de la ley mosaica, sobre la base de una práctica babilónica que se remonta al año 2000 a.C., precedida a su vez por la tradición sumeria del milenio anterior. El cálculo de cómo el dinero prestado con intereses se dobla y redobla se enseñaba a los alumnos escribas en Sumeria y Babilonia empleados en la contabilidad del palacio y de los templos.
El tipo de interés comercial estándar en la Mesopotamia de entre alrededor del año 2500 a.C. Hasta la época neobabilónica durante el primer milenio fue alto –el equivalente al 20% anual-. Este nivel no se alcanzará en los tiempos modernos hasta la década de 1980, con la tasa de préstamo de alto riesgo por parte de los bancos de EEUU, que provocaron con ello una crisis. Sin embargo, esta tasa o tipo se mantuvo estable durante más de dos mil años para los contratos entre proveedores de fondos y operadores comerciales u otros empresarios. La tasa no varió para reflejar los niveles de beneficios o la capacidad de pago. Tampoco la fijaba la oferta y la demanda “de mercado”, sino que era un precio administrado fijado por una cuestión de conveniencia matemática por los acreedores iniciales: los templos sumerios y, después del año 2750 a.C., más o menos, los palacios que ganaron poder.
Una mina (unidad de medida arcaica) de plata se estableció como el equivalente a una fanega de grano. Y así como la fanega se dividía en 60 cuartos, una mina de plata se dividía en 60 siclos. Fue sobre esta base sexagesimal que los templos fijaban la tasa de interés, simplemente por la facilidad de cálculo (a 1 siclo por mes, 12 siclos en un año, 60 siclos en 5 años).
Cualquier tasa de interés implica un tiempo de duplicación, es decir, el tiempo necesario para que la cantidad pagada en concepto de intereses iguale el capital principal. En un ejercicio para escribas en la Babilonia de alrededor del año 2000 a.C. se pedía al alumno que calculara cuánto tiempo se necesitaría para que una mina de plata se multiplicara por dos al tipo simple de interés normal de un siclo por mina al mes. La respuesta es 5 años, que era el período de tiempo típico para que los patrocinadores prestaran dinero a los comerciantes que se embarcaban en travesías.
Las deudas públicas europeas y norteamericanas parecían llevar camino de saldarse durante el siglo relativamente libre de guerras que transcurrió entre los años 1815 y 1914. La carga de la deuda de la economía parecía que iba a ser autoamortizable, al estar vinculada a la formación de capital industrial. Los mercados de bonos financiaban principalmente ferrocarriles y canales (las empresas más grandes eran generalmente las más corruptas), la minería y la construcción. Wall Street estaba interesada en la industria, principalmente para organizarla en trusts y monopolios. Sin embargo, la mayoría de los economistas académicos limitaban su enfoque a la promesa de una tecnología y productividad crecientes, asumiendo que las finanzas y la banca serían absorbidas en la dinámica industrial.
A finales del siglo XIX ya hubo quien advirtió de que la dinámica financiera amenazaba con provocar una crisis económica. En 1895, J.W. Bennet advirtió de la formación de una casta rentista que atraía la riqueza del mundo a sus manos, a medida que los poderes creativos de la industria eran desbordados por la matemática del interés compuesto
La matemática del interés compuesto explica “la extremadamente rápida acumulación de riqueza en manos de unos relativamente pocos no productores”, así como “la pobreza extrema de una gran proporción de las masas productoras”. Los no productores reciben “con mucho los mayores salarios”, a pesar del hecho de que sus “ingresos a menudo están en razón inversa del servicio que (prestan a sus) semejantes”.
Todo esto suena muy moderno. Después del crac de 2008 se hicieron básicamente las mismas críticas, como si el descubrimiento de las finanzas depredadoras fuera una novedad.
El hecho significativo es que este principio del interés compuesto ha terminado por ser visto como una manera de hacer que las poblaciones sean más ricas, no más pobres. Como si los trabajadores pudieran cabalgar el crecimiento exponencial de las reclamaciones de deuda financiera ahorrando en fondos mutuos o invirtiendo en fondos de pensiones para financiarizar la economía. Este panorama tan optimista, de color de rosa, presupone que el aumento de la deuda no seca el crecimiento en los mercados, la inversión y el empleo.
Pág. 109. Se dice que J.P. Morgan y John D. Rockefeller llamaban al principio del interés compuesto la Octava Maravilla del Mundo. Para ellos significaba concentrar fortunas financieras en manos de una oligarquía emergente, endeudando a la economía consigo misma a un ritmo exponencial. Este ha sido el factor clave en la polarización de la distribución de la riqueza y del poder político en aquellas sociedades que no toman medidas para hacer frente a esta dinámica.
El problema radica en la forma en que el ahorro y el crédito se prestan para convertirse en deudas de otras personas, a las que por otra parte no se ayuda a ganar el dinero con que pagarlas. Para el sector financiero esto plantea un problema bancario: cómo evitar pérdidas a los acreedores cuando se producen impagos de préstamos. Tales incumplimientos impiden a los bancos pagar a sus depositantes y a los tenedores de bonos, mientras no puedan ejecutar la hipoteca sobre los bienes dados en garantía por los deudores y venderlos. (…) Alguien tiene que ceder: lo que significa que unos u otros, acreedores o deudores, deben perder.
Por lo tanto, los políticos se enfrentan a un dilema: o bien salvan los bancos y a los tenedores de bonos, o bien salvan la economía.
Es políticamente conveniente en el mundo de hoy resolver la dimensión bancaria de este problema en una forma que sea del agrado del sector financiero. Después de que el crac de 1907 golpeara a EEUU en mayor medida que a la mayoría de las economías, se fundó la Reserva Federal (en 1913) para proporcionar crédito público de respaldo en tiempos de crisis. Se partía de la base de que los problemas de deuda eran meros problemas de liquidez a corto plazo para préstamos que eran básicamente solventes, pero cuyos pagos se habían visto interrumpidos temporalmente debido a una mala cosecha o a una importante quiebra industrial.
No se preveía que el crecimiento exponencial de la deuda pudiera alcanzar una magnitud que frenara el crecimiento económico. Esa preocupación había desaparecido casi por completo del debate dominante durante el siglo pasado.
Pág. 110. El colapso financiero de 1929-1931 llevó (…) a Keynes a promover el gasto público para asegurar una demanda de mercado suficiente para mantener el pleno empleo.
Pág. 111. La Ley Glass-Steagall, aprobada asimismo en 1933, separó la actividad bancaria ordinaria de la especulación arriesgada. Siguió vigente hasta 1999, cuando sus disposiciones fueron vaciadas de contenido durante la presidencia de Bill Clinton. La ley regulaba la actividad bancaria de forma que los bancos concedieran créditos a prestatarios que pudieran proporcionar garantías sólidas y ganar lo suficiente como para asumir sus deudas.
(…) Los reguladores bajaron la guardia frente a las tensiones creadas por unos bancos y tenedores de bonos que prestaban en condiciones cada vez más arriesgadas y con ratios deuda/ingresos y deuda/activos crecientes.
Por todas partes, las economías de EEUU y Europa fueron “tomadas en préstamo”, y ya no eran capaces de sostener los niveles de vida y los programas de gasto público por la simple vía de pedir más préstamos. Había llegado la hora de pagar la deuda, lo cual implicaba ejecuciones hipotecarias y ventas de emergencia. He aquí la cruda garantía o condición que el sector financiero ha buscado históricamente en tanto que plan de seguridad. Para los acreedores la deuda no solo produce intereses, sino también la titularidad de la propiedad, que consiguen por la vía de endeudar a sus presas.
Pág. 115. A Alan Greenspan los medios de comunicación lo ayudaron a divulgar la ilusión de que el sector financiero había encontrado una dinámica autosostenible para el crecimiento exponencial de la deuda, por la vía de inflar exponencialmente los precios de los activos. Así, la economía trataba de escapar de la deuda “hinchándose”, es decir, mediante la inflación de los precios de los activos patrocinada por la Reserva Federal. El mayor precio de las casas que respaldaban los préstamos parecía justificar el proceso, y no se pensó demasiado en cómo, con ingresos procedentes de salarios o beneficios, podrían pagarse tales deudas.
Los bancos crearon crédito nuevo en sus teclados de ordenadores, mientras la Reserva Federal facilitaba la operación manteniendo el aumento exponencial de los préstamos bancarios (sin que nadie tuviera que ahorrar y depositar el dinero). Sin embargo, todo este crédito no se invirtió en aumentar la capacidad productiva de la economía. En lugar de ello, libró a los prestatarios del default mediante el inflado de los precios inmobiliarios –al tiempo que cargaba de deudas las propiedades, las empresas y los ingresos personales.
Pero, sin raíces en la economía “real”, los precios de los inmuebles tenían forzosamente que venirse abajo. Con los ingresos por rentas no se podía mantener el servicio de la deuda pendiente, con lo que se entró en una “cuarta” fase del ciclo financiero, marcada por los impagos, las ejecuciones hipotecarias y la transferencia de propiedad a los acreedores.
La acumulación de la deuda debería haber alertado a los analistas del ciclo económico sobre el hecho de que, a medida que la deuda crece de manera constante de un ciclo al siguiente, las economías se desequilibran, pues los ingresos se desvían para pagar a banqueros y tenedores de bonos en lugar de dedicarse a expandir la actividad.
Los fondos de pensiones han asumido durante mucho tiempo que ellos y otros ahorradores pueden hacer dinero por la vía financiera sin producir efectos adversos sobre la economía en general. (…) Hasta hace poco, la mayoría de los fondos de pensiones de EEUU asumieron que podrían lograr rendimientos del 8,5% anual, duplicándolos en menos de 7 años, cuadruplicándolos en 13 años y así sucesivamente. Esta feliz suposición sugería que los fondos de pensiones estatales y locales, los fondos de pensiones corporativos y los sindicales serían capaces de pagar a los jubilados con solo una mínima cantidad de nuevas aportaciones. Los índices de rendimiento proyectados eran mucho más rápidos que el crecimiento de la economía.
Una tasa de crecimiento financiero que supere la capacidad de la economía para producir un excedente debe por fuerza tornarse abusiva con el tiempo.
La deuda estructural de hoy, una deuda que se multiplica por sí misma, absorbe beneficios, rentas, ingresos personales e ingresos fiscales en un proceso cuya matemática es muy similar a la de la contaminación medioambiental.
Pág. 121. Los managers financieros no fomentan la comprensión de este tipo de matemáticas entre la gente en general (de hecho, ni siquiera en el mundo académico), pero son lo suficientemente observadores como para reconocer que la economía global está precipitándose hacia ese “último día” anterior al crac. Esta es la razón de que estén sacando su dinero y acudiendo a la seguridad de los bonos del Estado. A pesar de que los bonos del Tesoro de EEUU rinden menos del 1%, el Gobierno siempre puede simplemente imprimir el dinero. La tragedia de nuestro tiempo es que está dispuesto a hacerlo únicamente para preservar el valor de los activos, y no para reactivar el empleo o restaurar el crecimiento económico real.
Los acreedores de hoy en día no dedican sus dividendos a realizar préstamos que busquen aumentar la producción, sino que “cobran” sus ganancias financieras y compran más activos. Los activos más lucrativos son la tierra, los recursos naturales y los monopolios de infraestructura, por las oportunidades que cada uno de ellos ofrece de extraer rentas.
VI – LOS RENTISTAS PROMUEVEN ESTADÍSTICAS DE INGRESOS NACIONALES QUE OMITEN LA RENTA
Pág. 123. La cuestión es si la creciente desigualdad actual entre los ricos y los asalariados está o no justificada.
El paso del siglo XIX al XX vio un aumento de los salarios, pero la mayor parte de este incremento fue a parar a manos de los propietarios (gracias a la subida del precio de la vivienda) y de los monopolistas, banqueros y financieros. Estas cargas rentistas impidieron a los asalariados beneficiarse de las subidas de sueldo, que se les escapaban de las manos para ir a parar al sector Inmobiliario, de las Finanzas y de los Seguros (sector FIRE). Lo que importa en última instancia es cuánto queda para el gasto discrecional después de hacer los pagos relacionados con los bienes raíces, el servicio de la deuda y otras necesidades básicas.
Pág. 125. El mito fundacional de la economía prorrentista es que cada uno recibe unos ingresos proporcionales a la contribución que hace a la producción. Se niega así que la renta económica sea “no ganada”, es decir, no derivada del trabajo. Por lo tanto, ni hay explotación ni hay ingresos que no se hayan ganado y, en consecuencia, no hay necesidad de las reformas preconizadas por la economía política clásica.
Pág. 128. Esta perspectiva individualista representa la antítesis de las reformas de la Era Progresista y socialista introducidas en el siglo XIX. Esto es lo que hace que las preocupaciones clásicas con respecto a la economía del desarrollo nacional sean diferentes de la cosmovisión del inversor financiarizado. La cuestión era qué constituye el coste de producción en términos de valor real, diferenciado de las cargas rentistas de tipo extractivo. Liberar las economías de tales cargas parecía ser el destino del capitalismo industrial.
Los trabajadores se gastan el sueldo en los bienes que ellos mismos producen, mientras que los empresarios industriales invierten sus ganancias en bienes de capital para expandir sus fábricas y emplear más mano de obra que a su vez comprará más productos.
Pero la compra de una propiedad, de unas acciones o unos bonos no implica la contratación de mano de obra ni la financiación de la producción.
A Keynes le preocupaba que, a medida que las economías se volvieran más prósperas, las personas ahorrarían una porción mayor de sus ingresos, que de otra forma gastarían en consumo. Esta fuga del flujo circular llevaría a la depresión, a menos que los Gobiernos contrarrestaran esta deriva inyectando dinero en la economía y contratando trabajadores para obras públicas.
Keynes representaba el ahorro como mero acaparamiento –la retirada de ingresos procedentes de la corriente de gastos de producción y consumo-. Pero lo que realmente sucede es que los ahorradores prestan a los deudores, mientras los bancos crean nuevo crédito “endógeno” con intereses. Cuando llega el momento de la amortización (es decir, cuando los consumidores tienen que empezar a pagar por sus saldos de tarjetas de crédito y los propietarios de viviendas a pagar sus hipotecas sin pedir nuevos préstamos),”ahorrar” pasa a significar reducir la deuda. (…) Esto supone la sustracción de una tajada exponencialmente creciente de rendimientos financieros de la economía “real”.
Pág. 140. Los rentistas gastan sus ingresos no solo en contratar mano de obra y comprar sus productos, sino también en comprar activos financieros y más propiedad. Los bancos utilizan sus ingresos para hacer más préstamos. Esto crea aún más deuda y empuja al alza los precios de los activos, obligando a los nuevos compradores de vivienda a pedir aún más créditos por los derechos de propiedad.
El sector rentista más importante es hoy día la banca y las altas finanzas. La mayoría de los préstamos bancarios no están orientados a producir bienes y servicios, sino a transferir los derechos de propiedad de bienes raíces, acciones (incluyendo las de compañías enteras) y bonos.
Pág. 149. Toda economía está planificada de una manera o de otra. Las economías feudales estaban planificadas por los herederos de las bandas de señores de la guerra que conquistaron la tierra, herederos que vivían de las rentas del campo e imponían tributos a la economía para financiar más conquistas militares La Revolución Industrial llevó a los sectores del comercio y la industria a luchar contra el interés terrateniente y el aventurerismo militar que lo acompañaba, cargando a las naciones con el fardo de la deuda pública y los impuestos que se recaudaban para pagar sus intereses.
A lo largo de la historia de las familias más pudientes han sembrado las instituciones económicas y políticas con líderes que defendieran sus intereses, por lo general sirviéndose de los bancos como centro de poder. Los Medici aprovisionaron a los papas León X (1513-1521), Clemente VII (1521-1534), Pío IV (1559-1565) y León XI en 1605. En otras partes de la Europa feudal, los aristócratas terratenientes dirigieron las economías en beneficio propio. Sin embargo, a pesar de la Revolución Industrial, pocos managers globales provienen en nuestros días de la industria. La mayoría de los responsables económicos se han formado en las escuelas de negocios, donde les han enseñado a ver las empresas principalmente como vehículos para producir ganancias financieras.
La política nacional en el mundo de hoy la planifican principalmente individuos leales al servicio de los intereses financieros.
Pág. 152. La historia de Goldman Sachs ha sido bien relatada por Matt Taibbi, que describió la empresa como “un gran calamar vampiro que envolvía la cara de la humanidad, acoplando sin descanso su conducto sanguíneo a todo lo que oliera a dinero”. Goldman Sachs, Citigroup y otros gigantes de la banca muestran un comportamiento extractivo, que ha ido acumulando multas y más multas por fraudes civiles reiterados, perpetrados en perjuicio de sus contrapartes y clientes. Al igual que los “siete banqueros” de Rusia, que se hicieron con el control de los monopolios sobre tierras, infraestructuras y recursos naturales de esa nación en la época de las privatizaciones con información privilegiada de la era Yeltsin (a mediados de la década de 1990), los gerentes de Goldman Sachs exprimen honorarios e intereses, y se dan a l especulación financiera y con los productos básicos a expensas de la economía. Para ellos un mercado libre es aquel donde no se aplican controles reglamentarios a los banqueros de inversión, los cuales ven las nuevas tecnologías y la privatización del dominio público sobre todo como oportunidades para asegurarse la colocación de emisiones de acciones, el cobro de tarifas de gestión, así como de enormes cantidades por la revalorización de los activos. Con este fin, los grupos de presión financieros y los políticos cuyas campañas financian exigen un poder de veto sobre el nombramiento de los reguladores, el personal de los bancos centrales y los funcionarios del Tesoro.
Las cosas no tenían por qué haber sido de esta manera. Si la teoría de la renta fue pulida con vistas a gravar o nacionalizar las apropiaciones de terratenientes y monopolios en el siglo XIX, un movimiento paralelo de reforma financiera floreció en Francia y Alemania. Al tener menos capital disponible que Inglaterra, estos países no podían permitirse las prácticas depredadores de la banca de negocios británica. Inspirándose en gran medida en el reformador francés Henri de Saint-Simon, los defensores de la industrialización desarrollaron una estrategia para reestructurar los sistemas financieros con vistas a promover la industria. Saint-Simon, junto con los primeros socialistas y los grandes bancos alemanes que florecieron en la época de Bismarck, diseñaron sistemas bancarios más productivos, a fin de acortar la ventaja con Gran Bretaña mediante la coordinación de la inversión industrial con la inversión y la planificación patrocinadas por el Estado.
Pero el siglo pasado ha demostrado que los sistemas financieros no evolucionan de forma automática para optimizar el potencial tecnológico de la sociedad. En lugar de orientar el ahorro, el crédito y los beneficios industriales hacia nuevas inversiones de capital tangible, hacia el empleo, la investigación y el desarrollo, hoy los bancos y los administradores de dinero están desviando ahorros y préstamos lejos de la financiación de la empresa productiva, mientras encuentran su mercado principal de crédito en las oportunidades de extracción de rentas a costa del crecimiento económico.
En comparación con los economistas de hoy en día, sorprende la claridad con que los de los siglos XVIII y principios del XIX escribían sobre la forma en que el servicio de la deuda aumenta los costes y los precios. Tras ocho siglos de guerra con Francia, Gran Bretaña se encontraba profundamente endeudada. El Parlamento emitía nuevos bonos para financiar cada nuevo conflicto, con un nuevo impuesto especial que se introducía para hacer frente a los intereses. La mayoría de estos impuestos gravaban bienes esenciales de consumo, con el consiguiente aumento del coste de la vida y, con él, de precio del trabajo. Los costes se incrementaban aún más por los altos precios que cobraban los monopolios comerciales que los Gobiernos creaban y vendían a los inversores para que retiraran sus bonos. Así, los problemas fiscales y monopolísticos eran básicamente un subproducto del problema de la deuda pública.
La práctica de financiar las guerras emitiendo deuda, en lugar de pagarlas sobre la marcha, recibió el nombre de financiación holandesa, ya que, tal y como explicó Adam Smith, “los holandeses, así como varias otras naciones extranjeras (tienen en sus manos) una parte muy considerable de nuestros fondos públicos”. De hecho, poseían más de la mitad de los valores de las grandes corporaciones de la Corona británica, incluyendo la Compañía de las Indias Orientales y el Banco de Inglaterra. El interés y los dividendos que Gran Bretaña repartía a estos inversores extranjeros absorbían gran parte de su superávit comercial.
Los impuestos que se aplicaban para atender el servicio de la deuda pública aumentaban el precio de los artículos de primera necesidad y, por lo tanto, el coste de la mano de obra y los costes generales en “al menos el 31% del gasto anual de todo el pueblo de Inglaterra”.
Todo lo que Gran Bretaña pudiera ganar militarmente se perdería en el mercado como consecuencia de las ambiciones militares de la Corona.
Para empeorar las cosas, los tenedores de bonos gastaban sus ingresos de manera improductiva, creando monopolios y patrocinando burbujas financieras. (…) De hecho, en el año 1783, el historiador Leland Jenks calculó que el Gobierno de Gran Bretaña pagó alrededor de las tres cuartas partes de sus ingresos fiscales a los tenedores de bonos.
Adam Smith explicó cuál era la implicación geopolítica de todo esto: las guerras, más que construir el poderío británico, lo erosionaban. Las deudas más altas y los impuestos para pagar la carga de los intereses sobre las deudas de guerra de Gran Bretaña amenazaban con aumentar sus costes de producción y, por lo tanto, sus precios de exportación, lastrando su balanza comercial y provocando una fuga de lingotes hacia el extranjero.
Si la teoría del comercio actual tiene poco que decir sobre la forma en que la deuda o las cargas rentistas afectan a los precios internos e internacionales, en gran parte se debe a la presión que ejerció David Ricardo en nombre de los intereses financieros, con el argumento de que los niveles de deuda y el pago de intereses a los extranjeros no importaba. Sus escritos e intervenciones parlamentarias sentaron las bases para dos siglos de estrechez de miras, pasando por Milton Friedman y la Escuela de Chicago.
Aunque la patria de la Revolución Industrial era Gran Bretaña, fueron escritores franceses y alemanes los que teorizaron con más amplitud de miras sobre cómo podrían organizarse los sistemas bancarios y de crédito para mejor financiar la industria. Los franceses tenían una razón en particular para concentrarse en la reforma bancaria. Su sistema financiero no había evolucionado gran cosa desde el Ancien Régim prerrevolucionario. Para ponerse al día ante el avance de Gran Bretaña y ante el potencial tecnológico de otras naciones, el conde Claude- Henri de Saint-Simon (1760-1825) y sus seguidores aportaron la filosofía que serviría de guía para crear un sistema de crédito industrial.
