E.J. Hobsbawm. Ed. Guadarrama/Punto Omega. 1977
Traducción de Carlo Caranzi
En la década de 1860 entra una nueva palabra en el vocabulario económico y político del mundo: “capitalismo”. Das Kapital, de Karl Marx (1867), se publicó precisamente en aquellos años. Y es que el triunfo mundial del capitalismo es el tema más importante de la historia en las décadas posteriores a 1848. Era el triunfo de una sociedad que creía que el desarrollo económico radicaba en la empresa privada competitiva y en el éxito de comprarlo todo en el mercado más barato (incluida la mano de obra) para venderlo luego en el más caro. Los pocos obstáculos que permanecieran en el camino del claro desarrollo de la empresa privada serían barridos.
Detrás de los burgueses ideólogos políticos se hallaban las masas, siempre dispuestas a convertir en sociales las moderadas revoluciones liberales. Con la revolución de 1848 se quiebra la anterior simetría y cambia la forma. Retrocede la revolución política y avanza la revolución industrial. El año 1848, la famosa “primavera de los pueblos”, fue la primera y la última revolución europea en el sentido (casi) literal, la realización momentánea de los sueños de la izquierda, las pesadillas de la derecha, el derrocamiento virtualmente simultáneo de los viejos regímenes existentes en la mayor parte de la Europa continental y el oeste de los imperios ruso y turco. Parecía ser la culminación y la consecuencia lógica de la era de la doble revolución. Pero fracasó universal, rápida y definitivamente. En adelante no se daría ninguna revolución social general del tipo que se había vislumbrado antes de 1848 en los países “avanzados” del mundo. El centro de gravedad de tales movimientos sociales y revolucionarios iba a encontrarse en las regiones marginadas y atrasadas.
Es la era de la burguesía triunfante, si bien la burguesía europea vacilaba aún en comprometerse con el gobierno político público. Las clases medias de Europa estaban asustadas, y siguieron estándolo, del pueblo: se pensaba todavía que la “democracia” era el seguro y rápido preludio del “socialismo”. El miedo a la revolución era real. El único caso de revolución en un país avanzado, una insurrección de corta vida y casi totalmente localizada en París, produjo una carnicería. Los gobernantes de los estados avanzados de Europa empezaron a reconocer que la “democracia” (es decir, una constitución parlamentaria basada en un amplio sufragio) era inevitable, sino también que, a pesar de ser probablemente una molestia, era políticamente inofensiva. Los gobernantes de los Estados Unidos hacía tiempo que habían hecho este descubrimiento.
La mayor de todas las guerras de este periodo, la guerra civil americana, la ganó en última instancia el peso del poder económico y de los recursos superiores.
Era el drama del progreso, palabra clave de la época: masiva, ilustradora, segura de sí misma, autosatisfecha, pero, sobre todo, inevitable. Casi nadie, con poder e influencia, ni siquiera en el mundo occidental, confiaba ya en contenerlo. El “drama del progreso” es una metáfora. Significó, por ejemplo, un cataclismo para los millones de pobres que, transportados a un nuevo mundo, frecuentemente a través de fronteras y océanos, tuvieron que cambiar de vida. El mundo del tercer cuarto del siglo XIX estuvo formado por vencedores y víctimas.
El triunfo burgués fue breve e inestable. En el preciso momento en que pareció completo, se demostró que no era monolítico, sino que estaba lleno de fisuras. A principios de los años 1870 la expansión económica y el liberalismo parecían ser irresistibles. Hacia finales de la década ya no se los consideraba así. Este momento crítico señala el final de la era que trata este libro. En 1873, el equivalente victoriano del colapso de Wall Street en 1929: “desconcierto y depresión de los negocios, el comercio y la industria”. Lo llamaron la “Gran Depresión”, y habitualmente se le da la fecha de 1873-1896. “Su peculiaridad más notable ha sido su universalidad; ya que ha afectado a naciones implicadas en la guerra y también a las que han mantenido la paz”.
A principios de 1848, Alexis de Tocqueville lo expresó en la Cámara de Diputados: “Estamos durmiendo sobre un volcán” (…) La insurrección derrocó a la monarquía francesa, se proclamó la república y dio comienzo la revolución europea. Esta se propagó como un incendio a través de fronteras, países e incluso océanos. En Francia, centro natural y detonador de las revoluciones europeas, se proclamó la república el 24 de febrero. El 2 de enero la revolución había llegado al sudoeste de Alemania, el 6 de marzo a Baviera, el 11 de marzo a Berlín, el 13 de marzo a Viena casi inmediatamente a Hungría, el 18 de marzo a Milán y, por tanto, a Italia.
Por otro lado, 1848 fue la primera revolución potencialmente mundial cuya influencia directa puede detectarse en la insurrección de Pernambuco (Brasil) y unos cuantos años después en la remota Colombia. En cierto sentido, constituyó el paradigma de “revolución mundial” con la que a partir de entonces soñaron los rebeldes.
En Europa, la revolución de 1848 fue la única que afectó tanto a las partes “desarrolladas” del continente como a las atrasadas. Fue a la vez la revolución más extendida y la de menos éxito. A los seis meses de su brote ya se predecía con seguridad su universal fracaso. La historia europea de los siguientes veinte años habría de ser muy distinta.
La revolución triunfó en todo el gran centro del continente europeo, aunque no en su periferia. Pero también a los únicos países ya industrializados cuyo juego político ya estaba en movimiento siguiendo normas más bien distintas, Gran Bretaña y Bélgica. (…) La mayoría de estas regiones se hallaban gobernadas por lo que podemos denominar ásperamente como monarcas o príncipes absolutos.
Políticamente, la zona revolucionaria era también heterogénea. Se reconoce que los radicales defendían una solución simple: una república democrática, unitaria y centralizada, formada de acuerdo con los probados principios de la Revolución francesa. Por su parte, los moderados se hallaban enredados en una batalla de cálculos complejos cuya base esencial era el temor de la democracia, a la que creían capaz de igualar la revolución social.
Todas las revoluciones tuvieron algo más en común que en gran parte fue la causa de su fracaso. De hecho, o como inmediata anticipación, fueron revoluciones sociales de los trabajadores pobres. Por eso a los liberales moderados a quienes habían empujado al poder y la hegemonía, e inclusive a algunos de los políticos más radicales, les asustó por lo menos tanto como a los partidarios de los antiguos regímenes.
Por consiguiente, la revolución sólo mantuvo su ímpetu allá donde los radicales eran lo bastante fuertes y se hallaban lo suficientemente vinculados al movimiento popular como para arrastrar consigo a los moderados o no necesitar a éstos. Esa situación era más probable que se diera en países en los que el problema crucial fuese la liberación nacional, un objetivo que requería la continua movilización de las masas. Esta es la causa de que la revolución durara más tiempo en Italia y sobre todo en Hungría.
De los principales grupos sociales implicados en la revolución, la burguesía, cuando había por medio una amenaza a la propiedad, prefería el orden a la oportunidad de llevar a cabo todo su programa. Enfrentados a la revolución “roja”, los liberales moderados y los conservadores se unían. Por su parte, los regímenes conservadores restaurados se hallaban muy dispuestos a hacer concesiones al liberalismo económico, legal e incluso cultural de los hombres de negocios, en tanto en cuanto no implicara ningún retroceso político. En términos económicos los reaccionarios años 1850 iban a ser un período de liberación sistemática. En 1849-49, pues, los líbrales moderados hicieron dos importantes descubrimientos en la Europa occidental: que la revolución era peligrosa y que algunas de sus demandas sustanciales (especialmente las económicas) podían satisfacerse sin ella. La burguesía dejaba de ser una fuerza revolucionaria.
El gran conjunto de las clases media bajas radicales, artesanos, descontentos, pequeños tenderos, etc., e incluso agricultores, cuyos portavoces y dirigentes eran intelectuales, en su mayoría jóvenes y marginales, constituían una significativa fuerza revolucionaria pero raramente una alternativa política. Por lo general, se hallaban en la izquierda democrática.
¿Qué les sucedió a todos aquellos estudiantes radicales de 1848 en las prósperas décadas de 1850 y 1860? Pues que establecieron la tan familiar y aceptadísima norma biográfica: los muchachos burgueses dieron rienda suelta a sus excesos políticos y sexuales durante la juventud, antes de “sentar la cabeza”. (…) Cuando se enfrentaban con la revolución roja, hasta los radicales más bien democráticos tendían a refugiarse en la retórica, divididos por su genuina simpatía hacia el “pueblo” y por su sentido de la propiedad y el dinero. (…) En cuanto a la pobre clase obrera, carecía de organización, de madurez, de dirigentes y, posiblemente, sobre todo de coyuntura histórica para proporcionar una alternativa política. Aunque lo suficientemente poderosa como para lograr que la contingencia de revolución social pareciera real y amenazadora, era demasiado débil para conseguir otra cosa aparte de asustar a sus enemigos. (…) Entre ellos el grupo activista más políticamente consciente eran los artesanos preindustriales.
Desde luego que no debemos subestimar el potencial de una fuerza social como el “proletariado” de 1848, a pesar de su juventud e inmadurez y de que apenas tenía conciencia aún de clase. En cierto sentido su potencial revolucionario era mayor de lo que sería posteriormente. La generación de hierro o del pauperismo y de la crisis antes de 1848 había alentado en unos pocos la creencia de que el capitalismo podía depararles condiciones decentes de vida, y que incluso dicho capitalismo perduraría.
1848 fue la primera revolución en la que los socialistas o, más probablemente, los comunistas – porque el socialismo previo a 1848 fue un movimiento muy apolítico dedicado a la creación de utópicas cooperativas- se colocaron a la vanguardia desde el principio. (…)
Al revés de Lenin en 1917, a Marx no se le ocurrió sustituir la revolución burguesa por la revolución proletaria hasta después de la derrota de 1848; y, aun cuando entonces formuló una perspectiva comparable a la de Lenin (la necesidad de contar con el campesinado): no mantuvo tal actitud durante mucho tiempo. En la Europa occidental y central no iba a haber una segunda edición de 1848. Como él mismo reconoció en seguida, la clase trabajadora tendría que seguir un camino distinto. Por consiguiente, las revoluciones de 1848 surgieron y rompieron como grandes olas, y detrás suyo dejaron poco más que el mito y la promesa. “Debieran haber sido” revoluciones burguesas, pero la burguesía se apartó de ellas.
Y, sin embargo, 1848 no fue meramente un breve episodio histórico sin consecuencias. Porque si bien es verdad que los cambios que logró no fueron los deseados por los revolucionarios, ni tampoco podían definirse fácilmente en términos de regímenes, leyes e instituciones políticas, se hicieron, no obstante, en profundidad. Al menos en la Europa occidental; 1848 señaló el final de la política tradicional, de la creencia en los patriarcales derechos y deberes de los poderosos social y económicamente, de las monarquías que pensaban que sus pueblos aceptaban, e incluso aprobaban, el gobierno de las dinastías divinamente escogidas para presidir las sociedades ordenadas por jerarquías. En lo sucesivo las fuerzas del conservadurismo, del privilegio y de la opulencia tendrían que defenderse de otra manera.
Los defensores del orden social tuvieron que aprender la política del pueblo. Esta fue la mayor innovación que produjeron las revoluciones de 1848. Incluso los prusianos más intolerantes y archirreaccionarios descubrieron a lo largo de aquel año que necesitaban un periódico capaz de influir en la “opinión pública”. Con todo, las innovaciones políticas más significativas de este tipo ocurrieron en Francia. Si en diciembre de 1848 los franceses no eligieron a un moderado para la nueva presidencia de la República, tampoco eligieron a un radical. El ganador fue Luis Napoleón, el sobrino del gran emperador.
Estaba claro que no era un revolucionario social, pero tampoco un conservador; de hecho, sus partidarios se burlaban en cierta medida de su juvenil interés por el saint-simonianismo y de sus supuestas simpatías por los pobres. Sin embargo, ganó básicamente porque los campesinos votaron de modo unánime por él bajo el lema de “No más impuestos, abajo los ricos, abajo la República, larga vida al emperador”; en otras palabras, y como observó Marx, los trabajadores votaron por él contra la república de loso ricos.
La elección de Luis Napoleón significó que inclusive la democracia del sufragio universal, es decir, la institución que se identificaba con la revolución, era compatible con el mantenimiento del orden social. Las mejores lecciones de esta experiencia no se aprendieron inmediatamente, ya que, si bien Luis Napoleón jamás olvidó las ventajas políticas de un sufragio universal bien dirigido que volvió a introducir, pronto abolió la República y se hizo a sí mismo emperador1. Iba a ser el primero de los modernos jefes de estado que gobernara no por la mera fuerza armada, sino por esa especie de demagogia y relaciones públicas que se manipular con mucha más facilidad desde la jefatura del estado que desde ningún otro sitio. Las revoluciones de 1848 evidenciaron que, en lo sucesivo, las clases medias, el liberalismo, la democracia política, el nacionalismo e inclusive las clases trabajadoras, iban a ser rasgos permanentes del panorama político.
En 1849 pocos observadores hubieran predicho que 1848 sería la última revolución general en occidente. Con excepción de la “república social”, las demandas políticas del liberalismo, el radicalismo democrático y el nacionalismo iban a satisfacerse gradualmente a lo largo de los próximos setenta años en la mayoría de los países desarrollados sin grandes trastornos internos. La razón principal radica en la extraordinaria transformación y expansión económica de los años comprendidos entre 1848 y principios de la década de 1870.
