Formación de la clase obrera en Inglaterra
E.P. Thompson, 1963
E.P. Thompson, 1963
a) De su pertenencia al Grupo de Historiadores del Partido Comunista Británico, y particularmente de su amistad con el gran medievalista Rodney Hilton, quien entendió, el primero, la importancia para los historiadores marxistas británicos de la obra del francés Marc Bloch (1886-1944), Thompson aprendió que, lejos de ser un tiempo socialmente muerto, la Edad Media europeo-occidental fue una época de intensas pugnas sociales y políticas de clase, marcadas por el afán señorial de cercar y privatizar los bienes comunales, base fundamental de la libertad popular. Thompson acuñó el célebre concepto de “economía moral de la multitud”: significaba el conjunto de normas, prácticas y valores compartidos por las clases subalternas en defensa de los bienes comunes y de las oleadas señoriales de ataques cercadores y privatizadores. El avance expropiador y mercantilizador –la insólita, y en cierto sentido, contra natura, conversión de la tierra, de la capacidad de trabajo y del dinero en mercancías- propiciada por la fuerza económica dinámica llamada modo de producir capitalista era políticamente resistible, y fue desde el comienzo (y sigue siendo) social y políticamente resistida.
b) Tiene que ver con su insistencia en la naturaleza continua de las luchas políticas de la población trabajadora bajo la Revolución Industrial. De aquí la importancia otorgada al legado literario de Tom Paine (1737-1809) para el incipiente movimiento obrero industrial (en eso le había precedido su amigo Hobsbawm), así como al estudio y descripción del activismo práctico del jacobinismo inglés, señaladamente de la figura del difamado John Thelwall /1764-1834). Si al estalinismo –constructor de un pretendido “socialismo en un solo país” a partir de la industrialización forzosa fundada en una despótica desposesión de las masas populares- le resultaba políticamente incómoda la lectura del capítulo marxiano sobre “La llamada acumulación originaria del capital”, de todo punto le resultaba la idea de que el movimiento obrero y el socialismo industrial moderno, lejos de nacer mecánicamente de la nada, eran herederos conscientes de las grandes luchas plebeyas, y muy particularmente, de la democracia republicana revolucionaria francesa de 1792.
Thompson no sólo ilustra y documenta detalladamente que la lucha decimonónica por la libertad de prensa, las libertades políticas y el sufragio democrático fue una lucha obrera y popular, y, en cualquier caso, muy poco “burguesa”, sino que las grandes conquistas de derechos individuales y libertades y garantías públicas traían su origen en viejas luchas medievales populares y comunarias que configuraron las tradiciones constitucionales de la “libertad inglesa”
Por clase, entiendo un fenómeno histórico que unifica una serie de sucesos dispares y aparentemente desconectados, tanto por lo que se refiere a la materia prima de la experiencia, como a la conciencia. Y subrayo que se trata de un fenómeno histórico. No veo la clase como una “estructura”, ni siquiera como una “categoría”, sino como algo que tiene lugar de hecho –y se puede demostrar que ha ocurrido- en las relaciones humanas. (…) Hoy en día, existe la tentación, siempre presente, de suponer que la clase es una cosa. Este no fue el sentido que Marx le dio en sus propios escritos de tipo histórico, aunque el error vicia muchos de los recientes escritos “marxistas”. (…) Si recordamos que la clase es una relación, y no una cosa, no podemos pensar de este modo. “Ella” no existe, ni para tener un interés o una conciencia ideal, ni para yacer como paciente en la mesa de operaciones del ajustador.
En los años que van entre 1780 y 1832, la mayor parte de la población trabajadora inglesa llegó a sentir una identidad de intereses común a ella misma y frente a sus gobernantes y patronos. Esta clase gobernante estaba muy dividida y de hecho sólo ganó cohesión a lo largo de los mismos años porque su superaron ciertos antagonismos –o perdieron su importancia relativa- frente a una clase obrera insurgente. De modo que en 1832 la presencia de la clase obrera es el factor más significativo de la vida política británica.
El libro está escrito del siguiente modo. En la Primera parte se estudian las tradiciones populares con continuidad en el siglo XVIII, que tuvieron influencia en la agitación jacobina de la década de 1790. En la Segunda Parte se pasa de las influencias subjetivas a las objetivas: las experiencias de grupos de obreros durante la Revolución industrial, que en mi opinión tienen una significación especial. También intento hacer una estimación del carácter de la nueva disciplina del trabajo industrial y la relación que la Iglesia Metodista puede tener con aquella. En la Tercera parte, se recoge la historia del radicalismo plebeyo y se lleva a través del ludismo hasta le época heroica del final de las guerras napoleónicas. Al final, se tratan algunos aspectos de teoría política y de la conciencia de clase en las décadas de 1820 y 1830.
Precisamente porque la clase es una formación tanto cultural como económica, he sido cauteloso en cuanto a generalizar más allá de la experiencia inglesa.
“Estáis luchando contra los enemigos/de la humanidad y no sólo para vosotros, /que quizás no podáis ver el día de la libertad/completa, sino para los niños que cuelgan/de los pechos de sus madres” (“La bestia y la prostituta gobiernan sin control”). William Blake, 1798.
Se ha reivindicado a menudo a la Sociedad de Correspondencia de Londres como la primera organización política claramente obrera que se formó en Inglaterra. Quizás es más preciso pensar que la Sociedad de Correspondencia de Londres (S.C.L.) era una sociedad “popular radical”, que una sociedad “obrera”. El radicalismo londinense alcanzó pronto una mayor complejidad a partir de la necesidad de unir diversas agitaciones en un movimiento común. En general, las nuevas teorías, los nuevos debates han conectado primero con el movimiento popular en Londres y se han extendido desde Londres hacia fuera, a los núcleos de provincia.
Hay rasgos, incluso en la breve descripción de sus primeros encuentros, que indican que había nacido un nuevo tipo de organización; rasgos que nos ayudan a especificar, en el contexto del período 1790-1850, la naturaleza de una “organización de clase obrera”: hay un trabajador como secretario, una cuota semanal baja, mezcla de temas económicos y políticos –“la dificultad de los tiempos” y la reforma parlamentaria. También hay una atención auténtica a las ceremonias de procedimiento y, sobre todo, la voluntad de propagar opiniones y de organizar a los convertidos, expresada en el lema: “Que el número de nuestros miembros sea ilimitado”. Significaba el fin de cualquier noción de exclusividad, el fin de la política como el coto de alguna elite hereditario o grupo de propietarios. La aprobación de este lema significaba que la S.C.L. rechazaba la identificación, que se había hecho durante siglos, de la política y los derechos de propiedad.
Abrir las puertas de par en par a la propaganda y la agitación de esa forma “ilimitada” suponía una nueva concepción de la democracia, que desechaba antiguas inhibiciones y confiaba en los mecanismos que existían entre la población para su movilización y auto-organización. Un desafío revolucionario como éste tenía que desembocar, forzosamente, en una acusación de alta traición. Este desafío, naturalmente, lo habían expresado con anterioridad los levellers del siglo XVII. Y la cuestión había sido discutida entre los oficiales de Cromwell y los agitadores del ejército en unos términos que anticipaban lo que serían los conflictos de la década de 1790.
Abarca muchas sectas, muchas tendencias, intelectuales y teológicas en conflicto, tropieza con muchas formas diferentes en medios sociales distintos. Los antiguos grupos disidentes, los cuáqueros y los baptistas, presentan algunas semejanzas en su evolución después de la Revolución gloriosa de 1688. (…) Cuando se derrumbaron las milenarias esperanzas de un gobierno de los santos, a continuación, se produjo una aguda disociación entre las aspiraciones temporales y espirituales del puritanismo de los pobres.
Quizá los baptistas (enlaces 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8) eran los que presentaban la mayor coherencia: seguían siendo los más calvinistas en cuanto a su teología y los más plebeyos en cuanto a sus seguidores.
El progreso del peregrino es, junto con Los derechos del hombre, uno de los textos fundamentales del movimiento obrero inglés: Bunyan y Paine, con Cobbett y Owen, contribuyeron mucho a la provisión de ideas y actitudes que constituyen la materia prima del movimiento desde 1790 a 1850. Ahí está el reino de Winstanley que no “corrompen la polilla ni el óxido”, ahí está el reino espiritual milenario de los santos, quienes deben “sufrir con paciencia” este mundo. Ahí está el “grito lamentable” -¿qué puedo hacer?- de los que perdieron en Putney y quedaron fuera del pacto de 1688. Ahí está el viejo Papa, de quien el cristiano piensa que sus antepasados le han domesticado …
El progreso del peregrino. La “atmósfera primordial” del libro denota que “la vida futura no sólo es más importante, sino más cierta, de diversos modos, que todos los intereses de la vida en este mundo”. Y esto nos recuerda que la fe en una vida futura era útil, no sólo como consuelo para los pobres, sino además como cierta compensación emocional por los sufrimientos y las injusticias actuales; era posible no sólo imaginar la “recompensa” de los humildes, sino además gozar de alguna venganza sobre sus opresores imaginando sus tormentos futuros. Los baptistas de Bunyan estaban profundamente divididos: los baptistas generales “arminianos” que perdían terreno ante los entusiastas baptistas particulares calvinistas, con sus baluartes, cuyo propio calvinismo, sin embargo, les impediría la propagación de la secta. Pero el resurgimiento (movimiento evangélico) era lento y fue la competición con los metodistas, más que una dinámica interna, la que condujo a los baptistas de vuelta hacia los pobres.
La historia intelectual de la disidencia se compone de colisiones, cismas, mutaciones; y a menudo se tiene la sensación de que las semillas, en estado latente, del radicalismo político se encuentran en su seno, dispuestas a germinar siempre que se siembren en un contexto social benéfico y esperanzador. Por supuesto, habría una cierta lógica en el hecho de que el resurgimiento evangélico hubiera venido del seno de la iglesia oficial. El acento puritano sobre una “vocación” se ajustaba particularmente bien a la experiencia de los grupos de clase media floreciente y laboriosa o de pequeña burguesía. Las tradiciones más luteranas del protestantismo anglicano estaban menos adaptadas a las doctrinas exclusivistas de la “elección”, aunque como iglesia oficial tenía una responsabilidad particular sobre las almas de los pobres y, desde luego, el deber de inculcarles las virtudes de la obediencia y la laboriosidad. El letargo y el materialismo de la Iglesia del siglo XVIII eran tales que al final el resurgimiento evangélico dio lugar a la Iglesia Metodista diferenciada. Pero con todo, el metodismo estuvo profundamente marcada por su origen; mientras que la disidencia del hombre pobre de Bunyan y más adelante, de los metodistas primitivos, era una religión del pobre.
Sin embargo, el progreso más rápido del metodismo entre los pobres se dio a menudo en áreas con una larga tradición de disidencia. (…) El metodismo aparece como una influencia políticamente regresiva o “estabilizadora”, y encontramos cierta confirmación de la tesis según
nivel, nos es conocido el argumento de que el metodismo fue responsable, de forma indirecta, de un incremento de la confianza en sí misma y la capacidad de organización de la población obrera. Si los pobres de Cristo llegaban a creer que sus almas eran como las almas de los aristócratas o los burgueses, esto podría llevarles a los argumentos de Los derechos del hombre, de Tom Paine.
Y de la predicación a la organización. Aquí hay dos aspectos: la penetración transitoria del metodismo por parte de algunas de las tradiciones autonomistas de la disidencia y la transmisión a las asociaciones de la clase obrera de formas de organización características de la Conexión Metodista. El metodismo proporcionaba no sólo las formas de las reuniones de clase, la recaudación sistemática de cuotas de un penique y el “cupón”, adoptados con tanta frecuencia por las organizaciones radicales y sindicales, sino también una experiencia de organización centralizada eficiente –tanto a nivel de distrito como a nivel nacional- de la que la disidencia había carecido.
Fue durante los años contrarrevolucionarios, a partir de 1795, cuando el metodismo hizo su mayor progreso entre la población obrera y actuó de la manera más evidente como una fuerza social estabilizadora o regresiva. Privado de sus elementos más demócratas o intelectual. A lo largo de todo el período de la Revolución industrial, el metodismo nunca superó esta tensión entre las tendencias autoritaria y democrática. El segundo impulso se sintió con mucha fuerza en las sectas secesionistas. El metodismo realizó, con su ruptura con la iglesia oficial, las funciones del anticlericalismo del siglo XIX en Francia (Hobsbawm). Cualquier suceso dramático, como el terremoto de Lisboa de 1755, daba lugar a expectativas apocalípticas. Ciertamente, había una inestabilidad milenarista en el corazón del propio metodismo.
A lo largo de la Revolución industrial podemos ver esa tensión entre el “reino exterior” y el “reino interior” en la disidencia de los pobres, con el milenarismo en un polo y el quietismo en el otro. Durante generaciones la educación más comúnmente asequible llegaba a través del púlpito y la escuela del domingo: el Antiguo Testamento y El progreso del peregrino. Entre este mundo simbólico y aquella experiencia social había un continuo intercambio, un diálogo entre actitudes y realidad que a veces era fructífero, a veces árido, a veces masoquista en su resignación. La corriente milenarista, subterránea durante tanto tiempo, irrumpió en la superficie con una inesperada fuerza, como resultado inmediato de la Revolución francesa: “Para el milenarista auténtico, el presente se convierte en la brecha a través de la cual lo que antes estuvo oculto sale de pronto, se apodera del mundo exterior y lo transforma.
Si nos preocupa el cambio histórico, debemos prestar atención a las minorías articuladas. Esas minorías surgen de una mayoría menos articulada cuya conciencia se puede describir, en ese momento, como “subpolítica”; compuesta de superstición o irreligiosidad pasiva, prejuicio y patriotismo. Lo inarticulado, por definición, deja pocos recuerdos de sus pensamientos. Aparece en momentos de crisis, como en los disturbios de Gordon, y sin embargo, la crisis no es una condición sine qua non.
La mayor parte de los hombres y mujeres que tenían propiedades sentían la necesidad de poner en orden las casas de los pobres. El mensaje que se debía dar a los pobres obreros era simple: “Se les debería recomendar paciencia, trabajo, moderación, frugalidad y religión; todo lo demás es un engaño indiscutible”. En la década de 1790, la sensibilidad de la clase media victoriana era alimentada por una gentry (alta burguesía, baja nobleza) asustada que había visto cómo los mineros, los alfareros y los cuchilleros leían Los derechos del hombre. Era la capa de ambigüedad moral que se asentaba en Gran Bretaña durante esos años, lo que hizo montar en cólera a William Blake: “Por causa de los Opresores de Albión en toda Ciudad y Pueblo (…) / Obligan a los Pobres a alimentarse de un mendrugo de/pan pro medio de artes suaves y persuasivas/ Reducen al hombre a la indigencia, luego donan con pompa y ceremonia:/La alabanza de Jehová la cantan labios hambrientos y sedientos”
Algunos de los primeros líderes y cronistas del movimiento eran trabajadores autodidactos, que se hicieron a sí mismos mediante esfuerzos de autodisciplina que les obligaron a volver la espalda al despreocupado mundo de la taberna (…) Necesitamos más estudios de las actitudes sociales de los delincuentes, los soldados y los marineros, de la vida de la taberna; y deberíamos examinar los hechos, no con una visión moralizante. Podemos aislar dos formas de incidencia de esas tradiciones “sub-políticas” en el movimiento obrero primitivo; los fenómenos del motín y la muchedumbre, y las ideas populares de un “derecho pro nacimiento” del ciudadano inglés. En cuanto al primero, debemos advertir que siempre persistieron actitudes populares con respecto al delito, que a veces eran equivalentes a un código no escrito completamente diferente a las leyes del país. (…) Comunidades enteras perdonaban decididamente otros delitos: el acuñamiento de moneda, la caza furtiva, la evasión de impuestos, etc.
Esta distinción entre el código legal y el código popular no escrito es frecuente en cualquier época. Pero pocas veces los dos códigos se han diferenciado más agudamente el uno del otro que en la segunda mitad del siglo XVIII. No era el juez –una salvedad importante-, sino el cuerpo legislativo el responsable de promulgar siempre más penas capitales por los delitos contra la propiedad: en los años que van desde la Restauración a la muerte de Jorge III, el número de delitos que fueron penados con la muerte aumentó en cerca de 190, más de uno por año, y de ellos, se agregaron no menos de 73 en los años 1760-1810. Iban a ser castigados con la muerte no sólo los pequeños hurtos, sino también las primeras formas de rebelión industrial: destruir un telar de seda, derribar vallas cuando se cercaban las tierras comunales y prender fuero a los almiares de cereales.
La expansión comercial, el proceso de cercado de campos, los primeros años de la Revolución industrial: todo tuvo lugar a la sombra de la horca. Los esclavos blancos abandonaban nuestras costas para ir a las plantaciones norteamericanas y, más tarde, a Tasmania, mientras Bristol y Liverpool se enriquecían con los beneficios de la esclavitud negra; y los propietarios de esclavos de las plantaciones de las Indias Occidentales injertaban su riqueza en antiguos linajes en el mercado matrimonial
Se detestaba la ley, mas también se la despreciaba. Sólo los delincuentes más endurecidos merecían tanto odio popular como los delatores que llevaban a los hombres a la horca. El movimiento de resistencia a las leyes de los propietarios no sólo tomaba la forma de actos delictivos individuales, también se materializaba en insurrecciones esporádicas y fragmentarias, en las que el número proporcionaba cierta inmunidad. Al pueblo británico se le conocía en toda Europa por su turbulencia y la población de Londres asombraba a los visitantes extranjeros por su falta de respeto hacia ellos. El siglo XVIII y los primeros años del siglo XIX están salpicados por motines ocasionados por los precios del pan, los portazgos y peajes, el excise, el “rescate”, las huelgas, la nueva maquinaria, los cercados, los press-gangs y muchísimos agravios más. La acción directa contra determinadas injusticias se diluye, por una parte, en las grandes rebeliones políticas de la “muchedumbre”.
La distinción es útil. En Gran Bretaña, en el siglo XVIII, las acciones de amotinamiento adoptaban dos formas distintas: la de la acción directa más o menos espontánea, y la de la utilización deliberada de la multitud como instrumento de presión, por parte de personas situadas por encima o al margen de ella. La primera forma no ha recibido la atención que merece. Se fundamentaba en legitimidades populares más articuladas y estaba sancionada por tradiciones más complejas de lo que la palabra “motín” indica.
Estos “motines” se consideraban a nivel popular como actos de justicia y sus líderes se tenían como héroes. En la mayoría de los casos culminaban en la venta obligada de víveres al precio de costumbre o popular, de manera semejante a la taxation populaire francesa, y los ingresos se daban a los propietarios. Por otra parte, requerían más preparación y organización de lo que parece a primera vista; a veces la “muchedumbre” controlaba el mercado durante varios días, a la espera de que bajaran los precios; a veces las acciones eran precedidas por octavillas escritas a mano, e incluso impresas, en la década de 1790. Esas acciones populares estaban legitimadas por la vieja y paternalista moral económica. Por tanto, en los últimos años del siglo XVII se asistió a un último esfuerzo desesperado, por parte de la población, por volver a imponer la vieja economía moral, en contra de la economía de mercado.
La bienvenida a los primeros momentos de la Revolución francesa provenía sobre todo de la clase media y los grupos disidentes. No fue hasta 1792 cuando estas ideas ganaron un amplio apoyo popular, principalmente por medio de Los derechos del hombre de Paine.
Las verdaderas muchedumbres, en el sentido de “cuadrillas pagadas que actúan en beneficio de intereses externos”, son las muchedumbres favorables a la “Iglesia y el Rey”, utilizadas desde 1792 en adelante para aterrorizar a los jacobinos ingleses. Aunque esas muchedumbres a veces se dirigieran contra los ricos y los reformadores destacados, pertenecen a la tradición de los propietarios de las minas y del párroco, y estaban tan sumamente organizadas –y algunas veces pagadas- por “intereses externos” que es difícil considerarlas indicativas de cualquier auténtico sentimiento popular independiente. Además, a pesar de que el clero y los tribunales concedían, en muchos lugares, una licencia completa a las muchedumbres anti jacobinas, éstas pocas veces implicaban a más de un pequeño grupo de gamberros escogidos y nunca hacían estallar la violencia popular a la escala de Birmingham en 1791.
En los años que siguieron, cuando era posible una invasión francesa, es indudable que los sentimientos patrióticos de la plebe amenazaron a los jacobinos supervivientes mediante el terrorismo de la muchedumbre.
De vez en cuando, entre 1815 y 1850, los owenitas o los cartistas se quejaban de la indiferencia de la población. Pero, si no tomamos en consideración los tumultos habituales en las elecciones, en general, es cierto que los reformadores estaban amparados por el apoyo de las comunidades obreras. En las épocas de elecciones, en las grandes ciudades, las votaciones a mano alzada realizadas en las hustings, que precedían a la elección, se decantaban abrumadoramente a favor del candidato más radical. Los reformadores dejaron de temer a “la muchedumbre”, mientras que las autoridades se veían obligadas a construir cuarteles y a tomar precauciones contra “la multitud revolucionaria”. Este es uno de esos hechos históricos tan importantes que fácilmente se pasa por alto o se acepta sin poner en duda; y, sin embargo, indica un cambio fundamental de acento en las actitudes inarticuladas y “sub-políticas” de las masas.
El cambio de acento se relaciona con las nociones populares de “independencia”, patriotismo y el “derecho por nacimiento” del inglés. Los amotinados de los disturbios de Gordon de 1780 y los amotinados en favor de la “Iglesia y el Rey” de Birmingham en 1791 tenían eso en común: creían estar defendiendo, de alguna forma confusa, la “Constitución” contra elementos extraños que amenazaban su “derecho por nacimiento”. El patriotismo, el nacionalismo e incluso el fanatismo y la represión, todos estaban arropados por la retórica de la libertad. En nombre de la libertad, Burke denunció la Revolución francesa y Paine la defendió.
La actitud del inglés medio no era tanto democrática, como anti absolutista. Se consideraba a sí mismo como un individualista, con pocos derechos afirmativos, pero protegido por las leyes contra la intrusión del poder arbitrario. De forma más difusa, consideraba que la Gloriosa teoría política, de los tradicionalistas y los reformadores por igual, quedó completamente paralizada dentro de los límites pseudoliberales establecidos por el acuerdo de 1688, por parte de Locke o de Blackstone. Para Locke, los objetivos principales del gobierno eran el mantenimiento de la paz civil, la seguridad de la persona y la propiedad. Una teoría como ésta, adulterada por el egoísmo y el prejuicio, proveería a las clases propietarias de una sanción para implantar el más sangriento código posible para castigar a los transgresores contra la propiedad, pero no disponía sanción alguna para una autoridad arbitraria que estorbara los derechos personales o de propiedad y que no estuviera controlada por las disposiciones de la ley. De aquí la paradoja, que sorprendía a muchos observadores extranjeros, de un código penal sangriento junto con una administración e interpretación de las leyes liberal y, a veces meticulosa. El siglo XVIII fue ciertamente un gran siglo para los teóricos constitucionales, los jueces y los abogados. El hombre pobre podía sentirse a menudo poco protegido cuando quedaba atrapado en las redes de la ley. Pero el sistema de jurado ofrecía una medida de protección. Además, no sólo la libertad con respecto a las intrusiones del Estado era una fuente de auténtica exultación popular, también lo era la creencia en la igualdad de los ricos y los pobres ante la ley.