Al igual que muchos aristócratas de buena cuna, Saint-Simon terminó atacando los privilegios heredados de su clase, que consideraba una inútil carga rentista sobre los hombros de la sociedad. (…) En este sentido, Saint-Simon fue un reformista de mercado. Lo que lo hacía más radical que los liberales de hoy fue su tratamiento de la riqueza heredada como una imperfección del mercado. Sus seguidores describían las rentas, los intereses, los dividendos derivados de la propiedad de la tierra, los bonos y las acciones como un vestigio del feudalismo, una sobrecarga postfeudal.
La reforma clave de Saint-Simon fue sustituir la financiación de la deuda por participaciones en la propiedad del capital. Si la cuantía de los préstamos se invierte en producir un beneficio, argumentaba, el prestatario puede pagar los intereses con los fondos de la empresa, como dividendos de sus ganancias. Los dividendos sobre el capital propio –literalmente, una parte de la propiedad- se pueden recortar cuando las ganancias caen.
Con la esperanza de construir una meritocracia de ingenieros industriales, los seguidores de Saint-Simon transformaron el papel del Gobierno, con vistas a que dejara de sostener ociosas aristocracias rentistas. Partiendo de la suposición de que en la industria las habilidades y el talento lucirían como en ningún otro lugar, buscaron crear un nuevo tipo de capitalista industrial (al que llamó travailleur, “trabajador”). En contraste con los projectors (“proyectores”), aventureros y piratas …; los bancos invertirían directamente en la industria, y no solo en busca de ganancias especulativas o mercantiles.
Pág. 160. A medida que el espíritu de la primera reforma industrial y bancaria ganaba impulso, los reformadores sansimonianos fueron ganando partidarios, que iban desde los socialistas a los banqueros de inversión, en la Francia del Tercer Imperio lograron el apoyo del Gobierno para implementar sus políticas. Fueron más lejos que los defensores británicos y estadounidenses de la tributación de la tierra, como Adam Smith y John Stuart Mill, ya que hacían un mayor hincapié en la necesidad de la reforma financiera. Entre sus filas estaban el teórico social Auguste Comte, el economista Michel Chevalier, el socialista Pierre Leroux, el ingeniero Ferdinand de Lesseps (cuyos planes de canales desarrollaban ideas originales de Saint-Simon) y los hermanos Emile e Isaac Pereire, que fundaron Crédit Mobilier en 1852 para dar expresión institucional a los ideales de Saint-Simon con respecto a la banca.
Crédit Mobilier fue durante varios años un banco muy exitoso, y jugó un papel notable a la hora de promover el ferrocarril y otros servicios públicos. (…) Pero a la postre este suministro más libre de capital a largo plazo y la financiación de bonos resultó ser la perdición del banco. Después de cada ciclo económico viene siempre una recaída. Cuando los beneficios disminuyeron y los precios de las acciones se derrumbaron en 1866, el Crédit Mobilier sufrió como banquero y como accionista.
El ideal de movilizar a la banca para financiar la industria pronto se extendió más allá de Francia. La influencia de Saint-Simon llegó a John Stuart Mill, Karl Marx y los socialcristianos, así como a los industriales. El denominador común de este amplio espectro político era el reconocimiento de que era necesario un sistema de crédito industrial eficiente.
Engels escribió que Marx hablaba “sólo con admiración” del “genio y la mente enciclopédica” de Saint-Simon. No obstante, Marx escribió con sarcasmo de sus “fantasías de redimir el mundo a base de crédito”, y creía que seguidores como Charles Fourier y Auguste Comte eran utópicos en su esperanza de conciliar los intereses del capital y de la mano de obra. Lo que Marx sí compartía con Saint-Simon era un optimismo con respecto al sistema bancario y de crédito, que pensaba que se desarrollaría de manera que “no significaran nada más ni nada menos que la subordinación del capital a interés a las condiciones y requisitos del modo de producción capitalista”.
Marx sostenía que cualquier conflicto de intereses entre el capital financiero y el industrial se decidiría a favor de este último. (…) Marx describió la usura como una práctica arcaica independiente del modo de producción, que crecía constantemente por su propia dinámica de interés compuesto en formas que habían sido históricamente parasitarias. El capital usurario “no se enfrente al obrero de la forma en que lo hace el capital industrial”, sino que “simplemente empobrece dicho modo de producción, paraliza las fuerzas productivas en lugar de desarrollarlas”.
Marx reconocía que los necesitados seguirían dependiendo de los usureros para el crédito. Pero el gran logro financiero del capitalismo industrial sería la creación de una salida para el ahorro de orden superior a la representada por la usura al consumo y los préstamos de guerra, que caracterizaban la banca preindustrial. Una vez que se pusiera en marcha un sistema bancario industrial que proporcionara créditos a bajo interés para ser invertidos productivamente, el capital usurario no sería ya capaz de bloquear la sociedad en su avance por alcanzar su potencial tecnológico.
Marx preveía que con el aumento de la producción de capital intensivo se demandaría más crédito. La cuestión era cómo suministrarlo. Partiendo de su fe en la fuerza motriz de la evolución tecnológica, Marx afirmó que el destino del capitalismo industrial era modernizar las finanzas, convirtiendo los préstamos usurarios en banca industrial productiva. Las instituciones financieras se convertirían en los medios que tendría la sociedad para planificar el futuro, en la medida en que los bancos reinvertirían sus ingresos por intereses en nuevos préstamos para ampliar los medios de producción y pagar los intereses con las ganancias.
Teniendo en cuenta cómo terminaron sucediendo las cosas, Marx pecó de optimista. De hecho, nadie en su época era tan pesimista como para anticipar que la banca se comportaría de la manera en que lo hace hoy, vaciando el capital y añadiendo sobrecarga financiera al coste de producción.
La Escuela Histórica alemana de economistas participaba de este gran optimismo, en la esperanza de que las finanzas promovieran la prosperidad industrial. Wilhelm Roscher señaló el hecho de que los tipos de interés tienden a caer de manera constante con el progreso de la civilización; al menos, los tipos habían estado cayendo desde los tiempos medievales. Un sistema de crédito socialmente más productivo estaba reemplazando el viejo problema de la usura. Las leyes de crédito iban siendo cada vez más humanitarias, a medida que la prisión por deudas se iba eliminando gradualmente en toda Europa, y mientras unas leyes de quiebra más indulgentes liberaban a los individuos para que pudieran comenzar de nuevo desde cero.
Al carecer de los fondos necesarios para expandirse a gran escala, la industria alemana dependía de los bancos para una amplia gama de inversiones a largo plazo y para la financiación a corto plazo. Conscientes de que la reinversión de los beneficios en la expansión de la producción limitaba la capacidad para pagar intereses, los bancos aceptaron de buena gana que parte de sus ganancias fueran en participaciones de capital de mayor rendimiento, es decir, en forma de acciones y no como simples intereses de los préstamos. Este ideal sansimoniano fue seguido por ser simplemente la opción más pragmática y rentable.
En Alemania, la fuente más importante de capital eran los propietarios de los bancos, y no los depositantes, como era el caso en Gran Bretaña (solo de forma gradual fue surgiendo una clas media de ahorradores alemanes). Este enfoque en el patrimonio del propietario llevó a los bancos alemanes a resistir los excesos especulativos que sí se daban en las finanzas norteamericanas de aquel periodo.
Al estallar la guerra en 1914, las rápidas victorias de Alemania sobre Francia y Bélgica parecían reflejar la mayor eficiencia de su sistema financiero. Para el sacerdote-político alemán Friedrich Naumann y el economista inglés H.S. Foxwell, la Gran Guerra se presentaba como una lucha entre formas rivales de organización financiera, para decidir quién gobernaría Europa y, más allá de eso, si el continente tendría una economía de tipo laissez faire o bien una de carácter más socialista de Estado.
Naumann afirmaba que “el viejo capitalismo individualista, que él llama de tipo inglés, está dando paso a una nueva forma, más impersonal y comunitarista: el capitalismo disciplinado y científico, que él reivindica como capitalismo alemán”.
Alemania reconocía que la tecnología industrial necesaria para ponerse al día con Gran Bretaña necesitaba de financiación a largo plazo, además de apoyo por parte del Gobierno. En la integración incipiente de la industria, la banca y el Gobierno, Foxwell observó que las finanzas eran “sin duda, la principal causa del éxito de la moderna empresa alemana”. Al aceptar la tenencia de capital social, es decir, una participación en la propiedad de los beneficios –en lugar de títulos de deuda ordinaria-, los bancos tomaron la iniciativa en la mayor parte de la planificación que guio el desarrollo de Alemania. El personal bancario estaba forjando la política industrial y transformándola en una ciencia. Los banqueros habían pasado a ser ingenieros bajo esta nueva filosofía industrial, que buscaba dilucidar cómo las políticas públicas debían dar forma a los mercados de crédito.
Las conexiones políticas de los banqueros alemanes les dieron una influencia decisiva en la formulación de la diplomacia internacional. (…) Los directivos de los bancos alemanes se sentaban en sus juntas y extendían préstamos a Gobiernos extranjeros, a condición de que éstos designaran a clientes alemanes como los principales proveedores de grandes inversiones públicas. Parecía que la dinámica de la historia económica conducía hacia este tipo de simbiosis entre la planificación nacional y la financiación a gran escala de la industria pesada.
El corto periodo de tiempo de los préstamos y la liquidez que caracterizaba a la banca mercantil de Inglaterra no ayudaban a acometer esta tarea. Al centrarse en la financiación del comercio en lugar del desarrollo industrial a largo plazo, los banqueros ingleses preferían prestar con el respaldo de bienes existentes en garantía, y disponibles para la liquidación en caso de incumplimiento
Aunque Gran Bretaña era el hogar de la Revolución Industrial, las manufacturas apenas se financiaron en sus primeras etapas mediante crédito bancario. La mayoría de los innovadores se vieron obligados a recaudar dinero por su cuenta.
En resumen, el objetivo de los bancos británicos y estadounidenses era maximizar su propio beneficio a corto plazo, no crear una economía mejor y más productiva planificando para el futuro. La mayoría de los bancos favorecían a los grandes prestatarios de bienes raíces, junto con los ferrocarriles y otros servicios públicos cuyas fuentes de ingresos eran fácilmente pronosticables. Las manufacturas solo obtenían créditos bancarios y bursátiles significativos cuando las empresas habían ya adquirido un tamaño considerable.
Al término de la Primera Guerra Mundial, en la mayor parte del mundo la banca se adhirió al modelo anglo-holandés. Alemania no solo perdió la guerra, sino que también vio a los líderes de la Europa de la posguerra rechazar su filosofía de la banca industrial e ignorar las advertencias contra las finanzas depredadoras. Los Gobiernos ya no coordinan la planificación industrial, sino que son las finanzas las que se han hecho cargo de la formulación tanto de las políticas empresariales como de las políticas públicas. Los banqueros y los gestores financieros están endeudando las economías sin poner en marcha nuevos medios de producción con que pagar las deudas estructurales que generan y que crecen como hongos. La industria ha sido financiarizada, mientras que la planificación se ha centralizado en Wall Street, Londres o en las bolsas de París y de Frankfurt, en lugar de en manos públicas (como esperaban los socialistas) o en manos de ingenieros industriales. Los mercados de acciones y bonos se han transformado en espacios para el apalancamiento de la deuda, que es hoy el medio postindustrial de adquisición de la propiedad. Las principales innovaciones financieras han sido los bonos basura corporativos en la década de 1980, las hipotecas basura y los derivados financieros complejos en la década de 2000.
A pesar de que la creciente productividad haya reducido los costes directos de producción, los precios han seguido aumentando, principalmente como resultado de la acumulación constante de rentas inmobiliarias y gastos financieros (intereses, comisiones y seguros), así como por el efecto de los precios monopolísticos. Estas cargas no han aumentado por haberse incrementado la oferta de dinero, sino por la forma en que el sistema financiero suma a la deuda estructural. Los intereses y la amortización de la deuda han sido integrados como parte del coste de hacer negocios y, cada vez más, del propio coste de la vida, a expensas del gasto en bienes y servicios, las inversiones y el empleo. El aumento de los precios se ve agravado por la privatización – extractora de rentas- de la infraestructura pública, fuente de creación de fortunas privadas rentistas por la vía de imponer precios abusivos a los servicios esenciales.
El objetivo de una economía financiarizada es hacer dinero para una estrecha capa financiera, mediante el establecimiento de un dominio del crédito sobre la industria y el trabajo y sobre el propio Gobierno. Esto invierte la dirección que la economía política clásica parecía tomar, cuando impulsó a los Gobiernos a salir de la época feudal reformando la manera en que la sociedad emplea y acumula la riqueza. En lo que bien puede ser una versión moderna de la feudal “acumulación originaria” por la vía de la apropiación militar, la dinámica financiera sirve para concentrar la riqueza por medio del apalancamiento de la deuda y la privatización, que sobrecargan de deuda la industria, los bienes raíces y la infraestructura.
Pág. 175. Desde la Antigüedad, los talleres y las fábricas, las granjas y otros activos de capital han sido tradicionalmente autofinanciados. Hasta principios de la Revolución Industrial los medios de producción se poseían plena e incondicionalmente, sin gravámenes. La idea del crédito productivo para financiar nuevas inversiones en medios de producción continuó siendo un concepto ajeno durante buena parte del siglo XIX y, cuando por fin arraigó, la inversión se dirigió principalmente hacia los ferrocarriles y los canales, no hacia la industria. Se emplearon convenios de crédito para cerrar la brecha temporal entre la producción y la venta, entre la siembra y la cosecha, especialmente para el comercio a larga distancia. Pero no se emplearon para invertir en la industria manufacturera.
Esta estrategia sigue vigente en la actualidad. La mayoría de las empresas estadounidenses y europeas pagan por su inversión de capital tomándolo de sus ganancias actuales, no pidiendo prestado a los tenedores de bonos o a los bancos. El sistema financiero extiende crédito sobre todo para comprar propiedades ya existentes, que van desde inmuebles (que son el objeto de la mayoría de los préstamos bancarios en la actualidad) a compañías enteras.
Cada vez con más frecuencia las corporaciones piden prestado para comprar sus propias acciones e incluso para pagar dividendos, haciendo ganancias por la vía de inflar los precios de los activos.
Apple es un ejemplo de ello. En 1980 la compañía de ordenadores salió a bolsa con una oferta Pública de Venta (OPV) de 100 millones de dólares en acciones. Se trataba de la mayor OPV de Estados Unidos desde la de Ford Motor Company en 1956, un cuarto de siglo antes. La venta de acciones estableció un récord, al hacer 300 millonarios al instante dentro de sus propias filas, incluyendo a 40 empleados e inversores tempranos por sus tres años de trabajo para construir la empresa antes de su salida a bolsa.
Fundada en 1977, Apple requería fondos para invertir en nuevas instalaciones de producción y para comprar empresas con patentes complementarias que necesitaba para expandirse. Sin embargo, Apple solo recibió una porción de los ingresos provenientes de esta emisión de acciones. Sus underwriters1, encabezados por Morgan Stanley y Hambrecht & Quist, hicieron una valoración inicial de tan solo 14 dólares por acción, pero las numerosas solicitudes de compra llevaron el precio hasta los 22 dólares al sonar la campana de apertura. Debido al exceso de solicitudes (en razón del bajo precio fijado por los underwriters), el precio de Apple aumentó en un 32%, hasta los 29 dólares por acción, quedando la valoración de la compañía en 1.800 millones de dólares al final de la jornada.
1No existe en castellano una traducción adecuada del contrato de underwriting, que se refiere a la compra de una emisión de títulos o valores a un precio fijo garantizado con el propósito de venderla entre el público.
La expresión “salto del primer día” significa que las acciones de una empresa valen más que lo que el underwriter se compromete a aumentar. Esta subestimación del mercado permite a los primeros suscriptores –los llamados clientes preferentes, que por lo general son los inversores institucionales y algunos prominentes jugadores individuales- darse un festín. La oportunidad de comprar acciones de bajo precio que se dan la vuelta y se venden más caras durante las primeras horas frenéticas de actividad bursátil ayuda al underwirter a atraer un grupo fiel de inversores. Cuanto más grande sea la ganancia inesperada (un golpe al estilo de “coge el dinero y corre”) que el underwirter pueda ofrecer a estos clientes, más clientes se irán sumando para futuras ofertas.
Esta base de inversores es permanente; la mayoría de las compañías que emiten nuevas acciones son sólo éxitos de un día, por lo que los underwriters rebajan sus promesas a las empresas que salen a bolsa. El resultado es que los especuladores financieros hacen más dinero que las empresas que de hecho crean valor real.
Por lo tanto, los underwriters tienen un conflicto de intereses con las empresas cuyas acciones sacan a bolsa. Además de cobrar su comisión de underwriting (hasta un 7% para las nuevas empresas), cuanto más subestiman el valor de una empresa, tanto mayor será la ganancia que ellos y sus clientes preferentes se embolsen rápidamente, colocándoles sus acciones a un comprador más tardío al precio de mercado, un precio sin duda más razonable que queda fijado al finalizar la primera jornada o semana de negociación. Una salida “exitosa” es aquella en la que el precio de las acciones puede duplicarse desde la apertura hasta el cierre de la sesión. Directivos de empresa, capitalistas de riesgo y otros titulares iniciales a largo plazo verán subir el valor de sus acciones, pero la propia empresa recibe solo el precio de venta de apertura. El underwriter y sus clientes pueden llegar a hacer tanto dinero con una venta así preparada como el que reciben la empresa y sus fundadores por todos los años de esfuerzo invertidos en la creación de la compañía.
Sin embargo, en este caso la venta de ordenadores era un negocio tan rentable que Apple entendió que la explotación a la que estaba siendo sometida por parte de sus underwriters era simplemente el precio a pagar por hacer negocios en Wall Street. Así es como funciona el mundo financiero.
Pág. 179. La plaga de los accionistas activistas de Apple (corporate raiders: invasores corporativos
Una vez que una compañía ha emitido acciones en el mercado, los gestores financieros y los “accionistas activistas” entran en el juego para convertirlo en el de la gallina de los huevos de oro. En lugar de reinvertir las ganancias en la empresa para expandir el negocio mediante una nueva inversión a largo plazo en investigación y desarrollo, se empuja a la compañía a pagar sus ingresos en forma de dividendos y a recomprar sus propias acciones para hacer subir su precio. El objetivo es permitir a los especuladores obtener ganancias con la venta. Con este propósito, los accionistas activistas han tratado incluso de forzar a Apple y a otras compañías ricas en liquidez a asumir una deuda que no necesitan para la inversión productiva, simplemente para recomprar acciones.
Muchas otras empresas pasaron similares apuros, forzadas a comprar sus propias acciones a precios altos, solo para ver luego caer los precios. En efecto, sus beneficios fueron dilapidados y hubieron de renunciar a expandirse o a nuevas inversiones de capital, simplemente para que los accionistas obtuvieran unas ganancias temporales. Esta es la estrategia que “los accionistas activistas” aconsejan seguir hoy a Apple y a otras compañías: utilizar sus ingresos para recomprar sus acciones en vez de hacer nuevas inversiones tangibles, e incluso endeudarse para financiar la compra de acciones.
Los especuladores buscan empresas ricas por ser los blancos más lucrativos para obtener una ganancia rápida mediante el empleo e los fondos que haya en la tesorería corporativa para hacer subir el precio de su acción mediante la recompra de acciones. La operación es puramente financiera, pues no implica inversión alguna en nuevos negocios, ni otras ventajas productivas.
Pagar las ganancias en forma de dividendos o utilizarlas para volver a comprar las acciones propias no facilita las ventas o las ganancias futuras. Así todo lo que se consigue es dejar un menor número de acciones en circulación, de modo que las ganancias por acción (y, por lo tanto, los posibles pagos de dividendos) sean mayores.
Pág. 183. Ingeniería financiera versus ingeniería industrial
Las recompras de acciones están cambiando el carácter del capitalismo industrial. El uso de los ingresos para volver a comprar las acciones de una empresa hace subir su precio, pero desvía unas ganancias que de otra forma se podrían invertir en ampliar el negocio. Durante la década de 1990, por ejemplo, IBM gastaba anualmente 10.000 millones de dólares de sus ganancias en comprar sus propias acciones. La compañía también pedía prestado –lo que en la práctica significaba que pedía prestado para hacer subir el precio de sus acciones, en lugar de ampliar la investigación y el desarrollo-. Esta política le llevó a externalizar la investigación y el desarrollo de su software, dejando que Bill Gates y Microsoft hicieran la fortuna que IBM habría obtenido si hubiera invertido sus ganancias en la empresa, en lugar de recomprar acciones que hacía tiempo que había emitido.
Esta no es una estrategia de crecimiento a largo plazo, sino una estrategia que enriquece a los especuladores financieros durante el periodo en el que la compañía quema sus acciones. La clave para crear riqueza de esta manera puramente financiera es simple matemática: el arbitraje de tasas de interés. La idea consiste en pedir prestado a una tasa baja (por ejemplo, al 3%), comprar acciones que generen un mayor retorno sobre el capital (por ejemplo, el 10%) y pagar la diferencia a los accionistas. De esta forma la deuda sustituye al patrimonio neto. Ésta es la razón por la que las ratios deuda/patrimonio han aumentado para las corporaciones norteamericanas. Es algo sintomático del aumento, en la economía en general, de las ratio deuda/ingresos y deuda/PIB.
Esta estrategia de gestión creó riqueza financiera por la vía de elevar el precio de la acción, no mediante la producción de más bienes. Las ganancias por acción no aumentaron porque las empresas realmente ganaran más, sino porque hubo menos acciones en circulación entre las que repartir los resultados.
A diferencia de los invasores –raiders- corporativos de la década de 1980 (infames como bárbaros a las puertas, “apalancando el dinero ajeno para financiar adquisiciones”), los ejecutivos corporativos de hoy atacan la fuente de ingresos de su propia empresa, respaldados por unos autoproclamados accionistas activistas. El resultado es un cortoplacismo financiero, una visión a corto de unos managers que toman el dinero y corren. Es una filosofía de gestión puramente extractiva, no productiva, en el sentido de que añada algo a los medios de producción o a los estándares de vida de la sociedad.
La idea de que la banca y las finanzas deben costear nuevas inversiones directas en los medios de producción es un ideal de la Revolución Industrial, defendido por economistas que indagaban en la forma de darle un mejor papel a la banca, en la mejor manera de movilizar los ahorros de las personas.
La idea estuvo ausente durante los primeros 4.000 años de historia financiera, y sigue siendo un ideal difícil de alcanzar en la actualidad. Así que, más que una aberración, la evolución de las finanzas depredadoras en Wall Street y la City de Londres es simplemente la continuación de una trayectoria milenaria.