Lo que continuó fue tan extraordinario que los hombres se perdían en la búsqueda de un precedente. Nunca, por ejemplo, las exportaciones británicas habían aumentado con más celeridad que en los primeros siete años de la década de 1850. La combinación de capital barato con un rápido aumento de los precios logró que este esplendor económico fuera tan satisfactorio para los negociantes ansiosos de beneficios. Los beneficios que aguardaban a productores, comerciantes, y, sobre todo, a los promotores eran por esa causa casi irresistibles.
La consecuencia política de este esplendor económico fue trascendental, porque a los gobiernos sacudidos por la revolución les proporcionó un inestimable respiro, y a la inversa, hizo naufragar las esperanzas de los revolucionarios. En una palabra, la política entró en un estado de hibernación. En Gran Bretaña desapareció el cartismo. Incluso Ernest Jones (1819-69), su dirigente más pertinaz, abandonó, hacia finales de los años 1850, el intento de revivir un movimiento independiente de las clases obreras y, al igual que hicieran la mayoría de los viejos cartistas, unió su suerte a la de aquellos que deseaban organizar a los trabajadores como grupo de presión en la izquierda radical del liberalismo.
Aún era más importante el respiro para las monarquías restauradas del continente y para aquel hijo no deseado de la Revolución francesa, el Segundo Imperio de Napoleón III. Este recibió las mayorías electorales impresionantes y genuinas que dieron color a su pretensión de ser emperador “democrático”. También les proporcionó ingresos sin necesidad de consultar a asambleas representativas y a otros fastidiosos intermediarios.
Este período de calma llegó a su término con la depresión de 1857. Hablando en términos económicos, este suceso fue una mera interrupción de la edad de oro del crecimiento capitalista que se reanudó, a mayor escala inclusive, en la década de 1860 y que alcanzó su cima en el auge de 1871-73. Políticamente transformó la situación. Resumiendo, la política revivió en un período de expansión, pero dejó de ser la política de la revolución.
¿Cuáles fueron las causas de este progreso? ¿Por qué se apresuró tan espectacularmente la expansión económica en nuestro período? Lo que nos choca es el contraste que existía entre el enorme y rápido aumento del potencial productivo de la industrialización capitalista y su incapacidad para ampliar su base, para romper los grillos que la encadenaban. La industrialización capitalista creció dramáticamente, pero se mostró incapaz de ampliar el mercado para sus productos. En cuanto a los puestos de trabajo, ninguna industrialización concebible era capaz de proporcionar empleo a la vasta y creciente “población sobrante” de la clase pobre.
Gracias a la presión de su propio capital acumulado rentable, la temprana economía industrial descubrió lo que Marx denominó su “logro supremo”: EL FERROCARRIL. En segundo término, y en parte debido al ferrocarril, al BUQUE DE VAPOR y al TELÉGRAFO “que representaban finalmente los medios de comunicación adecuados a los modernos medios de producción”. Todo el mundo se convirtió en parte de esta economía. Probablemente, el desarrollo más significativo de nuestro período sea esta creación de un solo mundo aumentado. H.M. Hyndman, negociante victoriano y marxista, comparó con absoluto rigor los diez años que van de 1847 a 1857 con la era de las grandes conquistas y descubrimientos geográficos de colón, Vasco de Gama, Cortés y Pizarro.
Esta circunstancia fue particularmente crucial para el desarrollo económico porque sirvió de base a aquel gigantesco auge exportador. El mercado interior de los pobres, aun cuando no quedaba abastecido por los campesinos y los pequeños artesanos, no se consideraba todavía con grandes posibilidades para conseguir un avance económico realmente espectacular. El capitalismo tenía ahora a su disposición a todo el mundo, y la expansión del comercio internacional. El comercio mundial entre 1800 y 1840 no se había doblado por completo. Entre 1850 y 1870 aumentó el 260%. Se vendía todo lo vendible, inclusive artículos a los que los países receptores ofrecían clara resistencia, como ocurría, por ejemplo, con el opio.
En primer término, contribuyó una época de precios en ascenso o de inflación moderada, aunque fluctuante. Básicamente, la mayor parte de este siglo fue deflacionaria, debido en gran medida a la persistente tendencia de la tecnología a abaratar los productos manufacturados, y a la existencia de nuevas fuentes de alimentos y de materiales brutos que depreciaban los productos primarios. Sin embargo, hasta después del final de nuestro período no benefició gran cosa a los trabajadores, porque o bien sus costes de vida no bajaban en la misma medida o sus ingresos eran demasiado escasos para permitirles que se beneficiaran de forma significativa. Este periodo fue básicamente un intermedio inflacionario en un siglo deflacionario.
En segundo lugar, la disponibilidad de lingotes de oro en grandes cantidades contribuyó a crear un sistema monetario estable y de confianza basado en la libra esterlina (ligada a una paridad del oro fija), sin el cual, y como demuestra la experiencia de los años 1930 y 1970, el comercio internacional es más difícil, complejo e imprevisible.
En tercer lugar, los mismos aluviones de buscadores de oro abrieron nuevas regiones, sobre todo en las costas del Pacífico, e intensificaron la actividad económica. De este modo “crearon mercados de la nada”, según le dijo tristemente Engels a Marx.
Los contemporáneos habrían, sin duda, subrayado también la contribución de otro factor más: la liberación de la empresa privada, el motor que, según acuerdo común, potenciaba el progreso de la industria. Nunca ha habido una unanimidad tan aplastante acerca de la fórmula del crecimiento económico: el liberalismo económico. Las restantes barreras institucionales que se oponían al movimiento libre de los factores de producción, a la empresa libre y a todo lo que posiblemente podía impedir su operación rentable, cayeron ante una embestida furiosa realizada a nivel mundial.
El control de los gremios y las corporaciones sobre la producción artesana dio lugar a la libertad para iniciar y practicar cualquier actividad comercial. (…) Esta liquidación legal de los períodos medieval y mercantilista no se restringió a la legislación de los oficios. Entre 1854 y 1867 las leyes contra la usura, letra muerta desde tiempo atrás, quedaron suspendidas en muchos de los países centrales europeos. La formación de compañías de negocios se realizaba ahora con mucha más facilidad y disfrutaban de independencia con respecto al control burocrático. La tendencia más sorprendente fue el movimiento hacia la completa libertad comercial.
Entre 1867 y 1875 todos los significativos obstáculos legales a los sindicatos comerciales y al derecho de huelga fueron abolidos con muy pocas protestas. Napoleón III suavizó de modo significativo la prohibición legal de los sindicatos. (…) Incluso la libertad de contratación para los obreros, además de la tolerancia de sindicatos obreros tan fuertes que se podían establecer mediante el absoluto poder de negociación de sus trabajadores, apenas daban la impresión de amenazar la rentabilidad, puesto que el “ejército de reserva del trabajo” (según lo llamaba Marx), compuesto principalmente de masas de campesinos, ex artesanos y otros que se precipitaban a las ciudades y regiones industriales, parecían mantener los salarios a un nivel satisfactoriamente modesto.
Pero, ¿por qué los rivales de la Gran Bretaña, con la excepción de los Estados Unidos, aceptaron este acuerdo evidentemente desfavorable? (…) La utopía liberal entusiasmaba de modo genuino hasta a los gobiernos (…) La mayoría de las economías industrializadas vieron durante este período dos ventajas en el libre comercio. En primer término, la expansión general del comercio mundial, que fue realmente espectacular en comparación con el período anterior a los años 1840, ya que, si bien benefició de manera desproporcionada a los británicos, resultó ventajosa. En segundo lugar, y cualquiera que fuese la futura rivalidad que existiera entre las economías capitalistas, en esta etapa de la industrialización iba a ser muy útil para la Gran Bretaña la ventaja de contar con el equipo adecuado, los recursos y el conocimiento de cómo llevarlo a término.
El hierro y la maquinaria de ferrocarril que fueron exportados en grandes cantidades desde la Gran Bretaña no imposibilitaron la industrialización de otros países, sino que la facilitó. Consecuentemente, la economía capitalista recibió de forma simultánea una serie de estímulos poderosísimos. ¿Cuál fue el resultado? El hecho significativo es que su progreso era ahora geográficamente mucho más amplio, aunque también muy desigual. La difusión de los ferrocarriles, y en menor medida de los barcos de vapor, estaba introduciendo la potencia mecánica en todos los continentes y en países inclusive no industrializados.
La industrialización de Alemania fue un hecho histórico importante. Aparte de su significación económica, sus implicaciones políticas fueron de gran alcance. En 1850 la Federación Alemana tenía aproximadamente los mismos habitantes que Francia, pero contaba con una capacidad industrial incomparablemente menor. En 1871 el imperio unido alemán era algo más populoso que Francia, pero su poder industrial era mucho mayor. Y como ahora la potencia política y militar se basaban cada vez más en el potencial industrial, la capacidad tecnológica y la pericia, las consecuencias políticas del desarrollo industrial eran más importantes que anteriormente. Esto lo demostraron las guerras de los años 1860. A partir de entonces ningún estado pudo mantener su sitio en el club de los “grandes poderes” sin el mencionado desarrollo industrial.
Los productos característicos de la época eran el hierro y el carbón, y su símbolo más espectacular, el ferrocarril, combinaba ambos. En comparación, los artículos textiles, el producto más típico de la primera fase de la industrialización, se desarrollaron menos. La industria del hierro y el acero desempeñaron una función análoga a la de las innovaciones textiles de la época anterior. Con todo, y aunque posibilitó la tecnología revolucionaria del futuro, la nueva “industria pesada” no fue particularmente revolucionaria, salvo quizás en la escala. Con pocas excepciones, las principales invenciones técnicas de la primera fase industrial no requirieron un gran conocimiento científico avanzado.
La entrada de la ciencia en la industria tuvo una consecuencia significativa: en lo sucesivo el sistema educativo sería cada vez más decisivo para el desarrollo industrial. Gran Bretaña y Bélgica, pioneras de la primera fase industrial, no contaban con los pueblos más cultos y sus sistemas de educación tecnológica y superior estaban muy lejos de ser de categoría. A partir de ahora, al país que le faltara una educación masiva y adecuadas instituciones educativas superiores le sería casi imposible convertirse en una economía “moderna” y, al contrario, a los países pobres y atrasados que dispusieran de un buen sistema educativo les sería más fácil desarrollarse, como, por ejemplo, Suecia.
Con todo, la tecnología tenía base científica y es de notar lo rápida y ampliamente que se adoptaron las innovaciones de unos pocos pioneros científicos, siempre que pensaban en términos de fácil transformación en maquinaria. Por eso el petróleo, que ya había atraído la atención de los ingeniosos yanquis y lo utilizaban como combustible para lámparas, con procedimientos químicos adquirió rápidamente nuevos usos.
Aparte de las bases científicas ya mencionadas, la mayor innovación industrial fue probablemente la producción masiva de maquinaria que se había construido en realidad con métodos de artesanía, como locomotoras y barcos que aún siguieron fabricándose así. La mayor parte de los progresos en la producción masiva de ingeniería procedía de los Estados Unidos. (…) El potencial tecnológico de la primera revolución industrial, la revolución británica del algodón, el carbón, el hierro y los motores de vapor, parecía ser vastísimo. Mas no lo era, y en la década de 1870 ya fueron visibles los límites de este tipo de tecnología.
A los auges astronómicos les sucedían agudas depresiones de cada vez mayor amplitud mundial y en ocasiones dramáticas; y todo ello hasta que los precios caían lo bastante como para que quedaran vacíos los mercados abarrotados y aclarados los motivos de la quiebra de las empresas, hasta que los hombres de negocios empezaban a invertir y a extenderse para renovar el ciclo. Entre los hombres de negocios jamás había sido la euforia tan grande como a principios de los años 1870. Entonces se produjo el colapso: 29.000 km. de ferrocarril americano quedaron paralizados por la quiebra, los valores alemanes bajaron alrededor de un 60%; pararon casi la mitad de los altos hornos de los principales países productores de hierro. El aluvión de emigrantes al Nuevo Mundo se quedó en riachuelo. Cada año de los comprendidos entre 1865 y 1873 arribaban al puerto de Nueva York más de 200.000, pero en 1877 sólo llegaron 63.000. Una nueva era histórica, política y económica se abre con la depresión de los años 1870. En esta era industrial el capitalismo se convirtió en una economía genuinamente mundial y por lo mismo el globo se transformó de expresión geográfica en constante realidad operativa. En lo sucesivo la historia sería historia del mundo.
Hasta en 1848, e inclusive en los mejores mapas de Europa, había grandes áreas de los diversos continentes marcadas en blanco, sobre todo en África, Asia central, el interior del sur y partes del norte de América y Australia, sin contar los casi totalmente inexplorados polos ártico y antártico. Reflejaba la ausencia de relaciones diplomáticas, políticas y administrativas, que eran realmente muy limitadas, y la debilidad de los lazos económicos. Verdad es que ya llevaba tiempo desarrollándose el “mercado mundial”, precondición crucial y característica de la sociedad capitalista. Entre 1720 y 1780 el comercio internacional había doblado de sobre su valor. En el período de la doble revolución (1780-1840) se multiplicó por más de 3 veces.