Puesto que Los derechos del hombre es un texto básico del movimiento obrero inglés, debemos examinar sus argumentos y su tono de forma atenta. Paine escribió en territorio inglés, pero lo hizo como un norteamericano con reputación internacional que había vivido durante cerca de quince años en el vigorizante ambiente del experimento y la actitud iconoclasta con respecto a la Constitución. “Quería saber –escribió en el prefacio a la segunda parte- de qué forma sería recibida una obra escrita en un estilo de pensamiento y de expresión distinto a lo que ha sido tradicional en Inglaterra.” Desde el principio rechazó el marco del argumento constitucional: “Lucho por los derechos de los vivos y contra el hecho de que sean legados y controlados y estipulados por la supuesta autoridad manuscrita de los muertos.” Burke deseaba “transmitir los derechos de la posteridad para siempre, sustentados en la autoridad de un enmohecido pergamino¨”, mientras que Paine afirmaba que cada generación sucesiva tenía la capacidad de definir sus derechos y su forma de gobierno de nuevo.
El ejemplo francés rompió la compuerta del constitucionalismo. Pero el año fue 1792, no 1789, y las aguas que fluyeron a través de ella fueron las de Tom Paine. (…) Se convocaron manifestaciones a finales de noviembre para celebrar las victorias de los ejércitos franceses (Sheffield).
Los motines de Birmingham favorables a la “Iglesia y al Rey”, del verano de 1791, apenas pertenecen a la era “revolucionaria francesa”. Aunque el pretexto para los motines fue un banquete para celebrar el aniversario de la caída de la Bastilla, tanto la propaganda de los jacobinos como la de los anti jacobinos apenas había penetrado en el pueblo. A partir de mayo de 1792, las manifestaciones anti jacobinas estuvieron mejor organizadas, compuestas más a menudo por personas desmoralizadas y esbirros y dirigidas de forma más abierta a la intimidación de los reformadores plebeyos. Sin embargo, los motines de Birmingham suponen un momento de transición. La evidente complicidad y satisfacción de las autoridades indignaron y fortalecieron a los reformadores que, en otras muchas partes del país, habían celebrado la caída de la Bastilla sin que se les importunara.
Se suele subestimar la profundidad y la intensidad de la agitación democrática en Inglaterra. El pánico y la ofensiva contrarrevolucionaria de los propietarios comenzaron en Inglaterra algunos meses antes de que se produjeran, en Francia, la detención del rey y las matanzas de septiembre. Cuando esto último tuvo lugar, todos los órganos de la autoridad utilizaron los medios disponibles para dar publicidad a los sufrimientos de las víctimas de la guillotina y de los émigrés franceses, no sólo a partir de un sentimiento de conmoción, sino también –y, quizá, en primer lugar- como un medio de contrarrestar la propaganda jacobina inglesa.
El éxito de la segunda parte de Los derechos el hombre fue, verdaderamente, fenomenal. La estimación, que se hacía en un folleto de 1793, de que las ventas alcanzaron un total de doscientos mil ejemplares en aquel año ha sido ampliamente aceptada y esto en una población de diez millones. La segunda parte llegó rápidamente a una sexta edición. Los escritos de Paine habían servido de piedra de toque para distinguir los diversos acentos entre los reformadores. Los aristocráticos Amigos del Pueblo se esmeraban en asegurar su lealtad hacia el acuerdo de 1688, en separarse de cualquier idea de Convención Nacional y del “ambiguo lenguaje de engaño” de Paine. Sin duda alguna lo que produjo mayor alarma fue el agudo espíritu de antagonismo de clase cristalizado por la vinculación que hacía Paine de las demandas políticas con las económicas.
Así pues, 1792 fue el annus mirabilis de Tom Paine. En doce meses su nombre se convirtió en una palabra familiar. Había pocos lugares en las Islas Británicas a los que su libro no hubiese llegado. Sirvió de piedra de toque al dividir a los caballeros reformadores y los patricios whigs de una minoría de industriales y profesionales radicales que buscaban una alianza con los trabajadores y los artesanos, aprobaban las propuestas sociales y económicas de Paine y tenían la vista puesta en dirección a una república. La “gentry de la corte” montó su propia ofensiva de publicaciones y estimuló los movimientos de sus seguidores. En el invierno de 1792-1793 éstos intentaron reavivar e inflamar la técnica de la violencia de la muchedumbre, que tan efectiva había sido en Birmingham el año anterior. Se fomentaron por todo el país manifestaciones contra Tom Paine.
Si la distribución de Los derechos del hombre fue a escala nacional, también lo fue la promoción de sociedades anti jacobinas. Por lo tanto, apenas el impulso revolucionario había empezado a reunir fuerzas en Inglaterra, fue sometido a un asalto contrarrevolucionario respaldado por los recursos de la autoridad establecida.
En 1794, la fiebre de la guerra se intensificó. Se formaron cuerpos de voluntarios, se hicieron suscripciones públicas y las ferias tradicionales se volvieron ocasiones propicias para las demostraciones militares. El gobierno aumentó las subvenciones -así como la influencia sobre la prensa diaria- y, para ello, se multiplicaron los panfletos populares anti jacobinos.
Los jacobinos ingleses eran más numerosos y se parecían con mayor exactitud al menu peuple que hizo la Revolución francesa de la que se ha reconocido. Verdaderamente, se parecen menos a los jacobinos que a los sans-culottes de las “secciones” de París, cuyo apasionado igualitarismo apuntaló la guerra revolucionaria de la dictadura de Robespierre, de 1793-1794. Sin embargo, sus baluartes no se encontraban en las nuevas ciudades fabriles, sino entre los artesanos urbanos con una tradición intelectual más larga. Exactamente igual que en París, en el Año II, se destacaban los zapateros. Estos artesanos llevaron las doctrinas de Paine hasta el extremo: democracia absoluta, oposición completa a la monarquía y a la aristocracia, al estado y a los impuestos. En las épocas de entusiasmo, eran el centro invariable de un movimiento que obtenía su apoyo de miles de pequeños tenderos, de impresores y libreros, médicos, maestros, grabadores, pequeños menestrales y clérigos disidentes, en un extremo; y de mozos, cargadores de carbón, obreros, soldados y marineros, en el otro. El movimiento sólo produjo dos teóricos importantes y ambos revelan las tensiones que había en su seno. John Thelvall, hijo de un mercero de seda, fue el más importante. En 1795 y 1796, sus conferencias y sus escritos son mucho más profundos y consecuentes que los de cualquier otro jacobino en activo. Definió con claridad una valoración inglesa de los sucesos que transcurrían en Francia. Amplió Los derechos del hombre a Los derechos de la naturaleza. Ponía el acento, mucho más que Paine, en las cuestiones sociales y económicas. Estos “derechos” incluían “un derecho a la parte del producto (…) proporcional a los beneficios del patrón” y el derecho a la educación a través del cual los hijos de los obreros pudiesen acceder a la “posición social más elevada”. Thelvall intentó trazar la ascendencia de la jornada laboral de ocho horas como la “norma” tradicional del trabajador.
Podemos afirmar que Thelvall ofreció una ideología coherente al artesano. Su revisión más detenida de Los derechos de la naturaleza radicó en el análisis del “Origen y Distribución de la Propiedad” y el “Sistema Feudal”. Aunque, como Paine, se detuvo antes de llegar a la crítica de la acumulación privada de capital per se, pretendió limitar la actuación del “monopolio” y la explotación “comercial”, intentando pintar una sociedad ideal de pequeños propietarios de tierra, pequeños comerciantes y artesanos, y de trabajadores cuyas condiciones y horas de trabajo, salud y vez estuviesen protegidas.
Thelvall llevó el jacobinismo a las orillas del socialismo, también lo llevó a las orillas de lo revolucionario. Ahí el dilema no estaba en su mente, sino en su situación: fue el dilema de todos los reformadores radicales hasta la época del cartismo y más allá ¿Cómo iban a llevar a cabo sus objetivos aquellos que no tenían representación, si además sus organizaciones se enfrentaban a la persecución y a la represión? ¿Cómo lo denominaban los cartistas, fuerza “moral” o “física”? Thelvall rechazaba la política de gradualismo educativo de Place como el modo auxiliar de las clases medias. Aceptaba una agitación ilimitada, pero rechazaba el procedimiento extremo de la organización revolucionaria clandestina. Esta situación difícil era la que le iba a enfrentar –tanto a él como a reformadores posteriores- a la elección entre retórica provocativa y la capitulación. Este dilema se iba a repetir, una y otra vez entre 1792 y 1848. El jacobino o el cartista, que insinuaban la amenaza de unos números abrumadores, pero que retrocedían ante los preparativos de una auténtica acción revolucionaria, siempre estaban expuestos, en cualquier momento crítico, tanto a la pérdida de la confianza por parte de sus propios seguidores como al ridículo por parte de sus oponentes.
La persecución acabó con los últimos intelectuales jacobinos, además de los artesanos y los trabajadores. También asistimos a los obreros, desorganizados y perseguidos, sin una dirección a nivel nacional, luchando para mantener algún tipo de organización ilegal.
Es una equivocación considerar esto como el fin, porque también era un comienzo. En la década de 1790 acaeció algo parecido a una “Revolución inglesa”, de profunda importancia en la conformación de la conciencia de la clase obrera de la posguerra. Es cierto que el impulso revolucionario fue ahogado en sus albores, y la primera consecuencia fueron la amargura y la desesperación. El terror contrarrevolucionario de las clases dominantes se manifestó en todos los aspectos de la vida social; en actitudes hacia el trade unionism, hacia la educación del pueblo, hacia sus diversiones y sus modales, hacia sus publicaciones y sus asociaciones y hacia sus derechos políticos. Durante los años de la guerra, en el milenarismo trastocado y en el nuevo resurgimiento del metodismo, se puede ver el reflejo de esa desesperación entre el pueblo común. En las décadas posteriores a 1795 hubo un profundo alejamiento entre clases en Inglaterra se diferenció de otras naciones europeas en lo siguiente: que la pleamar del sentimiento contrarrevolucionario y la disciplina coincidieron con la pleamar de la Revolución industrial, a medida que avanzaban las nuevas técnicas y formas de organización industrial, los derechos políticos y sociales retrocedían. La alianza “natural” entre la impaciente burguesía industrial de ideas radicales y un proletariado en configuración se rompió tan pronto como se formó. El fermento que se dio entre los industriales y los ricos negociantes disidentes pertenece, en lo fundamental, a los años 1791 y 1792. El momento culminante del “descontento” entre los artesanos y los asalariados de Londres, Norwich y Sheffield –ya fuese a causa de la agitación jacobina o a causa del hambre- se da en 1795. Coinciden sólo durante unos pocos meses de 1792; y después de las matanzas de septiembre, todos los industriales, excepto una pequeña minoría, habían sido ahuyentados de la causa de la reforma. Si en Inglaterra no hubo revolución en la década de 1790, no fue debido al metodismo, sino a que la alianza que hubiese tenido suficiente fuerza para hacerla se desintegró. Después de 1792 no hubo girondinos que abriesen “Vieja Corrupción” al unir a los terratenientes y a los industriales en un pánico común; y las sociedades populares eran demasiado débiles y demasiado inexpertas para llevar a cabo una revolución o una reforma por sí mismas Algo de eso percibió Thelwall cuando visitó Sheffield, en 1796. Se alegró de la inteligencia y la conciencia política de la sansculotterie de Sheffield: “Pero es un cuerpo sin cabeza. Por desgracia no tiene ningún líder”.
Thelwall se enfrentó a un dilema real: por una parte, el paternalismo reformista, que cuando lo había visto poner en práctica le disgustaba; por otra, la exposición de los reformadores plebeyos a la represalia, en una escala que estaba destruyendo al movimiento o conduciéndolo a la clandestinidad. En su momento culminante, en 1795, el movimiento apenas tenía cuatro años de desarrollo; su pensamiento se tenía que elaborar bajo la presión de la organización, en medio de inquietudes y acusaciones de traición, con partidarios ausentes y con un Robespierre que salpimentaba los floridos períodos de sus discursos con la tétrica guillotina.
Si bien entre los pequeños menestrales, los empleados y los hombres de oficio había hostilidad hacia la gentry y los grandes labradores, y solidaridad con el “trabajador industrioso” –y esta es una característica muy importante de la conciencia radical, que permanecerá por lo menos cincuenta años después de 1795-, sin embargo, se sentían intimidados por la “influencia aristocrática”.
Aislados de las otras clases, los trabajadores manuales radicales, los artesanos y los obreros, forzosamente, tenían que fomentar tradiciones y formas de organización propias. De modo que, en tanto que los años que van de 1791 a 1795 proporcionaron el empuje democrático, fue en los años de represión cuando se puede hablar de la maduración de una inequívoca “conciencia todo, como el impulso democrático actuaba por debajo de la superficie. Éste proporcionó una afirmación de los derechos, una visión momentánea de un milenio plebeyo que jamás se extinguió. Las Combination Acts (1799-1800) sólo sirvieron para unir de forma más estrecha los hilos en que se estaba bajo la fiebre de la “invasión”, continuaron fermentando nuevas ideas y nuevas formas de organización. Hay una alteración radical de las actitudes subpolíticas del pueblo, a la cual contribuyeron decenas de miles de soldados renuentes. Hacia 1811 podemos presenciar la emergencia simultánea de un nuevo radicalismo popular y de una militancia reciente en el trade unionism. Este fue el producto, en parte, de nuevas experiencias y, en parte, fue la inevitable respuesta a los años de reacción.
La historia de la agitación en favor de la reforma, entre los años 1792 y 1796, fue, en términos generales, la historia de la simultánea ausencia de reformadores de la clase media y el rápido movimiento “hacia la izquierda” de los radicales plebeyos. La experiencia marcó la conciencia popular durante cincuenta años y, a lo largo de este tiempo, la dinámica del radicalismo no estuvo trazada por la clase media, sino por los artesanos y los obreros. La peculiaridad de su jacobinismo se encontraba en el acento que pone sobre la egalité. En las connotaciones inglesas habituales, “Equality” es un término demasiado negativo para que se le aplique. Esos valores jacobinos, que aportaron mucho al cartismo, decayeron en el movimiento de finales del siglo XIX, cuando el nuevo socialismo transfirió el acento de los derechos políticos a los económicos.
No hace falta subrayar la importancia evidente de otros aspectos de la tradición jacobina: la tradición del autodidactismo y de la crítica racional de las instituciones políticas y religiosas, la tradición del republicanismo consciente y, sobre todo, la tradición del internacionalismo. Es extraordinario que una agitación tan breve difundiera sus ideas por tantos rincones de Inglaterra. Quizá la consecuencia más profunda del jacobinismo inglés, aunque es la más difícil de definir, fuera el derrumbe de los tabúes acerca de la agitación entre “innumerables miembros”. Dondequiera que subsistiesen ideas jacobinas y dondequiera que se apreciasen los ejemplares escondidos de Los derechos del hombre, las personas no estaban dispuestas a esperar por más tiempo el ejemplo de un Wilkes o un Wyvill antes de empezar una agitación democrática. A lo largo de los años de la guerra hubo muchos Thomas Hardy en cada ciudad y en cada pueblo por toda Inglaterra, con un arcón o una estantería llena de libros radicales, ofreciendo su tiempo, intercambiando palabras en la taberna, el templo, la herrería, la zapatería, esperando el momento para volver a actuar. Y el movimiento que esperaban no pertenecía a los caballeros, los industriales o los contribuyentes: era suyo.
6. EXPLOTACIÓN
John Thelwall no era el único que veía en cada “manufactura” un centro potencial de rebelión política. También desde el lado conservador, la fábrica aparecía como un símbolo de energías sociales que estaban destruyendo el mismo “curso de la Naturaleza”. Encarnaba una doble amenaza hacia el orden establecido. En primer lugar, la de los propietarios de la riqueza industrial, aquellos advenedizos que gozaban de una injusta ventaja sobre los terratenientes; en segundo lugar, la amenaza de la población obrera industrial. (…) En las décadas de 1830 y 1840, los observadores todavía se sorprendían ante la novedad del “sistema fabril”. Es como si la nación inglesa entrara en un crisol en la última década del siglo XVIII y surgiera con una nueva forma después de las guerras. Entre 1811 y 1813, la crisis ludita; en 1817 el motín de Pentridge, en 1819, Peterloo; durante toda la década siguiente, proliferación de la actividad de las trade unions, propaganda owenita, periodismo radical, el movimiento por las diez horas, la crisis revolucionaria de 1831-1832, y, además de eso, la multitud de movimientos que constituyeron el cartismo. Quizá sea la escala e intensidad de esa agitación popular multiforme la que, más que cualquier otra cosa, ha dado lugar –tanto entre los observadores contemporáneos, como entre los historiadores- a la sensación de algún cambio catastrófico.
La fábrica de algodoneros aparece no ya como el agente de la Revolución industrial, sino también de la social; produce no sólo las mercancías, sino también el propio “Movimiento Obrero”. La Revolución industrial, que empezó como una descripción, se invoca hoy como una explicación. La imagen que domina es la “sombría fábrica satánica”. El algodón fue, desde luego, la industria puntera de la Revolución industrial y la fábrica de algodón sirvió de modelo básico para el sistema fabril. A principios de la década de 1830, los tejedores manuales del algodón eran todavía, ellos solos, más numerosos que todos los hombres y las mujeres empleados en el hilado y el tejido de las fábricas algodoneras, laneras y sederas reunidas.
La cuestión es importante, porque el énfasis exagerado en la novedad de las fábricas de los algodoneros puede conducir a una subestimación de la continuidad de las tradiciones políticas y culturales en la formación de las comunidades obreras. Los trabajadores fabriles, lejos de ser los “primogénitos de la Revolución industrial”, eran los recién llegados. Muchas de sus ideas y formas de organización habían sido ya adoptadas por los trabajadores a domicilio. (…) El jacobinismo echó raíces muy profundas entre los artesanos. El ludismo fue la obra de obreros cualificados en pequeños talleres. Desde 1817 hasta el cartismo, los trabajadores a domicilio, en el norte y las Midlands, desempeñaron un papel tan destacado como la mano de obra fabril en todas las agitaciones raciales. En muchas ciudades, el núcleo real de donde el movimiento obrero extrajo ideas, organización y líderes estaba constituido por zapateros, tejedores, talabarteros y guarnicioneros, libreros, impresores, obreros de la construcción, pequeños comerciantes y otros por el estilo. El vasto mundo del Londres radical, entre 1815 y 1850, no sacó su fuerza de las principales industrias pesadas.
El hecho destacable del período comprendido entre 1790 y 1830 es la formación de “la clase obrera”. Esto se revela, primero, en el desarrollo de la conciencia de clase; la conciencia de una identidad de intereses a la vez entre todos esos grupos diversos de población trabajadora y contra los intereses de otras clases. Y, en segundo lugar, en el desarrollo de las formas correspondientes de organización política y laboral. Hacia 1832, había instituciones obreras – sindicatos, sociedades de socorro mutuo, movimientos educativos y religiosos, organizaciones políticas, publicaciones periódicas- sólidamente arraigadas, tradiciones intelectuales obreras, pautas obreras de comportamiento colectivo, una concepción obrera de la sensibilidad.
La formación de la clase obrera es un hecho de historia política y cultural tanto como económica. No nació por generación espontánea del sistema fabril. Tampoco debemos pensar en una fuerza externa –la “Revolución industrial”- que opera sobre alguna materia prima de la humanidad, indeterminada y uniforme, y la transforma, finalmente, en una “nueva estirpe de seres”. Las relaciones de producción cambiantes y las condiciones de trabajo de la Revolución industrial fueron impuestas, no sobre una materia prima, sino sobre el inglés libre por nacimiento; un inglés libre por nacimiento tal y como Paine lo había legado o los metodistas lo habían moldeado. Y el obrero fabril o el calcetero era también el heredero de Bunyan, de derechos locales no olvidados, de nociones de igualdad ante la ley, de tradiciones artesanas. Era el objeto de un adoctrinamiento religioso a gran escala y el creador de tradiciones políticas. La clase obrera se hizo a sí misma tanto como la hicieron otros. Considerar a la clase obrera de ese modo es defender una visión “clásica” del período frente a la actitud predominante de las escuelas contemporáneas de historia económica y sociología.
En general, se sugiere que la situación del obrero industrial en 1840 era, en muchos aspectos, mejor que la del trabajador a domicilio de 1790. La Revolución industrial no sería ya una época de catástrofe o de grave conflicto y opresión de clase, sino de mejora. La ortodoxia catastrófica clásica ha sido reemplazada por una nueva ortodoxia anticatastrófica. La clave para calificar de catastrófico este período, lo encontramos en tres grandes influencias que actúan simultáneamente. Está el tremendo crecimiento demográfico en Gran Bretaña, de 10,5 millones en 1801, a 18,1 millones en 1841, con el mayor índice de crecimiento entre 1811-1821. Está la Revolución industrial en sus aspectos tecnológicos. Y está la contra-revolución política de 1792 a 1832.
Después del triunfo de Los derechos del hombre, la radicalización y el terror de la Revolución francesa, y la arremetida de la represión de Pitt, sólo la plebeya Sociedad de Correspondencia se mantuvo firme contra las guerras contrarrevolucionarias. Esos grupos plebeyos, a pesar de lo pequeños que eran en 1796, formaron una tradición “subterránea” que actuó hasta el fin de las guerras. La aristocracia y los fabricantes, alarmados por el ejemplo francés y en el fervor patriótico de la guerra hicieron causa común. El Ancien régime inglés recobró su vigor, no sólo en los asuntos nacionales, sino también en la perpetuación de las antiguas corporaciones municipales que administraban mal las abultadas poblaciones industriales. Los fabricantes recibieron a cambio importantes concesiones y señaladamente la derogación o revocación de la legislación “paternalista” que protegía el aprendizaje, la regulación de los salarios o las condiciones de trabajo en la industria. La aristocracia estaba interesada en reprimir las “conspiraciones” jacobinas del pueblo, los fabricantes estaban interesados en frustrar sus “conspiraciones” para aumentar los salarios: Las Combination Acts servían para ambos propósitos.
De ese modo, los obreros se vieron abocados al apartheid político y social durante las guerras, en las que, en parte, también tuvieron que combatir. Es cierto que eso no era completamente nuevo. Lo que era nuevo era que coincidiese con una Revolución francesa; con una conciencia creciente de la propia identidad y unas aspiraciones más amplias. En la agricultura, los años comprendidos entre 1760 y 1820 son los años de la generalización de las enclosures, durante los cuales se pierden los derechos comunales, pueblo tras pueblo, y al que no tiene tierra y –en el sur- al trabajador empobrecido no le queda más remedio que sustentar a los arrendatarios, los terratenientes y los diezmos de la Iglesia. En las industrias domésticas, desde 1800 en adelante, se consolida la tendencia de que los menestrales dejen paso a los patronos más grandes –ya sean fabricantes o intermediarios- y de que la mayoría de los tejedores, calceteros o los que hacían clavos se convirtiesen en trabajadores a domicilio asalariados con un empleo más o menos precario. Estos son los años del empleo de niños –y de mujeres, de forma clandestina- en las fábricas y en muchas áreas mineras; y la empresa a gran escala, el sistema fabril con su nueva disciplina, las comunidades de las fábricas –donde el fabricante no sólo se enriquecía con el trabajo de la “mano de obra”, sino que se podía ver cómo se enriquecía en una generación-, todo contribuía a la transparencia del proceso de explotación y a la cohesión social y cultural de los explotados.