Los orígenes de la actividad bancaria, de las sociedades financieras y de las participaciones en empresas hay que buscarlos en los templos y palacios del antiguo Oriente Próximo, al comienzo de la Edad del Bronce (3200-1200 a.C.). Desde los tiempos en que en Mesopotamia se introdujo la innovación de la deuda con intereses temporales para financiar el comercio y proporcionar crédito agrícola, alrededor del 3000 a.C. no hay rastro de préstamos para la fabricación de productos en talleres y rara vez para comprar tierra. El crédito empresarial entró en escena inicialmente para consignar la artesanía o las mercancías del templo a navegantes comerciantes y caravanas para el comercio a larga distancia.
Durante la Antigüedad clásica, individuos ricos producían cerámica, orfebrería, textiles y otros productos para la venta. Hubo poca deuda de negocio a excepción de las asociaciones comerciales, donde la financiación vía deuda servía como una especie de seguro marítimo. Los ricos utilizaban sus ganancias de este comercio y los préstamos en dinero para comprar tierra, que era el factor determinante de la condición social y de la influencia económica durante toda la Antigüedad (lo que los historiadores modernos llaman “bancos” eran inicialmente prestamistas familiares o públicos que utilizaban más que nada su propio dinero, no depósitos). Las compras de bienes raíces y otros activos se hacían con dinero en efectivo.
Incluso en los tiempos modernos, los bancos rara vez han financiado la inversión en la producción industrial. Hasta el siglo XIX la mayoría de los préstamos comerciales se hacían para financiar la venta (por lo general, la exportación) de mercancías después de que fueran producidas, no para instalar talleres y fábricas. Por lo tanto, los bancos hallaron su principal mercado en el comercio internacional, lo cual ayuda a explicar por qué el portavoz de la banca británica David Ricardo abogó por una especialización internacional del trabajo, y no por la autosuficiencia nacional en alimentos y en otros productos básicos.
La banca europea en su forma moderna data de las Cruzadas, impulsada por la gran inyección de oro y plata proveniente del saqueo de Constantinopla. (El dux de Venecia financió la conquista a cambio de una cuarta parte del expolio –en lo que vendría a ser una inversión de capital, no un título de crédito-). Al igual que sucedió en la Antigüedad, los templos tomaron la delantera en el desarrollo de la práctica bancaria contractual a través de redes de largo alcance. Las mayores órdenes bancarias eclesiásticas fueron los Caballeros Templarios y la Orden de San Juan, también conocida como los Caballeros Hospitalarios. Los endeudados gobernantes de Francia e Inglaterra se apropiaron de la riqueza de los templarios en 1306, cuando el rey Felipe de Francia acusó convenientemente a la orden de herejía y sodomía –la metáfora tradicional para “préstamos estériles” y comportamiento antisocial abusivo-.
Sus prácticas fueron emuladas por los banqueros privados, encabezados por los más cercanos al papado. El cobro de intereses quedó legitimado por el hecho de que tanto los prestamistas como los principales prestatarios ocupaban la parte superior en la pirámide social. Los banqueros les prestaban a los gobernantes para pagar el óbolo de San Pedro (Peter’s Pence en Inglaterra, originalmente un impuesto de un penique por cada hogar del reino) y otros tributos a Roma, y cada vez más para financiar las guerras. Pero la guerra no suele ser un negocio provechoso, y si el pilar de la guerra es el dinero, por lo general dinero significaba crédito. La esperanza de sacar provecho de la conquista militar daba paso rápidamente al endeudamiento.
Las sanciones cristianas contra el cobro de intereses eran lo suficientemente disuasorias como para que los bancos se limitaran a cobrar el agio, que era aparentemente una tasa por la conversión de moneda y la transferencia de pagos. Hasta el siglo XIX el enfoque de la banca siguió siendo internacional, desde que empezara en el siglo XIV con los banqueros italianos tomando la iniciativa de organizar un flujo triangular de bienes y dinero. Para satisfacer las demandas papales de contribuciones, Gran Bretaña exportaba lana a Flandes, donde se tejían textiles que se vendían principalmente a los italianos.
Históricamente, la mayoría de los préstamos a los Gobiernos han sido préstamos de guerra. Cuando los Habsburgo y otros gobernantes tenían problemas para pagar sus deudas, los banqueros los presionaban para el pago exigiendo la transferencia de la propiedad de las minas y de otros recursos naturales del dominio público. Los gobernantes también crearon monopolios comerciales para privatizar: las compañías de las Indias Orientales y Occidentales de Holanda, Gran Bretaña y Francia, y análogos privilegios (literalmente, “derecho privado”) exclusivos de comercio con regiones específicas y similares. Estas corporaciones de la Corona pagaban dividendos procedentes de monopolios de extracción de renta, no beneficios derivados de la fabricación industrial.
Los mercados de valores en su forma moderna fueron creados en gran medida para vender acciones de estos nuevos monopolios reales, tomando en pago bonos del Estado. Así es como Gran Bretaña creó la Compañía de las Indias Orientales en 1600, el Banco de Inglaterra en 1694 (con el monopolio de la emisión de billetes bancarios) y similares privilegios comerciales con determinadas regiones, así como otros derechos de monopolio para su venta, principalmente a tenedores de bonos.
Para maximizar lo que recibían por estos monopolios, los Gobiernos promovieron los mercados de valores como vehículo especulativo. La “locura de las multitudes” siempre ha requerido del acicate de las autoridades públicas y de los líderes de opinión. Para maximizar lo que podían obtener de los tenedores de bonos, los Gobiernos británico y francés patrocinaron burbujas financieras, con el fin de liberarse de la necesidad de recaudar impuestos para pagar los intereses.
La privatización de monopolios, canales o sistemas nacionales de ferrocarril siempre ha ido asociada a maniobras con información privilegiada y al fraude, y suele terminar con los compradores rezagados sosteniendo una burbuja financiera que les estalla encima. Sin embargo, a pesar de las manipulaciones con información privilegiada y del posterior colapso, la idea de hacer ganancias de capital poniendo tan solo una fracción del precio de compra se apoderó de la imaginación de la gente.
Al margen de la especulación con las infraestructuras, el mercado de valores era principalmente un vehículo para que los manipuladores compraran los derechos de propiedad de monopolios naturales y privilegios generadores de rentas, sobre todo con vistas a crear grandes trusts, como es el caso de US Steel y la Standard Oil. Los bancos, los fondos de pensiones y otras instituciones financieras han prestado cada vez más para la especulación con acciones y bonos, incluyendo las operaciones apalancadas con deuda de hoy en día para fusiones, adquisiciones y verdaderos atracos.
La financiación del comercio fue evolucionando hacia la banca de inversión, centrándose en los bienes raíces, el petróleo y otros recursos naturales, y financiando la especulación con acciones, bonos y divisas extranjeras. Estas actividades de algo riesgo hacían a los consumidores y los depósitos de empresa rehenes de los juegos y del saqueo financiero que llevaron a la crisis de 1929 y a la Gran Depresión. La ruina económica dejó patente la necesidad de aislar el sistema financiero de EEUU de tal especulación. Consecuentemente, en 1933 el Congreso aprobó la Ley Glass-Steagall, con vistas a aislar la especulación financiera de la banca personal y de negocios básica (…) Otras reformas del New Deal lograron su propósito de estabilizar la banca a lo largo de los años cuarenta del siglo XX y hasta la década de 1970.
La década de 1980 supuso un cambio en el papel de la bolsa. En lugar de recaudar fondos para la industria mediante la emisión de acciones para financiar nuevas inversiones de capital, el mercado de valores se convirtió en una arena donde retirar acciones reemplazándolas por bonos. Ahora, saqueadores y ambiciosos constructores de imperios recaudan dinero para comprar a los accionistas mediante préstamos de los bancos, de inversores institucionales, de fondos de cobertura y de los inversores en bonos. Durante las últimas tres décadas se han recomprado más acciones que se han emitido acciones nuevas. Esto ha cambiado el papel que venía jugando el mercado de valores, que ha pasado de ser una alternativa a la deuda a ser un lugar donde se compra a los accionistas con dinero prestado. Las adquisiciones son “apalancadas”. El objetivo no es otro que hacer dinero por la vía financiera.
Pág. 205. Desde 1981, el ritmo de compras apalancadas financiadas con bonos basura se duplicó aproximadamente cada año. Los raiders (saqueadores”) se hicieron multimillonarios, y justificaron sus nuevas fortunas afirmando que no eran sino un reflejo de la forma mucho más eficiente en que funcionaban ahora las empresas, a las que ellos estaban “quitando la grasa”. (…) La realidad es que, en lugar de mejorar el bajo rendimiento de las empresas, estos invasores corporativos se centran en empresas bien financiadas –como Apple-, con efectivo disponible o bienes inmuebles –“grasa” que vaciar.
Para evitar la habitual infravaloración voraz de sus acciones, Google contrató a Morgan Stanley y Credit Suisse First Boston para celebrar una “subasta holandesa”, en la que se invitó a los posibles compradores a presentar ofertas. La subasta comenzó con un precio muy alto, que luego se fue bajando hasta llegar a un precio de equilibrio de mercado. Este método de licitación dio a los compradores en liza la oportunidad de comprar acciones en el momento mismo de su oferta, en lugar de la práctica habitual de conceder a los especuladores las primeras selecciones de bajo precio para que puedan darles la vuelta, y hacer una ganancia inesperada multiplicando el precio de la acción para los compradores posteriores.
La cuestión es la siguiente: ¿pueden las economías prosperar única y exclusivamente mediante el apalancamiento de deuda? Hasta ahora, los principales críticos de esta práctica provienen de Wall Street, no de la izquierda política o de la academia, cuyo programa deja poco espacio para analizar la dinámica de la deuda. En cuanto a los medios de comunicación, el mercado de valores es el evento deportivo más visto del mundo.
El aumento de los beneficios, por lo tanto, no está dando lugar a nueva inversión tangible, ni a más empleo, ni a más producción. Los beneficios empresariales se han disparado (aunque el 40% de los mismos se dan hoy en el sector bancario y financiero, no en la industria), pero la inversión de capital se ha estancado.
Adam Smith comentó hace mucho tiempo que las ganancias son a menudo más altas en las naciones que más rápido se están yendo a la ruina. El suicidio económico a nivel nacional se puede cometer por muchas vías. La principal ha sido, a lo largo de la historia el endeudamiento de la economía. La deuda siempre se expande hasta llegar a un punto en que grandes franjas de la economía ya no la pueden pagar. Ese es el punto en el que se impone la austeridad, y la propiedad de la riqueza se polariza entre el 1% y el 99%.
Esto que está sucediendo hoy ya se ha dado en la historia. Sin embargo, es la primera vez que el endeudamiento se produce deliberadamente. Nunca antes el endeudarse se había aplaudido de esta forma, como si la mayoría de los deudores pudieran enriquecerse con los préstamos: como si no vieran reducidos a la condición de servidumbre por deudas.
Lo extraordinario es que la práctica de endeudar a las empresas para pagar a los tenedores de bonos que financian adquisiciones corporativas, o simplemente para recomprar acciones corporativas, está siendo respaldada por teóricos académicos. (…) Esta liquidación de activos está ocurriendo dentro de las empresas: la están acometiendo sus propios gestores, siguiendo tácticas que se enseñan en las escuelas de negocios más importantes de EEUU.
El mundo financiero de nuestros días está atacando lo que hace un siglo se esperaba que fueran las funciones sociales del capital: ampliar la producción y el empleo. Las economías se están desacelerando ante unas reclamaciones financieras (préstamos bancarios, acciones y bonos) exponencialmente crecientes, que enriquecen al 1% a expensas del 99%. Esta polarización conduce al desempleo y también a una inversión corporativa bajo mínimos, que deja a las compañías sin dinero suficiente para nuevos gastos de capital con que aumentar la productividad.
Las escuelas de negocios enseñan a la nueva generación de managers de hoy que el objetivo de las corporaciones no ha de ser expandir sus negocios, sino hacer dinero para los accionistas elevando el precio de las acciones. (…) El objetivo es la riqueza financiera, no la creación industrial de riqueza ni la prosperidad general. (…) El resultado es una ingeniería financiera que vincula la remuneración de los managers (gestores) a cuánto puedan aumentar el precio de las acciones y que los recompensa con opciones sobre acciones (stock options). Esto les da a los managers un incentivo para comprar acciones de la propia empresa, e incluso para pedir prestado para financiar tales recompras, en lugar de invertir en la expansión de la producción y de los mercados.
Las empresas sufren con estas tácticas tanto como la economía en general. Los administradores financieros normalmente recortan en el pago a proveedores, en el cumplimiento de los términos de las garantías y de las obligaciones medioambientales, de la normativa sobre seguridad en el lugar de trabajo y sobre la calidad del producto, en el pago a los acreedores (tenedores de bonos, bancos, dueños de propiedades en alquiler, etc.), en el pago de impuestos…
La manera más sencilla de aumentar los ingresos es “amañar las cifras”. Los beneficios pueden ser tantos como el director financiero le diga al contable que reporte, con la mirada puesta en los objetivos fijados por las casas de bolsa y los administradores de dinero. Se hace difícil, incluso para las empresas bien gestionadas, resistir este enfoque financiero cortoplacista. En lugar de premiar el crecimiento, tal y como hacían los inversores tradicionales a largo plazo, las empresas se ven obligadas a defenderse de los invasores y de los accionistas activistas. Compañías ricas en efectivo y con poca deuda se tragan motu proprio “píldoras venenosas” y se cargan de deuda para comprar sus propias acciones o las de otras empresas, con el fin de dejar menos ganancias que los invasores potenciales puedan usar como garantía de sus préstamos para hacerse con ellas.
Incluso el sector público ha adoptado criterios de gestión financiera para extraer un flujo de caja positivo. Los Gobiernos están reduciendo su déficit presupuestario a base de recortar en mantenimiento y en reparación de puentes, carreteras y otras infraestructuras, así como con la venta de inmuebles y otros activos públicos. El efecto producido ha sido el de reducir el poder adquisitivo y el empleo, que son los que tendrían que sostener la recuperación económica. En el ámbito académico, las universidades han reemplazado a profesores titulares con interinos a tiempo parcial y tratan cada departamento como si fuera un centro de beneficios, reduciendo todas aquellas clases y programas que no demuestren un rendimiento financiero.
La esperanza era que la ingeniería crearía suficientes ganancias de capital como para pagar los ingresos por jubilación prometidos a los pensionistas sin ampliar la base industrial. El sueño era poder vivir solo de las finanzas, no de pan ni de otros bienes de primera necesidad. El sector financiero prometía inaugurar una economía posindustrial, en la que los clientes de los bancos podrían hacer dinero del crédito prestado y creado en teclados de ordenador, sin necesidad de recurrir a la formación de capital industrial ni al empleo.
Lo que realmente sucedió fue que la ingeniería financiera puso la economía contra la pared, al incrementar la deuda corporativa sin un crecimiento paralelo en los activos y las ganancias subyacentes. Crear más crédito (es decir, deuda de otras personas) y reducir los tipos de interés para hacer subir el precio de los bienes inmuebles, de los bonos y de las acciones deja a la economía más endeudada y frágil, al aumentar sus cargas mientras se reduce el dinero disponible para invertir y contratar mano de obra.
Cuando los invasores u otros administradores financieros hacen ganancias a corto plazo reduciendo la fuerza de trabajo, son las comunidades las que sufren las consecuencias. Se pierden empleos y los trabajadores, que anteriormente pagaban impuestos, pasan a cobrar el seguro de desempleo. Pagar las ganancias en forma de intereses fiscalmente deducibles para los tenedores de bonos, en lugar de dividendos después de impuestos, se traduce también en un aumento del déficit presupuestario, favoreciendo un clima de presión política para aumentar los impuestos sobre el trabajo y sobre el consumo.
La mayoría de los visionarios de hace un siglo creían que era necesaria una regulación pública para mantener a raya a los depredadores financieros y a los buscadores de rentas. Pero los banqueros y los financieros instituyeron con éxito una filosofía económica basada en la desregulación, y han tomado el control de los Gobiernos a fin de utilizar su poder de creación de dinero para subvencionar las altas finanzas, mientras otorgan a los acreedores la “libertad” de inhibir el crecimiento real de la economía con la deflación de la deuda.
Los intereses financieros de hoy denuncian la regulación pública y los impuestos a los rentistas, tachando dichas políticas de socialismo. Pero para los teóricos clásicos, el “socialismo” no fue inicialmente un improperio. Si a John Stuart Mill lo tildaron de socialista ricardiano fue porque los economistas clásicos se fueron inclinando hacia unas reformas que ellos mismos caracterizaron como sociales –y, por lo tanto, socialistas-. La mayoría de los reformadores se referían a sí mismos como socialistas de un tipo u otro, desde socialistas cristianos a socialistas marxistas y reformistas de todo el espectro político. La cuestión era hacia qué tipo de socialismo evolucionaría el capitalismo de “libre mercado”
“La nueva aristocracia financiera, una nueva especie de parásitos en forma de promotores, especuladores y directores meramente nominales (…) exige (…), precisamente, que los demás ahorren para ella”. (Marx. El capital, vol. III)
Pág. 235. El de septiembre de 2008 no fue un pico típico del ciclo económico. La economía tenía una deuda excesiva y los precios de los bienes inmuebles habían alcanzado cotas máximas, pero las tasas de interés estaban cayendo y los salarios reales se habían mantenido relativamente estancados durante tres décadas. Lo mismo cabe decir de los precios al consumo. Ni siquiera subía el precio del alquiler de viviendas, gracias al hecho de que los especuladores estaban buscando desesperadamente inquilinos para subir los gastos de las propiedades que habían adquirido en la esperanza de revenderlas con ganancia de capital.
En realidad era el Gran Endeudamiento, que llevó a la Gran Polarización, que a su vez preparó el camino para la Gran austeridad de nuestros días. Cuando la burbuja estalló, Wall Street echó la culpa a “la locura de las multitudes”. Desde este punto de vista, que culpabiliza a las víctimas, los prestatarios serían inmoderados y codiciosos, y lo justo era que la “multitud enloquecida” pagara ahora el precio de su endeudamiento imprudente, en lugar de los acreedores. Y así fue que los bancos más imprudentes fueron rescatados, como si no hubieran sido ellos y la Reserva Federal los locos y los desmesurados. (…) Lo que hizo que este periodo fuera inmoderado fue la desregulación del sector financiero.
Pág. 238. Wall Street dio un giro ideológico de 180 grados y pasó a aplaudir y pasó a aplaudir lo que siempre había atacado: el aumento de la deuda pública y del déficit. Su apoyo a la creación de dinero por parte del banco central no lo inspiraba una desprendida preocupación por la economía, sino su propio interés. Los déficits públicos se consideraban “buenos“ siempre y cuando se destinen a rescatar a los bancos y a los tenedores de bonos; solo son “malos” cuando se gastan en la mano de obra y en la economía “real”. El crédito de la Reserva Federal (la “flexibilización cuantitativa”) es bueno si ayuda a inflar los precios de los activos del 1% y mejora el balance de los bancos, pero la creación de dinero público se considera “irresponsables” si estimula la recuperación del empleo y los salarios, ayudando al 99% a recuperar suposición anterior en cuanto a participación en el ingreso y la riqueza nacionales. La subida de los precios de los activos inmobiliarios, de las acciones y de los bonos es "buena“, ya que supone un aumento del poder del 1% sobre el resto de la economía. En cambio, la subida de los salarios y de los precios de las mercancías se considera mala, ya que amenaza con erosionar este poder de la deuda sobre la economía.
El mejor truco del sector financiero ha sido el de convencer al 99% de que la salud de “la economía” se puede calibrar en función del grado de beneficio del 1%. Los principales medios de comunicación se hacen eco de los discursos de la Reserva Federal, para convencer a la opinión pública de que el ahorro de los bancos significa salvar la endeudada economía – concediendo a los bancos un rescate lo suficientemente sustancioso como para que puedan comenzar a prestar de nuevo-. Es como si lo que el trabajo y la industria necesitaran para sobrevivir fueran más préstamos para pagar el servicio de la deuda, en lugar de una reducción de la propia deuda.
Después de 2008, los nuevos préstamos se secaron. Los consumidores tuvieron que empezar a pagar por sus saldos negativos de tarjetas de crédito. Los propietarios de viviendas tuvieron que pagar sus hipotecas, en lugar de limitarse a “cobrar” por la “revalorización” –inflada con deuda- de sus hogares. Esta amortización neta se ha convertido en la nueva definición de “ahorro” Incrementa el valor neto no mediante la creación de activos y de riqueza real, sino mediante el pago de las deudas contraídas.
Con mucho, la categoría de riqueza que más rápido crece es la revalorización de activos inmobiliarios, acciones y bonos, que está muy por delante de los beneficios obtenidos mediante la producción de bienes y servicios. Hasta el año 2008 estas ganancias superaron en cuantía a las resultantes del aumento de los ingresos, por lo que se convirtieron en la principal fuente de nueva “creación de riqueza”. Son ganancias que se gravan con un tipo impositivo mucho más bajo que el que se aplica a salarios y beneficios, y más de las tres cuartas partes de las mismas van a parar al 1%.
Los bienes raíces son el foco de esta dinámica de burbuja, ya que aproximadamente el 80% de las ganancias en el precio de los activos corresponden a bienes inmuebles; el restante es para bonos y acciones. Los aumentos de precio resultantes no son realmente ganancias de “capital”. (…) En contraste con los beneficios industriales, las ganancias de capital son en gran medida el producto de la ola de inflación en los precios de los activos –es decir, la ola de crédito bancario en condiciones más fáciles para el apalancamiento de la deuda-.
1. El aumento del valor del suelo, derivado de la prosperidad, el gasto en infraestructura y el crecimiento demográfico.
2. El crecimiento exponencial del crédito.
3. La bajada de los tipos de interés provoca la subida de las “tasas de capitalización”.
4. La inversión de los fondos de pensiones en bolsa y en el mercado inmobiliario.
5. El favoritismo fiscal aplicado a las ganancias de capital y a la riqueza heredada.
6. Unos pagos de amortización más bajos, que culminaron en los “préstamos de solo intereses”.
7. La bajada de las cuotas de los pagos iniciales.
8. Unos tipos de interés “con trampa”, cuyas tasas estallan a los 3 años.
9. Un mercado secundario para los compradores de hipotecas no bancarias.
10. El fraude descarado (“prestamos mentirosos” y otros residuos financieros tóxicos).
Pág. 259. Desde Wall Street a la City de Londres, una oleada de altaneras justificaciones afirmó una y otra vez que nadie podía haber previsto razonablemente el crac. Pero todas estas protestas eran para la galería. Los banqueros y los gestores de fondos de cobertura sabían muy bien la que se venía encima, y tuvieron la prevención de poner en marcha una estrategia política para que el Gobierno ayudara económicamente cuando golpeara el crac. Sin embargo, dadas las pérdidas que habían de asumir “los contribuyentes”, el colapso financiero tenía que parecer como si fuera toda una sorpresa, un acto de la naturaleza más que de las malas políticas y del fraude descarado. (…) Se dijo que la debacle formaba parte del funcionamiento natural de la economía y que, por lo tanto, no era el resultado de la perversión política ni de la corrupción con información privilegiada.