Explorar no sólo significaba conocer, sino desarrollar, llevar la luz de la civilización y el progreso a lo ignoto, a lo que por definición era atrasado y bárbaro. (…) En 1875 el mundo se conocía muchísimo mejor que antes. En gran parte de los países desarrollados había ya disponibles mapas detallados (sobre todo con propósitos militares), inclusive a escala nacional. En 1872 Julio Verne pronosticó un inmediato éxito: la posibilidad de dar la vuelta al mundo en ochenta días, aun contando con los numerosos contratiempos que persiguieron al indomable Phileas Fogg.
FERROCARRILES. La construcción de las grandes redes de líneas obtuvo, naturalmente, la mayor publicidad. Tomado como un todo, fue en realidad el más grande conjunto de obras públicas y hasta la fecha casi el más deslúmbrate logro de la ingeniería conocido por la historia humana. (…) La curiosa secta francesa de los saint-simonianos manifestó quizá de modo más dramático esta combinación de romanticismo, espíritu emprendedor y finanzas. (…) Desde el punto de vista global, las redes ferroviarias siguieron siendo suplementarias de las líneas de navegación internacional. El triunfo del barco de vapor fue en esencia el triunfo de la marina mercante británica, o, mejor dicho, el de la economía británica que lo apoyaba.
El tren y los barcos transportaban mercancías y personas. Sin embargo, en cierto sentido la transformación tecnológica más sorprendente de nuestro período fue la comunicación de mensajes a través del TELÉGRAFO eléctrico. Al cabo de los pocos años se aplicó a los ferrocarriles y, lo que es más importante, a partir de 1840 se hicieron planes para tender líneas submarinas. Gran Bretaña y Estados Unidos aplicaban ya en la década de 1840 este nuevo invento, que fue uno de los primeros ejemplos tecnológicos que habían desarrollado los científicos y que difícilmente podía haberse realizado de no ser sobre la base de la teoría científica sofisticada. El logro más significativo fue la construcción real de los cables submarinos. Se inició con el que atravesó el canal de la Mancha a principios de la década de 1850.
La construcción de este sistema telegráfico a escala mundial combinaba tantos elementos políticos como comerciales; con la gran excepción de los Estados Unidos, la telegrafía interior era o llegó a ser casi por completo propiedad del estado y manejada por éste; hasta la Gran Bretaña la nacionalizó en 1869, incluyéndola en el departamento de correos. Por otro lado, los cables submarinos siguieron siendo casi por entero la reserva de la empresa privada que los había construido. Naturalmente, los negociantes utilizaban muchísimo el telégrafo, pero los ciudadanos privados pronto descubrieron su uso, sobre todo para comunicaciones urgentes y a veces dramáticas entre parientes.
Con todo, esta extraordinaria aceleración de la velocidad en las comunicaciones tuvo una consecuencia paradójica. Al ampliarse la separación existente entre los lugares con acceso a la nueva tecnología y el resto, aumentó el retraso relativo de aquellas partes del mundo donde el caballo, el buey, la mula, el porteador humano o la barca seguían determinando la velocidad del transporte.
El desarrollo de las comunicaciones exigió ya nuevas formas de coordinación internacional y organismos de tipificación, como, por ejemplo, la Unión Telegráfica Internacional de 1865, la Unión Postal Universal de 1875, la Organización Meteorológica Internacional de 1878, todas las cuales sobreviven.
En los años 1840 dos grandes tipos de fluctuación económica afectaron las fortunas del mundo: el antiguo ciclo agrario, basado en la suerte de las cosechas y la ganadería, y el reciente “ciclo comercial”, parte esencial del mecanismo de la economía capitalista. En la década de 1840 el primero de estos dos tipos había seguido dominando en el mundo, si bien sus efectos tendían a ser regionales en vez de mundiales. Por lo menos desde el final de las guerras napoleónicas, el ciclo de los negocios dominaba ya a las economías industrializadas.
Para transformar esta situación se produjeron dos desarrollos después de 1848. En primer término, la crisis del ciclo negociador se extendió de verdad a todo el mundo. La de 1857, que empezó con una paralización bancaria en Nueva York, fue probablemente la primera depresión mundial del tipo moderno. En segundo término, y al menos en los países industrializados, las viejas fluctuaciones agrarias perdieron gran parte de su efecto, y ello debido a que el transporte masivo de comestibles disminuyó las carencias locales y tendió a igualar precios.
El gran auge de los años 1850 señala el fundamento de una economía industrial y de una sola historia del mundo. Los problemas sociales parecían ser ahora bastante más manejables a 12 consecuencia de la gran expansión, la adopción de instituciones y políticas apropiadas para el libre desarrollo capitalista, y la apertura de válvulas de seguridad –buenas colocaciones y emigración- suficientemente grandes para reducir las presiones de la masa descontenta. Sin embargo, continuaron las dificultades políticas. Para cada gobierno eran esencialmente problemas de política interior, pero debido a la peculiar naturaleza del sistema estatal europeo al este, los asuntos internos e internacionales se hallaban inextricablemente entrelazados.
Por suerte para los gobernantes de Europa, esta mezclada carga de problemas internos e internacionales había dejado de ser explosiva; o, mejor dicho, la derrota de la revolución seguida del auge económico le habían quitado la espoleta. No obstante, desde el final de los años 1850 los gobiernos se vieron otra vez enfrentados a agitaciones políticas internas provocadas por una moderada clase media liberal y demócratas radicales, o inclusive en ocasiones por las fuerzas, de nuevo en manifestación, de un movimiento de la clase trabajadora. Con todo, estas nuevas agitaciones no eran revolucionarias, salvo en uno o dos lugares donde pudieron ser aisladas o contenidas.
Lo más significativo de los años 1860: siempre se concedían algunas de las demandas de sus oposiciones populares, en especial al oeste de Rusia. Fue una década de reforma, de liberalización política, incluso de cierta concesión a lo que se denominaba “las fuerzas de la democracia”. Consecuentemente, en la política de los gobernantes de los años 1860 influyeron tres consideraciones. Primera, se encontraron inmersos en una situación de cambio económico y político que no podían controlar, pero al que tenían que adaptarse. Segunda, tenían que determinar las concesiones que podían hacerse a las nuevas fuerzas sin amenazar el sistema social. Tercera, tuvieron la suerte de poder tomar ambas decisiones en circunstancias que les permitían disponer de una considerable iniciativa, posibilidad de manipulación y en algunos casos entera libertad real para controlar el curso de los acontecimientos.
Por tanto, los estadistas que más destacan en las historias tradicionales de Europa a lo largo de este período fueron aquellos que más sistemáticamente combinaron la administración política con la diplomacia y el control de los mecanismos de gobierno, como Bismarck en Prusia, el conde Cavour (1810-61) en el Piamonte, y Napoleón III. (…) Hubo dos hombres que demostraron una extraordinaria sapiencia en el gobierno de esta difícil operación, el liberal moderado Cavour y el conservador Bismarck. Los dos fueron profundamente antirrevolucionarios y no mostraron nunca ninguna simpatía hacia las fuerzas políticas, si bien se hicieron cargo de los programas de éstas y los pusieron en práctica en Italia y Alemania después de eliminar sus implicaciones democráticas y revolucionarias.
Bismarck sólo admitía la consideración de una Alemania unida si ésta no era democrática ni tampoco demasiado grande para ser dominada por Prusia. También luchó por conseguir que la supremacía prusiana fuera más aceptable que la austríaca a los estados alemanes, en cierto modo menos antiprusianos, lo que consiguió Bismarck mediante la brillante provocación y dirección de una guerra contra Francia en 1870-71. Cavour se encontró con una Italia medio unificada desde arriba mediante la administración controlada y medio unificada desde abajo por la guerra revolucionaria que libraron las fuerzas de la oposición democrática-republicana bajo el mando militar del jefe guerrillero Giuseppe Garibaldi (1807-82). En cualquier caso, la izquierda fracasó en su intento de conseguir la república democrática italiana que consideraba como el complemento esencial de la unidad.
Las décadas subsiguientes iban a ser muy distintas. En primer término, Francia, potencia a la que se consideraba (al menos por los británicos) como probablemente más subversiva, surgió de la revolución como imperio popular bajo otro Napoleón y, lo que es más importante, el temor a una vuelta al jacobinismo de 1793 ya no le afectaba. Pese a los ocasionales anuncios de que “el imperio significaba paz”, Napoleón se especializó en intervenciones a escala mundial. Si las ambiciones francesas trataban de satisfacerse en Ultramar, entonces no afectaban de modo particular al sistema de poder europeo; pero si se perseguían en regiones donde las potencias europeas eran rivales, ponían en peligro un convenio que siempre se hallaban en una delicada situación.
La primera consecuencia importante de esta inquietud fue la guerra de Crimea (1854-56), que resultó ser lo más cercano a una general guerra europea entre 1815 y 1914. No hubo nada nuevo o inesperado en una situación que degeneró en una carnicería internacional escandalosamente inadmisible entre, por un lado, Rusia, y por otro Gran Bretaña, Francia y Turquía, y en la que se calcula que perecieron más de 600.000 hombres, casi medio millón de ellos de enfermedad: el 22% de la mitad de los británicos, el 30% de los franceses y alrededor de la mitad de las fuerzas rusas. El conflicto resultó ser en esencia una especie de toma y daca entre dos viejos contendientes, Rusia y Gran Bretaña, mientras que las demás potencias o no quisieron o no pudieron intervenir más que simbólicamente.
Las directas consecuencias diplomáticas de la guerra fueron temporales o insignificantes. Los resultados políticos, más amplios fueron más serios. En Rusia crujió la rígida corteza de la autocracia zarista de Nicolás I (1825-55). El mapa político del resto de Europa iba a ser en breve también transformado. Resumiendo, con la excepción de Gran Bretaña, entre 1856 y 1871 todas las “potencias” europeas cambiaron substancialmente (en la mayoría de los casos incluso territorialmente), y se fundó un nuevo y gran estado, Italia, que pronto iba a ser considerado entre ellas. La mayor parte de estas transformaciones se produjeron directa o indirectamente por las unificaciones políticas de Alemania e Italia.
A lo largo de doce años Europa sufrió cuatro grandes guerras: Francia, Saboya y los italianos contra Austria (1858-59), Prusia y Austria contra Dinamarca (1864), Prusia e Italia contra Austria (1866), Prusia y los estados alemanes contra Francia (1870-71). Estos conflictos fueron relativamente breves y, si se comparan con las grandes matanzas de Crimea y los Estados Unidos, no excesivamente costosos, si bien en la guerra francoprusiana perecieron alrededor de 160.000 hombres, la mayoría franceses. Pero contribuyeron a que el período de historia europea fuera una especie de intermedio belicoso en lo que, por otro lado, fue un siglo extraordinariamente pacífico entre 1815 y 1914.
¿Pero qué hizo tan relativamente sangriento a este periodo de la historia? En primer lugar, el mismo proceso de la expansión capitalista mundial multiplicó las tensiones en Ultramar, las ambiciones del mundo industrial, y los conflictos directos e indirectos que surgían de él. En segundo lugar, se debió al recurso a la guerra como normal instrumento de política por parte de los gobiernos que ahora dejaban de creer que debía ser evitada por miedo a las consecuentes revoluciones, y que también estaban razonablemente convencidos de que el mecanismo de poder era capaz de mantener dentro de unos límites a los conflictos. La rivalidad económica apenas provocaba más que fricciones locales en una era de expansión. Nadie -ni siquiera Marx, contrario a una toma de posición común- pensó en que el origen de las guerras europeas en este período fuera principalmente económico.
Durante el tercer cuarto del siglo XIX el sistema internacional se alteró de modo fundamental. Sólo uno de sus aspectos siguió siendo invariable: la extraordinaria superioridad del mundo desarrollado sobre el subdesarrollado. Además, variaron las relaciones entre las potencias. Porque medio siglo después de la derrota de Napoleón I sólo había una potencia que esencialmente era industrial y capitalista, la misma que poseía una verdadera política mundial, o sea, una armada mundial, Gran Bretaña. Como demostró la guerra de Crimea, Rusia había dejado de ser una fuerza potencialmente decisiva en el continente europeo. Lo mismo puede
decirse de Francia, según quedó demostrado en la guerra franco-prusiana. En cambio, Alemania, nueva potencia que combinaba una notable fuerza industrial y tecnológica con una población substancialmente mayor que cualquier otro estado europeo aparte de Rusia, se convirtió en la nueva fuerza decisiva de esta parte del mundo, y lo siguió siendo hasta 1945.
La política internacional se convirtió en una especie de oligopolio de potencias capitalistas e industriales que se unían para ejercer un monopolio sobre el mundo, pero que competían entre sí; sin embargo, esta circunstancia no se evidenció hasta la era del “imperialismo”. Hacia el año 1875 todo esto apenas era visible. No obstante, los fundamentos de la nueva estructura de poder se pusieron en los años 1860, entre ellos el temor a una guerra europea general que empezó a obsesionar a los observadores de la escena internacional a partir de la década de 1870.
5. LA FABRICACIÓN DE NACIONES
¿De qué trataron las políticas internacionales entre 1848 y los años 1870? La tradicional historiografía occidental lo dudó muy poco: de la creación de una Europa de naciones-estado. No hubo ninguna vacilación respecto a la función central de la nacionalidad. Las revoluciones fracasaron, pero las mismas aspiraciones dominaron la política europea de los próximos 25 años.