Podemos ver ahora algo de la naturaleza verdadera catastrófica de la Revolución industrial, así como algunas de las razones por las cuales en esos años se conformó la clase obrera inglesa. El pueblo estaba sometido, a la vez, a una intensificación de dos tipos de relaciones intolerables: las de explotación económica y las de opresión política. Las relaciones entre patrón y obrero se volvían más estrictas y menos personales; y aunque es cierto que eso aumentaba la libertad potencial del trabajador, puesto que el jornalero agrícola o el oficial en la industria doméstica estaba “situado a medio camino entre la condición del siervo y la condición del ciudadano”, esa “libertad” hacía que percibiese con más claridad su no libertad. Pero en cada uno de los aspectos que buscase para resistir la explotación, se enfrentaba con las fuerzas del patrono o del Estado, y normalmente con las dos. La mayor parte de los trabajadores sintió la crucial experiencia de la Revolución industrial en términos de cambio en la naturaleza y la intensidad de la explotación.
Los temas que provocaron la mayor intensidad del sentimiento de injusticia fueron aquellos en los que estaban en litigio valores como las costumbres tradicionales, “justicia”, “independencia”, seguridad o economía familiar, más que los simples temas de “pan y mantequilla”. Opusieron sus propios hechos y sus propios cálculos a los hechos que presentaba la economía política ortodoxa. Así, en fecha temprana, como 1817, los tejedores de punto de Leicester propusieron, en una serie de resoluciones, una teoría del subconsumo de las crisis capitalistas:
-Si los que tienen empleo trabajaran menos horas, y si se restringiera el trabajo de los niños, habría más trabajo para los trabajadores manuales y los desempleados podrían trabajar por su cuenta y cambiar los productos de su trabajo de forma directa, substrayéndose a los caprichos del mercado capitalista; las mercancías serían más baratas y el trabajo estaría mejor remunerado.
Oponían, a la retórica del libre mercado, el lenguaje del “nuevo orden moral”. El hecho de que el historiador sienta, todavía hoy, la necesidad de tomar partido se debe a que, entre 1815 y 1850, se enfrentaban puntos de vista alternativos e irreconciliables respecto del orden humano.
Si analizamos la historia, entre 1790 y 1830, de los trabajadores que constituían el mayor grupo entre todas las demás ocupaciones –los agrícolas-.
Las enclosures, cuando se tienen en cuenta todos los artificios, fueron un caso bastante evidente de robo de clase, puesto en práctica según las ajustadas reglas de la propiedad y la ley, establecidas por un parlamento de propietarios y abogados. Pero lo que era “perfectamente adecuado” en términos de las relaciones de propiedad capitalistas implicaba, sin embargo, una ruptura del tegumento de las costumbres y el derecho de la aldea; y la violencia social del cercado consistió precisamente en la imposición drástica y total de las definiciones de propiedad capitalistas sobre la aldea. Las copyhold (tenencia de tierras que forman parte de un señorío, “a voluntad del señor de acuerdo con la costumbre del manor –señorío-”, por la posesión de una copia del documento guardado en el tribunal señorial) y otras tenencias familiares tradicionales todavía más imprecisas, que conllevaban derechos comunales, podían ser invalidadas legalmente, aunque estuvieran aprobadas por la memoria colectiva de la comunidad. Esos pequeños derechos de los aldeanos, como espigar, acceder al combustible y el pastoreo del ganado en los caminos o en los rastrojos, que son irrelevantes para los historiadores del desarrollo económico, podían tener una importancia crítica para la subsistencia de los pobres.
Las enclosures fueron, ciertamente, la culminación de un largo proceso secular por medio del cual se socavaron las relaciones tradicionales de los hombres con los medios de producción agrarios. Tuvieron una profunda repercusión social porque revelan, tanto hacia atrás como hacia adelante, la destrucción de los elementos tradicionales de la sociedad campesina inglesa. Desde el punto de vista del aldeano, encontramos un denso racimo de derechos y costumbres que se extiende desde los bienes comunales hasta la plaza del mercado y que, tomados en su conjunto, componían el universo económico y cultural de los pobres del campo. Para los pobres, la pérdida de los bienes comunales acarreó una sensación de desplazamiento radical. Los disturbios contra las enclosures, el derribo de los cercados, las cartas amenazadoras, los incendios fueron más comunes de lo que suponen algunos historiadores agrarios. Se puede encontrar una razón explicativa del carácter muy poco uniforme de la resistencia por parte de los pobres en las divisiones existentes entre los mismos pobres.
Los ojos del pequeño propietario podían brillar –como los de cualquier campesino en cualquier época y país- ante la perspectiva, a corto plazo, de tener la propiedad absoluta, aunque fuera de los cuatro o cinco acres (acre=aprox media hectárea) que el cercado le podría proporcionar; pero el cottager (labrador) que no tenía derecho alguno de propietario, lo perdía todo con el cercado. A largo plazo se podría demostrar que las conquistas de los pequeños propietarios eran ilusorias; pero la ilusión se mantuvo durante los años de las guerras francesas y la subida de precios. Pero la codicia sola no puede explicar la situación a la que fue reducido el trabajador del campo durante estos años. ¿Cómo era posible que se mantuviere al trabajador del campo en un brutal nivel de subsistencia, mientras la riqueza de los terratenientes y los agricultores aumentaba? Debemos buscar la respuesta en el tono contrarrevolucionario general de todo el período.
Los reflejos de pánico y antagonismo de clase, que se habían avivado en la aristocracia debido a la Revolución francesa, bastaron para acabar con las inhibiciones y agravar las relaciones de explotación entre patronos y empleados. Las guerras presenciaron no sólo la desaparición de los reformadores urbanos, sino también el eclipse de la gentry humanitaria, de la que Wyvill es un representante. Además del argumento de la codicia, se añadió otro argumento en favor de la enclosure generalizada: el de la disciplina social. Al individualismo se sumó la ideología. Para los señores, sacar a los cottagers de las tierras comunales, reducir a sus trabajadores a la subordinación, menguar los ingresos complementarios, expulsar al pequeño propietario, se convirtió en una cuestión política públicamente fomentada.
Y en cuanto a los pobres de la aldea, son “pícaros intencionados que, bajo diversos pretextos, intentan estafar a la parroquia”, y “aplican todos sus recursos para practicar el engaño, que les puedan proporcionar un subsidio en dinero de los asistentes de la parroquia para sus fines ociosas y libertinos”. Así se pronunciaba la prensa de los propietarios. Expresaba la arrogancia feudal de la aristocracia hacia la estirpe inferior de los trabajadores. Hacía tiempo que la doctrina de que el trabajo encuentra su propio precio “natural”, de acuerdo con las leyes de la oferta y la demanda, había empezado a sustituir la noción de salario “justo”. Durante las guerras se propagó por todos los medios.
Los motivos que condujeron a la introducción de diversos sistemas de ayuda a los pobres, que ponían en relación la ayuda con el precio del pan y el número de hijos, sin duda fueron variados.
La decisión de Speenhamland, de 1795, estuvo impulsada tanto por el humanitarismo como por la necesidad. Pero la perpetuación de los sistemas Speenhamland y roundsman1 , en toda su variedad, se vio asegurada por la demanda de los grandes labradores –en una actividad que tiene necesidades excepcionales de trabajo temporero o eventual- de una reserva permanente de mano de obra barata. Después de las guerras surge un nuevo énfasis: los agricultores están mucho más dispuestos a escuchar las advertencias de Malthus en contra de “una plétora de población”.
Los terratenientes y los agricultores acomodados empezaron a lamentar la pérdida de los bienes comunales –la vaca, la oca, los pastos- que habían permitido que los pobres subsistiesen sin tener que recurrir al inspector de la parroquia. Volvieron algunas vacas, las parcelas de patatas hicieron algunos avances aquí y allí y el Ministerio de Agricultura prestó un tenaz apoyo a la propaganda de la parcelación. Pero era demasiado tarde para invertir el proceso general: nunca se devolvieron unas tierras comunales –si bien se cercaron muchas más- y pocos terratenientes iban a arriesgarse arrendando tierras a un labriego: quizá cuatro acres para una vaca, a un mínimo de 6 libras por año. Los agricultores, que habían convertido la mezquindad en una doctrina durante los años de prosperidad de la guerra, no estaban dispuestos a ser menos mezquinos cuando los precios del trigo cayeron. Además, la población de las aldeas se vio aumentada con el retorno de los soldados, los pequeños propietarios en bancarrota ingresaron en el grupo de los jornaleros, el trabajo eventual en los cercados disminuyó y la concentración de las industrias textiles en el norte y en las Midlands debilitó todavía más la situación del trabajador del campo. Durante casi cuatro décadas, existe una sensación de erosión de las legitimidades tradicionales y de un campo gobernado con licencia contrarrevolucionaria.
Uno tiene que esforzarse para recordar que Inglaterra también pertenecía a los trabajadores del campo. En las parroquias del sur y el este, la larga guerra de desgaste se centró en el derecho de los pobres a recibir ayuda. Después de la pérdida de los bienes comunales, éste era el último –el único- derecho que tenía el labriego. El joven, el soltero –o el artesano de la aldea- se podía arriesgar a ir a las ciudades, a trabajar en los canales, y más tarde en las vías férreas, o a emigrar. Pero el trabajador del campo maduro que tenía una familia, tenía miedo de perder la seguridad de su settlement2; esto, junto con el apego a su propia comunidad y a las costumbres rurales, le impedía competir en masa en el mercado de trabajo industrial con los irlandeses pobres, que, todavía más infelices que él, ni siquiera tenían un settlement que perder. Incluso en las épocas de “escasez” de mano de obra en los distritos industriales, no se alentó su migración. Cuando los comisarios de las Poor Laws intentaron estimular esta emigración, después de 1814, principalmente hacia las fábricas de Lancashire y el Yorkshire –quizás para asestar un golpe contra las trade unions-, se dio preferencia a las “viudas con familia numerosa, o artesanos (…) con mucha familia. Los hombres adultos no podrían adquirir la cualificación necesaria para los métodos superiores de las fábricas”. En Manchester y en Leeds se establecieron mercados de mano de obra, donde los propietarios de las fábricas podían escudriñar los detalles de las familias: la edad de los niños, el carácter como trabajador, el carácter moral, junto a diversas observaciones –“absolutamente saludable”, “magnífico para su edad”, “dispuestos a asumir el papel de padres para tres huérfanos”- como si fueran ganado de venta.
1 Trabajador que necesitaba ayuda de la parroquia, al que se enviaba de una explotación agrícola a otra en busca de trabajo. Su salario se costeaba en parte a expensas del agricultor y en parte a expensas de la parroquia.
2 Residencia o establecimiento legal en una parroquia determinada, que le daba derecho a una persona a recibir ayuda de los impuestos para asistir a los pobres.
Así pues, los impuestos para asistir a los pobres eran el último patrimonio del labriego. En los condados del sur, que estaban bajo el sistema Speenhamland, los labriegos tenían sus propios chistes amargos: los agricultores “nos mantienen aquí (con los impuestos para asistir a los pobres) como si fuéramos patatas en un hoyo, y sólo nos cogen para utilizarnos cuando ya no pueden pasar sin nosotros”.
Parece probable que las enclosures –particularmente de las tierras de labranza del sur y del este durante las guerras- no tuvieron como consecuencia la despoblación general. Al mismo tiempo que los trabajadores del campo emigraban –en oleadas, desde las aldeas a la ciudad, y de condado en condado-, el crecimiento demográfico general compensó de sobras la pérdida. Después de las guerras, cuando cayeron los precios y los agricultores ya no pudieron “tener un escape para nuestros jóvenes en el ejército o la armada” –un poder disciplinario útil en manos de un magistrado rural-, la queja fue acerca del “exceso de población”. Pero, después de que se aplicasen las nuevas Poor Laws en 1834, se demostró que en algunos pueblos ese “exceso” era ficticio. En esos pueblos la mayor parte del coste de la mano de obra se cubría a través de los impuestos para asistir a los pobres; los jornaleros eran contratados de vez en cuando o por medio día y luego devueltos a la parroquia.
Era más fácil emigrar que resistir, porque reforzar las relaciones de explotación significaba reforzar la represión política. El analfabetismo, el agotamiento, la emigración de los ambiciosos, los listos y los jóvenes de las aldeas, la sombra del squire (terrateniente) y el párroco, el violento castigo contra los que participaban en tumultos de subsistencia o contra las enclosures y contra los cazadores furtivos; todo esto se conjugaba para inducir al fatalismo e inhibir la articulación de los agravios. Después de las guerras, con la subida de precios y el retorno de los soldados a sus pueblos, se produjo algún estímulo de revuelta.
Es una ironía histórica que no fuesen los jornaleros rurales, sino los obreros urbanos los que organizaron la mayor agitación coherente a nivel nacional en favor del retorno de la tierra. Algunos de ellos eran hijos y nietos de jornaleros, cuyo talento se había agudizado con la vida política de las ciudades, liberados de las sombras del squire. Algunos eran tejedores y artesanos de ascendencia rural: “mi padre y mi abuelo y toda la gente de mi pueblo trabajaban la tierra y ésta no acabó con ellos, ¿por qué debería acabar conmigo?”. Enfrentado con los tiempos difíciles y el desempleo en los desiertos de ladrillo de las crecientes ciudades, el recuerdo de los derechos perdidos se alzó con la amargura de la privación. (…) Pero el odio especial de la comunidad rural se reservaba para el clero que consumía el diezmo.
Todavía en 1830, el obrero industrial característico no trabajaba en una fábrica o factoría, sino, como artesano o “trabajador manual”, en un pequeño taller o en su propia casa, o como peón, en empleos callejeros más o menos eventuales, en solares para edificación, en los muelles. Por esa razón, es difícil dar cualquier estimación precisa del número y la posición social de los artesanos en los diferentes oficios. Los cuadros referentes a oficios del censo de 1831 no se esfuerzan en diferenciar entre el patrón, el que trabaja por cuenta propia y el peón.
Los salarios de los artesanos especializados, a principios del siglo XIX, estaban a menudo menos determinados por “la oferta y la demanda” en el mercado de trabajo que por nociones de prestigio social o “costumbre”. La regulación tradicional de salarios puede abarcar muchas cosas, desde la posición conferida al artesano rural por la tradición, a la intrincada regulación institucional en los centros urbanos. La industria estaba todavía ampliamente dispersa pro todas las zonas rurales. En muchas de las industrias de los pueblos, los precios se regían por la tradición más que por el cálculo del coste –que rara vez se conocía-, en especial cuando se utilizaban materiales –madera o piedra- locales.
Las acostumbradas tradiciones de la artesanía traían normalmente consigo rudimentarias ideas de precio “equitativo” y de salario “justo”. En las primeras discusiones de las trade unions eran tan destacados los criterios sociales y morales –la subsistencia, la dignidad, el orgullo de ciertos valores de la artesanía, las retribuciones tradicionales para los diversos grados de destreza-, como los argumentos estrictamente “económicos”.
A veces se da por supuesto que el fenómeno de una “aristocracia obrera” coincidió con el sindicalismo de los obreros cualificados de las décadas de 1850 y 1860, o incluso fue una consecuencia del imperialismo. Pero, de hecho, en los años comprendidos entre 1800 y 1850 encontramos a la vez una vieja y nueva elite del trabajo. La vieja elite estaba compuesta por los maestros artesanos que se consideraban tan “importantes” como los patronos, los tenderos o los profesionales. La nueva elite surgió con las nuevas técnicas en el acero, la mecánica y las industrias manufactureras.
Si bien encontramos una aristocracia especialmente favorecida en los oficios de lujo de Londres y en el límite entre las especialidades y las funciones técnicas y de dirección en las grandes industrias manufactureras, también había una aristocracia inferior de artesanos o trabajadores privilegiados casi en cada una de las industrias especializadas. Había una gran variedad que iba desde grupos excepcionalmente privilegiados, como los tapiceros, que cobraban “enormes primas” por la admisión al aprendizaje; a los zapateros, los cuales se encontraban ya en las garras de una crisis que les estaba degradando a la posición de trabajadores a domicilio.
La primera mitad del siglo XIX debemos verla como un período de subempleo crónico, en el que los oficios especializados son como islas amenazadas por todos lados por la innovación tecnológica y la irrupción del trabajo juvenil no cualificado. Los mismos salarios por trabajo cualificado esconden a menudo una serie de deducciones obligadas: alquiler de maquinaria, pago por el uso de fuerza motriz, multas por trabajo defectuoso o indisciplina, o sustracciones forzosas de otros tipos. La subcontratación era predominante en la minería, las industrias del hierro y la alfarería, y estaba bastante extendida en la construcción.
Cuando entraba en juego un oficio, el artesano se preocupaba tanto de mantener su posición frente al trabajador no cualificado, como de presionar a los patronos. Antes de 1830, son muy pocas las trade unions que trataban de atender los intereses de los cualificados y los no cualificados a la vez, en el mismo oficio. Pero también debemos tener presente la inseguridad general de muchos oficios en un período de rápidas innovaciones técnicas y de débiles defensas de las trade unions. El invento devalúa simultáneamente los viejos oficios y encumbra otros nuevos. El proceso es poco uniforme. También debemos tener en cuenta este solapamiento entre la extinción de los viejos oficios y el surgimiento de los nuevos. Uno detrás de otro, a medida que el siglo XIX avanza, los antiguos oficios domésticos se ven reemplazados en la industria textil.
Pero cuando seguimos la historia de industrias particulares y vemos cómo surgen nuevos oficios a medida que declinan los viejos, puede ocurrir que olvidemos que el viejo oficio y el nuevo casi siempre constituían retribuciones para personas distintas. En la primea mitad del siglo XIX, los industriales favorecían cada innovación que les permitía prescindir de los artesanos varones adultos y reemplazarlos con mujeres o mano de obra juvenil. (…) Hay algunas pruebas que indican que el problema empeoraba alrededor de las décadas de 1820 y 1830 y durante los años cuarenta. Es decir, mientras los salarios evolucionaban, lenta pero favorablemente, en relación al coste de la vida, la proporción de trabajadores crónicamente subempleados evolucionaba de manera desfavorable en relación a los que tenían pleno empleo. La historia de cada oficio es distinta. Pero es posible indicar el esbozo de un modelo general. Aunque se acepta en general que los niveles de vida declinaron durante los aumentos de precios de los años de las guerras –y esto es verdaderamente cierto para los labriegos, los tejedores y los trabajadores no organizados en su conjunto-, con todo, la guerra estimuló muchas industrias y contribuyó al pleno empleo.
El conflicto entre los artesanos y los grandes patronos sólo fue parte de un modelo de explotación más general. La parte deshonrosa del oficio creció con el desplazamiento de los pequeños menestrales, que empleaban a unos pocos oficiales y aprendices, por parte de grandes “fábricas” e intermediarios, que empleaban trabajadores a domicilio o subcontrataban; con el hundimiento de cualquier protección significativa del aprendizaje y el influjo de las mujeres y los niños, no cualificados; con el aumento de horas y de trabajo los domingos; y con la rebaja de los salarios, los precios del trabajo a destajo y por tarea realizada. Desde un punto de vista, puede considerarse que la auténtica industria a domicilio es aquella que ha perdido completamente su categoría artesanal y en la que no queda parte “honrosa” alguna del oficio.
Lo que podemos afirmar con seguridad es que el artesano sentía que su posición social y su nivel de vida estaban amenazados o se habían deteriorado entre 1815 y 1840. La innovación técnica y la superabundancia de mano de obra barata debilitaban su posición. No tenía derechos políticos y el poder del estado se utilizaba, aunque sólo fuese de manera caprichosa, para destruir sus trade unions. (…) El artesano degradado pocas veces tenía las condiciones físicas o las aptitudes necesarias para incorporarse a las penosas tareas semicualificadas o no cualificadas. Estos grupos de ocupación o bien se reclutaban a sí mismos o se ampliaban por medio de los inmigrantes rurales o irlandeses.
Podemos estar bastante seguros de que el nivel de vida de los pobres declinó. Los treinta años que conducen hasta las nuevas Poor Laws de 1834 presencian los continuos intentos de rebajar los impuestos para asistir a los pobres, acabar con la beneficencia fuera de los asilos o promover los asiles de nuevo tipo. La ley de 1834 y su aplicación subsiguiente fue quizá el intento más prolongado, en la historia de Inglaterra, de imponer un dogma ideológico desafiando la evidencia de la necesidad humana. Ninguna discusión acerca del nivel de vida después de 1834 puede tener sentido, si no se analizan las consecuencias, a medida que preocupadas comisiones de vigilantes intentaban aplicar las insensatas circulares de órdenes de Chadwick. Se desplazó la política de la miseria sistemática, poco práctica, por la de la disuasión psicológica: “trabajo, disciplina y control”. Ni las viudas con hijos, ni los viejos y los achacosos, ni los enfermos deberían librarse de esas humillaciones del asilo, por miedo a mantener la imprevisión y la impostura, y de socavar las motivaciones para la laboriosidad… la frugalidad…. La prudencia… los deberes filiales… esfuerzos independientes de los labriegos durante sus años de capacidad y actividad…
9. LOS TEJEDORES
La leyenda de los buenos tiempos de antaño está constantemente presente en la historia de los tejedores del siglo XIX. Los recuerdos más intensos son los del Lancashire y el Yorkshire. Pero los recuerdos prevalecen en la mayor parte de Gran Bretaña y en la mayoría de las ramas de la industria textil. Ejemplos: “Tenía un traje de diario y uno para los domingos y mucho tiempo libre”, “Sus pequeños cottages parecían felices y contentos (…) La paz y la satisfacción perduraban en la frente del tejedor” (…) Se ha impuesto la “época dorada”, en general, fue un mito.
Sin embargo, los recuerdos perduran. Y lo mismo ocurre con la abundante información que no permite una fácil interpretación. La existencia de ingresos complementarios que provenían de la agricultura en pequeña escala o simplemente de estrechas franjas de huerta, del hilado, del trabajo durante la cosecha, etc., está confirmada por la mayor parte del país. Entre los tejedores del norte, los recuerdos de la condición perdida se basan en experiencias auténticas y persistieron mucho más tiempo.