Dos ficciones bien subvencionadas y ampliamente popularizadas fueron inflando la burbuja. A los compradores de vivienda se les hizo creer que su caída en la servidumbre por deudas –que los iba a dejar, en términos financieros, entre la espada y la pared- era en realidad una manera de hacerse ricos. Y a los inversores ingenuos se les hizo creer que las calificaciones AAA significaban inversiones seguras, y no mentiras enlatadas.
Pág. 263. En todo el sector bancario los organizadores de lo que se revelaría como una insolvencia a gran escala agarraron el dinero y huyeron, dejando tras de sí unas instituciones convertidas en cascarones vacíos. El banco más imprudente era Citigroup. Citigroup fue tejiendo sus actividades especulativas para crear un velo de capas superpuestas tan complejo que cuando los reguladores de la Federal Deposit Insurance Corp. (FDIC) pensaron en tomar el control en 2008, les resultó imposible desenredar el laberinto para averiguar quién le debía qué a quién, y cómo valorar (contabilizar) los derivados complejos que constituían el corazón de las pérdidas de Citigroup.
Pág. 264. Los mayores bancos, casas de bolsa y administradores de dinero no tienen ningún interés en promover la comprensión popular de que lo que están vendiendo como un camino hacia la prosperidad es realmente un camino hacia sus propios beneficios. En consecuencia, respaldan las teorías académicas que tranquilizan a la gente y que estipulan que cada crac (“descenso cíclico autocorregido”) conduce a una recuperación que llevará a los propietarios de viviendas y a otros deudores a nuevas alturas –siempre y cuando el 99% mantenga la “confianza” (un eufemismo de credulidad) en el sistema y permita que la gente de Wall Street abandone el barco en primer lugar-.
¿Por qué las democracias no han sido capaces de convencer a los políticos de que subordinen el sector financiero, poniéndolo al servicio de la prosperidad industrial, en lugar de desviar las ganancias de esta última? ¿Qué fue del siglo de la economía clásica, donde precisamente se concibieron las políticas para evitar este destino?
Adornada con matemáticas complejas como si de una ciencia natural objetiva se tratara, la economía dominante se ha convertido en el esfuerzo de un lobby por desmantelar el poder del Gobierno para regular y gravar a los rentistas.
El efecto que se pretende es que la gestión financiera quede en manos de “tecnócratas”, que resultan ser grupos de presión bancarios acompañados de algunos académicos a modo de tontos útiles incrustados en think tanks bien subvencionados. De forma muy parecida a como la industria del petróleo subvenciona ciencia basura para tratar de desmentir la contribución al calentamiento global de las emisiones de CO2, Wall Street subvenciona economía basura para negar que la contaminación de la deuda hunde las economías en la austeridad y el desempleo crónico. Su conclusión es que no se necesita una regulación pública y que tampoco hay compensaciones que exigir por el daño causado.
Hoy, años después de la crisis financiera de 2008, la tarea más urgente para la teoría económica debe ser la de explicar por qué el empleo y el gasto en consumo no se han recuperado. La Reserva Federal ha dado a los bancos 4 billones de dólares, y el Banco Central Europeo 1 billón en expansión cuantitativa para ayudar a la capa financiera situada en lo alto de la pirámide económica, y no para reducir las deudas o reactivar la economía “real” mediante el gasto público. Este enorme acto de creación de dinero podría haber permitido a los deudores liberarse de la deuda, para que pudieran reanudar el gasto a fin de mantener en movimiento el flujo circular de la producción y el consumo. En lugar de ello, los Gobiernos han dejado la economía maniatada por la deuda, reservando la creación de dinero para dárselo a las instituciones financieras.
Como presidente de la Reserva Federal entre 1987 y 2006, Alan Greenspan bloqueó los intentos de los miembros del consejo de frenar las prácticas de deuda deshonestas y puso a desreguladores al mando de unos organismos de supervisión que ya contaban con poco personal. En 2004 el FBI advirtió de la explosión del fraude financiero2. Pero alno distinguir entre libre mercado y engaño absoluto, Greenspan abrió el camino para los préstamos hipotecarios basura.
2Entre 2000 y 2007 los tasadores formularon una petición ante las autoridades en Washington; estaba firmada por 11.000 tasadores. Se denunciaba que los prestamistas estaban presionando a los tasadores para que fijaran precios artificialmente altos en las propiedades. De acuerdo con la petición, los prestamistas elaboraban “listas negras de tasadores honestos” y concertaban tratos comerciales únicamente con aquellos tasadores que fijaran unos precios acordes con los objetivos deseados
En lugar de proteger las economías del peligro, la anulación del sistema de regulación blindó a los banqueros frente a los tribunales de justicia. Las multas las pagaron sus empresas (y, por lo tanto, “los accionistas”) o bien sus pólizas de seguro, sin que se reconociera responsabilidad penal alguna.
Los reguladores no solo hicieron la vista gorda ante el fraude y los préstamos imprudentes; también trataron de suprimir las advertencias susceptibles de reducir los precios y la rentabilidad de los títulos-burbuja. Protegiendo a los principales perdedores de Wall Street estaba Tim Geithner (secretario del Tesoro) Geithner fue mucho más que un mero desregulador. Defendió la burbuja y a los banqueros de Nueva York que la diseñaron contra el criterio de sus críticos.
El sector financiero movilizó sus fuerzas en la crisis bancaria de 2008 para convencer al mundo de que el rescate de los bancos insolventes restablecería la prosperidad. El objetivo más profundo era revertir el sistema fiscal progresivo y la regulación financiera que habían guiado la economía desde la época del New Deal. Este sofisticado juego de estafa política ha permitido al 1% monopolizar la recuperación habida desde el año 2008, ampliando su ventaja en términos de riqueza e ingresos con respecto al resto de la población.
Esta brecha de la riqueza no obedece a una ley económica infalible de la naturaleza. Antes bien, es un reflejo del sistema de subsidios, favoritismo fiscal y rescates elaborado por los grupos de presión y las élites bancarias para contrarrestar el sentido de justicia de la mayoría de la gente. La crisis de 2008 proporcionó una oportunidad para apoderarse de grandes sumas de dinero y subsidios, con la amenaza de que la alternativa era el caos.
Había una alternativa, por supuesto. Consistía en que los bancos, los tenedores de bonos y otros miembros del grupo del 1% asumieran sus pérdidas en tanto que préstamos malos que había que anular de sus balances de situación. Pero el Congreso mantuvo las deudas malas en los libros, rindiéndose a la falsa amenaza de los cajeros vacíos y las pérdidas incluso en las cuentas bancarias aseguradas.
La Reserva Federal hacía como si no estuviera librando una guerra financiera. Su idea de cómo reavivar la prosperidad consistía en volver a inflar una nueva burbuja de crédito, proporcionando a los bancos unos préstamos prácticamente gratuitos. Aunque la Fed distribuyó sin esfuerzo algunos billones de dólares en la flexibilización cuantitativa para Wall Street, la Administración de Obama advirtió de que la Seguridad Social debía recortarse para equilibrar los presupuestos futuros. El dinero nuevo debía gastarse sólo en valores financieros, no en inversiones tangibles.
La estrategia general de los banksters es el empleo de la angustia económica como oportunidad para apoderarse de bienes del dominio público, junto con la capacidad fiscal y de creación de dinero del Estado. En lugar de gravar la riqueza rentista y el gasto para reconstruir las maltrechas infraestructuras, los Gobiernos centrales y locales se están viendo presionados para vender autovías que los compradores convertirán en autopistas de peaje, así como han transformado el sistema sanitario en nuevas oportunidades de extracción de rentas.
Pág. 283. Durante un siglo, las crisis bancarias siguieron un patrón que se daba por sentado. Las malas deudas e inversiones simplemente se eliminaban. Los depósitos de los bancos que hacían malos préstamos se reducían al valor residual que pudieran tener después de que las ejecuciones hipotecarias y las ventas de emergencia barrieran los precios inflados por la deuda.
Hasta 2008, los cracs financieros tenían un lado bueno: eliminar la sobrecarga de deuda, a fin de que las economías puedan recuperarse. Tradicionalmente, el alivio de la deuda por quiebra forzaba a la baja los precios de la vivienda, que adquirían sí niveles más asequibles. Pero el objetivo de la Fed era (y sigue siendo) preservar el poder económico del 1% y reanimar los balances de los bancos por la vía de impedir que caigan los precios de la vivienda, de las acciones o de los bonos. En lugar de eliminar las malas deudas acumuladas con anterioridad a 2008, se las ha mantenido en su lugar. Esto, unido a los recortes en los programas de gasto público, reduce el mercado interno, provocando que los precios de la vivienda y de otros activos pierdan su sostén y los salarios caigan. Los bancos fueron rescatados, no así la economía.
El crac de 1929-1931 había dado lugar a la regulación pública y al control sobre la banca. Sin embargo, entre 1987 y 2006 el presidente de la Fed, Greenspan, dirigió la lucha para desmantelar el New Deal y para desactivar la supervisión normativa diseñada para mantener los préstamos bancarios en línea con la capacidad del pago del deudor. Después de 2008, en lugar de dejarlos caer, los rescates preservaron los megabancos más imprudentes y “criminogénicos”, encabezados por Citigroup y Bank of America. (…) Un breve intento de regulación fue deshecho por los grupos de presión de los bancos, que habían comprado el control de la política; habían apoyado a aquellos políticos que promovieron la captura del regulador, hasta el punto de que el fraude financiero quedó esencialmente despenalizado.
Después de hacerse con el control de la Fed y el Tesoro,,, (,,) La Reserva Federal, el Congreso y el Tesoro proporcionaron crédito a tasas de saldo a las casas de inversión de Wall Street, así como a los bancos comerciales normales. Las condiciones eran tan favorables que los bancos se convirtieron en el sector más rentable tras la crisis.
La Fed también prestó con el aval de hipotecas basura, derivados y permutas de riesgo crediticio a su valor nominal, o bien los aceptó para préstamos a prestatarios “sin recursos”, a precios muy por encima de lo que el mercado había pagado. El Estado absorbió el riesgo en lugar de los bancos, los tenedores de bonos y los especuladores financieros. La expansión o flexibilización cuantitativa (créditos de bajo interés para los bancos) fue adaptada para hacer la especulación lo suficientemente rentable como para que los bancos lograran compensar las pérdidas que habían sufrido con las hipotecas basura y las especulaciones arriesgadas que salieron mal. Terminó siendo el mayor reparto de riquezas de Estados Unidos en favor de un grupo de beneficiarios desde el fraude de la tierra Yazoo de mediados de la década de 1790.
Esta combinación de rescatar a los prestamistas mientras se mantiene en su lugar la deuda mala estaba bien lejos de ser una solución basada en el mercado. Lo cual demuestra que los bancos odian los mercados libres cuando pierden –y exigen que la economía los rescate a ellos, no a sus deudores-. Por eso los bancos sienten que tienen que controlar el gobierno, haciendo de él un dispositivo de seguridad de última instancia que cubra sus mayores errores absorbiendo sus pérdidas y sirviendo a sus intereses.
Pág. 305. El regalo que se le hizo a Wall Street tras 2008 –que en nada benefició a los deudores hipotecarios, que siguieron atados de pies y manos- no fue un error accidental. Fue una política deliberada, ante la cual los políticos vertieron lágrimas de cocodrilo cuando se hizo patente que la gente había salido perdiendo y que las instituciones al servicio del 1% más rico se habían hecho de oro. Sin embargo, este beneficio de los iniciados y del 1% es lo que ha hecho del rescate, desde el punto de vista de Wall Street, una exitosa política de captura de fondos.
No hubo ningún intento por parte del Gobierno de EEUU de utilizar los 700.000 millones de dólares en préstamos para cambiar las políticas de crédito del City o de otros bancos de EEUU. No hubo ninguna exigencia a los bancos para que redujeran los pagos de dividendos a los accionistas, los pagos de intereses a los tenedores de bonos o los pagos a contrapartes de apuestas que salieron mal. El liderazgo demócrata trató simplemente de “salvar los bancos”, extendiéndoles sin condiciones los subsidios y billones de dólares de crédito de la Reserva Federal. Las únicas partes obligadas a pagar en su totalidad sin asistencia de ningún tipo fueron los endeudados propietarios de viviendas, que hubieron de responder incluso de los préstamos mentirosos, cuyo carácter fraudulento era ampliamente reconocido.
El Gobierno podría haber creado dinero para reducir el patrimonio negativo de los propietarios de vivienda, tal y como había hecho con los bancos. Podría haber comprado hipotecas malas a precios de mercado y haber recortado las deudas hasta cotas más realistas, que se correspondieran con el valor del alquiler en aquel momento. En lugar de ello, el Tesoro, la Reserva Federal y el Congreso dejaron las deudas intactas y en su sitio, donde siguieron obstruyendo y frustrando las esperanzas de ascenso social (que ya venían siendo asfixiadas desde la década de 1980). Cada vez más, la riqueza se fue concentrando en la parte superior de la pirámide, mientras la economía en general seguía renqueando tras 2008. Esta polarización es una de las características distintivas de la riqueza rentista y financiera, si la comparamos con la riqueza industrial.
Para añadir sal a la herida, los defensores de Wall Street adoptaron una estrategia de “culpar a la víctima”. Era como si los negros e hispanos pobres –los objetivos más propensos a quedar atrapados en préstamos mentirosos y depredadores a tipos de interés explosivos- estuvieran engañando a los listillos de Wall Street, y no al revés. Se echó la culpa a los prestatarios imprudentes, y no a los prestamistas imprudentes –a excepción de Fannie y Freddie, por tratar de promover un aumento de propietarios de vivienda entre aquellos que evidentemente no se lo podían permitir-.
Los rescates beneficiaron a una clase financiera que se está convirtiendo en una aristocracia, que blinda sus ganancias desviando los impuestos lejos de su riqueza, empujando la economía de EEUU, y la economía global a la austeridad crónica. Esta política solo puede defenderse por el engaño. La opinión popular en 2008 se oponía a desahuciar a 10 millones de estadounidenses. Después de todo, no eran estos propietarios de viviendas los que habían causado la crisis, sino los bancos. Ningún político podría haber ganado la reelección yendo al grano y prometiendo regalos públicos a Wall Street y de “flexibilidad del mercado laboral” (quebrando el poder sindical, reduciendo los salarios y recortando progresivamente las pensiones). La idea de una democracia significativa con electores informados tenía que ser subvertida. Sirviéndose de la oportunidad que les brindaba la crisis financiera de 2008, las élites financieras se propusieron revertir la filosofía social y democrática que venía orientando la política fiscal y monetaria desde 1945.
“Reconocer el tsunami de engaño (de Geithner) es de hecho fundamental para entender lo que sucedió durante los rescates (…) Geithner fue contratado para mentir, robar, engañar en nombre de los banqueros, y así lo hizo (...) La era Geithner es vista cada vez más como un periodo de traición y de mentira, no solo de desacuerdo en cuanto a las ideas”. (Matt Stoller: “El ala estafadora del Partido Demócrata”). 2014.
La transición de la presidencia de Bush a la de Obama ha sido una aventura plagada de conflictos de intereses entre los funcionarios del Tesoro y Goldman Sachs.
Pág. 358. El presidente Obama coronó la hipocresía encargándole al secretario del Tesoro Geithner que preparara una farsa contable para dar la impresión de que el Estado, de hecho, había ganado dinero con la jugada (…) Estas múltiples formas de regalo rompían con más de un siglo de tradición en cuanto a cómo los Gobiernos se supone que han de manejar las crisis.
Pág. 363. Lo que querían los votantes en las elecciones presidenciales de EEUU de 2008 era un cambio de rumbo, lejos de los multimillonarios regalos a Wall Street y de las aventuras militares en el exterior de la era Cheney-Bush. Barack Obama se presentó como el candidato de la “esperanza y el cambio”. En un ambiente marcado en gran parte por la ira de la gente ante los rescates, él y otros demócratas hablaron de la amortización de las hipotecas de los propietarios de viviendas devaluadas, de bajar los salarios bancarios y las bonificaciones y de fortalecer las agencias reguladoras que las Administraciones de Reagan, Bush y Clinton habían vaciado de contenido.
Obama cerró rápidamente la puerta. A pesar de haberse presentado a las elecciones con un programa populista, su papel era servir al electorado liberal y metropolitano de su Partido Demócrata, a las minorías raciales y étnicas, a los ecologistas, a los activistas contra la guerra y a sus contribuyentes de campaña. Durante el último medio siglo la estrategia del Partido Demócrata ha sido crear un menú de promesas en dos columnas. La columna A refleja las esperanzas y los cambios que los votantes quieren. Ese es el programa con el que los demócratas se presentan a las elecciones. La columna B representa lo que quieren los principales contribuyentes de campaña y los grupos de presión del partido. Obama ganó las elecciones verbalizando las esperanzas del 99%, pero hizo en la práctica lo que sus patrocinadores de campaña del 1% querían. Si su lenguaje era populista, sus políticas oligárquicas se orientaban a impedir el cambio.
Experto a la hora de teatralizar el cambio con gracia y una sonrisa, Obama nombró al exbanquero de inversión Rahm Emanuel su jefe de personal, a fin de contener al ala izquierda del partido. Nombró a la vieja guardia “rubinómica” de Clinton3 a posiciones políticas clave, con el fin de bloquear la regulación bancaria o las depreciaciones de deuda. En lugar de responder a las aspiraciones de la opinión pública y designar reguladores de Wall Street, los puestos superiores de la administración se coparon en gran parte con personal de Goldman Sachs y Citigroup, excluyendo a gente prorregulación de la Administración Bush.
3 Seguidores de las políticas económicas de Robert E. Rubin, secretario del Tesoro entre 1995 y 1999. Trabajó durante 26 años en la firma Goldman Sachs, alcanzando el puesto de "co-senior partner", antes de convertirse en Director del Consejo Económico Nacional de la Casa Blanca de 1993 a 1995 y Secretario del Tesoro de 1995 a 1999, durante los dos mandatos de Bill Clinton. Fue presidente del Citigroup de noviembre a diciembre de 2007 y luego permaneció como consejero económico del grupo hasta 2009
El nombramiento por parte de Obama de un gabinete aprobado por Wall Street era una muestra de su intención de bloquear las reformas que la mayoría de los votantes respaldaron y esperaban, empezando por el alivio de la deuda. Lo que los votantes obtuvieron después de 2008 fue un “estado de financiarización profunda”, que concentraba más riqueza en manos de “Wall Street; no se dio continuidad a la etérea charla de Obama de aumentar el salario mínimo; y sí se dio impulso, en cambio, a una reducción del déficit del presupuesto federal a expensas de la Seguridad Social y de otros programas económicos del New Deal, en lugar de aumentar el gasto público para alimentar la recuperación.
Obama dejó la política económica en manos del Tesoro, asignando al secretario Geithner el papel probancos que Rubin había desempañado bajo Bill Clinton. (…) Geithner se puso rápidamente manos a la obra, para diseñar una política tremendamente favorable a los bancos – incluso más que la de su predecesor Paulson-. Bajo la dirección de Geithner la financiación del rescate se hizo incondicional, en lugar de someterse a un endurecimiento regulatorio. No a los despidos de managers; no a los recortes de salarios y bonificaciones. Y no a la limpieza en el sector oscuro de las prácticas hipotecarias.
En ninguna parte el apoyo incondicional de Geithner a los bancos fue más evidente que en su neutralización de la promesa del presidente Obama de reducir las deudas a los propietarios de viviendas cuyas deudas hipotecarias excedían el valor de sus propiedades.
Pág. 385. Hoy estamos viviendo un periodo de transición muy parecido al de Atenas de 330 a.C., cuando Aristóteles escribió su Política. Viendo cómo aumentaba la desigualdad mientras su ciudad-Estado se convertía en un imperio, describió cómo las familias ricas tienden a emerger de dentro de las democracias, para convertirse en una oligarquía financiera. El libro V de Política explica cómo estas oligarquías ponen a una proporción creciente de la población en deuda con ellas, creando propiedades hereditarias sobre las que basar dinastías aristocráticas.
Con el tiempo van surgiendo rivalidades dentro de las familias aristocráticas principales, y algunos se deciden a derribar a las élites del viejo orden y “llevar a la multitud a su campo”. En el siglo VII a.C., tiranos populistas ganaron poder en Corinto y en otras ciudades griegas ricas por la vía de cancelas las deudas, redistribuir la tierra y conducir a las viejas elites dirigentes al exilio. La democracia se introdujo de forma más pacífica de la mano de los reformadores en la Atenas del siglo VI. a.C. Solón prohibió la servidumbre pro deudas en 594 a.C. Y Clístenes aseguró la democracia política en 508 a.C. Pero de nuevo habría de surgir una oligarquía, que iría seguida de la aristocracia, ésta, a su vez, de la democracia y así sucesivamente, en lo que es el eterno triángulo político de Aristóteles.
La destrucción de la democracia a manos de los acreedores y los propietarios que conforman el 1% no es, por lo tanto, un fenómeno nuevo. Los principales historiadores romanos culparon de la destrucción de la libertad republicana al creciente poder de los acreedores sobre la democracia. Al recurrir a la violencia para bloquear las reformas propuestas por los hermanos Graco en el año 133 a.C., los líderes del Senado iniciaron un siglo de guerra social que llevó a la deflación de la deuda y, andando el tiempo, a la servidumbre.
Desde Grecia y Roma hasta nuestros días, la fuerza motriz en la transición de la democracia a la oligarquía ha sido la lucha de los acreedores contra los deudores. De Estados Unidos a Europa los acreedores se están apoderando de las instituciones d Estado. Buscan tomar el control de las políticas públicas y del sistema fiscal, con el fin de socavar los derechos del deudor, privatizar los bienes públicos para beneficio propio e imponer el equivalente moderno de la servidumbre por deudas.
Hacerse con este grado de control en las democracias requiere ganarse la aprobación de los votantes. A este fin, se crea una máscara engañosa de demagogia, que representa el sector público como algo costoso e inherentemente corrupto –como si la planificación por parte del sector financiero fuera más eficiente, y no aún más corrupta, y como si el Estado no fuera el único poder capaz de ejercer un control sobre los rentistas del sector FIRE-.Se echa mano de la doctrina de la economía de goteo de Ayn Rand y Frederick Hayek, para persuadir a los votantes de que una economía mixta pública/privada de pesos y contrapesos es “el camino a la servidumbre”. El objetivo último es despejar la ruta para una financiarización neofeudal de la infraestructura básica, la propiedad de la vivienda, la educación, el cuidado de la salud y los fondos de pensiones.