Hasta fuera de Europa era dramáticamente visible la fabricación de naciones. ¿Qué fue la guerra civil americana sino el intento de mantener la unidad de la nación americana contra el desperdigamiento? Era prácticamente innegable que “la fabricación de naciones” se estaba produciendo en todo el mundo y era característica dominante de la época. La cosa era tan obvia que apenas se investigó la naturaleza del fenómeno. “La nación” se daba por sentado.
Hasta como programa general, la aspiración de formar naciones-estado a partir de no-naciones- estado fue un producto de la Revolución francesa. Consecuentemente, debemos distinguir con mucha claridad entre la formación de naciones y el “nacionalismo”, y la creación de naciones- estado. El problema no fue meramente analítico, sino práctico. Porque, sin contar al resto del mundo, Europa se hallaba evidentemente dividida en “naciones”.
El fundamento de esta actitud de separación no era necesariamente “étnico”, en el sentido de existir unas diferencias físicas o incluso lingüísticas de pronta identificación. Los defensores de la “nación-estado” no sólo afirmaban que debía ser nacional, sino que también debía ser “progresiva”, es decir, capaz de desarrollar una economía viable, una tecnología, una organización estatal y una fuerza militar; esto es, tenía que ser por lo menos moderadamente grande. La “unificación”, igual que la “independencia”, era su principio, y allá donde no existían argumentos históricos para la unificación, se formulaba como programa cuando era factible.
El argumento más simple de aquellos que identificaban las naciones-estado con el progreso era la negación del carácter de naciones “reales” a los pueblos pequeños y atrasados, o argüir que el progreso les debía reducir a meras idiosincrasias provinciales dentro de las naciones “reales” más grandes, o incluso hacerlos desaparecer por la asimilación a algún Kulturvolk.
Existía una diferencia fundamental entre el movimiento para fundar naciones-estado y el “nacionalismo”. El uno era un programa encaminado a fabricar un tinglado político con pretensiones de estar fundamentado en el otro. (…) Sea cual fuere su naturaleza y programa, los movimientos que representaban “la idea nacional” crecían y se multiplicaban. No representaron con frecuencia –o siquiera normalmente- lo que hacia principios del siglo XX se convirtió en la versión modelo (y extrema) del programa nacional, o sea, la necesidad para cada “pueblo” de un 15 estado totalmente independiente, territorial y lingüísticamente homogéneo, secular, y probablemente del parlamento republicano. No obstante, todos ellos propugnaban cambios políticos más o menos ambiciosos, y esto es lo que les hacía “nacionalistas”.
En general, en esta etapa al movimiento le faltaba aún apoyo serio por parte de la masa de la población. Este provenía principalmente de la capa intermedia que existía (aunque con dudas) entre las masas y la burguesía o aristocracia local, y especialmente de los ilustrados: maestros, los niveles más bajos de la clerecía, algunos tenderos y artesanos, y la clase de hombres que habían ascendido tanto como les fue posible siendo hijos de una gente campesina subordinada en una sociedad jerarquizada. Por último, los estudiantes procedentes de algunas facultades, seminarios y escuelas superiores de mentalidad nacional les proporcionó un conjunto ya formado de militantes activos.
Por causas obvias, las secciones más tradicionales atrasadas o pobres de un pueblo eran las últimas en participar en tales movimientos: obreros, siervos y campesinos, quienes seguían la senda trazada por las minorías selectas “educadas”. La fase de un nacionalismo masivo, que por tanto caían normalmente bajo la influencia de organizaciones de la nacionalista capa media liberal-democrática –excepto cuando la contrarrestaban partidos obreros y socialistas independientes-, tenía una cierta correlación con el desarrollo político y económico.
Este tipo de nacionalismo masivo era nuevo, y muy distinto del nacionalismo de minoría selecta o de clase media de los movimientos italianos y alemanes. (…) Con todo, uno de dichos movimientos era incuestionablemente nacional: el irlandés. El masivo apoyo rural a los políticos nacionalistas no era realmente nuevo, ya que la combinación irlandesa de conquista extranjera, pobreza, opresión y gran parte de la clase de terratenientes angloprotestantes impuesta al campesinado irlandés y católico movilizaba al menos político. Aunque el caso irlandés siguió siendo único, no hay duda de que en este período el nacionalismo fue cada vez más una fuerza masiva, al menos en los países poblados por blancos.
En la práctica, la alternativa a una conciencia política “nacional” no era un “internacionalismo de la clase obrera”, sino una conciencia subpolítica que todavía funcionaba a una escala mucho menor que la de la nación-estado. Por otro lado, eran pocos los hombres y mujeres de la izquierda política que hacían elecciones claras entre lealtades nacionales y supranacionales como la causa del proletariado internacional.
No obstante los poderosos sentimientos y lealtades nacionales, la “nación” no era un desarrollo espontáneo, sino elaborado. De ahí la crucial importancia de las instituciones que podían imponer uniformidad nacional, lo que significaba primariamente el estado, sobre todo la educación estatal, los puestos de trabajo estatales, y el servicio militar en los países que habían adoptado el reclutamiento obligatorio. Los sistemas educativos de los países desarrollados se extendieron sustancialmente a lo largo de este período a todos los niveles. La educación secundaria se desarrolló con las clases medias, aunque siguieron siendo instituciones muy de la minoría selecta, salvo de nuevo en los Estados Unidos, donde los “institutos” públicos empezaron su carrera de triunfo democrático.
Sin embargo, el mayor progreso se produjo en las escuelas primarias, cuyo objetivo, pro consenso general, no era solamente enseñar los rudimentos del alfabeto y la aritmética, sino, quizá todavía más, imponer a sus pupilos los valores de la sociedad (moralidad, patriotismo, etc.). El progreso era realmente chocante: entre 1840 y los años 1880 la población de Europa creció un 33%, pero el número de niños que iba al colegio aumentó un 145%. Realmente, estas instituciones fueron de crucial importancia para las nuevas naciones-estado, ya que sólo a través de ellas el “idioma nacional” (generalmente construido antes mediante esfuerzos privados) pudo de verdad convertirse en el idioma hablado y escrito del pueblo, al menos para algunos fines.
A medida que se fueron formando las naciones-estado, a medida que se fueron multiplicando los puestos y las profesiones públicas de la civilización progresiva, a medida que la educación escolar se fue generalizando, sobre todo a medida que la emigración fue urbanizando los pueblos rurales, estos resentimientos encontraron una resonancia general en aumento. Porque las escuelas y las instituciones, al imponer un idioma de instrucción, imponían también una cultura, una nacionalidad. La paradoja del nacionalismo se hallaba en que, al formar su propia nación, creaba automáticamente el contranacionalismo de aquellos a quienes forzaba a elegir entre la asimilación y la inferioridad.
La era del liberalismo no captó esta paradoja. En efecto, no comprendió que el “principio de la nacionalidad”, que ella había aprobado, se considerara a sí mismo tangible y en determinados casos activamente apoyado. Los observadores contemporáneos no dudaron en suponer que las naciones y el nacionalismo se hallaban aún muy lejos de estar formados y eran maleables. Consecuentemente, el nacionalismo parecía seguir siendo de fácil manejo en un marco de liberalismo burgués y compatible con éste. Se pensaba que un mundo de naciones sería un mundo liberal, y un mundo liberal se compondría de naciones. Con todo, el futuro iba a demostrar que la relación entre ambos no era así de simple.
6. LAS FUERZAS DE LA DEMOCRACIA
Si el nacionalismo fue una de las fuerzas históricas que reconocieron los gobiernos, la “democracia”, o la progresiva función del hombre común en los asuntos del estado, fue la otra. Ambos fueron lo mismo, por cuanto los movimientos nacionalistas de este período se convirtieron en movimientos masivos, y en este sentido ciertamente casi todos los dirigentes nacionalistas radicales supusieron que los dos eran idénticos. Desde el punto de vista de las clases gobernantes lo notable no era lo que creían “las masas”, sino que sus creencias contaban ya en política.
Por otra parte, y de modo aún más decisivo, las revoluciones de 1848 habían mostrado la forma en que las masas podían irrumpir en el círculo cerrado de sus gobernantes, y el mismo progreso de la sociedad industrial hizo que su presión fuera constantemente mayor incluso en los períodos no revolucionarios. La década de 1850 proporcionó un respiro a la mayoría de los gobernantes. Durante más de diez años no tuvieron que preocuparse por tales problemas en Europa.
El reavivamiento de la presión popular en los año 1860 imposibilitó que la política se aislara del sufragio universal. Hacia el final de nuestro período sólo la zarista Rusia y la imperial Turquía se mantenían como simples autocracias en Europa, mientras que, a la inversa, el sufragio universal ya no era la prerrogativa de los regímenes surgidos de la revolución. Estos progresos hacia el gobierno representativo provocaron dos problemas políticos totalmente distintos: el de “las clases” y el de “las masas”, según la jerga contemporánea británica, es decir, el de las minorías selectas superiores y de la clase media, y el de los pobres que siguieron estando muy al margen del proceso oficial de la política. Entre ellos se encontraba la categoría intermedia, quienes, como dueños que ya eran, participaban al menos parcialmente en la política representativa existente.
Por su lago, los burgueses confiaban en sus riquezas, en su carácter de indispensables y en el histórico destino que hicieron de ellos y de sus ideas los fundamentos de los estados “modernos” en este período. Sin embargo, lo que realmente les convirtió en fuerza dentro de los sistemas políticos fue la habilidad que tuvieron para movilizar el apoyo de los no burgueses que contaban con el número y por tanto con votos. De ahí la crucial importancia que para ellos tenía la conservación del apoyo de la pequeña burguesía, de las clases trabajadoras y, más raramente, de los campesinos. Hablando en términos generales, en este período de la historia les sonrió el éxito.
A efectos prácticos el liberalismo continuó en el poder, ya que representaba la única política económica considerada como apropiada para el desarrollo (los alemanes lo denominaron “manchesterismo”), y representaba también las fuerzas casi universalmente consideradas como representación de la ciencia, la razón, la historia y el progreso por aquellos que tenían alguna idea sobre estas cuestiones.
La genuina oposición (“la derecha”) provenía de aquellos que resistían a las “fuerzas de la historia”. En Europa pocos confiaban realmente en un retorno al pasado, como en los días de los reaccionarios románticos posteriores a 1815. Lo que pretendían todos era detener, o incluso simplemente aminorar, el progreso amenazador del presente. Pero, en esencia, el conservadurismo se basaba en lo que representaba la tradición, la vieja y ordenada sociedad, la costumbre en vez del cambio, la oposición a lo que era nuevo. De ahí la crucial importancia que tenían en él las iglesias oficiales. Todas las iglesias oficiales eran ipso facto conservadoras, aunque sólo la mayor de ellas, la católica romana, formuló su postura de abierta hostilidad a la corriente liberal.
Lo nuevo en la política de “las clases” de este período fue primariamente el surgimiento de la burguesía liberal como fuerza en la política más o menos constitucional, y la decadencia del absolutismo, en especial en Alemania, Austria-Hungría e Italia, o sea, en un área que abarcaba alrededor de un tercio de la población de Europa. (…) El derecho al voto continuó estando tan restringido en la mayoría de los casos que era imposible el planteamiento de una política moderna o de cualquier otra en la que intervinieran las masas.
Sin embargo, en cuanto las masas entraban en el suceso político, más pronto o más tarde se hacían inevitablemente con el papel de actores en lugar del de meros comparsas en el bien diseñado y apretado escenario. Esta circunstancia se evidenciaría a lo largo de la era de depresión económica e incertidumbre que siguió al colapso de expansión liberal de 1873.
El primero y más peligroso grupo que instauró su función e identidad aparte en la política fue el nuevo proletariado, una vez hubo aumentado su número durante veinte años de industrialización. El fracaso de las revoluciones de 1848 y la subsiguiente década de expansión económica no causó tanto la destrucción como la decapitación del movimiento obrero. En efecto, a partir de más o menos 1860 se evidenció que el proletariado estaba volviendo a la escena. Surgió con una rapidez inesperada, y pronto fue seguido por la ideología que hasta entonces se había identificado con sus movimientos: el socialismo
Por encima de todo era internacional, y no sólo porque, al igual que el reavivamiento del liberalismo, sucedió simultáneamente en varios países, sino por su condición de inseparable de la solidaridad internacional de las clases obreras, o de la solidaridad internacional de la izquierda radical. Pero en una economía en la que los factores de producción se movían libremente, hasta los sindicatos británicos sin ideología podían apreciar la necesidad de detener la importación de esquiroles extranjeros que realizaban los patrones.
La Internacional, fundada en Londres y rápidamente dirigida por el capaz Karl Marx, comenzó como curiosa combinación de dirigentes sindicalistas británicos de tendencia liberal-radical, y un indefinido estado mayor general de viejos revolucionarios continentales con puntos de vista cada vez más variados e incompatibles. Sus batallas ideológicas acabarían finalmente con ella.
Ya a principios de los años 1860 los gobiernos y por lo menos algunos sectores de la burguesía se habían percatado del crecimiento de la clase obrera. El liberalismo se hallaba demasiado comprometido con una ortodoxia de laissez-faire económico como para considerar seriamente la política de reforma social, aunque varios de los radicales demócratas, al darse perspicazmente cuenta del peligro que supondría la pérdida del apoyo del proletariado, estuvieron dispuestos a realizar inclusive este sacrificio, y en países donde el “manchesterismo” jamás había vencido totalmente, funcionarios e intelectuales consideraron cada vez más la necesidad de tal reforma. El objeto de estas reformas fue evidentemente poder evitar el surgimiento de la clase obrera como fuerza política independiente, y sobre todo como fuerza revolucionaria.