La prosperidad ocasionada por el vertiginoso aumento de producción e hilo hecho a máquina enmascaraba una pérdida de categoría más esencial. Es precisamente en la “época dorada” cuando el artesano, u oficial tejedor, se convierte en el genérico “tejedor manual”. Excepto en algunas ramas especializadas, los viejos artesanos –habiendo sido totalmente derribados los muros del aprendizaje- quedaron equiparados con los nuevos inmigrantes; a la vez que muchos agricultores-tejedores abandonaron sus pequeñas explotaciones agrícolas para centrar su actividad en el telar. Reducidos a una dependencia completa respecto de la hilandería o de los putters-out (to put out: dar trabajo para que se realice fura del establecimiento industrial o para que lo haga alguien que no tiene un empleo regular) que llevaban hilo a las tierras altas, los tejedores estaban ahora expuestos a las reducciones salariales una vez tras otra. La reducción de los salarios había sido sancionada desde hacía tiempo, no sólo por la codicia del patrono, sino por la teoría ampliamente difundida de que la pobreza era un estímulo fundamental para la industria
Atribuir la causa de la degradación de las condiciones de los tejedores al telar mecánico constituye una simplificación excesiva. La situación social de los tejedores se había quebrantado hacia 1813, en un momento en que el número total de telares mecánicos en el Reino Unido se estimaba en dos mil cuatrocientos y en que la competencia de lo mecánico con lo manual era en gran parte psicológico. La degradación de los tejedores se parece mucho a la de los obreros de los oficios artesanos deshonrosos. Cada vez que se les rebajaban los salarios, su situación era más indefensa. Ahora el tejedor tenía que trabajar más horas por la noche para ganar menos; al trabajar más aumentaba la posibilidad de que otros quedaran sin empleo.
“Cien mil tejedores hacían el trabajo de ciento cincuenta mil”: esta es la esencia de los oficios deshonrosos; una reserva de mano de obra excedente, empleo a tiempo parcial, indefensión y la rebaja continua de los salarios de unos y otros. Las mismas circunstancias del trabajo de los tejedores, especialmente las de las pequeñas aldeas de las tierras altas, constituían un obstáculo adicional para el sindicalismo.
El declive precedió a la competencia seria con el telar mecánico. La mecanización no se introdujo en el tejido del estambre, a cualquier escala, hasta finales de la década de 1820; en los géneros de lana “de lujo” hasta finales de la década de 1830, y entonces sólo parcialmente; mientras que el telar mecánico no se adaptó de manera eficaz al tejido de alfombras hasta 1851. En este caso el telar mecánico podría aparecer como un recurso para reducir los salarios de los tejedores manuales y viceversa. Desde otro punto de vista, el fabricante estaba satisfecho con un arreglo que le permitiera sostener el negocio regular con sus naves de telares mecánicos, y en las épocas de mayor actividad en el negocio dar más trabajo a los trabajadores manuales que soportaban por sí mismos los costes de los gastos fijos debidos al alquiler, el telar, etc.
A medida que empeoraban sus condiciones, debían invertir más y más tiempo en trabajos no remunerados llevando y yendo a buscar trabajo, y una serie de cosas más.
La expresión más completa de los valores de las comunidades de tejedores pertenece a la historia del movimiento cartista. Una elevada proporción de los dirigentes cartistas locales del norte y las Midlands eran trabajadores a domicilio, cuyas experiencias formativas tuvieron lugar en los años que van de 1810 a 1830.
La beneficencia –que era el recurso de muchas comunidades, a veces en una escala del tipo de Speenhamland- fue, por lo menos en teoría, reemplazada por las “Bastillas” (En inglés, “Bastilles”, sinónimo de cárcel. Eran los nuevos asilos para los pobres) a partir de los últimos años de la década de 1830. El resultado fue verdaderamente catastrófico.
La respuesta de los tejedores a la maquinaria fue más perspicaz de lo que se supone a menudo. Rara vez tuvo lugar la destrucción directa de telares mecánicos, excepto cuando su introducción coincidía con una desgracia extrema y el desempleo. Desde finales de la década de 1820, los tejedores hicieron tres propuestas constantes. Primero, propusieron un impuesto sobre los telares mecánicos para igualar las condiciones de la competencia, parte del cual se podría destinar a la ayuda de los tejedores. No se debe olvidar que el tejedor manual no sólo estaba él mismo gravado por los impuestos para asistir a los pobres, sino que pagaba una pesada carga en impuestos indirectos. Las otras dos propuestas eran relativas a la limitación de horas de trabajo en las fábricas que tenían telares mecánicos y al empleo de tejedores masculinos adultos en los telares mecánicos. La primera de ellas constituyó un poderoso influjo que condujo a muchos tejedores de telares manuales a apoyar la agitación en favor de las diez horas. En su modo alternativo de economía política se hallaba intrínseco el hecho de que una jornada laboral de menos horas en la fábrica aligeraría el trabajo de los niños, permitiría hacer una jornada de trabajo más corta a los obreros adultos y extendería el trabajo disponible de manera más amplia entre los trabajadores manuales y los desempleados.
“Estar a sus órdenes”, esta era la afrenta que dolía más profundamente. Porque, en el fondo, el tejedor sentía que era el verdadero hacedor de la tela, y sus padres recordaban la época en que el algodón o la lana se hilaban también en casa. Hubo un tiempo en que se creyó que las fábricas serían una especie de asilos para los niños pobres, e incluso cuando desapareció este prejuicio, entrar en la fábrica suponía descender, en cuanto a posición social, desde la del trabajador con interés propio, por muy pobre que fuese, a la del empleado o “mano de obra”.
Además, dolía por los efectos que ejercía el sistema fabril sobre las relaciones familiares. El tejido había ofrecido un empleo a toda la familia, incluso cuando el hilado se había alejado del hogar. Los niños pequeños devanando las bobinas; los muchachos más mayores vigilando las imperfecciones, repasando la tela o ayudando a tirar la lanzadera en el telar ancho; los adolescentes trabajando en un segundo o tercer telar; la esposa alternando el tejido con sus tareas domésticas. La familia estaba junta, y por muy pobres que fuesen las comidas, al menos se podían sentar juntos en momentos escogidos. Alrededor de los talleres de tejido se había desarrollado un modo completo de vida familiar y comunitaria; el trabajo no impedía conversar y cantar. Las hilanderías –que sólo daban empleo a sus hijos- y más adelante las naves de telares mecánicos, que en general sólo empleaban a las esposas o a los adolescentes, fueron objeto de resistencia hasta que la pobreza derribó todas las defensas. Aquellos lugares se consideraban “inmorales”: lugares de licencia sexual, lenguaje soez, crueldad, accidentes violentos y costumbres extrañas.
La historia de los tejedores de telar manual afecta en multitud de aspectos a la cuestión general de los niveles de vida durante la Revolución industrial. En sus primeras etapas parece proporcionar pruebas al lado “optimista”: las hilanderías son los multiplicadores que atraen a miles de trabajadores a domicilio y aumentan su nivel de vida. Pero a medida que su nivel de vida aumenta, su posición social y sus defensas disminuyen; y desde 1800 a 1840 el balance es casi absolutamente “pesimista”.
La controversia que se refiere a los niveles de vida durante la Revolución Industrial posiblemente ha adquirido mayor valor cuando ha abandonado la búsqueda, un tanto irreal, de los niveles salariales de unos hipotéticos obreros medios y ha dirigido su atención hacia los artículos de consumo: alimentos, vestidos, vivienda, y, además de éstos, salud y mortalidad.
El debate acerca de la dieta de la población durante la Revolución industrial versa principalmente sobre cereales, carne, patatas, cerveza, azúcar y té. Es probable que el consumo per capita de trigo disminuyese, desde los niveles de los últimos años del siglo XVIII, durante las cuatro primeras décadas del siglo XIX. El señor Salaman, el historiador de la patata, ha ofrecido un convincente relato, punto por punto, de la “batalla de la hogaza”, mediante la cual los terratenientes, los labradores acomodados, los párrocos, los fabricantes y el gobierno mismo intentaron hacer pasar a los labriegos de una dieta de trigo a una de patatas. El año crítico fue 1795. Después la necesidad del tiempo de guerra reemplazó los argumentos referentes a los beneficios de educir a los pobres a una dieta básica barata.
El trabajador rural del sur se negaba a dejar su dieta de pan y queso, incluso cuando se encontraba al borde de la inanición; y durante casi cincuenta años tuvo lugar una guerra dietética regular entre las clases, con las patatas invadiendo el terreno del pan en el sur, y con la harina de avena y las patatas invadiendo en el norte. En realidad, el señor Salaman descubre en la patata un estabilizador social más eficaz que otro historiador encontró en el metodismo. (el consumo de la patata permitió, de hecho, que los obreros sobrevivieran con el mínimo salario posible). Hoy en día, los expertos en nutrición nos informan de que la patata está llena de virtudes, y verdaderamente, siempre que los niveles de vida subieron de forma suficiente para que la patata fuese un artículo añadido que proporcionaba variedad a la dieta, ello fue un logro. Pero la sustitución del pan o la harina de avena por las patatas se vivió como una degradación. Los inmigrantes irlandeses con su dieta de patatas constituían un testimonio elocuente.
Durante toda la Revolución industrial, los precios del pan y de la harina de avena fueron el índice principal del nivel de vida, en opinión de la población. Cuando, en 1815, se aproaron las Corn Laws, las tropas tuvieron que defender las cámaras del Parlamento de los ataques de la población. Entre las pancartas que había en Peterloo, destacaban las que decían: “No a las Corn Laws”, y las cosas siguieron como estaban hasta la agitación de la década de 1840 contra las Corn Laws. La carne, como el trigo, acarreaba sentimientos de posición social muy por encima de su valor dietético. El Roast Beef de la Vieja Inglaterra era el orgullo del artesano y la aspiración del labriego. Verdaderamente, la carne sería un indicador sensible de los niveles de vida, puesto que era uno de los primeros artículos en los que se debe haber gastado cualquier aumento de los salarios reales. Los trabajadores estacionales no planificaban meticulosamente su consumo sobre cincuenta y dos comidas de domingo; más bien gastaban el dinero cuando tenían trabajo y durante el resto del año tomaban lo que la fortuna les deparaba.
Para los habitantes dela ciudad, no era algo nuevo estar expuestos a los alimentos impuros o adulterados, pero a medida que la proporción de los trabajadores urbanos aumentaba, la exposición devenía peor. No hay duda de que el consumo per capita de cerveza disminuyó entre 1800 y 1830, y tampoco hay duda de que el consumo per capita de té y de azúcar aumentó; mientras que entre 1820 y 1840 se produjo un notable aumento en el consumo de ginebra y whisky. Una vez más, esta es una cuestión tanto cultural como dietética. La cerveza se consideraba –por parte de los labriegos agrícolas, los descargadores de carbón, los mineros -como algo fundamental para realizar cualquier tarea pesada –para “restituir el sudor”-, y en algunas zonas del norte la cerveza de poca calidad era tan esencial para la economía doméstica que “si una mujer joven sabe cocer tortas de avena y hacer buena cerveza, se considera que será una buena esposa”; mientras que “algunos jefes de clase metodista dicen que no podrían dirigir sus clases sin darles una jarra de bebida”. La disminución se atribuyó de manera directa al impuesto de la malta; un impuesto tan impopular que algunos contemporáneos lo consideraban como una incitación a la revolución. El impuesto adicional sobre la cerveza fuerte condujo a una extensa evasión fiscal, y los “despachos clandestinos” proliferaron.
En resumen, es un recuerdo común. En cincuenta años de la Revolución industrial, la participación de la clase obrera en el producto nacional casi había disminuido en relación con la participación en el mismo de las clases propietarias y profesionales. El obrero “medio” permanecía muy cerca del nivel de subsistencia en un momento en que se hallaba rodeada por la evidencia del crecimiento de la riqueza nacional, gran parte de la cual era claramente el producto de su propio trabajo, y pasaba, por medios igualmente claros, a manos de sus patronos. En términos psicológicos, esto se sentía en gran medida como una disminución de los nieles de vida. Su propia parte de los “beneficios del progreso económico” consistía en más patatas, unas pocas prendas de vestir de algodón para su familia, jabón y velas, un poco de té y azúcar.
Los datos referentes al entorno urbano no son mucho más fáciles de interpretar. A finales del siglo XVIII había trabajadores agrícolas que vivían con sus familias en casuchas de una sola habitación, húmedas y por debajo del nivel del suelo: cincuenta años más tarde esas condiciones eran menos frecuentes. A pesar de todo lo que se pueda decir acerca de la construcción no planificada de mala calidad y de la especulación que se desarrolló en las ciudades industriales en crecimiento, las casas propiamente dichas eran mejores que aquellas a las que estaban acostumbrados muchos delos inmigrantes del campo. Pero a medida que las ciudades industriales envejecían, los problemas de suministro de agua, saneamiento, superpoblación y de la utilización de las viviendas para actividades industriales se multiplicaron hasta llegar a las espantosas condiciones que revelaron las investigaciones sobre vivienda y condiciones sanitarias realizadas en la década de 1840. Es cierto que las condiciones en los pueblos rurales o las pequeñas aldeas de tejedores pudieron ser tan malas como las de Preston o Leeds. Pero la magnitud del problema era verdaderamente peor en las grandes ciudades, y la multiplicación de las malas condiciones facilitaba la propagación de las epidemias.
Además, las condiciones en las grandes ciudades eran –y se vivían como tales- más enérgicamente ofensivas y molestas. El agua de la aldea, si nacía cerca del cementerio, muy bien podía ser impura: pero al menos los aldeanos no tenían que levantarse por la noche y hacer cola para tener un turno en la única cañería que abastecía varias calles, ni tenían que pagar por ello. A menudo, el habitante de la ciudad industrial no podía escapar al hedor de los residuos industriales y las cloacas abiertas, y sus hijos jugaban por entre los desperdicios y los muladares privados.
Se indica con pesada repetición que los barrios pobres, los ríos fétidos, el expolio de la naturaleza y los horrores arquitectónicos pueden perdonarse, porque todo ocurrió de forma tan rápida y tan fortuita, bajo una intensa presión demográfica, sin premeditación y sin experiencia previa: “La causa de la miseria fue más a menudo la ignorancia que la avaricia.” De hecho, ambas cosas se pueden demostrar, y no está de ningún modo claro que una característica sea más benigna que la otra. Hacia esta época los obreros estaban virtualmente segregados en sus hediondos enclaves, y las clases medias mostraron su auténtico parecer respecto de las ciudades industriales, yéndose tan lejos de ellas como el transporte ecuestre las hiciese accesibles. De los sesenta y seis abogados que había en Sheffield en 1841, cuarenta y uno vivían en el campo, y diez de los veinticinco restantes eran recién llegados a la ciudad. Los pobres, en sus patios interiores y sótanos vivían ocultos a la vista de las categorías más altas. Los ricos pierden de vista a los pobres, o sólo los reconocen cuando su atención se ve obligada a constatar su existencia.
Y ninguna visión general de los núcleos industriales puede pasar por alto la evidencia de la devastación visual y la privación de comodidades. Por muy espantosas que fueran las condiciones de los pobres en las grandes ciudades antes de 1750, sin embargo, en siglos anteriores la ciudad encarnaba ciertos valores cívicos y bellezas arquitectónicas, cierto equilibrio entre oficios, comercio y manufactura, cierto sentido de la variedad.
Los problemas de la salud y la longevidad aún presentan mayores dificultades de interpretación. Hasta hace poco tiempo era ampliamente aceptado que el factor principal de la “explosión” demográfica en Gran Bretaña, entre 1780 y 1820, era el descenso de la tasa de mortalidad, y en particular el descenso de la tasa de mortalidad infantil. Por lo tanto, era razonable suponer que ello era resultado de las mejoras en los conocimientos médicos, la nutrición –la patata-, la higiene –el jabón y la camisa de algodón-, el abastecimiento de agua o la vivienda. Pero, hoy en día, se ha puesto en cuestión toda esta línea de razonamiento. La “explosión” demográfica puede considerarse un fenómeno europeo, que tiene lugar de manera simultánea en Gran Bretaña, en Francia, y en España e Irlanda, donde muchos de esos factores no actuaban con la misma intensidad. Además, un aumento de la tasa de natalidad no puede considerarse, desde luego, como una prueba del aumento de los niveles de vida. A principios del siglo XIX, el hecho de que los más pobres y los más “desprovistos” de entre los obreros tuviesen las familias más numerosas, era un tema que continuamente trataban los observadores; mientras que en Irlanda hizo falta la lacerante experiencia del Gran Hambre para que se alterase todo el modelo matrimonial de la vida campesina irlandesa. Al parecer, los avances médicos sólo pudieron tener una mínima influencia sobre la esperanza de vida de la población obrera antes de 1800.
El crecimiento demográfico inicial se apoyó en una larga serie de buenas cosechas y en una mejora de los niveles de vida que pertenecen, no a los últimos, sino a los primeros años de la Revolución industrial. A medida que la Revolución se aceleraba y a medida que vamos encontrando las condiciones clásicas de superpoblación y desmoralización en las grandes ciudades que crecen con rapidez –engrosadas por una multitud de inmigrantes desarraigados-, se produce un serio deterioro en la salud de las poblaciones urbanas. En las primeras tres o cuatro décadas del siglo XIX, la tasa de mortalidad infantil era mucho más elevada –y a veces era el doble- en las nuevas ciudades industriales que en las áreas rurales. Tanto en las nuevas fábricas como en muchos de los viejos oficios domésticos, los obreros viejos parecían “enormemente inferiores, en cuanto a fuerza y aspecto, comparados con los campesinos viejos.
Frente al, sin duda, amplio número de niños que estaban lisiados para la fábrica, tenemos que poner el número de víctimas del raquitismo entre los hijos de los tejedores y de los trabajadores a domicilio en general. Hacia 1830, se daba por supuesto que el obrero urbano industrial medio estaba mal desarrollado y no estaba capacitado, debido a su debilidad física, para el trabajo manual pesado que estaba reservado a los irlandeses pobres; cuando el hilandero de algodón se quedaba sin trabajo estaba indefenso.
Se produjo un aumento drástico de la intensidad de explotación del trabajo infantil entre 1780 y 1840, y todo historiador que esté familiarizado con las fuentes sabe que eso ocurrió así. El trabajo de los niños no era nuevo. Antes de 1780, el niño era una parte intrínseca de la economía agrícola e industrial, y lo siguió siendo hasta que la escuela le liberó. Algunas de sus ocupaciones –deshollinadores o grumetes- eran peores que cualquier cosa excepto las peores condiciones en las primeras fábricas: un huérfano cedido como “aprendiz”, por parte de la parroquia, o a un minero borracho que trabajaba en una pequeña galería de una mina de carbón estaría sujeto a una crueldad y a un aislamiento aún más espantoso. Pero es una equivocación generalizar, a partir de ejemplos tan extremos, por lo que se refiere a las actitudes predominantes antes de la Revolución industrial. La forma predominante de trabajo infantil se daba en el hogar o en el seno de la economía familiar. Los niños que apenas sabían caminar se podían poner a trabajar trayendo y llevando cosas.
En todos los hogares las chicas se ocupaban de hornear, hacer cerveza, limpiar y dedicarse a las tareas domésticas. En la agricultura, los niños –a menudo mal vestidos- trabajaban con buen o mal tiempo en los campos o alrededor de la casa labriega. Pero si lo comparamos con el sistema fabril, hay importantes diferencias. Había alguna variedad en las tareas, y la monotonía es particularmente cruel para los niños. En circunstancias normales, el trabajo sería intermitente: seguiría un ciclo de tareas, e incluso las ocupaciones regulares, como devanar bobinas, no sería necesario hacerlas todo el día a no ser en circunstancias especiales, como por ejemplo si había uno o dos niños al servicio de dos tejedores. Ningún niño tenía que pisar algodón en un cubo durante ocho horas al día y durante seis días a la semana. En resumen, podemos suponer que se daba una introducción gradual al trabajo, relacionada de algún modo con las capacidades del muchacho y su edad. Entremezclado con llevar recados, coger moras, recoger leña o jugar. Y sobre todo, el trabajo se hacía en el seno de la familia y bajo el cuidado de los padres. Es cierto que las actitudes de los padres hacia los hijos eran excepcionalmente severas en el siglo XVIII. Pero no se puede argumentar que hubiese un sadismo generalizado o falta de cariño.
Tampoco hay misterios por lo que se refiere a la actitud de los obreros adultos, muchos de los cuales eran padres o parientes de los niños. La economía familiar del sistema doméstico se perpetuó en la fábrica en un sentido: los ingresos de los niños eran un componente fundamental del salario familiar. Es absolutamente cierto que los padres no sólo necesitaban los ingresos de sus hijos, sino que esperaban que éstos trabajasen. Pero, aunque unos pocos de los obreros se comportaban de forma brutal incluso con sus propios hijos, los datos indican que la comunidad fabril esperaba que se observasen ciertos niveles de humanidad en el trato. No se puede hablar a la ligera respecto de la indiferencia general de los padres. Los testimonios que se desprenden de los informes indican que la fuente de la crueldad provenía de la propia disciplina de la maquinaria, complementada con profusión por la actuación de los vigilantes o, en las fábricas pequeñas, del patrono.
Durante las guerras se observó un aumento notable de los partidarios del metodismo. También se asistió a “un declive ininterrumpido del espíritu revolucionario” entre todas las sectas inconformistas. El metodismo es muy destacable durante las guerras por dos cosas: en primer lugar, sus avances fueron mayores entre la clase obrera industrial; en segundo lugar, los años posteriores a la muerte de Wesley (arminianismo) presencian la consolidación de una nueva burocracia de ministros eclesiásticos, que consideraban como su deber manipular la sumisión de sus seguidores y disciplinar toda tendencia a que se desviara en el seno de la Iglesia y que pudieran ofender a la autoridad. En eso fueron muy eficaces. Durante siglos la iglesia oficial había predicado a los pobres los deberes de la obediencia; pero estaba tan lejos de ellos –y su distancia casi nunca fue mayor que en aquella época de absentismo y vida plural- que sus homilías habían dejado de surtir efecto. El respeto del campo se basaba en la amarga experiencia del poder del squire, más que en cualquier convicción interior.
Pero los metodistas –o muchos de ellos- eran los pobres. Muchos de sus folletos eran confesiones de pecadores arrepentidos, de entre los pobres; muchos de sus predicadores locales eran hombres humildes que hallaban las imágenes para su discurso “en lo que había detrás de mi “spinning-jenny” (máquina hiladora). Y la gran expansión que se produjo después de 1790 fue en los distritos mineros y fabriles. A menudo estamos tentados de perdonar al metodismo alguno de sus pecados, cuando recordamos que, al menos, proporcionaba una rudimentaria educación a los niños y a los adultos en sus escuelas dominicales, ya que escribir era un “arte secular” del que podía resultar un “provecho temporal”. Pero los líderes más jóvenes del metodismo no sólo eran culpables de complicidad con el hecho del trabajo infantil por omisión. Debilitaron a los pobres desde su interior, añadiéndoles el ingrediente activo de la sumisión; alentaron dentro de la iglesia metodista aquellos aspectos más adecuados para componer los elementos psíquicos de la disciplina laboral, de la cual estaban muy necesitados los fabricantes.
Él metodismo obtuvo su mayor éxito al servir simultáneamente como religión de la burguesía industrial –aunque en este grupo compartía el terreno con otras sectas inconformistas- y de amplios sectores del proletariado. Ni puede haber duda alguna respecto de la lealtad, profundamente arraigada, de muchas comunidades de la clase obrera –de igual modo entre los mineros, los tejedores, los obreros industriales, los marineros, alfareros y trabajadores rurales- a la iglesia metodista. ¿Cómo fue posible para el metodismo desempeñar, con una energía tan notable, este doble servicio?
El puritanismo contribuyó a la energía psíquica y a la coherencia social de los grupos de la clase media que se sentían “llamados” o “elegidos” y que se hallaban comprometidos, con algún éxito, en actividades ambiciosas. ¿Cómo debió, entonces, una religión como esta atraer al naciente proletariado cuya masificación, en un período de dureza excepcional, no les predisponía a ningún sentido de llamada colectiva, cuyas experiencias en el trabajo y en sus comunidades favorecían los valores colectivos más que los individuales, y cuyas virtudes de frugalidad, disciplina o ambición proporcionaban beneficios a sus patronos más que éxito a ellos mismos?