De esta manera, los controles sobre la actuación pública van desviándose sutilmente de los cauces democráticos para satisfacer las demandas de los oligarcas. Mientras no se controle el poder que estos tienen sobre las políticas fiscal y monetaria y no se desmonten sus argucias retóricas en cuanto al funcionamiento de la economía, el Estado seguirá en manos financieras. En el ámbito fiscal, por ejemplo, el 1% más rico trata de evitar los impuestos apelando “a todos los contribuyentes” a que exijan reducciones fiscales, como si no hubiera distinción entre los ingresos ganados mediante el trabajo y los no ganados, entre las formas productivas y las formas depredadoras de obtener riqueza, entre las ganancias del 99% y las del 1%. Los banqueros y las élites hablan de la regulación y de la aplicación de la ley como si fueran intromisiones en la libertad personal y en la “libre empresa” y presentan la “reforma” financiera como desregulación –es decir, lo contrario de lo que se proponía hace un siglo, durante la época de la Reforma-.
Los estrategas financieros en naciones sometidas a la ratificación democráticas de las políticas se enfrentan a un dilema: cómo lograr que los votantes elijan a unos Gobiernos que imponen austeridad, políticas fiscales regresivas y unas leyes de quiebra antideudor más propias de las oligarquías autoritarias del Tercer Mundo, o de las dictaduras militares impuestas desde la década de 1960 en adelante.
La táctica de los financistas consiste, de entrada, en limitar el ámbito de decisión democrática. El control sobre el Poder Ejecutivo se desplaza a los bancos centrales y a unos Ministerios de Hacienda cuyo personal se compone básicamente de apparatchiks bancarios. La retórica para justificar esta captura del regulador hace hincapié en que la “independencia” del banco central con respecto a la política de partidos es uno de los “sellos distintivos de la democracia” -¡como si hacer que la política financiera sea ajena a la supervisión por parte de los legisladores electos fuera democrático!-. Los banqueros sacan a relucir los sermones de profesores neoliberales que pretenden convencernos de que solo los profesionales procedentes de las filas de las principales instituciones financieras poseen la experiencia necesaria para fijar la política monetaria (haciendo de lobistas, claro). Esta ideología niega que haya carreras profesionales que, desde la óptica del servicio público, se centren en la vigilancia y el control del comportamiento potencialmente depredador de las altas finanzas. Por lo tanto, el único camino de entrada a los organismos reguladores es la puerta giratoria entre las grandes instituciones financieras y el Gobierno.
El mundo financiero actual –y tras él, el 1%- ha invertido el programa político que los banqueros apoyaron durante la reforma democrática en la Gran Bretaña del siglo XIX, formando una alianza con los intereses industriales para ampliar los derechos de voto de la población en general, a fin de hacer retroceder el interés de los terratenientes. El objetivo de gravar y controlar los intereses rentistas fue una de las fuerzas que impulsaron las revoluciones de 1848 en Europa. La meta era romper el dominio de unos intereses postfeudales ligados a la propiedad de la tierra y que aún sobrevivían, con capacidad para controlar los Gobiernos e imponer aranceles agrícolas proteccionistas, tales como las leyes del maíz de Gran Bretaña, con los que buscaban la autosuficiencia en lugar del comercio exterior.
Para beneficiarse de la creciente prosperidad industrial, el comercio exterior y la inversión asociada a los ferrocarriles y canales, el programa financiero-industrial liberal trató de liberar los mercados frente a estos legados del feudalismo. Hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, los reformadores en las principales naciones industriales trataron de hacer más competitivas las economías alineando los precios con los costes de producción reales y necesarios y reduciendo al mínimo las comisiones obtenidas por propietarios absentistas y monopolistas.
El mundo financiero actual ha invertido este programa político….
Se ha unido en una alianza con los bienes raíces, los recursos naturales y los monopolios. En lugar de la inversión pública en infraestructura para reducir los costes de hacer negocios, esta alianza del sector FIRE está secuestrando a los Gobiernos para promover la privatización y la extracción de rentas. La noción de “libre mercado“ se ha redefinido, para pasar a designar la libertad de la clase rentista para crear una economía de peaje –y no la libertad contra sus incursiones depredadoras para extraer los ingresos no derivados del trabajo, en esta versión contemporánea del movimiento inglés de los cercamientos (Enclosures)-. Sus voceros anuncian esto no como una guerra de clases, sino como “el fin de la historia”, como si fuera inevitable: No hay Alternativa.
La primera incursión se hace en el Poder Ejecutivo, a través de los bancos centrales y los Ministerios de Hacienda. La estrategia consiste en imponer leyes a favor de los acreedores para regular la quiebra, la ejecución bancaria, la regulación y tributación de las actividades bancarias y la propiedad. Con este fin, el capital financiero ahora opera en gran medida a través de instituciones financieras supranacionales. Con un personal compuesto de clones de Geithner (dando forma a la banalidad del mal económico en la actualidad), el FMI y el Banco Mundial, seguidos por la Comisión Europea y el Banco Central Europeo, tratan de imponer la austeridad y unas privatizaciones a precios de saldo, mientras cargan las economías con un lastre de deuda interna y externa que hace hoy las veces de principal palanca de mando. Mientras, se afirma que todo esto hará las economías más ricas y elevará los niveles de vida.
La fase de transición a la oligarquía conserva las trampas políticas de la “democracia dirigida”. En todo el mundo la izquierda tradicional se ha vuelto tan neoliberalizada (uno puede casi decir thatcherizada) que sus orígenes del siglo XIX se perdieron en la historia, en favor del enfoque posmoderno de hoy en los temas sociales y culturales. La política económica se deja a tecnócratas aparentemente objetivos reclutados en las filas derechistas. El partido New Labour de Tony Blair en Gran Bretaña, el Partido Socialista francés de François Hollande y el partido PASOK de Grecia con George Papandréu al frente no propusieron alternativas económicas o financieras a la privatización, a la austeridad o a la desviación de la presión fiscal desde el sector FIRE a la mano de obra. Todos vieron hundirse su peso en las elecciones de junio de 2014 al Parlamento Europeo, cuando los únicos partidos que hablaron de cuestiones económicas fueron los populistas de derecha (a excepción de SYRIZA en Grecia y Podemos en España).
Desde 2008 Obama ha adoptado una estrategia similar, que se centra en las políticas de identidad étnica y cultural y guarda silencio con respecto a la agenda económica. Ésta consiste, básicamente, en defender Wall Street contra las depreciaciones de deuda y la desregulación de las finanzas (apoyo al Acuerdo Transpacífico, de carácter proempresarial, y su apéndice, el Trade In Services Agreement, TISA). Obama también consolidó las bases de un equilibrio presupuestario por la vía de un programa de reforma neoliberal presupuestario por la vía de un programa de reforma neoliberal consistente en reducir la Seguridad Social y Medicare, allanando el camino para su privatización.
Se desempolvó la retórica de Thatcher y Pinochet sobre “capitalismo laboral” y “propiedad de los medios de producción por parte de los trabajadores” (gracias a poseer acciones gestionadas por Wall Street), para instar a los empleados a “asumir la responsabilidad” de su propia jubilación y confiar sus ahorros de pensiones a money managers (“administradores de fondos”). Éste fue el objetivo de George W. Bush había buscado sin éxito en 2004, cuando el mercado de valores vaciló. Un presidente republicano con un Congreso demócrata no podía promover con éxito la privatización de la Seguridad Social. Solo un presidente demócrata podía silenciar tal oposición, al igual que en Gran Bretaña solo el Partido Laborista podría haber silenciado la oposición de izquierda a unas políticas de los ferrocarriles y otros medios de transporte por medio de las Asociaciones Público-privadas de cariz notoriamente profinanciero.
El crédito del Banco Central Europeo y del FMI se extiende a los Gobiernos solo para que éstos se lo den a su vez a los bancos, a fin de que lo presten para hacer subir los precios de los inmuebles y de los activos y, de esta forma, salvarse de las pérdidas por un exceso de crédito que está contrayendo la economía. La austeridad y la privatización están integradas en el modelo –y son aplaudidas en tanto que “reducción de los costes de producción”, “racionalización del trabajo” y “aumento de la competitividad de la economía”-.
Todo esto requiere un guardaespaldas ideológico para la economía basura. El desprecio público es evitado haciendo pasar a los grupos de presión por “especialistas”, como si su guerra económica de clase estuviera por encima de la política. La presidencia de EEUU y los primeros ministros extranjeros ahora dejan la formulación de las políticas en manos de burócratas designados por los principales contribuyentes de campaña. Los jefes de Estado nominales utilizan su cargo como un púlpito, para predicar la ideología económica neoliberal al servicio de las élites financieras. Una táctica común para vender “reformas” antilaborales (que, de hecho, son contrarreformas) es echar la culpa de los déficits presupuestarios de EEUU y Europa al envejecimiento de la población y al consiguiente aumento de los costes derivados de la atención sanitaria, o a los programas sociales en beneficio de las familias de bajos ingresos, en lugar de a esa minoría financiera cada vez más rica que desplaza la carga fiscal hacia la mano de obra, para hacer que la austeridad conduzca a la caída de los ingresos fiscales y a unos déficits presupuestarios más profundos. La culpa es de la víctimas, no de sus victimarios financieros.
En efecto, a medida que los ingresos fiscales caen por culpa del creciente servicio de la deuda del desplazamiento de la carga tributaria hacia la mano de obra (junto con la mayor tajada de los precios de los servicios públicos, ahora privatizados), los grupos de presión financieros utilizan los déficits fiscales como una oportunidad para llamar a la subasta de la infraestructura pública.
Durante medio siglo después de la década de 1930, el gasto deficitario fue visto como una manera que tenían los Gobiernos de reactivar las economías en tiempos de desaceleración. La ceración de dinero por parte del Estado para financiar el déficit se consideraba que aumentaba la producción y el empleo. Y a medida que la economía se acercaba a la meta del pleno empleo, los precios al consumo y los salarios se incrementarían en proporción al crecimiento de la oferta monetaria.
Esta tendencia al gasto público para elevar los precios alentó a los tenedores de bonos y a los intereses antiobreros a exigir restricción monetaria y tipos de interés altos para evitar que los salarios aumentaran. Hoy en día los intereses financieros han cambiado radicalmente de postura. Todos ellos están a favor de la creación de dinero por parte de los bancos centrales, siempre y cuando no se emplee en gastos de tipo “keynesiano”, es decir, en obras y proyectos públicos que empleen mano de obra o que, de otro modo, incentiven la compra de bienes y servicios.
Proporcionar liquidez a los bancos –y detener un pánico bancario por parte de los depositantes- no hace nada por resolver la cuestión de la deuda. Si no se reestructuran las deudas, la subvención a los bancos deja intacto el problema de base, para continuar desviando ingresos hasta llegar a un punto en que se producirán más y más rupturas en la cadena de pagos de la economía.
Pág. 395. La primera ficción financiera es la de que las economías pueden liberarse de la deuda contrayendo aún más deuda con los bancos –presumiblemente para, con los nuevos préstamos, inflar los precios de los activos para hacer nuevas ganancias apalancadas con deuda-. Así es como, una vez más, nos vemos inmersos en el juego de la burbuja económica.
La realidad es que, desde el año 2008, los bancos no han prestado el dinero que recibieron del rescate, ni el de sus reservas en la Fed, para “poner a EEUU a trabajar”, bombeando crédito hacia la inversión interna o hacia el gasto en consumo en bienes y servicios. Wall Street ha utilizado el dinero que le tiró la Fed desde el helicóptero principalmente para la especulación en divisas y el arbitraje de tasas de interés. Los bancos también han ampliado el crédito para apuestas en derivados, préstamos de adquisición y otras operaciones con valores y activos financieros. Sin embargo, han retirado sus líneas de crédito a los compradores de vivienda y a los usuarios de tarjetas de crédito, así como a las pequeñas y medianas empresas. La deuda hipotecaria se ha restringido en vez de aumentado, la deuda de tarjetas de crédito se ha reducido y a las pequeñas y medianas empresas no se les han concedido más préstamos. La única categoría de préstamos que ha subido es la de los estudiantiles.
Los bajos tipos de interés sí suponen una forma de subsidio para los bancos, pero la actividad crediticia y especulativa de estos últimos se divorcia de la inversión tangible en la economía “real” de la producción y el consumo.
Esta dinámica termina resultando en el fenómeno que Keynes definió como “trampa de liquidez”, donde los tipos bajos dejan de alimentar nuevas inversiones de capital y el empleo. Éste es el escenario que aqueja a la economía de EEUU hoy en día, mientras que Europa está aún más profundamente sumida en la deflación de la deuda.
Los bancos se oponen a solucionar el problema de la deflación de la deuda mediante quitas, que “liberarían” más ingresos para el gasto en bienes y servicios. Lejos de ello, abogan por la reducción de salarios y pensiones, a fin de exprimir más y más ingresos para pagar un servicio de la deuda exponencialmente creciente.
En otoño de 2008, los votantes estaban en armas contra los rescates a Wall Street, planteados en unos términos que trasladaban las pérdidas por los préstamos imprudentes, la desregulación financiera y el fraude descarado al Estado y, por lo tanto, a los “contribuyentes”. Sin embargo, las protestas no lograron disuadir a los líderes demócratas y republicanos de dar su apoyo a Wall Street, bloqueando las reducciones de deuda. Del mismo modo, en Irlanda, el Gobierno cedió a la demanda de la zona euro de que transformara las pérdidas de bancos imprudentes en una pesada carga tributaria, que iba a lastrar la economía y a conducir a muchos irlandeses a emigrar. España, Portugal y Grecia fueron conquistados “democráticamente” por las altas finanzas, teniendo que endeudarse con el FMI y el BCE para rescatar a tenedores de bonos del Estado.
La reacción de los votantes estalló finalmente en las elecciones europeas de mayo de 2014, que se tradujeron en una reacción impresionante en contra de la coalición gobernante de partidos de derecha y nominalmente de izquierda. Surgieron nuevos partidos de la derecha nacionalista y de la izquierda populista, que volvieron a dibujar el mapa electoral.
El denominador común que inflamó las pasiones anti-Estado del Tea Party en EEUU y de los partidos nacionalistas antieuro en Europa fue la indignación contra unos Gobiernos que habían sido secuestrados por los banqueros para imponer la austeridad financiera y revertir la imposición progresiva clásica. La solución real no es la reacción nihilista el Tea Party, en contra del Estado como tal, sino movilizar las políticas públicas en materia fiscal y de regulación (y todo el sistema legal) para apoyar el crecimiento económico y la prosperidad. Los intereses financieros han fabricado en secreto un populismo oligárquico falso, contrario a los impuestos y a la regulación pública.
Pág. 400. La oligarquía financiera emergente
Los lobistas de Wall Street han redactado un Acuerdo Transpacífico, así como un homólogo con Europa cuyos términos el Gobierno de Obama ha mantenido en secreto incluso ante el Congreso. Lo que sí se sabe es que estos tratados bloquearían la potestad de los Gobiernos de regular los sectores financiero y empresarial, promulgar determinadas normas de protección del medio ambiente y exigir tarifas de limpieza en esta área. El objetivo es sacar las políticas del ámbito de elección democrática, trasladando el control del Gobierno a una burocracia “tecnócrata” extraída de las finanzas y de otros sectores rentistas y dirigida por un ejército de cabilderos al estilo de Geithner, que le dirán a la gente que NO HAY ALTERNATIVA a desviar la política fiscal y monetaria desde los Gobiernos electos hacia el FMI y el Banco Central Europeo, Wall Street y la City de Londres. Los políticos neoliberales afirman sentir el dolor de los votantes endeudados y en paro, pero dicen que no hay nada que puedan hacer, aparte de seguir este consejo de imponer la austeridad y rescatar a los bancos para que en lo sucesivo puedan prestar más.
Pág. 405. La austeridad fiscal está escrita en los criterios de Maastricht (1993) de la eurozona. La eurozona se compone de los países que usan el euro como moneda, y no debe confundirse con la Unión Europea. La austeridad, por lo tanto, es una condición que deben satisfacer los Estados que adoptan el euro, y que se concreta en la limitación del déficit presupuestario a solo el 3% del PIB y de la deuda pública total al 60% del PIB. Esto impide a los ahora 28 Gobiernos de la eurozona reactivar el empleo mediante programas de gasto público.
Incluso más deflacionarias son las limitaciones monetarias del euro. En contraste con la capacidad de la Reserva Federal de EEUU para crear dinero nuevo, el BCE no se concibió para monetarizar el gasto público. El artículo 123 del Tratado de Lisboa (en vigor desde diciembre de 2009) le impide prestar directamente a los Estados. Así, el BCE solo compra bonos de los bancos y otros tenedores, no directamente de los Estados.
Dejar a los Gobiernos sin un vehículo para su propia creación de dinero ha provocado que el paro y la deflación de la deuda hayan sido mucho más profundas en la eurozona que en EEUU. Sin embargo, la restricción de “dinero duro” se antoja tan técnica que, en lugar de denunciarla por crucificar el continente en una cruz hecha de crédito bancario privatizado, los grandes partidos “socialistas” de Europa –del New Labour de Tony Blair en Reino Unido al PASOK de George Papandréu en Grecia- han sido neoliberalizados hasta tal punto que ahora lideran la lucha para imponer la austeridad monetaria y la privatización. La reducción progresiva del gasto público y la privatización de la infraestructura es la alternativa que propone el neoliberalismo a la socialdemocracia clásica.
La privatización de la creación de dinero y de la infraestructura básica supone un cambio revolucionario con respecto a la función tradicional del Gobierno. La creación de dinero se asume desde hace ya mucho tiempo que es una función pública y, de hecho, uno de los criterios clave que identifican un Estado-nación. Durante miles de años el dinero lo emitían los palacios, templos y otras instituciones públicas. Sin embargo, los grupos de presión de los bancos y los ideólogos contrarios al sector público diseñaron la zona euro de tal manera que priva a los Gobiernos de un banco central capaz de hacer aquello que el Banco de Inglaterra y la Reserva Federal de EEUU nacieron para hacer: monetarizar el gasto deficitario. Así las cosas, la tarea de satisfacer la creciente necesidad de dinero y crédito por parte de la economía se deja a los banqueros y a los tenedores de bonos.
La privatización del crédito y la creación de deuda conducen a la deflación de la deuda, al tiempo que añaden cargas financieras al coste de la vida y de hacer negocios. A esta camisa de fuerza se la conoce con el eufemismo de Pacto de Estabilidad y Crecimiento, una etiqueta orwelliana para imponer la inestabilidad y al estancamiento. Es parte del Pacto Fiscal Europeo, que entró en vigor el 1 de enero de 2014.
Al igual que sucede con el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal en EEUU, la CE y el BCE están controlados por el sector bancario, cuya guerra contra el papel del Estado en la economía se dirige sobre todo contra la mano de obra. La Troika de Europa –el BCE, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional- considera que el desempleo de dos dígitos, el aumento de la emigración y las ventas a la desesperada de propiedad pública son un precio que vale la pena pagar para desmantelar la potestad del Gobierno para crear dinero, gravar la riqueza e invertir el capital en infraestructura pública. Estas restricciones constituyen la alternativa del neoliberalismo a la socialdemocracia clásica y se representan como hitos en el camino de la civilización hacia el Final de la Historia.
Mientras tratan de quebrar el poder sindical (especialmente en el sector público) y de reducir el nivel de los salarios, los planificadores financieros parecen asumir que las economías pueden salir de la deuda por la vía de la “devaluación interna”: recortando los salarios y el gasto público, aparentemente para hacer que las economías sean “más competitivas” y ayudar a sus exportaciones.
Todo esto está muy lejos de los mercados libres en sentido clásico. En cambio, la visión postclásica de nuestros días es que los impuestos y los gastos públicos son por definición ineficientes e inflacionarios. No hay reconocimiento alguno de que la prestación de servicios públicos de forma gratuita o a precio de coste bajará los precios.
Otro elemento fiscal en esta guerra financiera es la celebración de las privatizaciones a precio de saldo como si con ello se aumentara la eficiencia, a pesar de los precios más elevados que las economías deberán pagar por servicios esenciales financiados mediante deuda con intereses. Los precios de los servicios de infraestructura suben en el caso de los monopolios privatizados, a los que se permite incorporar los gastos de los intereses derivados de la adquisición en su tasa base (mientras que, por otro lado, estos gastos se consideran fiscalmente deducibles). Estas políticas aumentan el coste de la vida y constriñen los presupuestos familiares –más aún en un contexto de caída de los niveles salariales-.
El efecto ha sido dejar las economías de Letonia e Irlanda (al igual que la de Grecia) en una zona muerta. Estos países están siendo obligados a ceder el control de la política monetaria del Estado y a renunciar (o casi) a gravar fiscalmente la extracción de rentas económicas de la tierra, de los recursos naturales y de los monopolios de infraestructura, incluso mientras caen los ingresos fiscales y la mano de obra ha tenido que emigrar para buscar trabajo en las naciones acreedoras.
Los teóricos políticos consideran que, para poderse definir como tal, un Estado ha de ostentar tres poderes primordiales: crear dinero, recaudar impuestos y declarar la guerra. Al privar a los Estados miembros de la capacidad de crear su propio dinero, los tratados de Maastricht y de Lisboa de la zona euro impiden a los países –así como a la propia eurozona- monetarizar sus déficits fiscales.
Tal austeridad es la idea que tiene el acreedor de una buena gestión económica. Los precios y los salarios bajan, lo que aumenta la dificultad de devolver unas deudas contraídas a precios “viejos” más altos. El desempleo reprime los salarios, lo que lleva a impagos que transfieren bienes a los acreedores. Cuando los banqueros definen esta deflación de la deuda y de los
precios como “estabilidad”, lo que quieren decir es simplemente que han incrementado su poder sobre el trabajo y la industria.
El “milagro económico” de Irlanda (eufemismo del sector financiero para referirse a una burbuja) combinó una drástica bajada de impuestos con una ausencia de regulación bancaria. Un impuesto de sociedades de solo el 12,5 % atrajo empresas estadounidenses como Google, Facebook, Twitter y Yahoo, que establecieron en Irlanda sus sedes centrales globales para evitar los tributos vigentes en el resto del mundo.
Los bancos irlandeses incrementaron su endeudamiento con depositantes y tenedores de bonos extranjeros, de 15.000 millones de euros en 2004 a 110.000 millones en 2008. Esa enorme entrada se desperdició para alimentar una burbuja inmobiliaria que infló los precios de los inmuebles, que se multiplicaron por cinco antes de 2007. Nada menos que un 87% de las familias irlandesas compraron sus hogares a crédito. La mayor parte de los préstamos bancarios no se basaban en valoraciones de mercado realistas.