Por otro lado, no la convirtió en insurrecta. Y es que, a pesar del terror que inspiraba a los gobiernos, la Internacional no planeaba la inmediata revolución. El mismo Marx, si bien no menos revolucionario que antes, no atribuía seriedad a esta contingencia. Marx permaneció en silencio mientras operó la Comuna. (1871). Durante la década de 1860 trabajó en los programas a largo plazo y mostró escaso interés por los proyectos a corto plazo. Marx se habría contentado con que, al menos en los grandes países industriales, se hubieran establecido (donde legalmente era posible) organizados movimientos obreros políticos e independientes como movimientos de masas cuyo objetivo fuera la conquista del poder político, emancipados tanto de la influencia intelectual del radicalismo liberal (que incluía el simple “republicanismo” y el nacionalismo) como la ideología de tendencia izquierdista (anarquismo, mutualismo, etc) a la que con cierta justificación tenía él por residuo de una época más temprana. Ni siquiera pretendió que tales movimientos fueran “marxistas”; por otra parte, en aquellas circunstancias tal pretensión hubiera sido utópica, puesto que Marx no contaba virtualmente con seguidores, salvo en Alemania y entre los viejos emigrados.
A principios de la década de 1870 se tenía la impresión de que el movimiento había fracasado inclusive en la obtención de estos modestos objetivos. La clase obrera británica siguió yendo a remolque de los liberales, con unos dirigentes tan débiles y corruptos que ni siquiera podían exigir una representación parlamentaria significativa como consecuencia de su entonces decisiva fuerza electoral. El aislamiento y el disgusto llenan los últimos años de Marx. En comparación escribió poco, y políticamente estuvo más o menos inactivo.
La mayor parte dela población mundial se convirtió en víctima de aquellos cuya superioridad económica, tecnológica y por tanto militar era indiscutible y aparentemente incuestionable: las economías y estados de la Europa central y del noroeste, y los países colonizados por sus emigrantes, en especial los Estados Unidos. Consecuentemente, la mayor parte del mundo no estaba en disposición de determinar su propio destino. En el mejor de los casos podían reaccionar a las fuerzas externas que les presionaban con creciente vigor. (…) Todas ellas se enfrentaban al problema fundamental de qué actitud adoptar ante la conquista formal o informal de que eran objeto por parte de Occidente. Desgraciadamente para ellos, no cabía dudar de que los blancos eran demasiado fuertes como para poder rechazarlos por las buenas. El dominio europeo había forzado ya a dos de los sectores dependientes del mundo a sufrir la “occidentalización”: las viejas colonias americanas y las que ahora existían en diversas partes del globo.
Nunca, pues, los europeos dominaron el mundo más completa e incuestionablemente que en el tercer cuarto del siglo XIX. Para ser exactos, nunca hombres blancos de ascendencia europea lo dominaron con menos objeción. Los Estados Unidos no desempeñaban todavía una gran función en los asuntos mundiales. La expansión territorial de los Estados Unidos no causó, por tanto, ninguna gran inquietud en las cancillerías de Europa. La mayor parte del mundo, y en especial Europa, era muy consciente de la existencia de los Estados Unidos, aunque sólo fuese porque durante este período (1848-75) varios millones de europeos emigraron a dicho país y porque su vasta extensión y extraordinario progreso lo convirtieron rápidamente en el milagro técnico del globo.
Y, sin embargo, dentro de los Estados Unidos el sueño revolucionario estaba muy lejos de haber muerto. La imagen de la república seguía siendo la de una tierra de igualdad, de democracia, posiblemente, sobre todo de libertad sin trabas, anárquica, de oportunidades ilimitadas. Nadie puede entender los Estados Unidos del siglo XIX o, respecto a la misma cuestión, del siglo XX sin tener en cuenta este componente utópico. Era, en su origen, una utopía agrícola de campesinos libres e independientes en una tierra libre. La mayoría de los americanos, pues, seguían siendo rural: en 1860 sólo el 16% de ellos vivían en ciudades de 8.000 o más habitantes. La utopía rural en su forma más literal –el pequeño hacendado libre en un suelo libre- era capaz de movilizar más poder político que nunca, sobre todo entre la creciente población del medio oeste. Contribuyó, además, a la formación del partido republicano y, por supuesto, a su orientación antiesclavitud. Su mayor triunfo lo consiguió con la ley de reparto de tierras especiales de 1862, que ofrecía gratis a cualquier cabeza de familia americano de más de 21 años ciento sesenta acres de terreno público después de cinco años de residencia continua. Esta utopía fracasó. Entre 1862 y 1890 menos de 400.000 familias se beneficiaron de la ley de reparto de tierras especiales.
El capitalismo americano se desarrolló a impresionante y dramática velocidad después de la guerra civil, que, si bien había retardado probablemente su crecimiento de modo temporal, proporcionó, por otro lado, considerables oportunidades a los grandes negociantes piratas adecuadamente llamados “magnates ladrones”.
De todos los países no europeos sólo uno venció realmente al enfrentarse y repeler a occidente en su propio terreno. Este fue Japón, que de algún modo sorprendió a sus contemporáneos. Los historiadores se han sorprendido. Han hecho notar que en muchos aspectos el Japón, aunque totalmente enajenado en su tradición cultural, era asombrosamente análogo a occidente en estructura social. En cualquier caso, contaba con algo muy semejante al orden feudal del medievo europeo, una hacendada nobleza hereditaria, campesinos semiserviles y un conjunto de financieros y empresarios comerciantes a los que rodeaba un infrecuente cuerpo activo de artesanos, todo ello basado en una creciente urbanización. Al revés de Europa, las ciudades no eran independientes ni los comerciantes libres, pero la creciente concentración de la nobleza (los samurái) en las ciudades hizo aumentar su dependencia del sector no agrícola de la población, y el sistemático desarrollo de una exclusiva economía nacional apartada del comercio exterior creó un grupo de empresarios que resultó ser esencial para la formación de un mercado nacional y que estuvo íntimamente ligado al gobierno.
No es imposible que el Japón, dejado a su albedrío, hubiera evolucionado de modo independiente en la dirección de una economía capitalista, aunque la duda jamás podrá disiparse. Lo que está fuera de toda discusión es que el Japón estaba más dispuesto a imitar a occidente que muchos otros países no europeos, y que asimismo contaba con más capacidad para conseguirlo. Los gobernantes japoneses se hallaban en la situación históricamente excepcional de poder movilizar el tradicional mecanismo de la obediencia social con vistas a una “occidentalización” repentina y radical pero controlada, sin más resistencia que una desparramada disidencia de samurái y una rebelión campesina.
Se hizo frecuentemente un paralelismo entre Japón y Prusia. En ambos países el capitalismo no se estableció formalmente a través de la revolución burguesa, sino desde arriba, a través de un viejo orden burócrata y aristócrata que reconoció que su supervivencia no podía garantizarse de otra manera. En los dos países los consecuentes regímenes económico-políticos retuvieron importantes características del viejo orden: un sistema ético de obediente disciplina y respeto que empapaba tanto a las clases medias como inclusive al nuevo proletariado y que incidentalmente ayudaba al capitalismo a resolver los problemas de la disciplina laboral, una fuerte dependencia de la economía de la empresa privada en el apoyo y la supervisión del estado burocrático, y, desde luego, un persistente militarismo que iba a redundar tanto en poderes formidables para la guerra como en una corriente oculta de extremismos apasionados y a veces patológicos de la derecha política. Con todo, aún hay diferencias. En Alemania la burguesía liberal era fuerte, tenía conciencia de clase y constituía una fuerza política independiente.
En 1848, la población mundial, incluida la europea, estaba todavía formada por campesinos en una abrumadora mayoría. Incluso en Gran Bretaña, que contaba con la primera economía industrializada, los habitantes de las ciudades no excedieron en número a los del medio rural hasta 1851, y aun entonces tan sólo por un escaso margen (51%). En ninguna parte del mundo, excepto en Francia, Bélgica, Sajonia, Prusia y Estados Unidos, se daba el hecho de que más de una décima parte de la población habitase en ciudades de 10.000 habitantes o más. Así, con mucho, la surte de la mayor parte de la humanidad dependía aún de lo que le sucediese a la tierra y en la tierra.
Geográficamente las praderas norteamericanas, las pampas sudamericanas y las estepas del sur de Rusia y de Hungría, eran bastante similares: grandes planicies en una zona más o menos templada, apropiadas para el cultivo de cereales a gran escala. En realidad, todas ellas desarrollaron, desde el punto de vita de la economía mundial, el mismo tipo de agricultura, convirtiéndose en grandes exportadoras de grano. Lo que tenía en común un sector cada vez mayor de la agricultura, a lo largo del mundo, era la supeditación a la economía industrial mundial. Su demanda amplió el mercado de productos agrícolas –principalmente alimentos y materias primas para la industria textil.
Las convulsiones sociales provocadas por el paso de una estructura agrícola a otra capitalista, o al menos comercializada en gran escala, debilitaron los lazos tradicionales que unían a los hombres con la tierra de sus antepasados, en especial cuando se encontraron totalmente privados de ella, o con tan escasas posesiones que se veían imposibilitados para mantener a sus familias. Al mismo tiempo, la insaciable demanda de fuerza de trabajo para las nuevas industrias y los empleos urbanos, y el creciente alejamiento entre el campo atrasado y “triste” y las ciudades y los asentamientos industriales en continuo progreso, los fue arrancando del medio rural.
Por dos razones este proceso llegó a ser especialmente masivo durante el tercer cuarto del siglo XIX. La tecnología hizo posible la apertura de zonas geográficamente remotas o inaccesibles a los productos de exportación, especial las llanuras centrales de Estados Unidos y del sudeste de Rusia. Al mismo tiempo, nos encontramos con los primeros intentos de desarrollar ciertas áreas ultramarinas como productoras especializadas de artículos de exportación destinados al mundo
“desarrollado”. Dichos cultivos sustituyeron o complementaron los ya tradicionales productos de exportación del mismo tipo.
Se estaba creando un comercio internacional de productos agrícolas de mayor entidad, y que normalmente y por razones obvias, tendía a la especialización o incluso al monocultivo en las regiones exportadoras. La tecnología facilitó este proceso, ya que, después de todo, el ferrocarril, principal medio de transporte de mercancías en largas distancias, no estuvo disponible hasta los años 40.
Así, pues, el elemento dinámico del desarrollo agrícola fue la demanda: al creciente demanda de alimentos por parte de las zonas urbanas e industriales del mundo, la creciente demanda de fuerza de trabajo por parte de los mismos sectores y, relacionando ambas, la economía del “boom” que elevó los niveles de consumo de las masas y su demanda por cápita. Porque con el surgimiento de una economía capitalista genuinamente global surgieron nuevos mercados por doquier (como resaltaron Marx y Engels), al tiempo que los antiguos crecieron dramáticamente. Por primera vez desde la revolución industrial, la capacidad de la nueva economía capitalista para proporcionar empleo se igualó a su capacidad para multiplicar la producción. Así, pues, la 22 agricultura mundial se dividió cada vez más en dos sectores: uno, dominado por el mercado capitalista, nacional o internacional; el otro, ampliamente independiente respecto a este último.
El campesinado padecía una contante erosión debido a la proletarización de aquellos cuyas posesiones eran demasiado pequeñas para alimentarlos, o a la emigración de las bocas sobrantes, multiplicadas por el crecimiento demográfico y que la tierra familiar no podía alimentar. Gran parte de aquel campesinado fue siempre pobre, e indiscutiblemente el sector de los pequeños propietarios o minifundistas tendió a aumentar. Pero, sea cual fuese su importancia en términos económicos, el número de propiedades campesinas medianas no sólo se mantuvo, sino que, en ocasiones, se incrementó.
El sufrimiento de la economía capitalista transformó la agricultura debido a la demanda masiva. Así, pues, no es nada sorprendente que en este período se constatase un incremento de la tierra destinada a uso agrícola, por no hablar del crecimiento aún mayor del rendimiento, gracias a una mejora de la productividad. La mitad de este aumento se produjo en América, donde en este período se triplicó la superficie cultivada (en Australia se quintuplicó y aumentó dos veces y media en Canadá). También en Europa.
Sin embargo, en conjunto, la agricultura y las granjas siguieron siendo, notoriamente, lo que siempre habían sido en la mayor parte del mundo: más prósperas en las zonas desarrolladas y, por lo tanto, invirtiendo más en mejoras, construcciones, etc. (…) Las tuberías de cerámica, producidas masivamente –lo que quizás constituyó la contribución más importante de la industria a la agricultura- se utilizaron enterradas.
Para el capitalismo la tierra era un factor de producción y una mercancía singular, únicamente por su calidad de bien no mueble y por su cantidad limitada. La agricultura era una “industria” como otra cualquiera, susceptible de ser guiada por el principio del máximo beneficio, siendo el campesino un simple empresario. El mundo rural, en su conjunto, era un mercado, una fuente de trabajo y una fuente de capital. En la medida en que su obstinado tradicionalismo se lo permitía, tenía que realizar aquello que le pedía la economía política. No había forma posible de conciliar dicho punto de vista con el de los campesinos o el de los terratenientes, para los que la tierra no era tan sólo un modo de obtener los ingresos más altos posibles, sino una forma de vida.