Tanto si sus obreros estaban empleados en una fábrica como si lo estaban en sus casas, el patrono-fabricante de la Revolución industrial estaba obsesionado con los problemas de disciplina. Los trabajadores a domicilio necesitaban, desde el punto de vista de los patronos, ser educados en cuanto a los hábitos “metódicos”, atención meticulosa a las instrucciones, cumplimiento de los contratos a tiempo y en cuanto a la maldad de malversar los materiales. Hacia la década de 1820 –nos dice un contemporáneo- “la gran mayoría de los Tejedores” estaban “profundamente imbuidos de las doctrinas del metodismo”. La “dificultad principal” del sistema fabril no se hallaba tanto en la tecnología como en la “organización de los diferentes miembros del aparato en un cuerpo cooperativo”, y, sobre todo, “en el adiestramiento de los seres humanos para que renunciasen a sus hábitos de trabajo poco regulares y se identificasen con la regularidad invariable del complejo autómata”.
Para los niños, la disciplina del vigilante y de la maquinaria podían ser suficientes; pero para los que habían “pasado a la pubertad” eran necesarias coacciones internas. En tales circunstancias, las escuelas dominicales constituían un “espectáculo sublime”. El sistema fabril exige una transformación de la naturaleza humana, los “paroxismos de trabajo” del artesano y el trabajador a domicilio se deben someter a disciplina hasta que el trabajador se adapte a la disciplina de la máquina. ¿Pero, cómo se les deben inculcar esas virtudes disciplinarias a aquellos cuya Piedad, probablemente, no les reportará ningún beneficio temporal, a no ser que lleguen a ser vigilantes? Sólo se puede conseguir inculcando “la primera y gran lección (…) que el hombre debe esperar su completa felicidad, no en el presente, sino en un estado futuro.
Es evidente que, en 1800, había suficientes sofismas en la teología de todas las iglesias inglesas asequibles, para reforzar el propio sentido de autoestima de los fabricantes. Tanto si tenía una fe jerárquica, como si se sentía elegido, o consideraba que su éxito era una prueba de gracia o de piedad, sentía pocos impulsos para cambiar su residencia junto a la fábrica por una celda monástica. Pero la teología metodista, gracias a su oportunismo inmoral, estaba mejor adaptada que cualquier otra para servir como religión de un proletariado cuyos miembros no tenían la más mínima razón, por lo que a experiencia social se refiere, para considerarse “elegidos”. Wesley parece haber prescindido, en su teología, de los mejores elementos del puritanismo y haber seleccionado, sin vacilar, sus peores elementos: si en términos de clase el metodismo era hermafrodita, en términos doctrinales era un mulo. Ya hemos observado la ruptura del metodismo con las tradiciones intelectuales y democráticas de la Vieja Disidencia. Se convirtió en doctrina que el perdón del pecado sólo duraba mientras el penitente siguiera sin pecar. La salvación era prerrogativa de Dios y todo lo que un hombre podía hacer era prepararse para la redención mediante la humillación absoluta. Sin embargo, una vez convencido de la gracia e introducido completamente en la hermandad metodista, “recaer” no era una cuestión que un hombre o una mujer pudiesen tomar a la ligera. Podía significar la expulsión del único grupo comunitario que conocían en el desierto de la Revolución industrial. Podemos ver ahora la extraordinaria correspondencia entre las virtudes que el metodismo inculcaba y los desiderata del utilitarismo. El metodismo fue el desierto paisaje interior del utilitarismo en una época de transición hacia la disciplina laboral del capitalismo industrial A medida que los “paroxismos de trabajo” del trabajador se disciplinan y sus impulsos hacia la inactividad se ponen bajo control, aumentan sus paroxismos emocionales y espirituales. Wesley había declarado que el metodismo era, por encima de todas las cosas, una “religión del corazón”. Precisamente sus diferencias más marcadas respecto de las sectas puritanas más viejas estaban en el “entusiasmo” y los éxtasis emocionales.
Es un fenómeno que podría considerarse casi diabólico en su penetración hasta las mismas fuentes dela personalidad, dirigido a la represión de las energías emocionales y espirituales. Pero “represión” es un término engañoso; no se trató tanto de inhibir esas energías como de desplazarlas de su expresión de la iglesia. Los templos ennegrecidos, parecidos a cajas, se levantaban en los distritos industriales como grandes trampas para la psique humana. Lo que más destacaban los contemporáneos del carácter cotidiano del metodismo, o de la vida doméstica metodista, era su actitud metódica, disciplinada y reprimida. Es la paradoja de una “religión del corazón” que sería célebre por la inhibición de toda espontaneidad. El metodismo sólo aprobaba las “emociones del corazón” cuando se daban en acontecimientos de la iglesia. Esta nueva dirección de los impulsos no se podía realizar sin una desorganización central de la personalidad humana. Si Wesley tomó su autoritarismo de Lutero, de los eclesiásticos puritanos ingleses del metodismo del siglo XVII adoptó la falta de alegría: una vida metódica y disciplinada “combinada con la evitación estricta de todos los placeres espontáneos”. De ambos adoptó el sentido casi maniqueo de culpabilidad en la perversión del hombre. El metodismo está impregnado de enseñanzas referentes a lo pecaminoso de la sexualidad y a la extremada maldad de los órganos sexuales.
La utilidad del metodismo como disciplina para el trabajo es evidente. Lo que ya no es tan fácil de entender es por qué tantos obreros estaban dispuestos a someterse a esa forma de explotación psíquica. ¿Cómo pudo el metodismo representar, con tamaño éxito, el doble papel de religión de los explotadores y los explotados a la vez? Durante los años que van de 1790 a 1830 se pueden aducir tres razones para ello: el adoctrinamiento directo, el sentido de comunidad de los metodistas y las consecuencias psíquicas de la contrarrevolución. No se puede exagerar la primera razón: el adoctrinamiento. Las escuelas dominicales evangélicas siempre fueron activas, aunque es difícil saber hasta qué punto se pueden designar sus actividades correctamente como “educativas”. Podemos reírnos, pero las atrocidades psicológicas a que fueron sometidos los niños eran terriblemente reales para ellos. Mucho antes dela pubertad, el niño estaba sujeto, tanto en la escuela dominical como en casa –si sus padres eran piadosos-, al peor tipo de intimidación emocional para que hiciera confesión de sus pecados y alcanzara un sentido de la salvación; y muchos de ellos se dirigían “veinte veces al día a lugares secretos, para rezar por su perdón”.
El término “terrorismo religioso” no es en modo alguno excesivo para aplicar a una sociedad que no proporcionaba programas educativos alternativos para los hijos de los pobres. Al menos hasta que apareció el movimiento de escuelas benéficas, en el que la idea de “rescate moral” era sustituida por auténticas intenciones educativas y por una preocupación utilitaria por preparar a los niños para los empleos industriales. Pero debemos tener cuidado de ofrecer una imagen demasiado poco afable e incompetente de las iglesias evangélicas, a partir de los testimonios de los libros de texto de las escuelas dominicales. Lo que pretendía el pastor metodista ortodoxa es una cosa, lo que ocurría en realidad en muchas de las comunidades puede que sea otra. Los viejos metodistas “arminianos” tenían una actitud más humanitaria hacia la enseñanza en las escuelas dominicales.
Como dogma, el metodismo aparece como una implacable ideología del trabajo. En la práctica, este dogma se suavizaba en grados diversos, se humanizaba o se modificaba según las necesidades, los valores y las pautas de relación social de la comunidad en la que se hallaba. Después de todo, la iglesia era algo más que un edificio, y más que los sermones y las enseñanzas de su pastor. También estaba encarnada en las reuniones de clase, los grupos de costura, las actividades de recogidas de fondos, los predicadores locales que caminaban varias millas después de trabajar para asistir a pequeñas funciones en aisladas aldeas que pocas veces recibían la visita del pastor. Sigue siendo cierto, y es importante, que el metodismo, con las puertas de sus capillas abiertas, ofreció a la población desarraigada y abandonada de la Revolución industrial algún tipo de comunidad para reemplazar las viejas pautas comunitarias que estaban siendo desplazas. Por el hecho de ser una iglesia no consolidada, aunque no democrática, existía un sentido en el que los obreros se la podían apropiar; y cuanto más estrechamente unidad estaba la comunidad en la que arraigaba el metodismo –poblaciones de mineros, pescadores o tejedores- más ocurría esto.
Durante esos años, el carnet metodista de pertenencia a la iglesia adquirió para mucha gente una importancia verdaderamente fetichista. Los hombres y las mujeres tenían la sensación de ocupar algún lugar en un mundo, por otra parte, hostil, cuando formaban parte de la iglesia. Allí obtenían un reconocimiento, quizá por su discreción, o su castidad o piedad. Existe una tercera razón por la cual los obreros estaban expuestos, de manera excepcional, a la penetración del metodismo durante los años de las guerras napoleónicas. Es, quizá, la razón más interesante de todas, pero apenas si se la ha tenido en cuenta. Durante los peores años de la Revolución industrial, en los distritos manufactureros, estaba ampliamente extendido el consumo de narcóticos. Mucha población obrera se dirigió a la religión como un “consuelo”, a pesar de que los sueños inspirados por la doctrina metodista no eran muy felices. Los métodos de los predicadores del resurgimiento se destacaban por su violencia emocional: el inicio tenso, las vividas descripciones de la muerte súbita y la catástrofe, la retórica indeterminada que versaba sobre la enormidad del pecado, la oferta dramática de redención. Asimismo, las multitudes que se reunían al aire libre y las primeras congregaciones del metodismo también se caracterizaban por su “entusiasmo”: desvanecimientos, gemidos, gritos, llantos y estados de exaltación. Algunas veces esos síntomas adquirían la forma de una violenta histeria de las masas.
Puede que el metodismo inhibiera la revolución, pero podemos afirmar con certeza que su rápido crecimiento durante las guerras fue un componente de los procesos psíquicos de la contrarrevolución. En un sentido, cualquier religión que ponga un fuerte acento en la vida futura es el milenarismo de los derrotados y los desesperados. “La visión utópica generó una visión contraria. El optimismo milenarista de los revolucionarios dio lugar, a la larga, a la formación de una actitud conservadora de resignación” (Karl Manheim). El auténtico milenarismo acaba a finales de la década de 1790, con la derrota del jacobinismo, el comienzo de las guerras y la reclusión de uno de sus representantes en un manicomio. Pero en los siguientes quince años prosperaron diversas sectas de la Nueva Jerusalén. Surgieron un profeta tras otro. En este sentido, se puede considerar que el gran reclutamiento metodista, que se produce entre los años 1790 y 1830, es el milenarismo de la desesperación.
Es posible que el resurgimiento religioso tomara el relevo exactamente en el momento en que las aspiraciones “políticas” o temporales se enfrentaran a la derrota. Así, casi podríamos ofrecer una gráfica espiritual que se iniciaría con los trastornos emocionales de gran alcance asociados con la Revolución francesa y Los derechos del hombre. En los primeros años de la década de 1790 encontramos un jacobinismo secular y las esperanzas milenaristas de Richard Brothers; a finales de la década de 1790 y durante la década de 1800, encontramos el resurgimiento metodista y el delirio de los Johannas, que más de un testigo contemporáneo consideraron como parte del mismo fenómeno y reuniendo a la misma audiencia; después del ludismo (1811-1812) se produce una nueva ola de revitalización religiosa, que dio paso luego al resurgimiento político del invierno de 1816-1817
En términos del proceso social, podemos suponer que se daba algo parecido a una oscilación, con el resurgimiento religioso en el polo negativo, y la política radical –teñida de milenarismo revolucionario- en el positivo. La idea que los pone en contacto es siempre la de los “Hijos de Israel”. En uno de los polos, el milenarismo de la desesperación podía convertir al obrero metodista en uno de los seres humanos más rastreros. Sus pastores le prevenían constantemente contra los reformadores, como “aquellos hijos del Mal”. Por otro lado, como para confundir las expectativas que de ellos se hacían, durante el siglo XIX, surgían repetidamente obreros metodistas y predicadores locales –en grupos, aquí y allá- que eran activos trabajadores en los diferentes campos de la política de la clase obrera. Hubo unos pocos metodistas jacobinos, más metodistas luditas, muchos metodistas tejedores que se manifestaron en Peterloo, metodistas sindicalistas y cartistas. Pocas veces, exceptuando el sindicalismo de las minas y, más tarde, de la agricultura, fueron los iniciadores; este papel lo cumplían más a menudo los owenitas o los librepensadores que provenían de distintas trayectorias morales. Pero a menudo se les encontraba como fieles oradores y organizadores, que llevaban consigo –incluso después de que les expulsasen de la iglesia metodista- la confianza de sus comunidades.
El metodismo y sus equivalentes evangélicos eran religiones políticamente muy conscientes. Durante los cien años anteriores a 1789, la disidencia, en su retórica popular, tuvo dos enemigos principales: el Pecado y el Papa. Pero en la década de 1790 se produce una reorientación del odio: se desplazó al Papa de su asiento de conminación y en su lugar se situó a Tom Paine. “El metodismo –declaró Bunting- odia la democracia tanto como odia el pecado.” Pero el continuo sermoneo contra el jacobinismo también sirvió para que se mantuviera el asunto en un lugar destacado de la conciencia pública. En las épocas de privaciones o de agitación política ascendente, toda la “hostilidad reprimida” en la mente del obrero metodista se podía desbordar; y entonces, con la misma rapidez de las campañas del resurgimiento, las ideas jacobinas o radicales podían extenderse “como fuero en los matorrales”
Además, deberíamos recordar la tensión que existía entre el igualitarismo espiritual y temporal característico del luteranismo. En el Antiguo Testamento, los obreros encontraban algo más que un Dios vengativo y autoritario, también encontraban una alegoría de sus propias tribulaciones. Este conjunto de simbolismos, junto con el Progreso del peregrino, era lo que tenían en común los milenaristas, johannas, jumpers y los wesleyanos ortodoxos. Ninguna ideología es completamente absorbida por sus partidarios; en la práctica, cede de cien formas diferentes bajo la crítica del estímulo y la experiencia: la comunidad obrera inyectó sus propios valores de ayuda mutua, buena vecindad y solidaridad en los templos.
Pero, por lo que se refiere a los años que van entre 1790 y 1830, sería tan ridículo describir la participación de predicadores metodistas laicos que eran rebeldes, así como de otros, en las agitaciones radicales extremas como una “contribución metodista” al movimiento obrero, como lo sería describir la práctica del amor libre entre los antinomianos extremos como una “contribución puritana” a la liberación sexual. Ambos son modelos culturales reactivos; pero al igual que el puritano rebelde en materia sexual, como Lawrence, sigue siendo un “puritano” en su profunda preocupación por “una relación correcta” entre hombres y mujeres, del mismo modo el metodista rebelde desde el punto de vista político mantuvo en su actividad radical o revolucionaria una seriedad moral, un sentido de la virtud u de la “llamada”, una capacidad “metodista” para la dedicación continuada a la organización y, en el mejor de los casos, un alto grado de responsabilidad personal.
No se les predicaba a los pobres, sino que lo predicaban los mismos pobres. En esta y en otras sectas, los predicadores locales hacían suya la iglesia, y, por este motivo, esas sectas contribuyeron de forma mucho más directa a la historia posterior del sindicalismo y el radicalismo político que la conexión ortodoxa. Había otro contexto en el que el metodismo de cualquier variedad asumía, necesariamente, una forma de mayor conciencia de clase: en las áreas rurales. En un pueblo agrícola, el tempo era una afrenta inevitable para el párroco y el squire y constituía un centro en el que el labriego ganaba independencia y dignidad. Los trabajadores agrícolas convertidos al metodismo recibieron acusaciones de todo tipo de intenciones sediciosas. Estaban menos satisfechos con sus salarios y menos dispuestos “a trabajar horas extraordinarias como sería necesario para las exigencias de sus patronos”. Peor todavía, en vez de recuperarse para el siguiente día de trabajo, se agotaban caminando varias millas los domingos para ir a escuchar al predicador. Las noches de los días laborables, en lugar de irse derechos a la cama, malgastaban fuego y velas cantando himnos; una imagen que había horrorizado al párroco al verla “en algunos de nuestros cottages más pobres.
De estas formas, se generaban continuamente tensiones en el corazón de una religión cuyos dogmas teológicos eran los de la sumisión y la santificación del trabajo. El máximo desarrollo de esta dialéctica reactiva corresponde a la historia posterior del sindicalismo entre los mineros y los trabajadores rurales, y a la historia del cartismo.
Tiempo libre y relaciones personales
El resurgimiento metodista de los años de guerra intervino en la disciplina de trabajo del industrialismo. También fue, en parte, un reflejo de la desesperación entre la población obrera. El metodismo y el utilitarismo, tomados en conjunto, componen la ideología dominante de la Revolución industrial. Pero en el metodismo vemos sólo la más clara expresión de procesos que actuaban en el conjunto de toda la sociedad. Muchas de sus características se reproducían en todas las iglesias del movimiento evangélico y en las enseñanzas sociales de algunos utilitaristas y deístas.
Las presiones tendentes a la disciplina y el orden se extendían desde la fábrica, por una parte, y la escuela dominical, por otra, a todos los aspectos de la vida; el ocio, las relaciones personales, la forma de hablar, los modales. Junto con la mediación disciplinaria de las fábricas, las iglesias, las escuelas y los magistrados y militares, se establecieron medios cuasi oficiales para reforzar una conducta moral ordenada. Se predicó y se legisló contra las diversiones de los pobres, hasta que incluso las más inofensivas fueron consideradas bajo un aspecto aterrador. La Sociedad para la Supresión del Vicio extendió su esfera de actuación hasta “los bailes de dos peniques, las ferias de pan de jengibre y las imágenes obscenas”. Los que se bañaban desnudos en el mar eran perseguidos como si fueran precursores de futuros potros de castigo y guillotina. Los evangélicos exhortaban a las clases altas a reformar su conducta como ejemplo para los pobres.
El proceso de disciplina social encontró contestación. Otros intentos de intervenir en las diversiones de los pobres fueron rechazados por la Cámara de los Comunes, gracias a mayorías escasas compuestas de una parte de la inercia del laissez faire, una parte de la defensa foxita (de George Fox) de la libertad del individuo y una parte de la tradicional tolerancia tory hacia el “pan y circo” y del desagrado por el “fanatismo” metodista.
Si bien los partidarios de la disciplina perdieron unas pocas escaramuzas legislativas, ganaron la batalla de la Revolución industrial; y en este proceso el temperamento “irlandés” que a menudo se atribuía a los ingleses pobres de la ciudad y del campo del siglo XVIII se tradujo en la forma de vida metódica del capitalismo industrial. Esto se puede ver con mucha claridad en las zonas rurales: en el triunfo de la economía monetaria por encima de los ritmos estacionales, “poco económicos·, de la semisubsistencia campesina. En las áreas industriales se observa en la extensi9ón de la disciplina de la sirena o el reloj de la fábrica, de las horas de trabajo a las de ocio, de los días laborables al Sabbath, y en el ataque al “Lunes del zapatero” y a las fiestas y ferias tradicionales.
Es tentador explicar el declive de las viejas diversiones y fiestas simplemente en términos de la sustitución de los valores “rurales” por los “urbanos”, pero es engañoso. Las diversiones más arraigadas, ya fuesen en la violenta forma del acoso de animales y el boxeo, o en festividades más alegres, pueden encontrarse, tanto o más a menudo, en Londres o en las grandes ciudades durante el siglo XVIII como en las zonas rurales. Siguieron existiendo durante el XIX con una fuerza que nos recuerda tanto las revoltosas tradiciones de los aprendices de Londres de la época de los Tudor, como la gran proporción de londinenses que había inmigrado desde los pueblos. Por otra parte, la Revolución industrial, que vació las zonas rurales de algunas de sus industrias y destruyó el equilibrio entre la vida rural y la urbana, también creó en nuestras mentes una imagen de aislamiento rural y de “estupidez”. La cultura inglesa urbana del siglo XIX era más “rural” en sus connotaciones tradicionales, por otra parte, la cultura rural era más rica de lo que a menudo suponemos. Pero en todo este proceso no hubo nada tan violento como el hecho de forzar la ruptura de las viejas tradiciones.
La aldea daba lugar a un fuerte sentimiento de pertenencia y era una comunidad cerrada para los forasteros, aunque fueran de lugares que sólo distaban dos o tres millas (…) Había una resistencia consciente ante la desaparición de una antigua forma de vida y con frecuencia estaba asociada con el radicalismo político. En esta desaparición, la pérdida de tiempo libre para jugar y la represión de los impulsos de diversión fueron tan importantes como la simple pérdida material de los bienes comunales y de los “espacios de juego”. (…) Un folleto característico pone de manifiesto el alcance de la determinación metodista para desarraigar las tradiciones preindustriales de los distritos manufactureros. (…) Otras costumbres que sobrevivían, como la de comer y beber en el “velatorio” del funeral, merecían la misma condena.
Está claro que, entre 1780 y 1830, tuvieron lugar cambios importantes. El obrero “medio” inglés se volvió más disciplinado, más sujeto al ritmo productivo “del reloj”, más reservado y metódico, menos violento y menos espontáneo. Los deportes tradicionales fueron sustituidos por aficiones más sedentarias: “ahora son aficionados a las palomas, criadores de canarios y cultivadores de tulipanes”. (…) Donde los metodistas eran un grupo minoritario dentro de una comunidad, las actitudes se endurecían por ambos lados.
No es fácil hacer balance. Por una parte, la afirmación de que la Revolución industrial mejoró la situación de las mujeres parecería no tener mucho significo si recordamos las horas de trabajo excesivas, las malas condiciones de las viviendas, el excesivo número de partos y los terribles datos de mortalidad infantil. Por otra parte, las abundantes oportunidades de empleo femenino en los distritos textiles proporcionaban a las mujeres la categoría de asalariadas independientes. La soltera o la viuda se liberaron de la dependencia respecto de los familiares o la beneficencia parroquial. Incluso las madres solteras podían, gracias al relajamiento de la “disciplina moral” en muchas fábricas, alcanzar una independencia desconocida hasta entonces.
El período pone de manifiesto muchas paradojas como ésta. Los años de guerra presenciaron una superabundancia de folletos que limitaban o refutaban las reivindicaciones de los derechos de las mujeres, que se asociaban con el “jacobinismo”. La subordinación de la mujer dentro del matrimonio se disponía en los términos más crudos. (…) Durante los últimos años del siglo XVIII, las sociedades femeninas de socorro mutuo y las clases metodistas femeninas les pueden haber proporcionado experiencia y confianza en sí mismas; la demanda de las mujeres de actuar como predicadoras locales fue una “herejía” wesleyana persistente. Pero los años de la guerra, con la mayor demanda de trabajo no sólo por parte de las hilanderías, sino también en el telar manual, aceleraron el proceso. En 1818 y 1819 se fundaron las primeras Sociedades Femeninas para la Reforma.