La burbuja inmobiliaria estalló cuando las nuevas entradas de depósitos –y, por lo tanto, los préstamos bancarios- se detuvieron en 2008. Al ver cómo los precios de la vivienda comenzaban a hundirse, los grandes depositantes retiraron progresivamente sus fondos de los bancos irlandeses.
Los banqueros corruptos subestiman sus pérdidas, y las instituciones financieras internacionales, como el BCE, avalan sus promesas optimistas de que el problema es mínimo, de fácil manejo y solo temporal. En esto consiste la nube de ilusión crónica en la que vive el sector financiero, que le impide distinguir entre un problema de liquidez y la insolvencia subyacente. Ciego a esta distinción, en Gobierno de Irlanda siguió el consejo del BCE de evitar un pánico bancario, proporcionando una garantía ilimitada a los tenedores de bonos y a los grandes depositantes no asegurados de que respaldaría a los bancos y pagaría las elevadas tasas de interés de alto riesgo prometidas.
La mayor parte de estos grandes depositantes eran extranjeros, principalmente de Gran Bretaña. Ellos jugaron el papel extractivo que los propietarios británicos habían desempeñado en el siglo XIX. Irlanda tenía una larga tradición de lucha contra los terratenientes, desde la Asociación Católica de la década de 1820 y la Liga de la Tierra de la década de 1880 hasta llegar al Sinn Féin, que logró la independencia de Inglaterra en1922. Pero sus líderes políticos se entregaron a los señores del crédito europeos sin luchar.
Pág. 419, Esto es lo que sucedió: en mayo de 2012 Irlanda votó por mayoría del 60% aceptar el pacto fiscal, sin ningún tipo de alivio para las duras condiciones de los préstamos aceptados por el Gobierno anterior. Eso llevó a casi el 10% de la población a votar con los pies y marcharse: casi 400.000 de una población de 4,5 millones ha emigrado desde el año 2007, la mayoría de ellos, jóvenes altamente cualificados, que emularon a sus homólogos de las neoliberalizadas Letonia y Grecia.
El FMI emitió un duro informe en enero de 2015, en el que criticaba a Irlanda por seguir el consejo neoliberal del BCE y aceptar sus préstamos y los del propio FMI. A pesar de que el FMI era parte en el préstamo y estaba conforme con el mismo, el informe criticaba al Gobierno irlandés.
El informe del FMI llegaba a la conclusión de que el rescate de Irlanda no era necesario para evitar el “contagio”. Tal amenaza formaba parte de la estrategia alarmista que los banqueros habían venido desplegando, desde EEUU a Europa: “El FMI parece poco convencido por los argumentos de que imponer una quita habría difundido el contagio por toda la zona euro.
Pág. 423. Si el Gobierno no reconoce que le aconsejaron mal desde el principio y, en base a ello, no da un giro radical con respecto a las deudas contraídas con el BCE y el FMI, todo lo que Irlanda puede hacer es tomar medidas marginales y de pura apariencia dentro de su camisa de fuerza financiera.
La pertenencia a la zona euro se ha convertido en sinónimo de dominación financiera, deflación de la deuda y responsabilidad pública para rescatar bancos, a depositantes no asegurados y a tenedores de bonos –todo ello en el contexto del “trato suave” de la desregulación, que permite al fraude florecer, mientras sus costes se desplazan a los contribuyentes-.
La alternativa que se echa en falta pasa por las depreciaciones de deuda. La virtud de una política de reducción de la deuda, que permitiera a los deudores hipotecarios liberarse y dejar que sus bancos se quedaran con la bolsa de propiedades vacías, es que obligaría a los bancos a ser prudentes y a no prestar más de la cuenta.
En vez de reconocer esto, Irlanda se convirtió en uno de los más duros críticos del intento de Grecia en 2015 por evitar sucumbir a la “enfermedad irlandesa”. Al criticar la postura audaz de SYRIZA, los líderes de Irlanda, en efecto debieron decir lo que debían tener en mente en aquel momento: “Dios mío, ¿qué hemos hecho? Hasta el FMI nos critica por hacerle caso a Europa a rescatar a los bancos e imponer la austeridad. Si SYRIZA gana y revierte la austeridad en Grecia, entonces el sacrificio de nuestra economía y la pobreza que hemos impuesto habrán sido innecesarios, y quedará patente que no habríamos tenido que hacerlo”.
Pág. 425. El “milagro del Tigre Báltico” ha sido tan desastroso como el de Irlanda. El 1 de enero de 2014, el Gobierno de Letonia aceptó la ideología de la zona euro de la austeridad fiscal y financiera, a pesar de las encuestas que reflejaban la opinión contraria de una mayoría de votantes. (…) Letonia se convirtió en el miembro número 18 de la eurozona. Por ser la economía más extremadamente neoliberalizada de Europa, la experiencia letona ofrece una lección objetiva en cuanto a las dinámicas de deflación de la deuda, los recortes del gasto público y la negativa a gravar rentas de la tierra o las monopolísticas. Los cronistas probanqueros aplauden el recorrido de Letonia, que consideran todo un éxito. Y, ciertamente, para los banqueros, sobre todo para los suecos, no se puede negar que lo haya sido.
Pág. 443. En toda Europa –excepto en las economías postsoviéticas, donde el neoliberalismo se presenta como la única alternativa a la planificación de la era soviética- crece el consenso popular para rechazar una zona euro gobernada en interés de bancos y acreedores extranjeros. Una encuesta del Eurobarómetro de 2013 reflejó que solo el 31% de los ciudadanos europeos confía en la Unión Europea; en vísperas de la crisis de 2008, la cifra era del 57%. El apoyo al euro “se ha reducido drásticamente al 56% en España, al 53% en Italia, al 50$ en Portugal y a un mero 44% en Chipre. Incluso en Francia, el apoyo se sitúa en apenas el 63%”. En las elecciones de mayo de 2014 la oposición nacionalista y antibancos había crecido incluso más, liderada por el Frente Nacional de Le Pen en Francia, por el antiinmigración y antiislámico Partido por la Libertad de Geert Wilders en Holanda, el Partido por la Independencia del Reino Unido de Nigel Farage y los separatistas del norte de Italia, que dieron su apoyo al Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo.
Los banqueros están tratando de capturar a los Gobiernos y blindar la política financiera frente a las elecciones democráticas. Lo que hace medio siglo prometía ser una Europa socialdemócrata y progresista se está convirtiendo en una toma de poder por parte de los depredadores financieros. La UE se ha enfrentado a Grecia, Chipre y otras economías endeudadas dándoles a elegir entre sufrir deflación de la deuda o salir de la zona euro. Desde que la coalición SYRIZA en Grecia ganó las elecciones oponiéndose a la austeridad financiera y fiscal, la respuesta de los acreedores ha consistido en desafiar a Grecia a que se retracte –y sufra el caos financiero transitorio si trata de salvarse a sí misma de ser aplastada por el desempleo, la quiebra y la emigración-.
A diferencia de las burbujas inmobiliarias alimentadas por los bancos en Irlanda, Letonia y España, los problemas de Grecia se derivan de la deuda pública. La evasión de impuestos fue generalizada bajo la alternancia de Gobiernos conservadores y socialistas que reemplazaron a la dictadura militar de 1967-1974. Ambos partidos mantuvieron unos impuestos mínimos a los magnates del país (y a la riqueza en general) y utilizaron el empleo público a modo de clientelismo político. Los déficits presupuestarios aumentaron rápidamente la deuda pública.
Washington y Bruselas tenían tres exigencias inexorables. La primera y más básica, que a los tenedores de bonos había que pagarles en su totalidad. Para lograr este objetivo, el FMI, el BCE y la CE formaron una troika para prestar a los Gobiernos el dinero suficiente para dar a los tenedores de bonos tiempo para deshacerse de sus participaciones. La amenaza implícita era: “Pagad o, de lo contrario, os convertiremos en parias financieros”.
La segunda petición de la Troika fue que los países deudores “reformaran” los mercados de mano de obra, quebrando el poder de los sindicatos y haciendo retroceder las reformas laborales puestas en marcha durante el siglo pasado. La pretensión era que esto haría el trabajo más “competitivo”, es decir, que lo abarataría.
La tercera demanda de la Troika era que, cundo los países no pudieran pagar a los tenedores de bonos con los ingresos corrientes y los ingresos fiscales, tendrían que empezar a vender su dominio público a los inversores privados –sin imponer límites a la cantidad que podían cobrar los nuevos compradores, hasta el punto de que se levantaron peajes en las carreteras y se impusieron tarifas sobre el agua, la electricidad y otros servicios básicos-. Este resultado último de los préstamos de “estabilización” del rescate se ha repetido tantas veces que debe ser considerado como el verdadero objetivo del FMI, el BCE y la política de la CE.
El entonces jefe del FMI, Dominique Strauss-Kahn, planeaba postularse para la presidencia francesa y no quería enemistarse con los votantes franceses o sus bancos, que eran los principales tenedores de bonos griegos (según diversas fuentes, tenían en su poder entre 31.000 y 60.000 millones de euros en dichos bonos, frente a los 23-25.000 millones de euros en manos de bancos alemanes).
Pág. 453. Las acciones de los bancos franceses, que habían invertido fuertemente en bonos griegos, aumentaron el 24%. (…) En lugar de reactivar la economía, el nuevo endeudamiento ayudó a financiar una fuga de capitales de más de 60.000 millones de euros de los bancos griegos a Suiza y a otros centros bancarios. (…) La austeridad griega que siguió llevó al desempleo a casi el 30% y provocó un colapso más profundo que el de la Gran Depresión de la década de 1930.
Cuando los banqueros globales se retuercen las manos mostrando su preocupación por que el sistema financiero se pueda venir abajo, lo que realmente quieren decir es que el 1% puede vender parte de la asombrosa cantidad de riqueza que ha venido acumulando desde los años de la burbuja. Para proteger al 1% de la pérdida, la política del FMI, del BE y de la CE es insistir en que la economía y el 99% deben apretarse el cinturón,
La afirmación de que las reestructuraciones de deuda para los tenedores de bonos crearían un fallo financiero sistémico al destruir la ”confianza” es un mito cuyo origen hay que buscarlo en el ámbito de las relaciones públicas. Fabricada por los grupos de presión de los tenedores de bonos como parte de su estrategia alarmista, está emparentado con la pretensión de Geithner de que, de no haber habido rescate, los cajeros automáticos se habrían quedado sin efectivo y la gente no habría podido acceder a sus cuentas bancarias.
Que esto es simplemente una táctica de miedo quedó patente en marzo de 2012, cuando los bonos griegos finalmente sufrieron una rebaja del 60 al 75%. No hubo tal fallo sistémico.
Pág. 476. El papel del FMI en el rescate de los tenedores de bonos de Grecia abre una crisis constitucional en Alemania
La oposición a un verdadero banco central que monetarice los déficits presupuestarios públicos se basa en la fantasía de que esto causaría hiperinflación, del tipo de la que aquejó a la República de Weimar a principios de 1920. La realidad es que casi todas las hiperinflaciones son el resultado del pago de la deuda externa. El efecto –políticamente cargado- de una política de “dinero duro” que impide a los bancos centrales financiar déficits presupuestarios es que la creación de dinero y crédito se deja en manos de los banqueros privados.
A falta de bancos centrales que monetaricen el gasto público, los Gobiernos de la zona euro tienen que pedir prestado a bancos e inversores en bonos. Ni el BCE ni el FMI están concebidos para financiar los déficits presupuestarios nacionales. El FMI presta principalmente para apoyar los tipos de cambio. Sin embargo, la deuda pública de Grecia no planteaba un problema de devaluación, ya que estaba denominada en euros. Esta limitación llevó a Alemania a acusar al FMI y al BCE de traspasar ilegalmente su propósito original.
El BCE también tiene como objetivo salvar a los bancos, lo que requiere el rescate de los Gobiernos cuyos bonos poseen. Un default griego hundiría los grandes bancos del país (que son los principales tenedores de bonos del Estado helénico) hasta cotas de patrimonio neto negativo. Pero el tribunal constitucional de Alemania ha rechazado la unión fiscal, así como un presupuesto común de ámbito europeo que fuera financiado por el BCE actuando como un verdadero banco central, con potestad de crear dinero para el gasto público. El problema constitucional se refiere a cómo distribuir entre los miembros de la zona euro el coste de financiar a los Gobiernos y, tras ellos, a los bancos y a otros tenedores de bonos.
Si el BCE no puede simplemente crear dinero, como hace la Reserva Federal será e Gobierno de algún país (los “contribuyentes”) el que deba asumir el coste. Alemania no está dispuesta a subvencionar a otros países de la eurozona. Por eso, el exjefe del Bundesbank dijo que “contra todas sus promesas, y en contra de una prohibición explícita dentro de su propia constitución, el BCE se ha involucrado en la financiación de los Estados”, a pesar del hecho de que el Tratado de la UE “afirma explícitamente que ningún país es responsable de las deudas de cualquier otro”.
No es esta la autoridad de corte socialdemócrata con que los reformadores europeos soñaron después de la Segunda Guerra Mundial. Antes al contrario, es la antítesis de una Europa unidad, facultada para establecer un presupuesto común, un código fiscal uniforme y regulaciones financieras aplicables a todos los países miembros. A falta de unión política y fiscal, todo lo que queda es una zona de libre comercio e inmigración cuya política financiera la dictan los acreedores, principalmente alemanes.
Pág. 483. El euro, diseñado para convertir la democracia en oligarquía financiera
El problema económico de Grecia y el de otros miembros meridionales de la eurozona se deriva de la forma en la que el euro se creó en 1999, sin un verdadero banco central y sin política fiscal a nivel europeo. El ideal original de la Unión Europea era poner fin a la larga historia de conflictos militares del continente Algo que se ha conseguido (a excepción de Serbia y Ucrania). Pero la esencia de cualquier Estado consta de 3 poderes: emitir dinero propio, recaudar impuestos y declarar la guerra. Un verdadero Estados Unidos de Europa tendría un verdadero banco central para monetarizar el déficit presupuestario, gastando el dinero en la economía de la misma manera en que lo hacen Estados Unidos y otros países. La falta de una institución pública para la creación de dinero significa que los déficits presupuestarios deben ser financiados por los tenedores de bonos, y la nueva creación de crédito, quedar en manos de los banqueros. Eso implica un aumento de la deuda, que lleva aparejadas unas cargas que a su vez conducen a la austeridad, provocando la intervención de FMI y el BCE en nombre de las altas finanzas.
Ahí es donde Europa tomó el camino equivocado cuando creó el euro en 1999. Los Gobiernos no pueden crear dinero o recaudar impuestos de la economía en general en ausencia de un Parlamento competente para fijar impuestos en un Estado a fin de gastar en otros. Europa no estaba aún preparada para tal unión. En lugar de dar la potestad a un Parlamento para recaudar impuestos en todo el continente y gastarlos donde más se necesita, los tratados de la UE establecen que los ciudadanos de un Estado miembro no pueden ser gravados para beneficiar a los de otro. Alemania y los países del norte de Europa no están obligados a financiar a Portugal, Irlanda, Italia Grecia o España. Es como si EEUU no pudiera gravar Nueva York y otros estados prósperos del este para desarrollar el oeste y el sur, sino que se requiriera que cada estado financiera su crecimiento a partir de sus propios ingresos fiscales o emisiones de bonos.
La zona euro limitó los poderes de creación de dinero de un banco central únicamente para préstamos a los bancos comerciales. Esto implicaba empezar a construir la zona euro con un sistema financiero controlado por los bancos y los tenedores de bonos.
El euro y el BCE fueron diseñados de tal manera que la creación de dinero por parte del gobierno queda bloqueada para cualquier propósito que no sea dar apoyo a los bancos y tenedores de bonos. Esta camisa de fuerza monetaria y fiscal obliga a las economías de la eurozona a depender de la creación bancaria de crédito y deuda. El sector financiero asume la tarea de la planificación económica y pone a sus técnicos a cargo de la política monetaria y fiscal, sin que la democracia tenga voz ni voto en materia de impuestos y deuda.
Impedir a los Gobiernos financiar déficits públicos a través de la creación de dinero del banco central les obliga a pedir prestado a los tenedores de bonos. Los pagos de intereses absorben una proporción creciente de los presupuestos públicos, lo que lleva a las demandas de los tenedores de bonos de que se recorten las pensiones, la Seguridad Social, la atención médica y otros programas sociales. Esta ideología de la austeridad fiscal es la esencia de la guerra rentista de hoy para crear una Nueva Europa financiarizada.
De modo que aquí está el dilema: la unión monetaria se supone que es un primer paso hacia la unión política. Sin embargo, su sesgo probancario amenaza con dividir la UE, al obligar a Grecia y a otras economías endeudadas a retirarse. Ninguna nación soberana puede ser obligada a sufrir deflación de la deuda, deflación fiscal y un drenaje constante de su población debido a la emigración, la disminución de la esperanza de vida y de los niveles de salud. Esto es lo que ha sufrido Grecia en virtud de las exigencias de austeridad de la Troika.
XXIV – LA RUTA DE LA TROIKA HACIA LA SERVIDUMRE POR DEUDAS
Pág. 499. El Convenio Constitutivo del FMI prohíbe al Fondo extender préstamos a países que claramente no puedan pagar. No existe un modelo realista por el que Grecia pueda pagar los préstamos del FMI y el Banco Central Europeo. Los economistas técnicos del FMI trataron en 2012 de romper con el BCE y la Comisión Europea. Tomando nota de “la profundidad de la ira entre los funcionarios del FMI contra Alemania, Frankfurt y Bruselas”, es decir, contra la obligación de secundar el cabildeo protenedores del BCE, Varoufakis revela que en febrero de 2013 un economista el FMI “me lo dijo en términos muy claros: “los europeos nos metieron en un programa para Grecia que ha manchado la imagen del FMI”.
El FMI “subestimó gravemente el daño que sus recetas de austeridad harían a la economía del país”. El FMI culpó a la presión ejercida por los países de la zona euro para proteger sus propios “bancos, (que) tenían en sus libros demasiada deuda pública griega”
La filosofía de la austeridad del FMI y de la UE ha pasado a ser una visión túnel, enfocada en la idea de que la única manera de estimular el crecimiento económico pasa por el desempleo de la mano de obra, la reducción de los salarios, el recorte de las pensiones y la asistencia sanitaria o la venta al por mayor de los monopolios públicos a los depredadores de la captación de rentas. El efecto de todo ello es contraer las economías, lejos de contribuir a su recuperación. Los programas de austeridad que solían imponerse principalmente en países del Tercer Mundo se están aplicando ahora a Europa, con el fin de exprimir tributos.
Al destinar los ingresos fiscales al pago de los acreedores en lugar de a la reactivación de la economía, el BCE parecía violar el Tratado de Lisboa, cuyo artículo 127 (cláusula 5) lo obliga a contribuir a “la estabilidad del sistema financiero”. La austeridad crea desempleo, inestabilidad e incluso menos capacidad de pago. Evidentemente, la “estabilidad” es solo un eufemismo para mantener altos los precios de los bonos, como si el cielo fuera a caer sobre la tierra si los tenedores de bonos tuvieran que asumir una pérdida. Y la “devaluación interna” (reducción de los salarios mediante el aumento del desempleo) no hace las economías más competitivas mediante la reducción de los costes de producción; lejos de ello, la financiarización desvía los ingresos salariales y, por lo tanto, contrae mercados. Ello reduce las ganancias, disuade a las empresas de invertir y expandirse, y esta contracción económica empeora el déficit presupuestario del Estado.
Pág. 505. La pretensión de que unas deudas exponencialmente crecientes pueden pagarse profundizando en la austeridad está dando lugar a enfrentamientos en España e Italia sobre si se debe gobernar a través de la democracia constitucional o bien dejando la planificación central en manos de los acreedores extranjeros –que definen lo que es “mejor” para las economías endeudadas partiendo, simple y llanamente, de lo que es mejor para ellos mismos-. No están dispuestos a someter la creación de dinero, el poder fiscal o el de regulación al control democrático, por temor a que esto lleve a reestructuraciones de deuda, a impuestos sobre el patrimonio rentista y a la reversión de la privatización.
Idealmente, una sociedad justa y equitativa regularía la deuda de acuerdo con la capacidad de pago, sin empujar a las economías a la depresión. Pero cuando la contracción de los mercados profundiza los déficits fiscales, los acreedores exigen que los Gobiernos equilibren sus presupuestos con la venta de los monopolios públicos. Una vez que la tierra, los derechos sobre el agua y los minerales han quedado privatizados, junto con el transporte, las comunicaciones, las loterías y otros monopolios, el siguiente objetivo es bloquear la potestad de los Gobiernos e regular sus precios o de gravar la riqueza financiera y rentista.
El camino más rápido hacia la oligarquía financiera pasa por la creación de autoridades globales para anular a los Gobiernos. El FMI y el Banco Mundial han desempeñado esta función desde la Segunda Guerra Mundial, imponiendo la austeridad y la privatización a los deudores. La última década ha visto cómo el BCE y la Comisión Europea adoptaban una similar línea dura. (…) El 12 de noviembre de 2011, el día después de que la UE presionara a Grecia para que reemplazara al primer ministro Papandréu por el economista bancario Papademos, la CE ejerció una presión similar sobre Italia para que desalojara al primer ministro Silvio Berlusconi y pusiera en su lugar a Mario Monti, que había sido asesor de Goldman Sachs desde 2005 y luego presidente europeo de la Comisión Trilateral neoliberal.
Al igual que Papademos, Monti sirvió a los tenedores de bonos mediante la aplicación de la austeridad, aumentando los impuestos sobre el trabajo y los consumidores (pero no sobre las finanzas y los bienes raíces) y recortando las pensiones. El 20 de enero de 2012, introdujo “reformas” laborales que flexibilizaban el despido y abolió los cargos fijos hasta entonces vigentes para numerosas profesiones, desde los taxistas a los médicos y abogados. Cuando a los votantes se les dio la oportunidad de rechazar sus políticas un año después, en febrero de 2013, su coalición, Elección Cívica, quedó en una distante cuarta posición. Por lo tanto, casi no es de extrañar que el sector financiero se oponga a las elecciones democráticas.
El Banco de Pagos Internacionales (BPI) fue creado en 1929 para ayudar a resolver la crisis derivada de la elevada deuda de las reparaciones impuestas a Alemania. El banco estaba facultado para limitar el pago de reparaciones en divisa fuerte por parte de Alemania. El hecho de que el BPI fuera servicial con Alemania durante el periodo nazi llevó a muchos políticos aliados a promover su disolución en 1945.
En lugar de ello, se convirtió en un banco central de los bancos centrales. Como reflejo de la captura de dichos bancos por parte de los bancos comerciales, el BPI insiste ahora en que las economías deudoras deben gestionarse en nombre de los acreedores, incluso a costa de imponer una depresión prolongada –es decir, la situación de la que ayudó a salir a Alemania en los primeros años de su funcionamiento-.