Sin embargo, el capitalismo no pudo sino socavar las bases agrarias de la estabilidad política, en especial en las regiones marginales del occidente desarrollado o en la periferia dependiente del mismo. Políticamente, la “modernización” implicó, para aquellos que quisieron acometerla, una colisión frontal contra el principal apoyo del tradicionalismo, la sociedad agraria. Por una u otra razón, tres tipos de empresa agraria sufrieron especiales tensiones: la plantación esclavista, las haciendas con siervos y la economía campesina tradicional no capitalista.
En realidad, la esclavitud se encontraba en franco declive, y no por razones humanitarias, aunque la abolición efectiva del comercio internacional de esclavos, gracias a las presiones británicas (Brasil se sometió a la abolición en 1850), interrumpió francamente el abastecimiento de esclavos y elevó su precio. En cuanto a los argumentos económicos contra la servidumbre, la preponderancia de los campesinos no libres inhibió el desarrollo de la industria que, se consideraba, requería trabajadores libres. Por consiguiente, la abolición de la servidumbre sería una precondición necesaria para la movilización de trabajadores libres.
Las fuerzas de la sociedad burguesa se oponían a la esclavitud y a la servidumbre, no sólo porque creían que eran antieconómicas, ni por razones morales, sino porque les parecían incompatibles con una sociedad de mercado basada en la libre búsqueda del interés individual. Por el contrario, los propietarios de esclavos y de siervos, en conjunto, sostuvieron el sistema 23 porque les parecía la base más sólida de su sociedad y de su clase. Realmente les resultaba imposible concebir la idea de verse sin esclavos ni siervos que definiesen su status.
Es preciso reconocer que hubo gran cantidad de países, incluso en Europa –y prácticamente en todo el mundo-, donde la izquierda, revolucionaria o no, falló en su intento de conmover al campesinado, como en los años 70. Realmente, en la medida en que la izquierda era urbana, laica e incluso de militancia anticlerical, desdeñosa del “atraso” rural y despreciativa de los problemas del campo, el campesinado seguía mostrándose receloso y hostil hacia ella. El éxito rural de los anarquistas españoles, activamente anticristianos, o de los republicanos en Francia, fue excepcional.
Sin embargo, sí hubo cambios en el medio rural; existía el ferrocarril. Y cada vez con mayor frecuencia, había escuelas elementales que enseñaban el idioma nacional (segundo idioma para la mayoría de los niños campesinos), y que, conjuntamente con la administración y la política nacional, diluían su personalidad. Se dice que hacia 1875 el uso de los apodos por los que se conocían e identificaban las personas en los pueblos del país de Bray en Normandía, e incluso las versiones locales informales de sus apellidos, habían desaparecido casi por completo. Esto “se debió enteramente a los maestros que no permitían que los niños en su escuela utilizasen otro nombre que no fuera su nombre propio”. Probablemente, no se trató de una desaparición, sino de una retirada junto al dialecto local, al submundo privado y no oficial de la cultura oral. Y, sin embargo, en el campo, la distinción entre alfabeto y analfabeto resultó ser una poderosa fuerza de cambio.
La mayoría de las poblaciones campesinas seguían siendo analfabetas, excepto en Europa occidental y central (en especial en las regiones protestantes) y en Norteamérica. Pero incluso entre los más atrasados y tradicionales, los pilares fundamentales de los antiguos modos de vida fueron: los viejos y las mujeres, cuyos “cuentos de la vieja” transmitieron a las nuevas generaciones y, en ocasiones, para provecho de los habitantes de las ciudades.
Y, con todo, es paradójico que en este período el cambio se introdujese en el campo a través de las mujeres. En ocasiones, como, por ejemplo, en Inglaterra, las muchachas campesinas sabían leer y escribir, con más frecuencia que los muchachos. Y en Estados Unidos fueron con seguridad las mujeres las que simbolizaron los “modos de vida civilizados” frente a los hombres que solían ser duros, violentos y dados a la bebida, como descubrió a su costa Huckleberry Finn (1884). El incentivo que empujaba a los hijos a “ser mejores” provenía con más frecuencia de las madres que de los padres. Pero quizá el factor más importante de dicha “modernización” fue la emigración de las jóvenes campesinas a la ciudad para entrar en el servicio doméstico de la clase media y clase media baja. Realmente, tanto para los hombres como para las mujeres, el amplio proceso de desarraigo fue inevitablemente un proceso de debilitación de los antiguos modos de vida y de aprendizaje de otros nuevos.
A mediados del siglo XIX se sitúa el comienzo de las mayores migraciones humanas de la historia. Sus detalles exactos son difíciles de calibrar, pues las estadísticas oficiales, allí donde las hubo, no registraron todos los movimientos de hombres y mujeres en el interior de cada país o incluso entre Estados. Entre 1846 y 1875, bastante más de 9 millones de individuos abandonaron Europa, la mayoría de ellos en dirección a Estados Unidos.
Los movimientos de población y la industrialización van juntos, pues el desarrollo económico moderno a lo largo del mundo requirió trasvases sustanciales de poblaciones, facilitando técnicamente el proceso y abaratándolo, mediante nuevas y cada vez mejores comunicaciones, y, por supuesto, capacitó al mundo para mantener una población mucho mayor. La movilidad de las masas era ya predecible en los años 30 y 40. Además, lo que antes había sido un vivaz arroyo en continuo crecimiento, pareció, de repente, convertirse en un torrente.
Sin embargo, aunque esta migración parezca enorme, aún es modesta si se la compara con magnitudes posteriores. Así, en los años 80 migraron anualmente un promedio de unos 700.000 u 800.000 europeos, y después de 1900, entre 1 millón y 1.400.000 al año. De esta forma, entre 1900 y 1910 emigraron a Estados Unidos un número de personas considerablemente más elevado que el resultante al o largo de todo el período que estudia el presente libro. El grueso de la migración internacional estaba formado por europeos, más exactamente, por europeos occidentales y alemanes.
Incluso entre la masa europea la migración intercontinental estuvo limitada a ciudadanos de un corto número de países; mayoritariamente a los británicos, irlandeses y alemanes, y a partir de la década de los 60, a los noruegos y suecos. Así Noruega envió dos tercios de su excedente de población a Estados Unidos, cifra superada únicamente por la infortunada Irlanda que envió al extranjero la totalidad de este excedente. Entre 1851 y 1880 unos 5.300.000 individuos abandonaron las islas británicas (de los cuales 3,5 millones fueron a Estados Unidos, un millón a Australia, medio millón a Canadá, constituyendo, con mucho, el mayor grupo de emigrantes transoceánicos del mundo. A los italianos del sur y a los sicilianos, que inundarían las grandes ciudades americanas, les fue difícil abandonar sus miserables aldeas natales; los europeos del este, católicos u ortodoxos, siguieron siendo muy sedentarios.
Como la mayoría de los europeos eran de origen rural, también lo eran la mayoría de los emigrantes. El siglo XIX fue como un gigantesco mecanismo para los campesinos desarraigados. La mayoría de ellos iban a las ciudades o, por lo menos, escapaban a las actividades rurales tradicionales para encontrar el mejor modo de vida posible en un nuevo mundo extraño y temible, pero, al menos, ilimitadamente esperanzados. No es exactamente cierto que la corriente de emigración y la de urbanización fuesen una misma cosa. La migración y la urbanización son fenómenos paralelos.
Las mujeres que emigraban dentro de las fronteras de un mismo país se convertían, en su mayor parte, en criadas, hasta que se casaban con algún campesino amigo, o pasaban a desempeñar alguna otra ocupación urbana.
La migración a través de fronteras y océanos provocó problemas más complejos y no porque el emigrante con frecuencia llegaba a un país cuyo idioma desconocía. Sin embargo, dejando a un lado el idioma, indiscutiblemente la emigración agudizó el problema del origen de los inmigrantes. En el caso de permanecer en el nuevo país, ¿era necesario romper los lazos con el antiguo? Y de ser así, ¿era deseable?
Pero la emigración provocó dificultades materiales mucho más elementales. Los individuos, una vez en su lugar de destino, debían descubrir dónde ir y qué hacer. En 1885 el pasaje de un emigrante desde Hamburgo a Nueva York costaba 7 dólares. Los precios eran bajos, no sólo porque se pensaba que los pasajeros de tercera clase no requerían o merecían mayores comodidades que las que se proporcionaba al ganado. Probablemente, para la mayoría de las personas, los costes del trayecto eran bastante más elevados que los de la travesía en sí misma. Aun así, el dinero no estaba al alcance de los más pobres, aunque las sumas requeridas podían ser ahorradas con facilidad y enviadas desde América o Australia por los emigrantes, gracias a sus altos salarios, a los parientes de la madre patria. De hecho, dichos pagos formaban parte de la vasta suma que se contabilizaba en los envíos desde el extranjero, ya que los emigrantes, desacostumbrados a los elevados gastos de sus nuevos países, fueron muy ahorradores.
Sin embargo, donde no existía la ayuda de los parientes, había gran número de intermediarios que llevaban a cabo este servicio pro intereses económicos. Estos individuos obtenían sus beneficios acumulando ganado humano en las bodegas de los barcos de las compañías navieras, que estaban ansiosas por llenarlas, que se enviaba a las autoridades y a las compañías de ferrocarriles interesadas en poblar sus desolados territorios, a los propietarios de minas y fundiciones y a los patronos que necesitasen brazos para esta clase de rudos trabajos. Estos pagaban a los intermediarios.
En conjunto, nadie controlaba a estos empresarios de la migración, si exceptuamos algunas supervisiones de las condiciones de los barcos tras las terribles epidemias a finales de los años 40. Era del dominio público que detrás de ellos había personas influyentes. Las sociedades benéficas o incluso los sindicatos estaban de acuerdo en subvencionar la migración de sus clientes o miembros, como el único medio posible de luchar contra la pobreza y el desempleo.
¿Por qué se emigraba? Principalmente por razones económicas, es decir, por pobreza. Asimismo, la migración no era necesariamente permanente. Algunos emigrantes, cuyo número no podemos calcular, soñaban con hacer fortuna en el extranjero, y volver ricos y respetados a sus pueblos natales. Realmente así lo hicieron en una proporción considerable –entre el 30% y el 40%-, aunque lo más frecuente es que el retorno se debiese a razones opuestas, es decir, porque no les gustaba el Nuevo Mundo o porque no habían podido establecerse allí. Algunos volvían a emigrar. De hecho, el incremento masivo de la migración llevaba consigo una cantidad considerable de movimiento no permanente: temporales, estacionales o simplemente nómadas.
La forma de viajar típica del pobre fue la migración. Para la clase media y los ricos fue cada vez en mayor medida el turismo, producto principalmente del ferrocarril, el barco de vapor y el nuevo alcance y velocidad de las comunicaciones postales. El correo fue sistematizado internacionalmente gracias al establecimiento de la Unión Postal Internacional, en 1869.
El capitalismo industrial dio origen a dos modalidades del viaje de placer: el turismo y las vacaciones de verano para la burguesía, y las excursiones motorizadas para las masas, en países como Gran Bretaña. Ambas formas fueron el resultado directo de la aplicación del vapor al transporte, ya que, por primera vez en la historia, hizo factibles los viajes regulares y seguros para gran número de personas y equipajes, por cualquier clase de terreno y por mar.
Así, pues, ¿podemos afirmar que el mundo de los años 70 estaba absolutamente dominado por la emigración, los viajes y la corriente demográfica? Es fácil olvidar que la mayoría de los habitantes de la tierra seguían viviendo y muriendo donde habían nacido. Realmente, eran más los que no salían de su lugar de origen. Las ciudades y las nuevas zonas industriales fueron, de una forma general, los polos de atracción de los emigrantes. ¿Qué clase de vida les esperaba?
12. CIUDAD, INDUSTRIA Y CLASE OBRERA
En primer lugar, no se trataba tanto de un mundo consistente en fábricas, patronos y proletarios, como de un mundo transformado por el enorme progreso de su sector industrial. La ciudad era, realmente, el símbolo externo más, llamativo del mundo industrial, después del ferrocarril. La urbanización se incrementó con rapidez después de 1850. La típica sociedad industrial de este período era aún una ciudad de tamaño medio, incluso con arreglo a los patrones contemporáneos, aunque se dio el caso, en la Europa central y oriental, de que algunas capitales (que tendían a ser muy grandes) se convirtiesen también en los principales centros manufactureras, por ejemplo, Berlín, Viena y San Petersburgo.
Esto es lo que permitió, aunque cada vez en menor medida, que los trabajadores de las zonas recientemente industrializadas siguieran siendo medio agricultores. Hasta después de 1900 los mineros belgas, en la estación adecuada, dedicaban algún tiempo a cuidar de sus campos de patatas (y si era necesario llegaban a hacer una “huelga de la patata” anual). La gran ciudad –en este período se consideraba como tal toda población de más de 200.000 habitantes, incluyendo las ciudades metropolitanas que superaban el medio millón. Estas ciudades crecieron con extraordinaria rapidez.
Para los proyectistas urbanos los pobres eran un peligro público, por lo que dividieron sus concentraciones potencialmente sediciosas mediante avenidas y bulevares que pudiesen conducir a los habitantes de los multitudinarios barrios populares, que estaban renovando, a emplazamiento algo indeterminados, pero probablemente más salubres y, sin duda, menos peligrosos. Para los constructores y urbanizadores los pobres constituían un mercado improductivo, en comparación con las abundantes ganancias provenientes de los nuevos distritos de negocios o barrios comerciales y de las sólidas casas de apartamentos de la clase media, o de los barrios periféricos en crecimiento. Quien habla de las ciudades de mediados del siglo XIX, habla de “amontonamiento” y “barrio bajo”, y cuanto más rápidamente crecía la ciudad, su hacinamiento aumentaba paralelamente. La gran ciudad era un prodigio, aunque contenía, únicamente, una minoría de la población.