Pero incluso en este progreso se da una paradoja en cuanto a los sentimientos. El radicalismo de las mujeres del norte se componía de nostalgia por la condición perdida y de afirmación de derechos recién descubiertos. Según convenciones profundamente arraigadas, la posición de la mujer dependía de su éxito como ama de casa en la economía familiar, en la organización doméstica y la previsión, la elaboración de pan y cerveza, la limpieza y el cuidado de los hijos. La nueva independencia, ya fuese en la fábrica o haciendo una jornada de trabajo completa en el telar manual, que hacía posibles los nuevos derechos, se vivía simultáneamente como una pérdida personal de importancia y de independencia. Las mujeres se volvieron más dependientes del patrono o del mercado de trabajo y evocaban un pasado “dorado” en el que los ingresos domésticos que provenían del hilado, las aves de corral y cosas parecidas se podían ganar cerca de la propia casa. En los buenos tiempos la economía doméstica, al igual que la economía campesina, sostenía una forma de vida centrada en el hogar, en la que los caprichos y las coacciones interiores eran mucho más evidentes que la disciplina externa. Cada etapa de la diferenciación y la especialización industrial afectó también a la economía familiar, alterando las relaciones tradicionales entre el hombre y la mujer, los padres y los hijos, y estableciendo una diferencia más aguda entre “trabajo” y “vida”. Transcurrirían cien años completos antes de que esta diferenciación trajera recompensas –en forma de aparatos que permiten ahorrar trabajo- a los hogares de las mujeres obreras. Mientras tanto, cada mañana la sirena de la fábrica separaba brutalmente a la familia y la madre, que también era una asalariada, a menudo sentía que le tocaba la peor parte tanto del mundo doméstico como del industrial.
Si recordamos que la Revolución industrial no era una situación social consolidada, sino una fase de transición entre dos modos de vida, podemos ver las líneas de cambio con mayor claridad. Y debemos prestar atención, no sólo a la comunidad “típica”, sino a muchas comunidades diferentes que coexisten unas con otras. La comunidad obrera de principios del siglo XIX no fue producto del paternalismo o del metodismo, sino, en gran medida, del esfuerzo consciente de la clase obrera.
Las gentes con pequeños negocios, los artesanos, los labriegos, todos intentaban asegurarse contra la enfermedad, el desempleo o los gastos del funeral, mediante la pertenencia a box clubes o sociedades de socorro mutuo. Pero la disciplina que era esencial para proteger los fondos, mantener una conducta ordenada en las reuniones y la resolución de los casos conflictivos, suponía un esfuerzo de autoorganización tan grande como las nuevas disciplinas de trabajo. Un examen de las reglas y preceptos de las sociedades de socorro mutuo que existían en Newcastle durante las guerras napoleónicas nos proporciona una lista de multas y penalizaciones más severas que las de un patrono del algodón de Bolton. Las estimaciones en torno al número de miembros de las sociedades de socorro mutua indican 648.000 miembros en 1793, 704.350 en 1803, 925.429 en 1815.
El hecho de que cada hermano tuviera fondos depositados en la sociedad contribuía a la estabilidad en la afiliación y a la participación vigilante en el autogobierno. Casi no tenían miembros de la clase media y, aunque algunos patronos les veían con buenos ojos, en la práctica su conducta dejaba muy poco espacio para el control paternalista. Eran comunes los fracasos debidos a la inexperiencia como actuarios de seguros; eran frecuentes los empleados informales. Estas sociedades, que se difundieron por todos los rincones del país, fueron, a menudo de forma angustiosa, escuelas de experiencia. En la propia clandestinidad de las sociedades de socorro mutuo y en su opacidad frente al examen a que les sometía la clase alta, tenemos una auténtica prueba del desarrollo de una cultura y unas instituciones obreras independientes. Esta fue la subcultura a partir de la cual crecieron las menos estables trade unions, y en la que los dirigentes de las trade unions hicieron su aprendizaje. Las normas de las unions, en muchos casos, eran versiones más elaboradas del mismo código de conducta que los clubes de enfermedad.
Es un error considerar que esta era la única ética “obrera” auténtica. Las aspiraciones “aristocráticas” de los artesanos y los trabajadores manuales, los valores de la “ayuda a sí mismo” o la delincuencia y la desmoralización, también estaban ampliamente extendidos. Se libraba la batalla en torno al conflicto entre formas de vida alternativas, no sólo entre la clase media y la clase obrera, sino en el seno de las mismas comunidades obreras. Sin embargo, para los primeros años del siglo XIX, es posible afirmar que los valores colectivistas dominan en muchas comunidades industriales; existe un código moral con sanciones contra el esquirol, los “instrumentos” del patrono o la mala vecindad, que además es intolerante hacia los excéntricos o los individualistas. Los valores colectivistas se sustentan de forma consciente y se propagan en la teoría política, las ceremonias de las trade unions, la retórica moral. En realidad, es esta conciencia colectiva de sí mismos, con su correspondiente teoría, instituciones, disciplina y valores comunitarios, la que distingue a la clase obrera del siglo XIX de la multitud del siglo XVIII.
Este aumento de la dignidad propia y de la conciencia política fue un avance real de la Revolución industrial. Sirvió para desvanecer algunas formas de superstición y de deferencia e hizo que algunos tipos de opresión no se considerasen tolerables por más tiempo.
Ninguna explicación sencilla será suficiente para dar cuenta del cambio evidente en los comportamientos de los obreros. Tampoco deberíamos exagerar el grado del cambio. La embriaguez y los alborotos eran todavía frecuentes por las calles. Pero es cierto que los obreros aparecen a menudo más moderados y disciplinados, durante los veinte años posteriores a las guerras, cuando la mayor parte de ellos afirmaba con la mayor seriedad sus derechos. Por lo tanto, no podemos admitir la tesis según la cual la moderación era sólo, o incluso principalmente, consecuencia de la propaganda evangélica. Y esto también lo podemos ver, si le damos la vuelta a la moneda y miramos el reverso. Hacia 1830 no sólo la iglesia oficial, sino también el resurgimiento metodista, encontraban una fuerte oposición en la mayoría de centros obreros de librepensadores, owenitas y cristianos no sectarios. A menudo el owenismo y los movimientos seculares prendieron fuego “como matorrales en tierras el común”, al igual que el resurgimiento religioso lo había hecho con anterioridad.
El debilitamiento del dominio en las iglesias no significaba, de ningún modo, erosión alguna de la dignidad y la disciplina de clase. Por el contrario, Manchester y Newcastle, con su larga tradición de organización industrial y política, se destacaban durante los años del cartismo por la disciplina de sus manifestaciones masivas.
Mientras que en Inglaterra los prejuicios antifranceses “unirían a todas las categorías sociales en oposición a los invasores”, en Irlanda, “un país conquistado, oprimido e insultado, el mismo nombre de Inglaterra y su poder es universalmente odioso”. Se puede argumentar que los franceses perdieron Europa no ante Moscú, sino en 1797, cuando sólo una armada amotinada se interponía entre ellos y una Irlanda que estaba en vísperas de la rebelión. Pero la invasión, cuando llegó, fue de una índole distinta: fue la invasión de Inglaterra y Escocia por parte de los irlandeses pobres. Durante los años anteriores y posteriores al 98, los disidentes del Ulster, que era la provincia más industrializada, no eran los más leales, sino los más “jacobinos” de los irlandeses, mientras que sólo después de la represión de la rebelión la autoridad y los funcionarios que administraban el gobierno de Irlanda fomentaron el antagonismo entre los “orangistas” y los “papistas” como medio de mantener el poder.
La inmigración fue llegando por oleadas, una tras otra. Entre 1790 y 1810 todavía había una mezcla considerable de protestantes y personas del Ulster, muchos de ellos gentes de oficios, artesanos, tejedores y obreros del algodón, algunos de ellos partidarios de Los derechos del hombre. Desde este momento en adelante se produjo más que nunca una migración católica y campesina. Eran la mano de obra más barata de la Europa occidental. La expulsión masiva de campesinos “propietarios” entre 1828 y 1830 aumentó el número de viajeros en los atestados barcos hacia Liverpool y Bristol. Pero Inglaterra estaba “lejos de ser su Meca, y en realidad era el último lugar al que se hubiesen acercado voluntariamente”. Los más afortunados, que podían ahorrar el dinero del pasaje, emigraban hacia Norteamérica y Canadá, y los más indigentes eran los que venían a este país. Una vez aquí, tan pronto como conseguían trabajo hacían esfuerzos heroicos para hacer envíos de dinero hacia Irlanda, y a menudo para ahorrar la pequeña suma necesaria para traer a los familiares y reunir a la familia en Inglaterra. Eran la mano de obra más barata de la Europa occidental.
La mano de obra irlandesa era esencial para la Revolución industrial, no sólo –y quizá no en primer lugar- debido a que era “barata” –el trabajo de los tejedores y jornaleros agrícolas era en verdad bastante barato-, sino porque el campesinado irlandés había escapado a la impronta metodista. Las virtudes y los vicios de los irlandeses eran, por multitud de cosas, los opuestos a los de los disciplinados artesanos ingleses. Los irlandeses despreciaban, ora con violencia, ora con buen humor, la autoridad inglesa. No sólo eran las leyes y la religión de unos gobernantes extranjeros, sino que no existían sanciones comunitarias que convirtieran en motivo de vergüenza los procesos en los tribunales ingleses. Generosos como eran unos con otros, sólo ahorraban dinero para un proyecto concreto: emigrar a Canadá o casarse. Como vendedores callejeros se mantenían en los estratos más bajos (…) Este era un elemento perturbador en la comunidad obrera en formación: un flujo aparentemente inextinguible de refuerzos para guarnecer los baluartes de Satán. En algunas ciudades, los irlandeses se encontraban parcialmente segregados en sus propias calles y barrios. (…) La Iglesia católica vio pruebas de un plan divino para recuperar Inglaterra para la Fe en la inmigración irlandesa; y dondequiera que fuesen los irlandeses, les seguían de cerca los sacerdotes. Además, este sacerdocio irlandés era más pobre y estaba más cercano al campesinado que cualquier otro que hubiese en Europa.
Ciertamente, para muchos de los emigrantes el poder del cura aumentó. Después del violento desarraigo que habían sufrido, el cura el último punto de referencia respecto de su antiguo modo de vida. Instruido, pero no lejano por lo que se refiere a la clase social, libre de la identificación con los patronos y las autoridades inglesas, conociendo algunas veces el gaélico, el cura viajaba con mayor frecuencia entre Inglaterra e Irlanda, traía noticias de la tierra y a veces de los familiares, se le podían confiar envíos, ahorros o mensajes. De ahí que la tradición cultural más perdurable que aportó el campesinado irlandés –hasta la tercera o cuarta generación- a Inglaterra, fuera la de una iglesia nacionalista y semifeudal.
Hubiese sido difícil convertir en minoría sometida a un pueblo que hablaba el mismo lenguaje y eran ciudadanos británicos según el Act of Union. Se produjeron gran cantidad de matrimonios mixtos. Y lo que es notable no son los roces, sino la relativa facilidad con que los irlandeses fueron absorbidos en las comunidades obreras. Por el contrario, había muchas razones a favor de que el radicalismo inglés o el cartismo, y el nacionalismo irlandés hiciesen causa común, aunque la alianza jamás se vio libre de tensiones. El antagonismo apenas podía adoptar formas racistas en el ejército, la armada o en las ciudades fabriles del norte, en todos los cuales los irlandeses luchaban o trabajan codo con codo con otras víctimas que eran compañeros ingleses.
Muchos de los campesinos trajeron consigo la herencia revolucionaria que habían recibido, pero no ocurrió lo mismo con los sacerdotes. La Iglesia no tenía deseo alguno de atraer la atención sobre la minoría católica creciente en Gran Bretaña o de hacer recaer sobre ella prohibiciones adicionales.
Cualquier evaluación de la calidad de vida en relación a la Revolución industrial debe suponer una valoración de la experiencia de vida completa, de las múltiples satisfacciones o privaciones, tanto culturales como materiales de la población de la que se trate. También desde este punto de vista se debe aceptar la vieja visión “catastrófica” de la Revolución industrial. Durante los años que van de 1780 a 1840, la población británica sufrió una experiencia de pauperismo, incluso en el caso de que se pueda demostrar una pequeña mejora estadística de las condiciones materiales.
El proceso de industrialización es necesariamente doloroso. Supone la erosión de los modelos de vida tradicionales. Pero en Gran Bretaña se cumplió con una violencia excepcional. No fue mitigado por sentido alguno de participación nacional en un esfuerzo común, como ocurrió en los países que experimentaron una revolución nacional. La ideología predominante fue sólo la de los patronos. Su profeta mesiánico fue el doctor Andrew Ure, que consideraba el sistema fabril como “el gran ministerio de civilización del globo terráqueo”. Pero quienes la llevaron a cabo no experimentaron que así fuera, más que aquellas “miríadas” que supuestamente debían beneficiarse con ella. La experiencia de pauperismo se les presentó en cientos de formas diferentes: para los trabajadores del campo, en la pérdida de sus derechos comunales y de los restos de la democracia aldeana; para el artesano, en la pérdida de categoría social de su oficio; para el tejedor, en la pérdida del sustento y de la independencia; para los niños, en la pérdida del trabajo y el juego en casa; para muchos grupos de obreros cuyos ingresos reales aumentaron, en la pérdida de seguridad, de tiempo libre y el deterioro del entorno urbano.
El radicalismo popular no desapareció cuando fueron disueltas las sociedades de correspondencia, se suspendió el hábeas corpus y se proscribió toda manifestación “jacobina”. Simplemente perdió coherencia. Durante años se convirtió en algo inarticulado debido a la censura y la intimidación. Perdió su prensa, su expresión organizada y su mismo sentido de la orientación.
El bloqueo continental de Napoleón supuso para Gran Bretaña la paralización de industrias, el desempleo y el alza vertiginosa de los precios de los alimentos. Los fabricantes pedían la paz y recibían el apoyo de una oleada de resentimiento contra las Assed Taxes (impuestos que gravaban las casas habitadas, los criados varones, los carruajes, los perros, los polvos para el cabello, los escudos de armas, las ventanas, etc.). Había motines de subsistencia por todo el país. Y hay pruebas que indican la existencia de una clandestinidad insurreccional organizada. La guerra había durado casi diez años sin descanso, y la paz fue recibida con iluminaciones y júbilo público. La paz trajo una elección general, en la que candidatos de ideas políticas avanzadas, con el apoyo de los jacobinos, tuvieron un éxito sorprendente en media docena de distritos electorales.
Durante el invierno de 1802-1803 las relaciones entre Gran Bretaña y Francia se hicieron ásperas. En mayo de 1803, los dos países estaban de nuevo en guerra. Pero ésta, para muchos reformadores, apareció como otro tipo de guerra. En 1802, Napoleón se había convertido en Primer Cónsul vitalicio; en 1804 aceptó la corona como emperador hereditario. Ningún seguidor auténtico de Paine pudo digerir eso. El jacobino común quedó tan profundamente decepcionado por esto como consternados habían quedado los reformadores más moderados a causa de Robespierre. Por mucho que hubiesen intentado mantener un distanciamiento crítico, la moral de los reformadores ingleses estaba estrechamente vinculada a la suerte de Francia. El Primer Imperio asestó un golpe al republicanismo inglés del que jamás se recobró por completo. Los derechos del hombre habían sido sumamente vehementes en su condena a los tronos, las instituciones góticas, las distinciones hereditarias; a medida que seguía la guerra, el acue4rdo de Napoleón con el Vaticano, su comportamiento como rey y su exaltación de una nueva nobleza hereditaria, despojaron a Francia de todo su magnetismo revolucionario. Para muchos, ahora Francia se aparecía como un rival comercial e imperial, como el opresor de los pueblos español e italiano.
Los hijos del squire, del procurador y del fabricante se divertían cabalgando ataviados de manera elegante y asistiendo a los bailes de los voluntarios. Entre la aristocracia y la clase media nació una comprensión, que dio lugar a ese esprit de corps que más tarde les iba a dar la victoria sobre el terreno en Peterloo; mientras, en los bailes sus hermanas escogían maridos que facilitaban esa fertilización cruzada entre la riqueza hacendada y la comercial que caracterizó la Revolución industrial inglesa. Verdaderamente, entre 1802 y 1806 hubo un resurgimiento del sentimiento patriótico popular. Gran Bretaña se vio inundada de folletos, publicaciones y cuentos patrióticos.
Una vez más, el radicalismo no se extinguió, pero la expresión de los argumentos se tamizó hasta hacerse irreconocible. Antiguos jacobinos se convirtieron en patriotas, tan ansiosos de denunciar a Napoleón por su apostasía de la causa republicana, como lo estaban los legitimistas de denunciarle por la usurpación de la Casa de borbón. En esa dirección sumamente inesperada fue hacia donde sonó la primera nota del nuevo radicalismo. Puesto que las mismas influencias que habían dispersado el jacobinismo de viejo tipo habían sido la causa de que el antijacobinismo de viejo tipo perdiese parte de su fuerza. Si Napoleón era un enemigo porque era un déspota que había concentrado todo el poder en sus manos, ¿qué se podía decir de Pitt, que, instalado en el poder desde 1804 hasta su muerte, a principios de 1806, había erosionado las libertades británicas, encarcelado a hombres sin juicio previo, sobornado a la prensa y utilizado todas las formas de la influencia ministerial para reforzar su poder?
Hemos visto el origen de la tradición ilegal en las oscuras sociedades de los “Ingleses Unidos” a finales de la década de 1790 (S.C.L.). En 1800 y 1801 tuvo lugar por toda Inglaterra un estallido de amotinamientos. En su mayoría eran motines de subsistencia, provocados por la escasez y la subida vertiginosa de los precios durante el bloqueo continental de Napoleón. Pero también hay indicios de algún modo rudimentario de organización. Se habían anunciado por adelantado, mediante octavillas, varios motines y “huelgas” de consumidores, en una escala que indica la existencia de una organización de comités que tenían acceso a la imprenta.
La multitud ya no estaba dividida en las facciones de “jacobinos” y partidarios de la “Iglesia y el Rey”: “Lo que más aterrorizó a los Gentlemen fue contemplar la Unión de partidos, que no hubiese painitas (de Tom Paine) ni se oyese ninguna canción como Dios salve al Rey”. Aquí había un cambio importante en las actitudes populares, en las respuestas subpolíticas de “la muchedumbre”. La población se incorporaba a las sociedades secretas y prestaba juramento solemne de confabulación. Había “personas que iban de un lado para otro intentando persuadir al pueblo de que se juramentase para apoyarse mutuamente en la demanda de regular y bajar el precio de los productos de primera necesidad”. Aunque cualquier tipo de correspondencia organizada entre grupos individuales siguió siendo ilegal, una vez más volvió a ser técnicamente lícito convocar reuniones públicas. En cuestión de semanas se habían convocado mítines de protesta, a menudo mediante octavillas escritas a mano, en multitud de lugares muy alejados unos de otros.
A todos los que ingresaban se les exigía responder afirmativamente a tres preguntas: 1) ¿Deseaban un cambio total de sistema? 2) “¿Estás dispuesto a hacer todo lo que esté en tu mano para crear el espíritu del amor, la hermandad y el afecto entre los amigos de la libertad y a no perder ninguna oportunidad de dar toda la información política que puedas?”
Cualquiera que fuese su organización, tenían acceso a la imprenta. En junio de 1802, un magistrado del West Riding envió al Ministerio del Interior una pequeña octavilla que contenía una "Proclama a los Británicos Unidos”. Proponía unir “en una cadena de entendimiento” a todos aquellos que pretendieran derrocar a los opresores de la nación. (…) Se había invitado a los soldados a incorporarse a esta “Sociedad en favor de la Constitución” con el fin de “luchar para romper las cadenas del cautiverio y la esclavitud”. La organización era una organización paramilitar, con “diez hombres en cada compañía y, cuando ascendían a once, el undécimo tomaba la dirección” de una nueva compañía. Cada compañía estaba dirigida por un “capitán”, cada grupo de cinco compañías constituía una “subdivisión” dirigida por un “coronel”. Por otra parte, si bien este era el modelo, no parece que se llevara a la práctica de forma general. (…) Además, los motines de la flota nos recuerdan que de ningún modo era inconcebible la existencia de una organización revolucionaria en el ejército. Al igual que la armada, el ejército hervía de injusticias respecto de la paga, el alojamiento, el cuidado de los familiares, la disciplina y los malos tratos.
Cuando adquirimos una visión completa de las pruebas, podemos considerar que se trataba de un incidente de significación real en la historia política británica. Unía las luchas de los nacionalistas irlandeses con las quejas de los obreros de Londres y de los cardadores de paños y tejedores del norte de Inglaterra. Fue un último estallido del viejo jacobinismo de la década de 1790 que sufrió una seria derrota.
El movimiento clandestino no se volvió a manifestar de nuevo hasta 1811, y entonces lo hizo en forma de un violento conflicto industrial: el movimiento ludita. Los ataques luditas se limitaban a objetivos laborales determinados: la destrucción de telares mecánicos (Lancashire), tundidoras mecánicas (Yorkshire) y resistencia a la ruptura de la tradición en la industria de los calceteros de bastidor de las Midlands.
Pero el mito de que todos los reformadores eran agentes franceses o conspiradores puso en marcha una curiosa lógica. No sólo significó que los reformadores fueron obligados a adoptar formas de actuación oscuras y secretas. También significó que las autoridades, con el fin de penetrar en aquellas formas, se vieron en la necesidad de emplear espías e informadores en una escala desconocida en cualquier período anterior. La línea que separaba al espía del agent provocateur era confuso. Al informador se le pagaba a destajo; cuanto más alarmista era su información, más lucrativo era su oficio. La información falsa podía ser aceptada con ansia por parte de las autoridades que propagaban el mito. En este sentido, fue la política de Pitt, al reprimir las sociedades de correspondencia, la que puso en marcha la lógica que condujo a Oliver el espía como a la sublevación de Pentridge de 1817. Así pues, las pruebas que las autoridades presentaban, referentes a una clandestinidad conspiradora entre 1798 y 1820, son dudosas y algunas veces carecen de valor.
Este es el corazón del problema. Otra de las razones por las cuales las fuentes son oscuras es que los obreros se proponían que así fuera. “Propósito” es un término demasiado racional. En Inglaterra había, ciertamente, dos culturas. En los centros de la Revolución industrial surgían nuevas instituciones, nuevas actitudes, nuevas pautas de comportamiento comunitario que, de forma consciente o inconsciente, estaban configuradas para evitar la intrusión del magistrado, el patrono, el párroco o el confidente. La nueva solidaridad no era sólo una solidaridad con, también era una solidaridad contra. Desde el punto de vista de las autoridades las dos terceras partes del problema consistían en obtener algún tipo de información fiable. Los magistrados cabalgaban por vecindarios atestados, situados a pocos cientos de yardas de sus residencias, y eran recibidos como extranjeros hostiles. Eran impotentes para descubrir las sedes de las trade Unions. De ahí que los documentos del Ministerio del Interior, que son las principales fuentes de primera mano, sean a menudo de lectura contusa. Al igual que viajeros desconocedores del terreno que pisan, los magistrados y los jefes se encontraban a merced de los informadores.