Pág. 517. La respuesta que parece obvia cuando la deuda externa de un país crece más allá de su capacidad para pagarla –es decir, para pagarla sin tener que imponer una espiral descendente de austeridad- es rebajarla. Al no atreverse a asumir este hecho en 2001, el FMI perdió la cara al refinanciar las impagables deudas de Argentina, tan altas que entraron en default casi inmediatamente después. En 2005, y de nuevo en 2010, el presidente Néstor Kirchner se enfrentó a los tenedores de bonos con una oferta del tipo "Lo toma“ o lo dejas”: podían acceder a asumir fuertes quitas o bien no recibir nada en absoluto.
Para el año 2005 el mercado de estos bonos argentinos lo conformaban principalmente especuladores que los habían comprado con un gran descuento, que reflejaba el riesgo de impago. Era obvio que el FMI no volvería a intervenir para ayudar a los tenedores de bonos.
Sin embargo, un pequeño grupo de fondos buitre vio la oportunidad de hacer su agosto. Elliott Management, filial de Paul Singer en las Islas Caimán, había estado comprando bonos argentinos con grandes descuentos desde la crisis de 2001. Para el año 2013 se había gastado cerca de 49 millones de dólares en bonos con un valor nominal que podía llegar a los 250 millones de dólares. Singer presentó una demanda en el tribunal federal de Nueva York exigiendo el pago a su valor nominal total, más los intereses devengados y los gastos, que ascendían a un total de 832 millones de dólares. Otros fondos análogos habían comprado aún más bonos y esperaron al resultado de la demanda de Singer para reclamar beneficios excepciones similares. Singer ganó el caso.
La demanda de Singer contra Argentina terminó en manos del juez de la Corte de Apelación de Segundo Circuito Thomas Griesa. Durante 2014-15 dictó una serie de sentencias que han sumido el marco jurídico de la deuda pública soberana mundial en el caos. Griesa dictaminó que, del 92’4% de los tenedores de bonos que habían accedido a la refinanciación de Argentina, ninguno podrí recibir el pago de un solo dólar hasta que a Singer no se le hubiera pagado en su totalidad, con los intereses acumulados, las costas procesales y una serie de daños y perjuicios. Argentina apeló la decisión unilateral de Griesa al Tribunal Supremo de EEUU, que la confirmó en todos sus términos, y Singer comenzó a embargar bienes del Estado argentino en todo el mundo.
El coste de obedecer esta sentencia era tan elevado que, de acatarla, Argentina hubiera ido a la quiebra. El conjunto de resoluciones “nucleares” de Griesa se aplicaba no solo a la deuda argentina pagada a los tenedores de EEUU, sino también a los titulares extranjeros. En efecto, se determinó que ninguna quita era legal. En otras palabras, ningún Gobierno puede acordar una quita contra el parecer de cualquier titular, independientemente de que todos los demás así lo hayan negociado voluntariamente, y por muy razonable que pueda ser. Esto hizo legalmente inviable que los Gobiernos y sus principales tenedores de deuda negociaran saneamientos.
Argentina pensó que con su “ley candado” había dejado sentado el principio de la acción colectiva de la mayoría; sin embargo, no cayó en la cuenta de que también necesitaba que la legislación de los países acreedores le fuera favorable. (…)
Pág. 536. El fallo de Griesa encierra un peligro: si la restructuración de la deuda externa onerosa ya no es posible, economías enteras caerán en la depresión, el desempleo y la emigración de la mano de obra joven, al tiempo que sufrirán las presiones internas de las privatizaciones. (…) Evitar este tipo de guerras financieras requiere un árbitro global, que anule el precedente del “juicio del siglo”. Resoluciones como la de Griesa impiden a los Gobiernos en general reducir las deudas denominadas en dólares que carezcan de Cláusulas de Acción Colectiva posteriores a 2012, que vinculan a los titulares minoritarios a las decisiones adoptadas por una mayoría cualificada o, bajo la ley británica, por un administrador en representación de la mayoría. La cuestión es si unos pocos holdouts (fondos buitre) pueden imponer la anarquía en la economía internacional, mediante el bloqueo de la legalidad de las reestructuraciones de deuda negociadas como alternativa a la cesación total de pagos o al repudio.
Pág. 537. El efecto práctico de las resoluciones del juez Griesa ha sido hacer los acuerdos globales sobre deuda soberana imposibles de implementar si implican pagos en dólares estadounidenses o a tribunales de Estados Unidos. Esto bloquea cualquier quita negociada de deuda soberana.
Pág. 541. Más allá de las decisiones del juez Griesa bloqueando las reestructuraciones de deuda, el sistema financiero “occidental” se ha convertido en rehén de la geopolítica de EEUU. Una multa de 9.000 millones de dólares impuesta por EEUU al francés Banc Paribas por tratar con Irán fue seguida de sanciones financieras y comerciales contra Rusia. El recurso cada vez más agresivo a este tipo de guerra económica para apoyar la diplomacia estadounidense encendió las alarmas en Rusia y China, además de en Brasil, India y Sudáfrica (así como en el propio Irán, país con estatus de observación en la Organización de Cooperación de Shangái), que alumbraron la idea de crear un sistema monetario inmune a tales presiones.
Así fue que los días 15 y 16 de julio de 2014, mientras los periódicos publicaban a toda página las advertencias de Paul Singer a Argentina sobre las subidas de intereses de las naciones acreedoras si no se plegaba a sus demandas, los BRICS se reunieron en Brasil para anunciar su Nuevo Banco de Desarrollo, dotado con 50.000 millones de dólares y 100.000 millones en concepto de créditos de compensación. El ministro de Economía argentino Kicillof dirigió un comité para trabajar con los representantes de los BRICS en la propuesta de un tribunal financiero global, semejante al que los diplomáticos estadounidenses habían bloqueado en el seno del FMI.
Celebrada en el marco del recrudecimiento de la confrontación militar en Ucrania –y en el trasfondo, EEUU y sus satélites de la OTAN contra Rusia-, la iniciativa de los BRICS estaba pensada para llevar a cabo transacciones comerciales y de inversión en sus propias monedas –y no solo en dólares-, alejándose, por lo tanto, de los bancos de Estados Unidos. Evitar la dependencia financiera blinda las economías de las sanciones económicas de EEUU, que han demostrado ser más poderosas que el ataque militar directo a la hora de obligar a los países a seguir las políticas de Norteamérica proacreedor, de austeridad antilaboral, de liquidación de activos y de búsqueda de rentas.
Los medios públicos occidentales menospreciaron la reunión de los BRICS, preguntándose qué tienen en común Rusia, China, India, Brasil y Sudáfrica. La respuesta es que todos ellos se enfrentan a la amenaza de las sanciones de EEUU, la zona euro y el FMI contra los países que no se someten a las demandas de los acreedores: privatizaciones, desplazamiento de la carga fiscal hacia el trabajo (en lugar de las finanzas y la extracción de rentas).
Este sistema dolarizado ha llevado a los BRICS y a otros países a crear su propia alternativa, con el fin de liberarse de las sanciones de EEUU y de las resoluciones con sesgo favorable al acreedor. El proyecto de un banco y una cámara de compensación de divisas de los BRICS promete no exigir austeridad ni análogas políticas antiobreras, ni imponer el Acuerdo Transpacífico (TPP) ni el Acuerdo en Comercio de Servicios (TISA), que implican prohibiciones a los Gobiernos de regular las finanzas y los negocios, de gravarlos con impuestos y de sancionarlos por los daños y los costes sociales (“externalidades”) que causen.
La cuestión es si las economías las dirigirán los Gobiernos o los bancos. Dejarlas en manos de la planificación centralizada de megabancos favorecerá las reivindicaciones extractivas para el servicio de la deuda, que se pagará mediante la privatización de los bienes públicos, la ejecución de los bienes de los deudores y el asalto a las empresas mediante adquisiciones a crédito y liquidación de activos por parte de accionistas “activistas”. El nuevo conflicto se plantea, por lo tanto, entre una austeridad rentista financiarizada y el renacimiento de una economía mixta clásica, que oriente los mercados hacia el interés público a largo plazo: eso que se solía llamar socialismo.
Los argumentos más imaginativos que se han oído recientemente en favor de anular deudas soberanas no provienen de Argentina, Grecia o Irlanda. Los han lanzado estrategas de EEUU, en un intento de ayudar a Ucrania a eludir el pago de los bonos que emitió o de las deudas que contrajo por el gas importado de Rusia. Como consecuencia de la confrontación de mediados de 2014, en un clima de nueva Guerra Fría, después de que Crimea votara masivamente en un referéndum popular ser reabsorbida por Rusia, el Instituto Peterson de Economía Internacional dejó caer una propuesta de la exfuncionaria del Tesoro Anna Gelpern para privar a Rusia de los medios para exigir la devolución de su préstamo a Ucrania. “Una sola medida puede liberar hasta 3.000 millones de dólares para Ucrania”, propuso. El Parlamento de Gran Bretaña podría aprobar una ley que declarara los bonos por valor de 3.000 millones de dólares negociados por el fondo soberano de Rusia como “ayuda externa”, en vez de un verdadero contrato de préstamos comercial digno de ejecutarse conforme a la ley.
Tal cosa sería como un trueno que sacudiera los mercados internacionales de deuda. Su principio sería lógicamente aplicable a todas las reclamaciones que EEUU considerase “ayuda externa”, incluidos los préstamos a devolver a banqueros estadounidenses y a otros acreedores, así como los préstamos del Banco Mundial catalogados como “ayuda”. Los bonos en poder del fondo soberano de Rusia fueron denominados en euros bajo estrictas reglas de “Londres”. Por otra parte, el fondo requería, para las inversiones en bonos, al menos una calificación de AA. La calificación B+ de Ucrania estaba por debajo de este nivel, por lo que Rusia actuó de una manera prudente al añadir protección financiera, haciendo que los bonos fueran pagaderos previo requerimiento si la deuda global de Ucrania se elevaba por encima de un modesto 60% de su PIB. A diferencia de la ayuda exterior de propósito general, los términos de este préstamo dan a Rusia el “poder de desencadenar una cascada de impagos con respecto a los demás bonos de Ucrania, así como un gran poder de voto en cualquier reestructuración de bonos futura”, señaló Gelpern.
En fecha tan reciente como 2013, la deuda pública de Ucrania ascendió a poco más del 40% del PIB –unos 73.000 millones de dólares-, cifra aparentemente manejable hasta que el golpe de Maidan de febrero llevó a la guerra civil contra le región de habla rusa del este del país. La guerra siempre es cara, y la moneda de ucrania –la hryvnia- se vino abajo. Una cuarta parte de las exportaciones del país provienen del este y se venden principalmente a Rusia (entre otras cosas, hardware militar). Kiev trató de poner fin a este comercio y pasó un año bombardeando las ciudades y la industria de Donbas y Luhansk cortando el suministro eléctrico a sus minas de carbón y llevando a aproximadamente un millón de civiles de la región a huir a Rusia. El tipo de cambio de Ucrania se mantuvo hundido, lo cual elevó su ratio deuda/PIB muy por encima del umbral del 60%. Esto le dio a Rusia la opción de reclamar la deuda de inmediato, activando las cláusulas de incumplimiento cruzado que se habían insertado en los eurobonos contratados con Ucrania.
El artículo de Gelpern acusaba a Rusia de tratar de mantener a Ucrania “a raya”, como si no fuera precisamente eso lo que hace el FMI y la mayoría de los inversores financieros con otros países. (…) Por lo tanto, Gelpern plantea otra posibilidad: que Ucrania alegue que su deuda con Rusia es “odiosa”, haciendo referencia a aquella situación en la que “un mal gobernante firma contratos que lastran a las generaciones sucesivas, largo tiempo después del derrocamiento del gobernante”. “El repudio de todas las deudas contraídas durante el mandato de Yanukóvich desalentaría los préstamos a líderes corruptos”, concluyo.
Aquí el doble rasero consiste en que en lugar de etiquetar como “odioso” la larga serie de cleptócratas y corruptos que ha gobernado Ucrania, Gelpern escoge únicamente la presidencia de Yanukóvich, como si sus predecesores y sucesores en el cargo no hubieran resultado igualmente sobornables. Un peligro aún mayor que encerraría la declaración de la deuda de Ucrania como odiosa es que ello podría volverse en contra de EEUU, dado su largo historial de apoyo a dictaduras militares, Estados-cliente corruptos y cleptocracias. El apoyo que EEUU ofreció a la dictadura militar chilena tras el golpe del general Pinochet en 1973 dio lugar a la Operación Cóndor, que instaló la dictadura militar en Argentina que dispararía la deuda externa de ese país. Si prosperara la reclamación de Ucrania de que su deuda era odiosa, ¿no se abrirían los diques legales para la concesión de amplias anulaciones de deuda de América Latina y del Tercer Mundo?
Una estratagema legalista similar para dañar a Rusia sería que el parlamento británico aprobara una ley de sanciones que invalidara “los bonos de Yanukóvich” Esto reduciría la “capacidad de Rusia de sacar provecho de la venta de la deuda en el mercado” y negaría a Rusia los derechos legales para adquirir los activos de Ucrania. “Los contratos de deuda son invalidadas por los tribunales de forma rutinaria, reestructurados en situaciones de quiebra y bloqueados por medio de las sanciones tradicionales”, observa Gelpern. Pero si esto se puede hacer, ¿por qué no puede el Congreso de EEUU aprobar una norma similar que anule los reclamos buitre contra Argentina y otros países sobreendeudados del Tercer Mundo?
El apoyo del FMI a Ucrania refleja su política de respaldo de los regímenes amigos de los inversores estadounidenses.
Lo que se necesita es un tribunal imparcial que determine lo que hay que pagar y lo que no. Tal y como están ahora las cosas, los bancos y los tenedores de bonos pretenden designar a sus candidatos como jueces –individuos de la talla de Thomas Griesa, que tratan la deuda soberana como si no hubiera diferencia alguna entre la economía de un país entero y un restaurante familiar que va a la quiebra-. Se necesitaría un tipo diferente de entidad pública a la actualmente existente para juzgar en qué medida imponer la austeridad y transferir la propiedad a los acreedores, para saldar deudas que los Gobiernos no puedan pagar con cargo a los ingresos corrientes y, en el caso de las deudas en moneda extranjera, con cargo a los ingresos de la balanza de pagos.
A la vista de las tentativas financieras concertadas para establecer un neofeudalismo mundial, el mundo necesita una declaración de derechos humanos que incluya la soberanía y los derechos políticos de las naciones. El principio de autodeterminación de los pueblos forma parte desde hace ya tiempo del derecho internacional, pero la disposición no incluye la libre determinación frente a los acreedores que se hacen con Gobiernos y se apropian del dominio público para extraer renta económica.
Mientas los Gobiernos tratan de eludir la servidumbre por deudas mediante su reestructuración, los banqueros y los tenedores de bonos están ideando estrategias para preservar sus reclamaciones financieras cuando llegue el día en que las deudas caigan por fuerza en el incumplimiento o sean canceladas, cuando las economías, asfixiadas por la austeridad, se revelen incapaces de pagar, si no es endeudándose más. Los acreedores esperan aprovechar esas condiciones como palanca para convertir a los deudores en colonias financieras.
Dejar la resolución del conflicto en torno a la deuda de Argentina en manos de la jurisdicción local sobre quiebra de Nueva York ha reavivado los intentos de crear un sistema financiero mundial alternativo a del área dólar y su satélite, la eurozona. Los BRICS se han visto empujados a converger y a convertirse en una masa crítica económica, para defender su soberanía e independencia política. Un salto cualitativo se produjo en julio de 2014. Rusia y sus socios BRICS (China, Brasil, India y Sudáfrica) tomaron la iniciativa para crear un sistema financiero alternativo al del FMI y el Banco Mundial.
El objetivo de estos países, junto con el de Argentina e Irán, es aislarse de la política económica neoliberal, la coacción de la deuda, las privatizaciones forzosas y las incautaciones de activos. En las circunstancias actuales esto implicará reducciones de deuda, respaldadas por un cuerpo teórico que analice la capacidad de cada economía para pagar a sus acreedores, en moneda nacional y extranjera.
“Para la gente sencilla es indudable que la causa más próxima de esclavización de una clase de hombres por otra es el dinero. Ellos saben que es posible causar más problemas con un rublo que con un garrote; solo la economía política no quiere saberlo” (León Tolstoi, ¿Qué vamos a hacer entonces? (1886))
Pág. 559. El sector financiero persigue el mismo objetivo que la conquista militar: obtener el control de la tierra y de la infraestructura básica y recoger el botín. Para actualizar a Von Clausewitz, las finanzas se han convertido en la guerra por otros medios. Lo que antes se tomaba a base de sangre y brazos se obtiene ahora mediante el apalancamiento de la deuda. No se necesita la propiedad directa. Si el excedente económico de un país se puede tomar por medios financieros, no es necesario conquistar o ni siquiera poseer sus tierras, recursos naturales e infraestructura. El apalancamiento de deuda permite ahorrar los costes de tener que montar una invasión y sufrir bajas.
El objetivo del acreedor es obtener riqueza mediante el endeudamiento de poblaciones e incluso Estados, y obligarlos a pagar mediante la cesión de sus bienes o ingresos. Esa conquista financiera es menos abiertamente brutal que la guerra librada con armas y misiles, pero su efecto demográfico es igual de letal. Para las endeudadas Grecia y Letonia, la austeridad impuesta por los acreedores ha provocado una disminución de matrimonios y de los índices de natalidad, ha acortado la esperanza de vida, ha aumentado la emigración y las tasas de suicidio.
El primer ejemplo registrado de interés compuesto es el cálculo del tributo adeudado a la ciudad sumeria de Lagash por parte de la vecina Umma, después de una batalla por el control de las tierras intermedias en el siglo XXV a.C. Inscrito en la estela de los buitres, el astronómico tributo impuesto al vado perdedor condujo a un prolongado conflicto futuro, en un caso no muy diferente del de las reparaciones impuestas por los aliados a Alemania después de la Primera Guerra Mundial.
Financiar los costes de la guerra condujo al endeudamiento público y al mercado de bonos moderno. Los gobernantes pedían prestado para comprar cañones y construir navíos, pagar a las tropas, contratar mercenarios y asegurarse alianzas. De hecho, la guerra se financiarizó mucho antes que la industria o el sector inmobiliario. Y como en cualquier sector financiarizado, por lo general los acreedores terminaban quedándose con las ganancias. Los Gobiernos emitían bonos de renta fija, una palabra, bonos, que originariamente significaba grilletes, los grilletes físicos que llevaban los siervos: una analogía que se consideraba que describía muy gráficamente la posición en la que se encontraban los Gobiernos. Estos solían pagar las deudas de guerra con la venta de tierras, minas y la creación de monopolios públicos a cambio de los bonos que habían emitido.
Las órdenes bancarias de la Iglesia –los caballeros Templarios y los Hospitalarios- prestaban a los reyes y a los nobles en la parte superior de la pirámide social, primero para embarcarse en las Cruzadas y después para librar guerras respaldadas por el papado. (…) Éste fue solo un pequeño paso para legitimar el crédito comercial, sobre la base de que el comercio ayudaba a unificar las naciones como parte del orden divino, que asignaba a cada región su propio papel a desempeñar en aras de la armonía universal.
Los bancos adoptaron el papel que los templos de Atenea y Juno Mineta habían desempeñado en la Antigüedad, financiando la conquista militar. Pero a diferencia de la Antigüedad, contraer deudas reales con banqueros privados (a menudo extranjeros) en lugar de con los tempos públicos llevó a una proliferación de impuestos para pagar los correspondientes tipos de interés. Los gobernantes trataron de saldar la deuda principal mediante la creación de monopolios comerciales de la Corona, para venderlos y pagar en bonos reales de guerra.
Los nuevos propietarios tendían a ser extranjeros. Por ejemplo, los holandeses pasaron a ser los principales inversores en los monopolios de la Corona de Inglaterra (incluyendo el Banco de Inglaterra, creado en 1694).
El apalancamiento de deuda obligó a Gran Bretaña y Francia en los siglos XVII y XVIII, al Imperio otomano en el siglo XIX y a los Gobiernos de América Latina y África en el siglo XX a vender activos a compradores deseosos de convertir los servicios públicos en oportunidades para la extracción de renta.
Una estrategia similar de apropiación de activos se ha venido empleando desde el año 2008 contra Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España. La idea es permitir a los privatizadores convertir las economías industriales en oportunidades de peaje. Lo que pretende esta nueva versión del movimiento de los Cercamientos –este New Enclosure Movement- es la privatización de lo que solía llamar lo Común (the Commons). A este proceso –de privatización de empresas públicas y de los recursos naturales por parte de piratas –magnates con influencia y sus patrocinadores- los rusos lo han apodado “piratización”.
Después de haber adquirido el suficiente control de la política del Gobierno como para poder instar a la privatización de los activos públicos, el sector financiero ofrece crédito para comprar los derechos de instalación de cabinas de peaje en las carreteras recién privatizadas, en los ferrocarriles, en las líneas aéreas y en otras infraestructuras de transporte, así como en el teléfono y demás sistemas de comunicaciones. El objetivo es extraer renta de monopolio donde antes se prestaban servicios básicos de forma gratuita o a precios subvencionados. La financiarización consiste en dedicar esta extracción de rentas a costear el servicio de la deuda.
Hasta 1971, cuando el mundo abandonó el patrón oro, hacer la guerra y pagar intereses a los bonistas extranjeros requería el pago en lingotes. Acrecentar las reservas de oro por la vía de mantener un superávit requería unos precios competitivos de cara a la exportación. Esto implicaba minimizar el coste de la mano de obra y el coste de la vida. Las economías imperiales, que gastaban grandes sumas de dinero en guerras y rivalidades coloniales, recaudaban dinero mediante la imposición fiscal en las ciudades, especialmente sobre los consumidores, para costear los intereses de sus deudas de guerra.
En el libro V de La riqueza de las naciones, Adam Smith describe cómo con cada nuevo préstamo de guerra se creaba en Inglaterra un impuesto al consumo específico para pagar los intereses correspondientes. (…) La percepción de que la lucha militar se había convertido en un caso perdido desde el punto de vista económico llevó a los primeros liberales, como el propio Smith, a oponerse a las guerras de la Corona, a la colonización y a los impuestos que se aplicaban para costearlas. El coste estructural del Imperio británico era mayor que el valor de la mayoría de los imperios. Smith instó a Gran Bretaña a conceder a las colonias americanas su independencia, a fin de liberarse de tener que asumir el coste de su defensa.