En cuanto a la pequeña y gran empresa, el “patrón” era quien las dirigía, con preferencia a la impersonal autoridad de la “compañía”, e incluso la compañía se identificaba con un hombre más que con un consejo directivo. Para la mayor parte de las personas, y así era en realidad, el capitalismo era sinónimo de un hombre o de una familia que manejaba sus propios negocios. De forma general la empresa característica de la primera mitad del siglo había sido financiada privadamente –por ejemplo, con el capital familiar- y se había expandido mediante la reinversión de los beneficios. Pero la creciente magnitud y el costo de tales empresas, como las ferroviarias, metalúrgicas y otras actividades costosas, requerían fuertes desembolsos iniciales, por lo que su creación se hacía cada vez más difícil.
En Gran Bretaña y Francia se crearían nuevas formas de movilizar dichos fondos, de canalizarlos hacia las empresas que lo necesitaban, y de constituir capitales sociales en vez de empresas de financiación privada. Por consiguiente, el tercer cuarto de siglo fue un período fértil para la experimentación en la movilización del capital destinado al desarrollo industrial. La mayoría de estas operaciones implicaron, de una forma u otra, a los Bancos.
¿En qué medida eran necesarias estas formas de movilizar capital? ¿En qué medida eran efectivas? A los industriales no les gustaban demasiado los financieros, y los industriales consagrados trataban de tener el menor trato posible con los banqueros. A ningún industrial le gustaba colocarse a merced de los acreedores.
El modelo básico de la empresa dirigida por un propietario individual o familiar, es decir, la autocracia familiar patriarcal, fue haciéndose cada vez más irrelevante en las industrias de la segunda mitad del siglo XIX. El paternalismo de tantas grandes empresas europeas se debía, en cierta medida, a esta prolongada asociación de los trabajadores con la empresa, en la que, por así decirlo, crecían, y de la que dependían. Pero los años del ferrocarril, de las minas y de las acererías no esperaban siempre poder mirar paternalmente por encima del hombro a sus obreros y, sin duda, no lo hacían. La alternativa y el complemento a las instrucciones era la autoridad.
Así, paradójicamente, la empresa privada en sus períodos más libres y anárquicos tuvo tendencia a recurrir a los únicos modelos válidos de dirección a gran escala, los militares y burocráticos. Las compañías ferroviarias, con su pirámide de trabajadores uniformados y disciplinados, que poseían un trabajo seguro y que, con frecuencia, gozaban de la promoción
por antigüedad e incluso de pensiones, son un ejemplo extremo. El recurso a los tratamientos y títulos militares (…) Todo esto estaba muy bien para aquellos países donde los uniformes eran de buen tono –cosa que no ocurría en Gran Bretaña ni en Estados Unidos-, para promocionar entre los trabajadores las virtudes del soldado, entre las que se contaban, sobre todo, la de recibir una paga escasa:
Soy un soldado, un soldado de la industria/Como tú, yo tengo mi bandera/Mi trabajo ha enriquecido a la patria/ Y, como tú sabes, mi destino es glorioso
La insistencia burguesa sobre la lealtad, la disciplina y las satisfacciones humildes no descubrían, en realidad, sus verdaderas ideas acerca de que quienes realizaban el trabajo eran bastante distintos. La promesa de encontrar un bastón de mariscal en cada mochila, no se entendió nunca como un programa para promocionar a todos los soldados al rango de mariscales. Si la promoción no era el incentivo adecuado, había que preguntarse cuál era éste; ¿era acaso el dinero? Pero un axioma de los patronos de mediados del siglo XIX era que los salarios debían mantenerse tan bajos como fuese posible, aunque ciertos empresarios inteligentes con experiencia internacional, como Thomas Brassey, el constructor de ferrocarriles, comenzaron a señalar que el trabajo de los obreros británicos bien retribuidos era, en realidad, más barato que el de los terriblemente mal pagados culis (procedentes de la India, China y otros países asiáticos), ya que su productividad era mucho más elevada. Pero dichas paradojas difícilmente convencían a los hombres de negocios formados en la teoría económica del “fondo salarial”, pues consideraban que estaba científicamente demostrado que la elevación de los salarios era imposible, y que, por consiguiente, los sindicatos estaban condenados al fracaso.
La clase media de los países del Viejo Mundo creía que los obreros debían ser pobres, no sólo porque siempre lo habían sido, sino también porque la inferioridad económica era un índice neto de la inferioridad de clase. Si, como ocurría ocasionalmente, algunos obreros ganaban realmente lo suficiente como para permitirse, por breves momentos, los lujos que los patronos consideraban suyos, la indignación era sincera y sentida. ¿Qué tenían que ver los mineros con los grandes pianos y con el champán?
De hecho, las teorías económicas y los presupuestos sociales del liberalismo de la clase media estuvieron enfrentados entre sí, y en cierto sentido triunfaron las teorías. A lo largo del período que estudiamos, las relaciones salariales pasaron a convertirse, cada vez en mayor medida, en puras relaciones de mercado, en un nexo monetario. Esto limitó los incentivos económicos que estaban dispuestos a proporcionar. Estaban deseosos de unir los salarios con la producción mediante diversos sistemas de “trabajo a destajo”, y también a puntualizar que lo mejor que podían hacer los obreros era estar agradecidos, de alguna manera, por tener un trabajo, ya que fuera había un ejército de reserva esperando sus puestos.
El pago por obra realizada tenía algunas ventajas obvias: Marx consideraba que esta forma de pago era la más provechosa para el capitalismo. Ello dividió a los obreros entre sí, ya que sus ganancias podían variar mucho, incluso dentro del mismo establecimiento, o los diferentes tipos de trabajo podían ser pagados de formas completamente diferentes. (…) Si hubo un factor que determinó las vidas de los obreros del siglo XIX, ese fue la inseguridad. Al comienzo de la semana no sabían cuánto dinero podrían llevar a sus casas al finalizar aquélla. No sabían cuánto iba a durar su trabajo, o, si lo perdían, cuándo podrían conseguir otro empleo, o bajo qué condiciones. No sabían cuándo iban a encontrarse con un accidente o una enfermedad. La suya no era la inseguridad de los campesinos, a merced de catástrofes periódicas, tales como sequías y hambres, pero capaces de predecir, con cierta seguridad cómo podrían transcurrir la mayor parte de los días de un individuo, desde su nacimiento hasta su muerte. Se trataba de una imprecisión profunda. No había nada semejante a la moderna seguridad social, excepto la caridad y la limosna para la miseria real, y en ocasiones en muy escasa medida. La inseguridad era para el mundo del capitalismo el precio pagado por el progreso y la libertad, por no hablar de la riqueza, y era soportable por la constante expansión económica.
La expansión económica mitigaba esta constante inseguridad. No hay muchas pruebas de que los salarios reales empezasen a aumentar en Europa, significativamente, hasta últimos de la década de los 60; pero incluso antes, el sentir general de que por aquel entonces estaban mejorando, era evidente en los países desarrollados, y era palpable el contraste entre los tumultuosos y desesperanzados años 30 y la década de los 40. La verdad es que la gran expansión económica proporcionó empleo a un nivel sin precedentes. A pesar de lo malas que fuesen las dramáticas depresiones cíclicas de los países desarrollados, se consideraban ahora menos como pruebas de su descomposición económica, que como interrupciones temporales del crecimiento.
Así pues, al contrario que la clase media, la clase obrera se hallaba a un paso de la pobreza y, por ello, la inseguridad era constante y real. El trabajador no contaba con reservas de entidad. Los que podían vivir de sus ahorros por algunas pocas semanas o meses, constituían una “clase rara”. También los salarios de los obreros cualificados eran, en el mejor de los casos, modestos. El ritmo de vida normal –e inevitable- atravesaba diversos baches en los que podía caer el trabajador y su familia; por ejemplo, el nacimiento de un hijo, la ancianidad y la jubilación. En cuanto a la vejez, era una catástrofe que se esperaba estoicamente, una disminución de las posibilidades de conseguir un salario, así como una disminución de la fuerza física, a partir de los 40 años y, especialmente, para los menos especializados, todo ello iba seguido de la pobreza, de la caridad y la limosna.
A la clase media le resultaba difícil comprender esto. ¿Por qué los obreros mejores, más sobrios y juiciosos eran los únicos capaces de formar parte de los sindicatos? ¿Debido acaso a que sólo ellos merecían los salarios más elevados y el puesto de trabajo más seguro? Con todo, los sindicatos estuvieron formados, de hecho, y dirigidos, sin duda, por estos hombres, aunque la mitología burguesa los consideraba una chusma de estúpidos e ilusos, instigada por agitadores, que de lo contrario no habrían podido conseguir un modo de vida confortable. Los obreros que los patronos se disputaban no eran sólo los únicos con la capacidad de negociación suficiente para hacer factibles los sindicatos, sino también aquellos más conscientes de que el “mercado” por sí solo no les garantizaba ni seguridad, ni aquello a lo que creían tener derecho. Por otra parte, los obreros especializados se movían por los incentivos no capitalistas del conocimiento del oficio y del orgullo profesional. Los interminables catálogos de objetos exhibidos en las exposiciones internacionales, aunque enormemente antiestéticos, son monumentos al amor propio de los que los construyeron.
Pero, ¿podemos acaso hablar de “los obreros” como si fuesen una sola categoría o clase? ¿Qué podía haber en común entre grupos con tan distintos ambientes, orígenes sociales, formación, situación económica y, en ocasiones, incluso con tan diferentes idiomas y costumbres? Había gran diferencia entre los “artesanos” especializados, bien pagados y con un empleo más o menos fijo, que los domingos vestían una copia del traje de la clase media respetable, y los muertos de hambre andrajosos, que a duras penas sabían de dónde sacar su próxima comida y menos aún la de su familia. Realmente, estaban unidos por un sentimiento común hacia el trabajo manual y la explotación, y cada vez más también por el destino común que les obligaba a ganar un jornal. Estaban unidos por la creciente segregación a que se veían sometidos por parte de la burguesía cuya opulencia se incrementaba dramáticamente, mientras que, por el contrario, su situación seguía siendo precaria, una burguesía que se iba haciendo cada vez más cerrada e impermeable a los advenedizos.
Los obreros fueron empujados hacia una conciencia común, no sólo por esta polarización social, sino por un estilo de vida común, al menos en las ciudades. Indiscutiblemente, el heterogéneo grupo de los “trabajadores pobres” tendió a formar parte del “proletariado” en las ciudades y regiones industriales. En los difíciles y desesperanzados tiempos de la primera mitad del siglo, se habían fundido en la masa homogénea de los descontentos y los oprimidos. En estos momentos dicha homogeneidad se estaba perdiendo. La era del capitalismo liberal floreciente y estable ofrecía a la “clase obrera” la posibilidad de mejorar su suerte mediante la organización colectiva. Pero aquellos que, simplemente, siguieron siendo los “pobres”, poco uso pudieron hacer de los sindicatos, y menos aún de las Mutualidades. De una manera general, los sindicatos fueron organizaciones de minorías favorecidas, aunque las huelgas masivas pudiesen, en ocasiones, movilizar a las masas.
Por ello se produjo una fisura en lo que, cada vez en mayor medida, se estaba convirtiendo en la “clase obrera”; fisura que separó a los “obreros” de los “pobres”, o, alternativamente, a los “respetables” de los “no respetables”. Ningún término es tan difícil de analizar como el de la “respetabilidad” de la clase obrera a mediados del siglo XIX, pues expresaba, simultáneamente, la penetración de los valores y patrones de la clase media, así como de las actitudes sin las que hubiera sido difícil conseguir la autoestimación de la clase obrera, y, asimismo, define un movimiento de lucha colectiva de muy difícil construcción: sobriedad, sacrificio y aplazamiento de la recompensa. Si el movimiento obrero hubiese sido claramente revolucionario, o al menos hubiese estado rigurosamente separado del mundo de la clase media (como había ocurrido hasta 1848 y como ocurriría en la época de la segunda Internacional), la distinción habría sido bastante evidente. Sin embargo, en el tercer cuarto del siglo XIX resultaba casi imposible trazar la línea de demarcación entre mejora individual y colectiva.
El hecho es que, en esta época, el obrero capaz e inteligente, sobre todo si poseía alguna especialización, constituía el principal puntal del control social y la disciplina industrial ejercida por la clase media, y formaba los cuadros más activos de la autodefensa obrera colectiva. En el primer caso operaba así porque lo necesitaba un capitalismo estable, próspero y en expansión, y que le ofrecía perspectivas de mejorar, modestamente, y en cualquier caso parecía ineludible, pues ya no se consideraba algo provisional y temporal. Pero el obrero también participaba en la segunda opción, porque la clase obrera sabía que el mercado libre del liberalismo no iba a proporcionarles sus derechos, ni a cubrir sus necesidades. Tenían que organizarse y luchar: Formó el núcleo principal del desusadamente poderoso y organizado movimiento sindicalista.