Otro aspecto importante: durante la mayor parte de este período, Inglaterra estuvo gobernada por los tories. Un magistrado que escribiese con diligencia al Ministerio del Interior probablemente era o bien un tory fervientemente antijacobino o estaba interesado en ganarse el favor del gobierno por alguna razón más privada. Se puede afirmar, en general, que las autoridades tuvieron más éxito, tanto a nivel nacional como local, en infiltrarse en las organizaciones políticas ilegales que, en las organizaciones de tipo industrial, y en los organismos regionales que en los locales. Las razones para que fuera así son evidentes. Para un informador era más fácil hacerse pasar por un jacobino o un radical que por tundidor o tejedor de punto. Las sociedades políticas reunían gentes que provenían de una zona territorial amplia y de diferentes grupos sociales; las unions ilegales o los grupos luditas surgieron en los talleres y las comunidades en las que todos se conocían. Siempre era en el punto de unión de una ciudad o una región con otra donde el espía podía infiltrarse con mayor facilidad.
La otra reflexión es la siguiente. Lejos de verse envuelto en multitud de dificultades a causa de una serie de impostores, es impresionante la extraordinaria habilidad con la que el gobierno consiguió, entre 1792 y 2820, anticiparse a los avances revolucionarios serios y mantener una corriente constante de información fiable respecto de las conspiraciones insurreccionales. En verdad, se podría escribir una historia convincente del jacobinismo inglés y del radicalismo popular únicamente en términos de impacto del espionaje sobre el movimiento. Durante sus primeros años la S.C.L. se dio cuenta de las actitudes demasiado entusiastas y provocativas adoptadas por los típicos confidentes.
Por esta razón, la tradición política secreta se nos aparece como una serie de catástrofes (ejemplo: Pentridge y otras), o más bien como un goteo de propaganda tan secreta y en pequeña escala, y tan rodeada de sospecha, que apenas tuvo efecto alguno, excepto en aquellos lugares en los que dio lugar a una conjunción con la tradición industrial clandestina. Esta conjunción se produjo en el movimiento ludita, y en Nottingham y el Yorkshire los luditas tuvieron un éxito extraordinario en la resistencia a la infiltración de espías. Aquí las autoridades se enfrentaban a una cultura obrera tan opaca que, a menos que un prisionero ludita se desmoronase en un interrogatorio, por miedo al cadalso, resistió todo tipo de penetración.
El ludismo acababa en el patíbulo; y en cualquier momento de los siguientes cuarenta años, declarar que uno había sido un instigador ludita podía atraer la atención, nada bienvenida, de las autoridades, y quizás incluso las recriminaciones de la comunidad en la que todavía vivían los familiares de aquellos que habían sido ejecutados. Los luditas que habían dejado atrás su pasado tenían tan pocas ganas de que les recordasen su juventud como un hombre que tenga antecedentes delictivos. Respecto a aquellos que no lo habían dejado atrás, debemos recordar que la corriente revolucionaria y de conspiración avanza hacia adelante durante los años 1816- 1820, 1830-1832 y hasta los últimos años del cartismo. Por supuesto, las historias de los supervivientes no empezaron a salir a la luz pública, en letra impresa, hasta las décadas de 1860 y 1870.
Existen pocas pruebas respecto de cualquier decisión deliberada por parte de los painistas, de “infiltrarse” en las trade unions y en las sociedades de socorro mutuo. Pero es una equivocación separar en nuestra mente el descontento político y la organización laboral, en cualquier fecha anterior a la década de 1840. En las sociedades de socorro mutuo que, aunque eran legales, tenían prohibido establecer vínculos a nivel regional o nacional, se cumplía a menudo la norma de “no hacer política”. Algunos de los clubes de oficio viejos tenían una tradición similar. Pero en las comunidades fabriles probablemente el comienzo de cualquier tipo de movimiento organizado recayó en una minoría de espíritus activos; y probablemente, los hombres que tenían el valor de organizar una union ilegal, la habilidad de llevar su correspondencia y sus finanzas y el conocimiento necesario para presentar peticiones en el Parlamento o consultar con procuradores, tampoco eran desconocedores de Los derechos del hombre. A medida que fueron apareciendo líderes más jóvenes en las trade unions, se debieron decantar hacia un radicalismo extremo debido a las mismas características de su conflicto con los patronos, los magistrados y una Cámara de los Comunes indiferente o punitiva. Fue Pitt quien, al aprobar las Combination Acts, llevó inconscientemente a la tradición jacobina a asociarse con las unions ilegales.
Las Combination Acts de 1799 y 1800 habían abocado a las trade unions al mundo de la ilegalidad, en el que el secreto y la hostilidad hacia las autoridades eran intrínsecos a su misma existencia. La situación de las unions entre 1799 y la revocación de las Combination Acts (1824-1825) fue compleja. En primer lugar, debemos reconocer la paradoja de que, en los mismos años en que estuvieron en vigor estas leyes, el sindicalismo registró grandes avances. En realidad, antes de la década de 1790 había legislación suficiente para que casi cualquier actividad sindical imaginable fuese perseguida por la justicia, como conspiración según la legislación corriente: por incumplimiento de contrato, por dejar el trabajo sin acabar o bajo la normativa legal que abarcaba distintas industrias. Las Combination Acts fueron aprobadas por un Parlamento de antijacobinos y terratenientes, cuya preocupación principal era añadir a la legislación existente elementos intimidatorios para los reformadores políticos. También iban dirigidas a codificar las leyes contrarias a las trade unions, que ya existían, simplificando los procedimientos permitiendo proceder a dos magistrados por jurisdicción sumaria. Su novedad consistía precisamente en eso, en la naturaleza inclusiva de su prohibición de toda asociación; y en el hecho de que, a diferencia de la legislación de la anterior tradición paternalista, no contenía ninguna cláusula protectora en compensación. Y aunque a nivel técnico también prohibían las asociaciones de patronos, fueron un claro “fragmento odioso de la legislación de clase”. Y como tales, durante veinticinco años pendieron sobre las cabezas de todos los sindicalistas y fueron empleadas a menudo contra ellos.
De forma más corriente, las unions se reunían en una sala privada de un posadero amistoso. La forma de organización dificultaba la infiltración de espías. Mediante un elaborado sistema de delegación que iba desde el taller al comité de la ciudad y desde allí al comité regional, era posible ocultar los nombres de los dirigentes y los hombres que componían el comité, incluso a los miembros de la unión. En algunos casos, los cargos más altos se nombraban por votación secreta entre los miembros del comité, y sus nombres sólo los conocían el secretario y el tesorero. De modo que, si una parte de la organización llegaba a ser conocida por las autoridades, otras partes seguían quedando intactas. Los juramentos imponentes y las ceremonias de iniciación probablemente estaban ampliamente extendidas.
Respecto de cómo eran los juramentos de principios del siglo XIX tenemos algunas fuentes. Los luditas extrajeron la mayor parte de los suyos de la tradición irlandesa, los sindicalistas los sacaron de las tradiciones artesanales y masónicas. Probablemente los juramentos cayeron en desuso más temprano entre los oficios de Londres y los artesanos de las grandes ciudades. Pero las ceremonias de iniciación y los juramentos perduraron en otras partes durante muchos años antes de que se revocasen las Combination Acts.
Pero no debemos dar una imagen tan colorista de los heroicos días de la ilegalidad. Gran parte del trabajo que se realizaba en las habitaciones traseras de las posadas era rutinario. En gran parte era el trabajo seguro y tranquilo de las sociedades de socorro mutuo y de entierro. Muchos de los peores problemas, en los años de tranquilidad, provenían, no de los patronos, sino de la inexperiencia y la ignorancia de los miembros. Los fondos que se habían acumulado lentamente se perderían por culpa de un miembro que huyese con ellos, sin que hubiese posibilidad de recurrir a la justicia…
La clandestinidad debe considerarse como algo más que una cuestión de juramentos y ceremonias. Durante los años de guerra y sus consecuencias implicaba todo un código de conducta, casi una forma de conciencia. En el trabajo, no era necesario que un líder o una representación de los trabajadores de acercase al patrono para presentarle las demandas de aquellos; se soltaría una indirecta, se le sugeriría a un vigilante o se dejaría una nota sin firmar para que la viese el patrono. Si se concedían las demandas, no había necesidad –en los pequeños talleres- de hacer una huelga formal; los trabajadores, simplemente, dejarían de acudir lo harían público cada uno por su cuenta. Además, la situación de ilegalidad era a la que más a menudo recurrían los sindicalistas para la acción directa con el fin de reforzar las demandas que no se podían conseguir por la vía de la legalidad ni en negociación abierta. Esto podía ocurrir de múltiples maneras. En su forma más suavizada era poco más que una presión moral extrema. El artesano que trabajara por menos dinero del que había fijado la union sería boicoteado; el trabajador “ilegal” descubriría que sus herramientas se habían “perdido” o sería multado por sus compañeros de taller.
De forma más general, estas acciones directas se mantenían cuidadosamente dentro de los límites que imponía la cultura oral de la comunidad obrera. A un esquirol se le consideraba como un intruso que amenazaba con robar el pan de la boca de los trabajadores esforzados y de los inocentes; pero, aunque no se vertía una lágrima por él en caso de que le atacasen y le “diesen una lección” tampoco existía una aprobación moral del asesinato o la mutilación. El ludismo fue una extensión de ese tipo de acción directa, pero estaba también cuidadosamente controlado dentro del mismo código tácito. De forma paradójica, la persistencia de la clandestinidad y de la violencia ocasional favorecía los argumentos para revocar las Combination Acts. (“indujeron a la población obrera a infringir y a no respetar las leyes…” “Hicieron que los obreros odiasen a sus patronos…”).
Los argumentos más sólidos para explicar la revocación de las Combination Acts fueron, en primer lugar, su continuada ineficacia para impedir el crecimiento del sindicalismo; y, en segundo lugar, el predominio de la acción violenta de las trade unions, extremada por el ludismo. Después de 1806 y 1809, había sido abolido cualquier vestigio de legislación que indicase que los oficiales del sector de la lana se podían dirigir al Parlamento para defender su situación. Cuando, en los años de estancamiento y miseria de las Orders in Council (orden real que el soberano promulga con el asesoramiento del Consejo Privado), algunos patronos con grandes empresas se apresuraron a instalar la nueva maquinaria con la esperanza de arrinconar, con mano de obra barata, a los pequeños negocios que quedaban, apareció el ludismo con una lógica casi inevitable. Para los tundidores, Ned Ludd era el defensor de los antiguos derechos y el paladín de una Constitución perdida.
A diferencia de los cualificados tundidores, los tejedores de punto eran trabajadores a domicilio que se encontraban en una situación extraordinariamente expuesta a la explotación; al igual que los tejedores, evocaban mejores tiempos. Las descripciones relativas a la segunda mitad del siglo XVIII difieren, pero desde 1786 hasta 1805 parece que hubo un nivel bastante alto de empleo. Como en el caso de los tejedores, hubo magistrados y patronos que atribuyeron la insubordinación de los trabajadores a la “vida lujosa y licenciosa” que su anterior riqueza les había propiciado. De sus inadecuados salarios, los tejedores de medias tenían que descontar los costes de coser, agujas, aceite, traer y llevar el trabajo, etc. Los tejedores de medias, al igual que los tundidores, tenían una larga historia de defensa de su situación tanto por medios constitucionales como violentos. Exactamente igual que en el caso de los tundidores, los tejedores de punto se encontraron con que todo estatuto legal que podía haberles proporcionado protección era abolido o ignorado, mientras que todo intento de hacer respetar sus derechos mediante la actuación de las trade unions era ilegal.
El ludismo en Nottingham, al igual que en el Yorkshire, era sumamente selectivo. Sólo se destruían aquellos telares de quienes fabricaban bien productos a precios inferiores. (…) En realidad, los tejedores de punto reclamaban una sanción constitucional incluso para la destrucción de telares. En la carta de privilegios que les había otorgado Carlos II había una cláusula que concedía a la Compañía de Tejedores de Punto el poder de nombrar unos delegados para examinar las mercancías y para destruir las que fueran defectuosas o engañosas.
La historia del proyecto de ley fracasado, para regular la industria del tejido de punto, pone de relieve la difícil situación por la que atravesaban los sindicalistas durante los años del ludismo. Se puede considerar que el ludismo surgió en el punto crítico de la revocación de la legislación paternalista y en el momento de la imposición de la economía política del laissez faire sobre –y contra la voluntad y la conciencia de- los obreros. Es el último capítulo de una historia que se inicia en los siglos XIV y XV y que, en gran parte, ha sido contada en la obra Religion and the Rise of Capitalism de Tawney. Es bastante cierto que gran parte de esta legislación paternalista en su origen había sido, no sólo restrictiva, sino punitiva para el trabajador. Sin embargo, contenía la imagen indefinida de un estado corporativo benévolo, en el que había sanciones legislativas y morales contra el fabricante sin escrúpulos o el patrono injusto, y en el que se reconocía a los oficiales como un “estado”, por muy bajo que fuese, dentro del reino.
Es posible que estos ideales nunca pasaran de ser otra cosa que ideales: también es posible que hacia finales del siglo XVIII fuesen poco convincentes, pero tenían una realidad poderosa, a pesar de todo, en la idea de lo que debería ser, a lo cual apelaban los artesanos, los oficiales y muchos patronos con pequeños negocios. Más que esto, los ideales estaban vivos en las sanciones y las costumbres de las comunidades industriales más tradicionales. Las primitivas unions cuasi-legales convirtieron esta tradición en emblema en los adornados boletos o en sus carnets de afiliación: los tundidores con el escudo de armas rematado con las tijeras cruzadas, entre la figura de la justicia y la de la libertad, etc… Además, a menudo se olvida con qué rapidez se hizo la revocación de la legislación paternalista.
Los obreros comprendían perfectamente lo que ocurría. Estaban atrapados de lleno entre dos fuegos. Por un lado, se enfrentaban al fuego del orden establecido. En modo alguno todos los magistrados del país, ni siquiera los Lords-Lieutenant de los condados, eran partidarios doctrinales del laissez faire. En algunas ocasiones, estos hombres tenían auténticos reparos en actuar contra los oficiales, e incluso sentían un profundo disgusto respecto de los métodos que utilizaban los patronos de las mayores empresas, pero en el momento que los trabajadores manifestaban sus quejas en voz alta y clara, entonces, también ellos suponían una amenaza para los valores del orden. El anticuado squire podía simpatizar con el famélico tejedor de medias que se presenta a su puerta de forma plañidera y pasiva, pero no albergaba ninguna simpatía por los comités secretos, las manifestaciones en las calles, las huelgas o la destrucción de la propiedad. Por otra parte, los trabajadores se enfrentaban al fuego de los patronos, que diariamente contaban con nuevos refuerzos procedentes de los discípulos del laissez faire. Las Corn Laws de 1815 mostrarán lo lejos que se encontraban la aristocracia y la gentry de comulgar realmente con esas doctrinas. Pero en tiempo de guerra, el Ministerio consideró conveniente aceptar los argumentos de la “libre competencia”, en la medida que se oponían más a los intereses de la clase obrera que a los de los terratenientes, haciendo gala de un absoluto oportunismo contrarrevolucionario.
Así pues, debemos ver el ludismo en este contexto. Los oficiales y los artesanos se sentían desposeídos de los derechos constitucionales, y esta era una convicción profundamente arraigada. Ned Ludd era el “Reparador” o el “Gran Verdugo”, que defendía –“con el voto unánime del Oficio”- unos derechos afianzados de forma demasiado honda “por la tradición y la ley” para que unos pocos patronos, o incluso el Parlamento, los desechase. En segundo lugar, no debemos exagerar el aislamiento al que se habían visto abocados los tejedores de medias y los tundidores. Desde el primer momento, los “atentados” luditas y los destructores de máquinas tuvieron el respaldo de la opinión pública en muchos lugares.
El ludismo puede considerarse como una erupción violenta de sentimiento contra el capitalismo industrial desenfrenado, que rememora un código paternalista anticuado y se ve legitimado por las tradiciones de la comunidad trabajadora, pero llegados a este punto el término “reaccionario” acude con demasiada facilidad a algunos labios. Porque a pesar de todos los sermones dirigidos a los luditas –en aquel momento y con posterioridad- referentes a las beneficiosas consecuencias de la maquinaria nueva y de la “libre” empresa- argumentos que, por otra parte, los luditas eran bastante inteligentes para ponderarlos por sí mismos- fueron los destructores de maquinaria y no los autores de los tratados quienes hicieron una valoración más realista de sus efectos a corto plazo. Los tundidores proporcionan el ejemplo más claro de un oficio que, simplemente, se extinguió: su trabajo fue sustituido por el de obreros no cualificados y mano de obra juvenil. Era un triste final para un oficio honorable.
Incluso haciendo la salvedad del abaratamiento de los productos, es imposible calificar como “progresivos”, en ningún sentido significativo, los procesos que conllevaron la degradación, para los veinte o treinta años subsiguientes, de los obreros empleados en la industria. Y, considerándolo desde este punto de vista, podemos entender el ludismo como un momento de conflicto de transición. Por un lado, miraba hacia atrás hacia unas viejas costumbres y una legislación paternalista que jamás podría revivir; por otro lado, intentaba resucitar antiguos derechos con el fin de establecer nuevos precedentes. En distintos momentos sus demandas incorporaron estos puntos: un salario mínimo legal, el control de la “explotación” de las mujeres y los jóvenes, el arbitraje, el compromiso –por parte de los patronos- de encontrar trabajo para aquellos trabajadores cualificados que hubiesen perdido su puesto de trabajo debido a la maquinaria, la prohibición de la producción de ínfima calidad y el derecho a la organización legal de trade unions. Todas estas demandas miraban tanto hacia adelante como hacia atrás y contenían en su seno una imagen indefinida, no tanto de una comunidad paternalista, cuanto democrática, en la que el crecimiento industrial se regulase de acuerdo con prioridades éticas y la búsqueda del beneficio estuviese subordinada e las necesidades humanas.
Con este sobrenombre se designa a los luditas. El ludismo sigue siendo, en la visión popular, un asunto, extraño y espontáneo, de trabajadores manuales analfabetos que se resistían ciegamente a la maquinaria, pero la destrucción de maquinaria tiene una historia mucho más larga. La destrucción de materiales, telares, máquinas trilladoras, la inundación de pozos de minas o el destrozo de los aparatos instalados en la boca del pozo, el robo o el incendio de las casas o las propiedades de los patronos impopulares: estas y otras formas de acción directa violenta se empleaban durante el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, mientras que “rapiñar” era todavía una actividad endémica en la cuchillería de Sheffield en la década de 1860. Estos métodos iban, algunas veces, dirigidos a la maquinaria que se consideraba detestable como tal. Más a menudo, eran una forma de imponer cuestiones consuetudinarias, de intimidar a los esquiroles, a los trabajadores “ilegales”, a los patronos, o eran medios auxiliares –a menudo eficaces- para la huelga u otras acciones de tipo “sindical”.
El Movimiento ludita, aunque estaba relacionado con esta tradición, se debe distinguir de ella, en primer lugar, por su grado de organización, en segundo lugar, por el contexto político en el cual floreció. Estas diferencias se pueden resumir en una sola característica: aunque su origen se hallaba en determinadas injusticias de tipo laboral, el ludismo era un movimiento cuasi- insurreccional, que se agitaba continuamente al borde de ulteriores objetivos revolucionarios.
Esto no significa que fuese un movimiento completamente revolucionario, aunque su tendencia era a convertirse en un movimiento de este tipo, lo que se ha subestimado muy a menudo.
Hacia 1812, la vieja squirearchy (terratenientes) apenas podía controlar los distritos manufactureros, a menos que tuviese el apoyo delos grandes fabricantes. Pero, paradójicamente, allí donde los patrones eran hostiles a la administración había menos problemas de orden. El ludismo ilustra por completo este problema de orden. Durante el verano de 1812, había por lo menos 12.000 soldados en los condados con disturbios, lo cual era una fuerza mayor que la que Wellington tenía bajo su mando en la Península Ibérica. En un momento determinado, y durante meses, esas fuerzas fueron particularmente ineficaces. En parte se pudo deber al hecho de que muchos soldados simpatizaban con la población, de modo que las autoridades se veían en la necesidad de cambiarlos continuamente de un distrito a otro por miedo a que el “descontento” se extendiese en sus filas. También se debía a la extraordinaria seguridad y a la comunicación que tenían los luditas, que se movían silenciosamente por un terreno bien conocido, mientras la caballería trotaba ruidosamente de pueblo en pueblo.
Así, el ludismo no sólo condujo a la unión de los magistrados y los propietarios de las fábricas, también fue la causa de que la administración hiciera concesiones a los intereses de los fabricantes.
Entre quienes acabaron en el cadalso se encontraban algunos de los jefes locales del ludismo; ciertamente, tanto las pruebas como la tradición popular demuestran que había “capitanes” luditas. Pero el ludismo se niega, hasta nuestros días, a revelar sus secretos. ¿Quiénes eran los instigadores “reales”? ¿Había alguno, o bien el movimiento estallaba de forma espontánea de un distrito a otro por medio del ejemplo? ¿Qué tipo de comités había en los distintos distritos?
¿Había algún tipo de comunicación regular entre ellos? ¿Hasta qué punto es cierto que se tomaban juramentos secretos? ¿Qué objetivos políticos o revolucionarios ulteriores se tenían entre los luditas? A todas estas preguntas sólo se le pueden dar respuestas muy provisionales. Sin embargo, deberíamos decir que las respuestas generalmente aceptadas no están en consonancia con algunas de las pruebas.
Las autoridades tampoco deseaban que se emprendieran juicios al por mayor por prestación de juramentos. Simplemente deseaban que aquello acabase. Tenemos que imaginarnos la solidaridad de la comunidad, el aislamiento extremo de las autoridades. Parece que las comunidades de los tres condados coincidían en la legitimación moral activa de todas las actividades luditas, a excepción del asesinato. Los funerales luditas lo ilustraban bien. El entierro de John Wesley, el ludita muerto en una refriega en noviembre de 1811, se convirtió en una ocasión para la manifestación de la solidaridad popular en Nottingham.
Cualquier explicación del ludismo que lo reduzca a un hecho laboral concreto o que desprecie su trasfondo insurreccional, diciendo que se trataba de unos pocos “exaltados”, no puede ser satisfactoria. Incluso en Nottingham, donde el ludismo presentaba una mayor disciplina en cuanto a la consecución de objetivos de tipo laboral, la conexión entre la destrucción de telares y la sedición política se daba por supuesta en todas partes.
Podemos aventurar una explicación de la trayectoria del ludismo. Se inició en Nottingham, en 1811, como una forma de presión y acción directa de las trade unions, que contaba con la aprobación de la comunidad obrera. Como tal, de inmediato incurrió en la ilegalidad y su misma situación le llevó en una dirección más insurreccional. Es probable que, durante el invierno de 1811-1812, se trasladasen “delegados”, ya oficiales o no, a otras zonas del norte. El ludismo de Yorkshire, por otra parte, surgió con un carácter más insurreccional. Por otra parte, las injusticias que de antiguo afectaban a los tundidores estallaron en llamas con el ejemplo de Nottingham. Por otra, pequeños grupos de demócratas o painitas veían en el ludismo una oportunidad revolucionaria más general. (…) Cuando se inició el ludismo en 1811-1812, el sindicalismo ilegal estaba ya profundamente arraigado en el Lancashire.