Un factor que encarece el coste de la vida en el mundo moderno tiene que ver con el precio de los servicios de infraestructura. Tradicionalmente, la inversión pública ha tratado de minimizar estos costos. Pero la banca vio en los grandes proyectos de infraestructura, tales como los ferrocarriles y la construcción de canales (ante todo el de Panamá y el de Suez), enormes oportunidades de negocio a costa de la economía. Las comisiones y las ganancias especulativas han sido tan importantes como la extracción de intereses, mientras que el fraude y la cleptocracia siempre han sido moneda corriente. Así fue como hace un siglo los barones del ferrocarril de Estados Unidos, los monopolistas y los constructores de trusts se convirtieron en la élite del poder de la nación; y así fue como en la antigua Unión Soviética, tras las “reformas” neoliberales de 1991, los oligarcas se apoderaron de los bienes públicos. Esto es lo que hace que la financiarización sea la antítesis de la teoría del valor y del precio de la economía clásica.
Ahora que la propiedad del suelo se ha democratizado –a crédito-, la mayor parte de la población (2/3 en EEUU y más de las 4/5 partes en Escandinavia) ya no paga alquiler a los propietarios. En lugar de ello, los propietarios y los inversores inmobiliarios pagan la mayor parte del valor de la renta a los banqueros, en forma de intereses de la hipoteca. (…) Lo mismo viene a suceder en la industria. Los analistas financieros estudian minuciosamente los balances corporativos para medir el flujo de efectivo más allá de los costes directos de producción y de hacer negocios. Esta medida se llama EBITDA: beneficios antes de intereses, impuestos, depreciación y amortización. La meta de los propietarios y sus acreedores es lograr que la mayor parte de este ingreso quede exento de impuestos –cosa que consiguen en gran medida haciendo que los intereses sean un gasto fiscalmente deducible-.
Todas estas reducciones de impuestos sobre las finanzas y los bienes raíces ensanchan los déficits presupuestarios del Estado. Si los banqueros también pueden bloquear la creación de dinero público por parte de los Gobiernos para financiar estos déficits, el hueco hay que llenarlo con préstamos de los banqueros privados –o, de lo contrario, subiendo los impuestos sobre el trabajo y la industria-. Y a su debido tiempo, cuando la deuda pública haya crecido tanto que ya no se pueda pagar con unos ingresos fiscales cada vez más exiguos, los acreedores exigirán a los Gobiernos que equilibren sus presupuestos mediante la privatización de los activos y empresas públicas. Así se conseguirá convertir el dominio público en un vasto conjunto de oportunidades de extracción de renta, a financiar por los bancos.
Este es el tipo de apropiación de recursos que el FMI y el Banco Mundial impusieron a los deudores del Tercer Mundo durante muchas décadas. Así como Carlos Slim obtuvo el monopolio telefónico de México, para imponer cargos exorbitantes a las empresas y a la población en general. El último ejemplo de esto se pudo ver en las demandas de la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI para forzar a Grecia y a Chipre a pagar su deuda externa mediante la venta de tierras, derechos sobre el petróleo y el gas, puertos e infraestructuras que aúne estuvieran bajo dominio público.
Junto a la vivienda en propiedad, la educación es el camino para ingresar en la clase media. Los préstamos de estudios son ahora la segunda categoría más importante de deuda personal (…). Las cargas que llevan aparejadas estas deudas absorben más del 25% de los ingresos de muchos graduados provenientes de familias de bajos recursos. (…) De la misma forma que las cargas de los intereses sobre las hipotecas de vivienda terminan por dar a los bancos una suma mayor que el precio de venta percibido pro los vendedores, a menudo los pagos de los préstamos estudiantes, con el tiempo terminan reportando al banco tantos ingresos por intereses como la universidad o la escuela de negocios han recibido en concepto de matrícula.
Escondiéndose tras una retórica orwelliana que invierte la noción clásica de mercado libre, los planificadores financieros están llevando al mundo por el camino autocrático que España y Francia tomaron hace 500 años. El ingreso rentista, que en nada contribuye a la producción, es de lejos el principal responsable de que el 1% más rico obtenga el 73% del crecimiento del ingreso en EEUU desde el crac de 2008, mientras que el 99% ha visto reducirse su patrimonio neto. Sin embargo, en contraste con la economía clásica, el intento neoliberal de Piketty –tan aplaudido- por explicar la polarización económica de hoy en día no se fija de manera especial en las finanzas y en la búsqueda de rentas, razón por la cual el remedio que propone no hace hincapié en la necesidad de que la carga fiscal recaiga específicamente sobre el ingreso rentista, ni propone revertir la privatización de los monopolios de infraestructura, restaurando una economía mixta pública/privada.
Al reemplazar al Estado en el papel de planificador central, en nuestros días el propósito de Wall Street, la City de Londres, Frankfurt y otros centros financieros es hacerse con los ingresos netos de la economía y, después, con los activos que los producen. Es más fácil hacer dinero mediante la manipulación financiera y las burbujas apalancadas con deuda que por medio del trabajo duro que conlleva diseñar productos nuevos, organizar plantas de producción, emplear y formar mano de obra, así como personal de marketing y venta. Ésta es la razón por la que el desplazamiento de la planificación económica y social a manos de los financieros ha socavado las economías de EEUU y Gran Bretaña en tanto que exportadores industriales.
Estamos en una guerra financiera –y no todas las guerras terminan con la victoria de los contendientes más progresistas-. El fin de la Historia no es necesariamente la Utopía. La modalidad financiera de conquista contra el trabajo y la industria es tan devastadora hoy en día como lo fue durante la guerra social de la República romana, que marcó su transición hacia el Imperio en el siglo I a.C. Más que ninguna otra cosa, fue la dinámica del endeudamiento lo que convirtió el Imperio en un territorio baldío, reduciendo a la población a la servidumbre por deudas y a la pura y simple esclavitud.
Tito Livio, Plutarco y otros historiadores romanzo culparon a los acreedores de ser los responsables del colapso de su época. Tácito se hace eco de las palabras con que el jefe celta Calgacus, en el 83 d.C., denunciando esta práctica en este mismo sentido. La paz romana resultó ser un mundo obligado a volver a la producción de subsistencia en el campo, mientras las ciudades se vaciaban. Roma se convirtió en el modelo de lo que les sucede a las economías que se niegan a anular sus deudas y que por ello se polarizan entre acreedores y deudores. Su historia –y, por lo tanto, la de la Antigüedad misma- desembocó en una convulsión de despoblación y oscuridad. (...) De forma muy similar a lo que sucedía con los acreedores en la antigua Roma, el poder financiero de nuestros días busca reemplazar la democracia por la oligarquía. Asistimos a un resurgimiento de la “acumulación primitiva”, por la vía de la creación de deuda, el desahucio y la privatización.
Casi todos los escritos económicos publicados a finales del siglo XIX y principios del XX definían la riqueza en términos de los medios de producción: fábricas, instalaciones y maquinaria, tecnología e inversión pública en infraestructura y educación. Al ver el tremendo ascenso de la productividad durante la Revolución Industrial, derivado de la utilización de la energía –desde la energía del vapor de agua hasta la potencia de los motores de combustión interna y la electrificación-, los economistas anticiparon una economía de ocio.
Pero a día de hoy el problema económico por antonomasia es el que plantea un sector financiero depredador, que ha adquirido unas proporciones que pocos esperaban hace un siglo, con la notable excepción de Thorstein Veblen. Marx analizó la dinámica “que todo lo devora” del interés compuesto, pero esperaba que el capitalismo la evitara cuando la banca se industrializara y se volviera productiva. Desde que Lenin y Rudolf Hilferding escribirían sobre el capitalismo financiero en el periodo de la Primera Guerra Mundial, la izquierda política se ha centrada más en temas laborales que en las finanzas y la renta
El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, ha cuantificado lo que casi todo el mundo sabía intuitivamente: que el 1% ha duplicado su porción de la riqueza total durante la última generación. Menos atención se ha prestado a la forma en que ha llegado a amasar esta riqueza. No ha sido mediante la inversión en bienes de equipo y la contratación de mano de obra, como dicen los libros de texto cuando se refieren a la función de los capitalistas industriales. La mayoría de las fortunas se acumulan mediante la búsqueda de rentas y la creación piramidal de deuda, financiarizando la industria inmobiliaria y corporativa, y creando o privatizando monopolios
Los banqueros aparecen como prestamistas prudentes que llevan el crédito allí donde es más productivo. Pero a pesar del hecho de que las instituciones financieras han demostrado ser un desastre por la forma en que han asignado el ahorro y el crédito –principalmente para endeudar el resto de la economía-, ellas no se han visto afectadas por la calamidad que han provocado para el 99%. Lejos de ello, gracias a esas maniobras se han hecho ricas.
La mayoría de las fortunas crecen simplemente por inercia, acumulando ingresos de intereses y de rentas “mientras el destinatario duerme”, parafraseando la descripción que hizo John Stuart Mill de los terratenientes. La estrategia ganadora consiste en extender crédito para endeudar al resto de la sociedad. La deuda estructural que constituye la mayor parte del dinero del 1% lo paga el 99%, dejando cada vez menos para la inversión o la vida misma. Así las cosas, el problema político principal a día de hoy es cómo salvar las economías de la alianza del sector financiero con los extractores de rentas –y del ataque coordinado de los rentistas contra la potestad del Estado de gravar la riqueza o asignar recursos-. Para proteger su riqueza, los superricos presentan sus extracciones como si fueran contribuciones a la productividad y luchan contra la democracia, la reforma agraria, los impuestos progresivos, el socialismo y el Estado fuerte en tanto que amenazas potenciales a sus adquisiciones. Sus armas son el engaño, la fuerza y el soborno, respaldados por el control de los tribunales.
Pág. 586. Modos de producción versus modos de apropiación
El problema político siempre se reduce a la cuestión de quién correrá con las pérdidas. El 1% insiste en que, si las deudas inmobiliarias, personales y corporativas del 99% sufren quitas, entonces el Estado tendrá que rescatar a los acreedores. Cuando los deudores ya no puedan pagar, tendrá que hacerlo el 99%, pero lo hará de otra manera: en tanto que contribuyentes (…) Las economías actuales se estancarán a menos que sean liberadas del parasitismo rentista y de la creación de deuda. La oligarquía financiera descargará su poder crediticio contra la regulación de los trabajadores y del gobierno democrático, agravando la pobreza y esquilmando el medio ambiente para pagar una deuda estructural en expansión exponencial.
La lucha económica más apremiante de nuestros días no se da simplemente entre los trabajadores y los empresarios, sino que la están librando los intereses rentistas conjuntamente contra el trabajo, la industria y el Estado. Esto hace que actualmente el reformismo sea una tarea de mayor alcance que la que emprendió el movimiento socialdemócrata hace un siglo. Las reformas que afectan a los sectores rentistas y de las finanzas juegan un papel muy pequeño en los programas de los partidos aparentemente socialistas y laboristas actuales. De Gran Bretaña a Grecia, pasando incluso por EEUU, estos partidos están liderando la lucha por el equilibrio presupuestario y la austeridad fiscal, y en este sentido Tony Blair, Barack Obama y Papandréu juegan en el mismo extremo. Es como si la recuperación dependiera de que los superricos se hicieran más ricos y no de rescatar a las endeudadas Grecia, Chipre, Irlanda, Italia y España.
El problema que ocupará a las próximas generaciones es cómo deshacer los nudos financieros que atan las economías actuales. Abandonar el camino del endeudamiento excesivo requiere desmontar la “economía basura” neoliberal, que ha sido concebida con el propósito de desactivar los mecanismos de defensa de la sociedad contra la financiarización y los ingresos no derivados del trabajo.
En EEUU, Gran Bretaña y Francia, ninguno de los grandes partidos o sindicatos ha cuestionado el principio oligárquico de que las normas fiscales, las regulaciones financieras y el sistema legal se deben gestionar en beneficio del sector FIRE, que está al servicio dl 1%. La pasividad con que el 99% asiste hoy a esta contra-Ilustración rentista muestra hasta qué punto los votantes han llegado a aceptar el sistema financiero y fiscal neoliberal como parte del entorno natural, como si de hecho no hubiera alternativa.
Lo que se necesita es una perspectiva que permita a la gente ver las reformas que contrarrestarían la actual modalidad corrosiva de creación de fortunas del sector FIRE. La dificultad a la hora de promover este planteamiento estriba en que su lógica y sus implicaciones son radicales. Pero también lo fueron en el siglo XIX, cuando estas ideas las patrocinaron una amplia gama de reformadores, desde los “socialistas ricardianos” en torno a John Stuart Mill, que instaban a nacionalizar la renta del suelo (mediante la compra directa o bien aumentando los impuestos sobre la tierra), a los ideales cristianos y socialistas, del comunalismo al marxismo, que parten de la nacionalización de todos los medios de producción, tanto de las fábricas como de la infraestructura pública.
Una idea es clara: Si los acreedores se salen con la suya, van a destruir la economía.
Pág. 592. Lenin dijo que los capitalistas venderían a los comunistas la soga para colgarlos. Pero los capitalistas mismos han producido la cuerda, en forma de finanzas depredadoras, extracción de intereses, dividendos, cánones y diversas formas de renta de la industria, de los bienes raíces.
Es fácil olvidar cuán optimistas fueron Marx y otros socialistas de su época sobre el futuro del capitalismo industrial. Marx esperaba que el modo de producción industrial saliera victorioso sobre todas las formas de actividad rentista parasitaria. Esperaba que la conciencia de clase y la democracia política marcarían el comienzo de un mundo con un mayor nivel de vida, mejores condiciones de trabajo y una distribución menos injusta de los ingresos.
Como la mayoría de los analistas económicos evolucionistas de su tiempo, Marx esperaba que el capitalismo industrial se liberaría de las “excrecencias” del latifundio, de los monopolios y de otras formas de explotación. Sin embargo, sucedió que la banca y la clase terrateniente, que en los días de Ricardo eran enemigas launa de la otra, a partir de la Primera Guerra Mundial se aliaron y unieron sus fuerzas. Mientras esto ocurría, los partidos socialdemócratas y los laboristas abandonaron la cuestión de la renta de la tierra, dejándosela a los liberales y a los defensores del impuesto único (cuyas filas menguaron rápidamente). Y a pesar del enfoque que a principios del siglo XX Rudolf Hilferding, Lenin y otros marxistas pusieron en el capitalismo financiero, el análisis monetario y de la deuda se dejó principalmente a los defensores bancarios de la derecha, a los seguidores de Ludwig von Mises y a los monetaristas del estilo de los de Chicago.
A principios del siglo XX se esperaba que la lucha entre obreros y empresarios sería la tensión principal, la que daría forma a la política del futuro. Sin embargo, hoy en día los trabajadores luchan simplemente por puestos de trabajo, en una coyuntura que tiene más que ver con una armonía de intereses con los empleadores que con el conflicto de clases de hace un siglo. Suponen, además, que el sector financiero contribuye a la contratación industrial, en lugar de reducirla y externalizarla.
Pág. 601. Si tuviéramos que diseñar un mundo perfecto, pondríamos los intereses a largo plazo de la economía por encima del cortoplacismo financiero. Organizaríamos los sistemas bancarios y financieros de tal manera que el crédito se mantuviera productivo y dentro de la capacidad de los deudores para pagarlo. En los casos en que el crédito leonino y la deuda correspondiente excedieran dicha capacidad de pago o amenazaran con imponer austeridad y deflación de la deuda, la deuda en cuestión quedaría anulada.
1. Cancelar las deudas para hacer “borrón y cuenta nueva” o, al menos, rebajarlas de acuerdo con la capacidad de pago.
2. Gravar la renta económica para impedir que sea capitalizada como pago de intereses.
3. Hacer que los intereses dejen de ser fiscalmente deducibles, para dejar de subsidiar el apalancamiento de la deuda.
4. Crear una opción de banca pública.
5. Financiar los déficits públicos a través de los bancos centrales, en vez de subir los impuestos para pagar a los tenedores de bonos.
6. Pagar la Seguridad Social y la sanidad con cargo a los presupuestos generales del Estado.
7. Mantener los monopolios naturales en el sector público para evitar la extracción de renta.
8. Gravar las ganancias de capital con los tipos impositivos más altos de entre los que se apliquen a los ingresos ganados.
9. Desalentar los préstamos irresponsables, imponiendo un principio de “deuda odiosa” o de “transferencia fraudulenta”.
10. Revivir la teoría clásica del valor y de la renta (y sus categorías estadísticas).
Pág. 622. Cómo gestionar una reestructuración de la deuda
Las reformas antes citadas no se pueden lograr mientras se mantenga el sobreendeudamiento. Si el “borrón y cuenta nueva” se antoja algo tan radical que hoy en día parece casi impensable, ello se debe principalmente a que la ideología rentista ha suprimido la conciencia de los jubileos de la deuda, que tan recurrentes han sido a lo largo de 3.000 años de historia de la civilización, desde Mesopotamia y Egipto a Atenas, Esparta y Judea.
Proclamar periódicamente la tabula rasa a fin de restablecer el equilibrio económico –anulando la acumulación de deudas cuanto éstas crecían más allá de la capacidad de pagarlas- mantuvo la civilización prerromana estable desde el punto de vista financiero. La ley mosaica situaba este principio en el corazón de la religión hebrea (Levítico, 25). Sin embargo, el cristianismo moderno tiende a pasar por alto el hecho de que en su primer sermón (Lucas, 4), Jesús desenrolló el manuscrito de Isaías y anunció su misión proclamando el Año del Señor, que es como se conocía el Año Jubilar.
Para los primeros cristianos la restauración del Año Jubilar se convirtió en el fundamento de su ruptura con el rabino Hilel, cuya cláusula prosbul era utilizada por los acreedores para obligar a los deudores a renunciar a su derecho a empezar de cero. La posición de Jesús –reflejada también en los rollos del Mar Muerto de los esenios- lo enfrentó decididamente con las clases adineradas. Para entonces era ya demasiado tarde para ganar la batalla contra Roma y su cada vez más violenta clase acreedora (tanto fue así que terminó legando una ley postromana proacreedores a la civilización occidental)
No debería sorprender a nadie que la lección de la historia financiera sea que las deudas que no se pueden pagar, no se pagarán. La gran cuestión política de nuestro tiempo tiene que ver con la forma de ese impago: ¿permitirán las naciones ya los acreedores ejecutar y adueñarse de los activos públicos y privados, esclavizando a las poblaciones?
Pág.624. Las simples reformas marginales no salvarán una economía seriamente tocada (…) Al final de la dinámica actual, marcada por la deuda con intereses y su régimen económico y fiscal disfuncional, nos espera, en términos económicos, una edad oscura donde todos los bienes comunes serán privatizados.
Cuando los rentistas insisten en que “no hay alternativa”, lo que quieren decir es que han unido y entrelazado su deuda y sus reclamaciones de propiedad al conjunto de la economía de una manera tan estrecha que cualquier alternativa sistémica amenaza con traer el caos en el corto plazo. Su objetivo es limitar cualquier reforma a jun alcance meramente marginal, dejando el actual sistema financiero y de extracción de renta básicamente intacto.
Hay varias formas de recortas las fortunas del 1%, para ajustarlas a los estándares que antes se consideraban normales. Muchas de esas políticas fueron sugeridas a raíz de la crisis de 2008. E implican reducir las deudas en consonancia con los precios de mercado, y teniendo en cuenta la capacidad de pago conforme a los ingresos corrientes. Para la vasta categoría de las viviendas ocupadas por sus propietarios, por ejemplo, una manera sería determinar el valor de arriendo de mercado de las propiedades sobrehipotecadas y hacer que esta cantidad fuera el pago mensual capitalizado en forma de una hipoteca autoamortizable a 30 años (en la que el prestatario paga tanto el principal como los intereses de la deuda durante el periodo de duración de la hipoteca, a diferencia de la hipoteca de solo intereses. El banco (y más concreto, sus tenedores de bonos y sus contrapartes no aseguradas) absorbería las pérdidas, después de haber prestado por encima del valor de la propiedad dada en garantía.
Otra solución pasaría por obtener una tasación honesta del precio de mercado de la propiedad y reestructurar la deuda para ajustarla a ese nivel –es decir, al nivel al que se suponía que debían hacerse ajustado los bancos que en su momento prestaron-. Un tercer enfoque sería calcular los ingresos reales de los ocupantes (no la cifra que figura en el “préstamo mentiroso” rellenado por el agente de hipotecas del banco) y establecer el pago de la hipoteca en un porcentaje específico de dicha cantidad (por ejemplo, el antes tradicional 25%).
Pág. 626. En 1931 la economía mundial reconoció la necesidad de “empezar de cero”, declarando una moratoria en la “mano muerta” que suponían las deudas intergubernamentales derivadas de la Primera Guerra Mundial. Un acto similar es lo que se necesita hoy en relación con las deudas soberanas de la zona euro y, de hecho, en gran parte de la economía global. El modelo sigue siendo el del milagro económico alemán. En 1948 los aliados promulgaron su Reforma Monetaria, por la que se cancelaban todas las deudas a excepción de las obligaciones salariales de las empresas con sus empleados, los ahorros personales y empresariales de cuantía modesta y los depósitos corrientes hasta un importe determinado para las operaciones básicas. Así, la economía alemana se liberó esencialmente de la deuda. Ese fue el milagro y lo que hizo que su economía de mercado fuera viable: un mercado libre de deuda.
Era políticamente fácil para los aliados cancelar las deudas de Alemania, debido a que casi todo se debía a antiguos partidarios de los nazis. Pero los bancos y tenedores de bonos de hoy en día tienen las riendas del Estado, de sus presupuestos, de sus bancos centrales, del FMI y del BCE
La tendencia actual es que los Estados apoyen el sector financiero, no que reduzcan las deudas en función de la capacidad de pago. El apoyo unilateral de EEUU a los acreedores desde el año 2008 ha evitado una reestructuración de la deuda.
Pág. 650. ¿Hacia dónde vamos a partir de aquí?
El idealismo internacionalista que surgió como reacción pacifista a la Segunda Guerra Mundial ha descarrilado, en gran parte porque la izquierda política ha dejado de prestar atención a la política económica. Los términos de la globalización y de la integración europea implican subordinación a una agenda de corte neoliberal. Las finanzas siempre han sido cosmopolitas, pero no benignas. Han reemplazado la guerra militar por una ofensiva de los rentistas contra la sociedad, mientras el sector financiero impone la austeridad y una dependencia de la deuda que conduce a la privatización.
La eurozona, que amenaza con enfrentar a sus miembros entre sí, está demostrando ser un paso en falso hacia la unidad. La incapacidad de la izquierda para afrontar esta dinámica alcanzó su cenit en el caso de Grecia. (…) Lo que subyace al problema europeo es la sumisión del continente a los estrategas neoliberales de EEUU, que emplean el apalancamiento de deuda para crear una sociedad neorrentista.