Reforzada por sus ropas, sus muros sus objetos, la familia burguesa aparecía como la institución más misteriosa de la época. Pues si es fácil descubrir o imaginar las conexiones entre puritanismo y capitalismo, como testimonian multitud de escritos, siguen siendo oscuras las conexiones entre estructura familiar y sociedad burguesa. ¿Por qué motivo se dedicaría una sociedad a una economía de empresa competitiva y lucrativa, al esfuerzo individual, a la igualdad de derechos y oportunidades y a la libertad, si se basaba en una institución que las negaba tan absolutamente? Su unidad básica, el hogar unifamiliar, era una autocracia patriarcal.
El punto crucial es que la estructura de la familia burguesa contradecía de plano a la sociedad burguesa, ya que en aquella no contaban la libertad, la oportunidad, el nexo monetario, ni la persecución del beneficio individual. Podríamos afirmar que esto se debía a que el anarquismo individualista hobbesiano que conformaba el mundo teórico de la economía burguesa, no servía de base para ninguna forma de organización social, incluyendo a la familia. Y en realidad, hasta cierto punto, se buscaba un contraste deliberado con el mundo exterior, un oasis de paz en un ¿Qué queremos decir al hablar de la “burguesía” como clase, en este período? Las definiciones económicas, políticas y sociales diferían algo, pero estaban lo suficientemente cercanas entre sí como para no originar grandes dificultades Así, en un plano económico, la quintaesencia del burgués era el “capitalista” (es decir, el propietario del capital, el receptor de un ingreso derivado del mismo, el empresario productor de beneficios o todo esto a la vez).
Entre las principales características de la burguesía como clase hay que resaltar que se trataba de un grupo de personas con poder e influencia, independientes del poder y la influencia provenientes del nacimiento y del status tradicionales. Para pertenecer a ella se tenía que ser “alguien”, es decir, ser una persona que contase como individuo, gracias a su fortuna, a su capacidad para mandar a otros hombres o, al menos, para influenciarlos. De ahí que, como hemos visto, la forma clásica de la política burguesa fuese completamente distinta de la política de masas de los que se encontraban por debajo de ellos, incluyendo a la pequeña burguesía. El recurso clásico del burgués en apuros o con motivos de queja, fue ejercer o solicitar las influencias individuales: hablar con el alcalde, con el diputado, con el ministro, con el antiguo compañero de escuela o colegio… La Europa burguesa estaba, o iba a estar, llena de sistemas más o menos informales para la protección del progreso mutua, de cadenas de viejos amigos o mafias (“amigos de los amigos”).
Una de estas asociaciones, la francmasonería, sirvió a fines aún más importantes en ciertos países, especialmente en los latinos y católicos, ya que realmente sirvió de aglutinante ideológico a la burguesía liberal en su dimensión política.
La burguesía del tercer cuarto del siglo XIX fue preponderantemente “liberal”, en un sentido ideológico. Creían en el capitalismo, en la empresa privada competitiva, en la tecnología, en la ciencia y en la razón. Creían en el progreso, en un cierto grado de gobierno representativa, de derechos civiles y de libertades, siempre que fuesen compatibles con el imperio de la ley, y con un tipo de orden que mantuviese a los pobres en su sitio. Creían más en la cultura que en la religión.
El darwinismo, social o no, no era simplemente una ciencia, sino una ideología, incluso antes de que fuese formulada como tal. Ser burgués no sólo era ser superior, sino también demostrar cualidades morales equivalentes a las viejas cualidades puritanas. Pero más que nada significaba superioridad. El burgués no sólo era independiente, un hombre a quien nadie daba órdenes (excepto el Estado y Dios), sino alguien que se daba órdenes a sí mismo, socialmente era un “amo”, un “señor”, un “patrón”, o un “chef”. Como el éxito era una consecuencia del mérito personal, el fracaso se debía evidentemente a la falta de méritos.
El derecho a dominar, la incuestionable superioridad del burgués como especie, no sólo implicaba inferioridad, sino idealmente una inferioridad aceptada y deseada, como la existente en la relación entre hombre y mujer. Los obreros, como las mujeres, estaban obligados a ser leales y a estar satisfechos. Si no era así, ello se debía a esa figura clave del universo social de la burguesía: “el agitador proveniente del exterior”. El activo militante o el líder potencial de clase obrera debía ser por definición un “agitador”, ya que no podía adaptarse al estereotipo de obediencia, inercia y estupidez.
Dicha actitud reflejaba la determinación de decapitar a las clases inferiores, en la medida en que éstas no se desprendiesen de sus líderes potenciales espontáneamente, mediante su absorción en la clase media baja. Pero también refleja un grado considerable de confianza. Estamos lejos de aquellos propietarios de fábricas de los años 30, que vivían en constante temor de algo parecido a una insurrección de esclavos. Por ello las reacciones de temor y odio fueron mucho más histéricas cuando el espectro de la revolución social irrumpió una vez más en un mundo capitalista confiado. Las masacres de los comuneros de París dan testimonio de su fuerza.
La burguesía no era evidentemente una clase gobernante en el sentido en que lo era el terrateniente al viejo estilo, cuya posición le confería, de iure o de facto, el poder estatal efectivo sobre los habitantes de su territorio. Normalmente actuaba en el seno de un entramado dinámico de poder y administración estatal, que no era de su propiedad, al menos fuera de los edificios concretos que ocupaba (“mi hogar es mi castillo”).
En la mayoría de los países la burguesía, aunque ya definida como tal, no controlaba ni ejercía el poder político, excepto quizá a niveles subalternos o municipales. Lo que ejercía era su hegemonía y determinaba, cada vez más, a la política. No había una alternativa al capitalismo como método de desarrollo económico, y en este período ello implicaba tanto la realización de los programas económicos e institucionales de la burguesía liberal (como sus variaciones locales), como la vital posición de esa misma burguesía en el Estado. Incluso para los socialistas el camino del triunfo pasaba a través de un capitalismo totalmente desarrollado. Marx dio la bienvenida a la conquista de la India por los británicos y a la de México por los norteamericanos, como algo históricamente progresista. Lo mismo pensaba con los gobernantes de los regímenes conservadores antiburgueses y antiliberales de Europa. La única organización que se comprometió francamente a resistirse sin atenuantes fue la Iglesia católica. Desde la década de los 70 comenzó a desmoronarse el virtual monopolio del programa burgués (en sus formas “liberales”). Pero, de modo general, en el tercer cuarto del siglo XIX era todavía irrecusable. Según Bismarck, que no tenía ninguna simpatía por la sociedad burguesa, esta época estaba dominada por el “interés material”. El interés económico era una “fuerza elemental”.
La sociedad burguesa del tercer cuarto del siglo XIX estuvo segura de sí misma y orgullosa de sus logros. En ningún campo del esfuerzo humano se dio esto con mayor intensidad en el avance del conocimiento, en la “ciencia”. Las dos principales corrientes filosóficas se subordinan a la ciencia: el positivismo francés, asociado a la escuela de Auguste Comte, y el empirismo británico, relacionado con John Stuart Mill. El método positivo o científico significó (o significaría) el triunfo del último estadio por el que debe pasar la humanidad, después del teológico y metafísico.
El darwinismo no dependió tanto de su éxito en convencer al público científico, por ejemplo, respecto de los méritos evidentes del Origen de las especies, como de la coyuntura política e ideológica de su tiempo y país. Por supuesto, fue adoptado inmediatamente por la extrema izquierda, que había proporcionado un poderoso componente al pensamiento evolucionista. Alfred Russel Wallace 81823-1913), el verdadero descubridor de la teoría de la selección natural, con independencia de Darwin y que compartió la gloria con él, provenía de esa tradición de ciencia artesana y radicalismo que jugó un papel tan importante en los primeros años del siglo XIX, y que halló tan acorde consigo misma “la historia natural”. Formado en el medio cartista, y owenista de los Halls of Science (Salones Científicos), Russel Wallace, siguió siendo un hombre de extrema izquierda, que volvió, al final de su vida, a la militancia en apoyo de la nacionalización de la tierra, e incluso al socialismo, al tiempo que mantenía sus creencias en aquellas otras teorías características de la ideología heterodoxa y plebeya, como la frenología y el espiritismo. Marx dio una inmediata bienvenida a los Orígenes como “la base de nuestras ideas en ciencias naturales”, y la socialdemocracia –y con ella algunos de los discípulos de Marx, como hizo en demasía Kautsky- se hizo firmemente darwinista. La evidente afinidad de los socialistas con el darwinismo biológico no evitó que la clase media liberal, dinámica y progresiva, le diese la bienvenida y lo defendiese.
Al contrario que las ciencias naturales, las ciencias sociales aún no contaban en la sociedad liberal con el estímulo del progreso tecnológico. Ya que el modelo básico de la economía parecía absolutamente satisfactorio, no dejó grandes problemas sin resolver, como los relacionados con el crecimiento, con una posible depresión económica o con la distribución de los beneficios. Tales problemas aún no habían sido resueltos. En cualquier caso, es evidente que las cosas estaban mejorando y progresando, situación poco adecuada para que los economistas se concentrasen en los aspectos más profundos de su ciencia.
Los pensadores alemanes, que nunca asumieron por completo las teorías liberales extremadas, y que, como todos los conservadores, temían que la sociedad fruto del capitalismo liberal resultado peligrosa e inestable, no propusieron nada nuevo excepto reformas sociales preventivas. La imagen básica que el sociólogo se hacía era biológica, ya que consideraba a la
sociedad como un “organismo social”, es decir, la cooperación funcional de todos los grupos de la sociedad, tan diferente de la lucha de clases. Se trataba del viejo conservadurismo vestido con ropajes del siglo XIX, y, digámoslo de pasada, era difícil de combinar con la otra imagen biológica del siglo que tendía al cambio y al progreso, a saber, la “evolución”. De ahí que el único pensador del período que desarrolló una teoría comprehensiva de la estructura y el cambio social, que aún impone respeto, fue el revolucionario social Karl Marx.
El problema que abordó Marx fue el mismo que trataron de afrontar otros científicos sociales: la naturaleza y mecánica de la transición de un precapitalismo a una sociedad capitalista. Marx resistió a la tendencia de separar el análisis económico de sus contextos histórico y social.
El racismo jugó un papel central en otra ciencia social de rápido desarrollo, la antropología. El racismo invadió el pensamiento del período que estudiamos, hasta un límite difícil de apreciar hoy día, y no siempre fácil de comprender. (Por ejemplo, ¿por qué ese horror generalizado a la mezcla de razas, y cuál es el motivo de la casi universal creencia existente entre los blancos de que los “mestizos” heredan, precisamente, los peores caracteres de la raza de sus padres?) Aparte de su utilidad como legitimación del gobierno de los blancos sobre los individuos de color, y de los ricos sobre los pobres, quizá esto pueda describirse mejor como un mecanismo: Ya que el liberalismo no podía defenderse de manera lógica contra la igualdad y la democracia, erigió la barrera ilógica de las razas: sería la propia ciencia, baza del liberalismo, la que probaría que los hombres no eran iguales. Pero, por supuesto, la ciencia de este período no pudo demostrarlo, aunque algunos científicos hubieran deseado hacerlo. La “ciencia” fue el núcleo de esta ideología secular del progreso, en parte liberal y en menor medida (aunque en continua expansión) socialista.
El anticlericalismo fue belicosamente secularista, en la medida en que deseaba arrebatar a la religión cualquier posición ofician en la sociedad. Sin embargo, el anticlericalismo era, básicamente, político, ya que la principal pasión que lo movía era la creencia de que las religiones establecidas eran hostiles al progreso. Y realmente lo eran, al ser instituciones muy conservadoras, tanto sociológica como políticamente. Un libro llamado Moisés o Darwin fue más leído en las bibliotecas de los obreros socialdemócratas alemanes que los escritos del propio Marx. Los anarquistas del occidente europeo eran furiosamente anticlericales. No fue por casualidad que un herrero radical de la Romaña, apellidado Mussolini, llamase a su hijo Benito, en homenaje al anticlerical presidente mexicano Benito Juárez.
Y con todo, a mediados del siglo XIX no se percibió un declive de la religión de masas comparable a la derrota intelectual de la teología. En la medida en que interesaba a la clase media, como hemos observado, el declive de la religión se vio inhibido; no sólo por la tradición y el evidente fracaso del racionalismo liberal para proporcionar un sustituto emocional al culto y al ritual colectivos de la religión, sino también por su repugnancia a abandonar tan valiosos y quizá tan indispensables, pilares de estabilidad, moralidad y orden social. A esos factores demográficos, sobre los que crecientemente se apoyaba la Iglesia católica para su triunfo final: la emigración masiva desde ambientes más tradicionales, es decir, más píos, a las nuevas ciudades, regiones y continentes, y la elevada fertilidad de los piadosos pobres en comparación con los ateos corrompidos por el progreso (incluyendo el control de natalidad).
El cristianismo en cualquiera de sus acepciones fracasó en su intento de convertirse en un serio competidor de la única religión que, sin lugar a dudas, se estaba expandiendo, es decir, el Islam, que continuó difundiéndose irresistiblemente por el interior de África y en ciertas regiones de Asia; apoyada, sin duda, no sólo por su igualitarismo, sino también por la conciencia de su superioridad sobre los valores de los conquistadores europeos. Los misioneros nunca hicieron mella en la población musulmana.
En el seno del cristianismo hubo indicios de un contraataque contra el avance de la secularización. No tanto en el mundo protestante como entre los católicos. El culto milagroso de Lourdes en Francia se extendió con enorme rapidez y que rápidamente recibió un activo apoyo eclesiástico.