Desde un punto de vista, se puede considerar el ludismo como un movimiento semejante a una “revuelta de campesinos”, pero realizada por obreros industriales. En lugar de saquear los cháteaux, atacaban los objetos más cercanos que simbolizaban su opresión, la rebotadera mecánica y el telar mecánico. Los luditas, que aparecieron cuando casi se cumplían veinte años de silencio de la prensa impresa y las reuniones públicas, no conocían dirección nacional alguna en la que pudiesen confiar, ni política nacional de ningún tipo con la que pudiesen identificar su propia agitación. Por lo tanto, el ludismo siempre fue más fuerte en las comunidades locales y más coherente cuando realizaba acciones limitadas en la industria.
Si bien atacaban aquellos símbolos de la explotación y el sistema de fábrica, tenían presentes objetivos de más largo alcance, y además había grupos de “seguidores de Tom Paine” que les podían encaminar hacia metas ulteriores. Para ello no les servía ya la cerrada organización que valía para destruir la fábrica o los telares de hacer medias; en su comunidad no existía ningún monumento simbólico de los propietarios para derribar y las Cámaras del Parlamento estaban fuera de su alcance. Sin duda, los luditas de diferentes distritos estuvieron en contacto unos con otros. Y sólo conocían esta conexión algunos de los “capitanes”.
Desde otro punto de vista, podemos entender el ludismo como un movimiento de transición. A través de la destrucción de maquinaria debemos ser capaces de observar los motivos de los hombres que empuñaban los grandes mazos. Como “movimiento del mismo pueblo”, no nos sorprende tanto su atraso como su creciente madurez. Lejos de comportarse de forma “primitiva”, en Nottingham y en el Yorkshire mostró una disciplina y un autocontrol de primer orden. Se puede considerar el ludismo como una manifestación de cultura obrera de mayor independencia y complejidad que cualquiera de las conocidas en el siglo XVIII. Los veinte años de tradición ilegal que transcurren antes de 1811 son años de una riqueza de la que no tenemos fuentes y de la que sólo podemos hacer hipótesis. En particular en el movimiento de las trade unions se hacen evidentes los nuevos experimentos, la experiencia y la alfabetización crecientes y la mayor conciencia política. El ludismo se desarrolló a partir de esta misma cultura –el mundo de las sociedades de socorro mutuo, la ceremonia secreta y el juramento, las peticiones cuasilegales al Parlamento, las reuniones de los artesanos en sus locales de encuentro- y de una forma aparentemente inevitable. Podemos situar la fase de transición en el momento en que las aguas del sindicalismo, llenas de confianza en sí mismas y contenidas por las Combination Acts, pugnaban por abrirse camino y convertirse en una presencia manifiesta y abierta.
Las guerras terminaron en medio de motines. Se habían prolongado, con un intervalo, durante veinte años. Mientras se aprobaban las Corn Laws (1815), las tropas defendían las Cámaras del Parlamento de las multitudes que protestaban amenazantes. Miles de soldados y marineros licenciados volvieron a sus pueblos para encontrarse con el desempleo. Los cuatro años siguientes son la época heroica del radicalismo popular.
Este radicalismo no era –como había sido el de la década de 1790- una propaganda minoritaria que se identificaba con unas pocas organizaciones y escritores. Después de 1815 las demandas de Los derechos del hombre aportaban pocas novedades; ahora, estaban asumidas. La mayor parte de la retórica radical y del periodismo se ocupaba de exponer, parte por parte, los abusos del sistema de “compraventa de los cargos municipales” y de “inversión en deuda pública”: impuestos, abusos fiscales, corrupción, sinecuras, detentación de varios empleos; y estos mismos abusos, que se consideraban procedentes de una camarilla de terratenientes, cortesanos y placemen (miembros del Parlamento) venales y egoístas señalaban cuál era el remedio para ellos: una profunda reforma parlamentaria. Este era el mar de fondo de la propaganda radical, cuya voz periodística más insistente era la de William Cobbett y cuya voz más convincente en las hustings (campañas electorales) era la de Henry Hunt.
El radicalismo era una retórica libertaria generalizada, una continua batalla entre el pueblo y la Cámara de los Comunes no reformada, en la que saltaban a la palestra un tema tras otro. Esta retórica reflejaba y, a su vez, encontraba apoyo en la actitud radical de la multitud en Londres, las ciudades y los distritos industriales. Existe una tradición apenas ininterrumpida de manifestaciones antiautoritarias de la multitud de Londres… Y éste de Londres no era un fenómeno nuevo, sino que durante los años de la posguerra alcanzó unas formas más conscientes, organizadas y sofisticadas… De ahí que el radicalismo de la posguerra a veces no fuese tanto un movimiento de una minoría organizada como la respuesta de toda la comunidad.
Los baluartes del jacobinismo estaban situados en los centros artesanos. Después de 1815 no es posible hacer una definición clara. En diferentes momentos entre 1815 y 1832 la agitación contra determinados abusos-el impuesto sobre la renta, el diezmo, las Corn Laws, las sinecuras- se extendió entre muchísimos sectores de la población. Los fabricantes, los agricultores, la pequeña gentry, los profesionales, así como los artesanos y los labriegos compartían la demanda de algún tipo de reforma parlamentaria. Pero el empuje firme del movimiento de reforma provino de “las clases trabajadoras”: tejedores de medias, tejedores de telar manual, hilanderos de algodón, artesanos y, asociados con ellos, una profusión de pequeños patronos, gentes de oficio, taberneros, vendedores de libros profesionales, de aquí y de allí, entre los cuales surgieron a veces los dirigentes de las sociedades políticas locales.
El movimiento reformista de Londres empezó dividido entre los constitucionalistas prudentes, por un lado, y los conspiradores, por el otro. El terreno intermedio entre esos dos extremos lo ocupaban gentes como Cartwright, Hunt y Cobbett, pero no podemos apreciar toda la complejidad del problema de la organización y la dirección radical a menos que miremos qué ocurría fuera de Londres, y tengamos también en cuenta la situación en que se encontraban todavía los reformadores, debido a la Seditious Societies Act (ley de sociedades sediciosas), bajo la cual se suprimieron, en 1799, las sociedades de correspondencia.
Bajo esta ley, ninguna organización política de ámbito nacional era legal. Además, era ilegal crear sociedades legales que fuesen secciones de una sociedad nacional, o que se comunicasen con un centro nacional mediante correspondencia o intercambio de delegados. Los únicos derechos incontestables de los reformadores eran: primero, formar clubes o grupos de discusión autónomos locales; segundo, el derecho a presentar peticiones al Parlamento o al Rey y reunirse con este objetivo. El club informal y la reunión en la taberna era una parte del proceso democrático que sobrevivió a la represión de 1796-1806, tanto en las provincias como en Londres. El paso desde el grupo informal de taberna al club radical declarado era un gran paso.
Se conjugaban otros factores que contribuían al ascenso del demagogo. En un plano nacional, el radicalismo jamás conoció la autodisciplina de la organización política: puesto que cualquier partido o centro de correspondencia era ilegal, y puesto que no había ejecutiva alguna que decidiese la política y estrategia a seguir, la dirección recaía de manera inevitable en oradores individuales y periodistas. Así las cosas, auténticos desacuerdos sobre cuestiones políticas se trasladaban a conflictos en planos personales. Del mismo modo, si un líder recibía la aclamación popular, encontraba en ello alimento para su vanidad personal. Las condiciones en que se daba la agitación favorecían la personalización de los problemas. Las grandes reuniones de masas exigían una figura pintoresca y decorativa.
Esta era una de las fuentes de conflicto en el seno de la dirección radical. Otra era el dinero. Ser un líder radical salía muy caro, como bien sabían Cobbett y Hunt. Además de los discursos, las publicaciones, los viajes y la correspondencia, la defensa legal o las campañas electorales suponían cuantiosos gastos. Pero la causa más importante de las desavenencias radicales era la vanidad. Y la vanidad era un trastorno tan común entre los líderes radicales que más parece un síntoma de la falta general de organización coherente que una causa de desacuerdo. Todos los líderes radicales se apresuraban a impugnar los motivos de sus compañeros ante el primer indicio de desacuerdo. A falta de una organización política democrática, la política radical era personalizada. Después de 1816, el movimiento tenía mu8chas de las virtudes del movimiento de la década de 1790, pero no la de la egalité.
No podemos entender el extraordinario desorden del radicalismo de posguerra a menos que tengamos en cuenta estos problemas de personalidad y dirección. Fue la época heroica del radicalismo popular, pero en el panorama nacional, sus líderes pocas veces parecían heroicos y algunas veces incluso ridículos. Desde 1815 hasta los años del cartismo, el movimiento siempre se mostró muy enérgico, coherente y saludable en la base, y en especial en centros provinciales. Sus verdaderos héroes eran los libreros locales y los vendedores de periódicos, los organizadores de las trade unions, los secretarios y portavoces locales de los clubes Hampden y las political unions; hombres que no esperaban convertirse en pensionistas vitalicios honoríficos del movimiento como recompensa por el encarcelamiento; estos hombres constituían la plataforma sin la cual sus líderes, disputadores y maldicientes, hubiesen sido totalmente impotentes; y eran quienes, a menudo contemplaban consternados las peleas entre quienes ostentaban la dirección.
Brandreth fue ejecutado en relación a los episodios de Pentridge. Conocido como uno de los “mártires”. Durante dos o tres años había hecho manifiestos preparativos, reclutando hombres y celebrando consejos en una de las tabernas de Pentridge. Oliver era el arquetipo del Judas radical y su legendario papel iba a tener consecuencias en toda la historia del siglo XIX. Demos distinguir entre la influencia inmediata y la influencia a largo plazo. Durante los años del ludismo, el empleo de confidentes había llegado a ser, de hecho, una práctica habitual por parte de los magistrados en los grandes centros industriales; y desde la década de 1790, una parte de los propios recursos del gobierno se destinaron a los fines de este servicio secreto. Pero un amplísimo sector de la opinión pública consideraba esta práctica como algo completamente ajeno al espíritu de la legislación inglesa. La idea de una acción policial “preventiva” era escandalosa, incluso en los casos criminales, y, cuando ésta se extendía a asuntos de opiniones políticas “domésticas”, constituía una afrenta a todos y cada uno de los prejuicios de un inglés libre por nacimiento. El desenmascaramiento en un periódico de Leeds del papel de Oliver como agent provocateur dejó literalmente atónita a la opinión pública. En 1817 había miles de tenderos, squires rurales, pastores disidentes y profesionales que no imaginaban que en Inglaterra pudiesen ocurrir esta clase de cosas. Aunque, a lo largo de 1817, muchos reformadores siguieron en prisión pajo la suspensión del hábeas corpus, creció el clamor por todo el país contra el “sistema continental de espías”. En lugar de aislar a los reformadores partidarios de la “fuerza física” como Brandreth, la repugnancia ante la actuación de Oliver unió a los grupos extremos y a los moderados.
El gobierno había ultrajado no sólo a los reformadores, sino a todos los que conferían un valor a la vieja retórica del constitucionalismo libertario, según la cual precisamente el objetivo del gobierno era salvaguardar los derechos individuales. Pero la administración estaba decidida a verter la cantidad necesaria de sangre. Se acusó a 35 hombres de alta traición y se puso un cuidado extraordinario en seleccionar al jurado más sumiso posible. El juicio, que se retrasó durante meses, se llevó a cabo en una atmósfera de terror y los acusados fueron encarcelados en unas condiciones de mera supervivencia. Las autoridades querían desesperadamente una declaración de culpabilidad. Además, los acusados estuvieron aislados hasta el momento del juicio y no podían saber toda la historia relativa al papel desempeñado por Oliver. El gobierno creyó que era inevitable algún tipo de estallido popular y decidieron manipular el juicio de forma que sirviera como ejemplo de terror y castigo que silenciase, de una vez por todas, la monstruosa sedición de las “clases bajas”.
Sólo la conmoción de Peterloo, en agosto de 1819, arrojó de nuevo a parte del movimiento por derroteros revolucionarios; y la conspiración de la calle Cato, en febrero de 1820, sirvió hasta
la época cartista, la costumbre de la clase obrera fue utilizar todos los medios de agitación y protesta menos la preparación activa de tipo insurreccional. Además, los reformadores moderados y los whigs no tardaron en sacar provecho de la lección de Oliver. Por ejemplo, la conclusión que sacó el Leeds Mercury acerca de los peligros fue, en realidad, que la clase obrera debía situarse bajo la guía y la protección de los whigs y los reformadores de la clase media. En 1819 se puso de manifiesto, no la fuerza, sino la creciente debilidad del Ancien régime inglés.
1819 fue un ensayo de 1832. Tanto en un año como en el otro fue posible una revolución –y en la segunda fecha ésta estuvo muy cercana- porque el gobierno estaba aislado y existían agudas diferencias en el seno de las clases dominantes. En 1819 los reformadores parecían más poderosos de lo que jamás habían sido, porque se presentaban en el papel de constitucionalistas. Reclamaban derechos, algunos de los cuales eran difíciles de denegar desde el punto de vista legal: derechos que jamás se había pensado ampliar a las “clases bajas”. Pero si estos derechos se ganaban, ello significaba, más pronto o más tarde, el fin del antiguo régimen.
Los derechos que reclamaban los reformadores en 1819 eran los de organización política, la libertad de prensa y libertad para realizar reuniones públicas; más allá de estos tres se encontraba el derecho a votar. Podemos tratarlos en este orden. En cuanto al primero, la clase obrera británica quizá se había convertido ya –como lo iba a ser durante un centenar de años- en la clase obrera con mayor nivel de organización en clubes de Europa. Es formidable la facilidad con que los obreros ingleses formaban sociedades a principios del siglo XIX. La influencia del metodismo y de las iglesias disidentes; la extensa experiencia de las sociedades de socorro mutuo y de las trade unions; las formas de constitucionalismo parlamentario, como las que se observaban en las hustings o las que la clase media y los reformadores cultos transmitieron al movimiento obrero; todas esas influencias habían difundido una adicción general a las formas y a las conveniencias del constitucionalismo organizativo.
Esta manera de “jugar al Parlamento” era sólo el lado ridículo de una tradición de organización creativa. Unirse frente a la explotación o la opresión era una respuesta casi instintiva para hombres como tejedores y mineros. Habían llegado a comprender por sí mismos que sólo mediante la organización podían dejar de ser una muchedumbre y transformarse en un movimiento político. Durante los últimos meses de 1818 y los primeros de 1819 aparecen una serie de modelos nuevos de sociedades locales para la reforma: estaban menos expuestas a la acción de los espías. Sobre todo, eran centros de debate y discusión política. Como tales, estaban menos expuestas a la acción de los espías: aunque los espías podían entrar en ellas, ¿qué más podían hacer?
A falta de una organización nacional, las sociedades locales se pusieron a la cabeza de la prensa radical. La demanda de una libertad de prensa total era una de las principales demandas radicales, precisamente porque esta prensa proporcionaba los entramados sin los cuales el movimiento se hubiese disgregado. Los años 1816-1820 fueron, sobre todo, años en los que el radicalismo popular sacó su idiosincrasia de la prensa manual y delos periódicos semanales. Los medios de producción necesarios para imprimir una página eran lo suficientemente baratos para que cualquier capital o ingreso que proviniera de los anuncios publicitarios proporcionasen un margen de beneficio; pero un periódico radical con éxito daba un medio de vida no sólo al editor, sino también a los corresponsales regionales, a los libreros y a los vendedores ambulantes, lo que condujo, por primera vez, a que el radicalismo se convirtiera en una profesión que podía mantener a sus propios agitadores con una dedicación completa. En condiciones favorables, la circulación de las publicaciones de Cobbett y otros competía, o sobrepasaba de lejos, a todos menos a un puñado de diarios bien arraigados.
Estos eran los periódicos que irradiaban radicalismo desde Londres hacia las provincias, cuyos directores, editores, libreros, vendedores ambulantes e incluso carteleros estaban a la cabeza de la lucha por la libertad de prensa entre los años 1817 y 1822. Una de las principales preocupaciones de los radicales residía en aumentar sus ventas. Pero a medida que el movimiento crecía, los centros provinciales empezaron a desarrollar su propia prensa. Los magistrados o ministros expresaron su alarma ante este fenómeno: “Basureros y mozos de cuerda leían y discutían política; y los labriegos, oficiales y patronos hablaban un lenguaje de descontento y desafío”.
El tercer derecho que reclamaban los reformadores constitucionalistas en 1819 se refería a las reuniones públicas y a las manifestaciones en la calle. En las provincias, la misma idea de que los obreros asistiesen a reuniones auspiciadas por hombres de su misma categoría era, en opinión de la gentry legitimista, sinónimo de motín e insubordinación. Incluso los reformadores de la clase media presenciaron esa evolución con alarma: “el bullicio y la pérdida de tiempo” de la “sucesión constante de mítines”, las “resoluciones violentas” y las “arengas inmoderadas”, todo ello hace un “daño infinito, que imposibilita completamente que los hombres moderados deseen que triunfen. Para las autoridades legitimistas la cuestión se presentaba como un reto entre el orden y la pérdida de toda autoridad moral e incluso física.
Los efectos de cada manifestación sucesiva sobre la moral de los reformadores eran instantáneos. Las aguas de la insubordinación se infiltraban por cada una de las brechas que aparecían en el muro. Si la organización abierta del pueblo hubiera continuado a esa escala, hubiese llegado a ser imposible gobernar. Durante las semanas anteriores a Peterloo se hicieron multitud de pequeños mítines y, semana tras semana, manifestaciones cada vez más impresionantes en los centros regionales. Con este poder creciente delante, la “Vieja Corrupción” se enfrentaba a la alternativa de responder a los reformadores con la represión o con la concesión. Pero la concesión, en 1819, hubiese significado concesión a un movimiento en favor de la reforma que en su mayor parte era obrero; los reformadores de la clase media no eran todavía bastante fuertes, como lo serían en 1832, para ofrecer una línea de avance más moderada. Por este motivo sucedió Peterloo.
Hay dos aspectos relativos a Peterloo que, de algún modo, se han perdido en las descripciones recientes. El primero es la auténtica violencia sanguinaria de aquel día. Fue realmente una masacre. Fuese cual fuese la intención de los tejedores entrenados, Hunt se había esforzado durante la semana anterior para asegurar obediencia a su demanda de “tranquilidad y orden” y un “comportamiento prudente, firme y moderado”. Los jefes de los grupos habían advertido a sus seguidores que ignorasen todo tipo de provocaciones. Se habían abandonado muchos palos o bastones. La presencia de tantas mujeres y niños era el testimonio abrumador del carácter pacífico de un mitin del que, como sabían los reformadores, toda Inglaterra estaba pendiente. El ataque sobre la multitud se hizo con la virulencia del pánico. Pero no fue el pánico, como se ha sugerido, de unos malos jinetes cercados por una multitud. Fue el pánico del odio de clase. Fue la yeomanry –los fabricantes, comerciantes, taberneros y tenderos de Manchester a caballo- la que hizo más daños que los regulares, los húsares.
El segundo punto relativo a Peterloo, que de algún modo ha escapado a la definición, es la magnitud del suceso, en términos de impacto psicológico y múltiples repercusiones. Sin duda alguna fue una experiencia formativa en la historia política y social británica. Una vez más, como en el caso de Pentridge, debemos distinguir entre las repercusiones a corto y a largo plazo. Al cabo de dos días de los sucesos de Peterloo, toda Inglaterra conocía el hecho. Al cabo de una semana, todos los detalles de la masacre se discutían en las cervecerías, los templos, los talleres, y los hogares. Peterloo ultrajó todas las creencias y los prejuicios del “inglés libre por nacimiento”: el derecho a la libertad de expresión, el deseo de “juego limpio”, el tabú de atacar a los indefensos. Durante un tiempo, los ultrarradicales y los moderados enterraron sus diferencias en un movimiento de protesta al que muchos whigs estaban deseosos de asociarse.
En los meses siguientes los antagonismos políticos se endurecieron. Nadie podía permanecer neutral. Si bien muchos miembros de la gentry y profesionales quedaron conmocionados por Peterloo, al mismo tiempo no tenían deseo alguno de pensar en nuevas manifestaciones espectaculares por parte de la población. Así, el movimiento efectivo después de Peterloo, que hizo un viraje desde el grito de “venganza” hacia las formas constitucionales de protesta, era obrero en su mayor parte, por lo que se refiere a su iniciación y carácter. Si la intención de Peterloo fue limitar el derecho de hacer mítines públicos, tuvo unas consecuencias exactamente opuestas. La indignación hizo que apareciesen organizaciones radicales allí donde jamás habían existido y se hicieran manifestaciones al aire libre en regiones que hasta entonces habían estado bajo el conjunto de los “legitimistas”.
Quizá no fueron ni la calle Cato ni las Six Acts las que tuvieron una influencia más perdurable en la tradición política británica, sino Peterloo. Puesto que después de las reacciones inmediatas, podemos detectar una respuesta a más largo plazo. En primer lugar, sirvió de advertencia para los reformadores de la clase media y los whigs con relación a las consecuencias que se derivarían de su pérdida de influencia sobre las masas sin representación. (…) Cuando el clamor de 1819 perdió intensidad, el movimiento para la reforma adquirió un aspecto definido. En segundo lugar, la experiencia de la agitación de la posguerra hizo temblar la seguridad que el Ancien régime tenía en sí mismo; y algunos de los legitimistas de 1819, en la década de 1820, estaban dispuestos a aceptar la necesidad de hacer concesiones limitadas.
Pero la perdurable influencia de Peterloo residía en el indiscutible horror hacia los sucesos de aquel día. En 1819 la actuación de los legitimistas encontró muchos defensores en su propia clase. Diez años más tarde era un hecho que se recordaba, incluso entre la gentry, con sentido de culpabilidad. Se transmitió a la generación siguiente como una masacre y como “Peter-Loo” (urinario). Y debido al odio que acompañó a este suceso, podemos decir que en los anales del “inglés libre por nacimiento”, la masacre fue en cierto modo, y, sin embargo, una victoria. Incluso la “Vieja Corrupción” sabía, en el fondo, que no se atrevería a repetirlo. Puesto que el consenso moral de la nación proscribía el atropello y el acoso a sablazos de una multitud indefensa, se seguía el corolario de que el derecho de reunión pública se había ganado. En lo sucesivo, los huelguistas o los obreros agrícolas pudieron ser reprimidos o dispersados con violencia; pero desde Peterloo, jamás una autoridad británica se ha atrevido a utilizar una fuerza igual contra una multitud británica pacífica.
La década de 1820 parece extrañamente tranquila, comparada con los años radicales que la precedieron y los años cartistas que la siguieron: una meseta de paz social ligeramente próspera. Estos tranquilos años fueron los años de la lucha de Richard Carlile en favor de la libertad de prensa; de la creciente fuerza de las trade unions y de la revocación de las Combination Acts, del desarrollo del librepensamiento, de la experimentación cooperativa y de la teoría owenita. Son años en los que, tanto los individuos como los grupos, intentaron teorizar las experiencias gemelas que hemos descrito: la experiencia de la Revolución industrial y la experiencia del radicalismo popular insurgente y derrotado. Y hacia el final de la década, cuando se produjo el punto álgido de la lucha entre la “Vieja Corrupción” y la reforma, se puede hablar de una forma nueva pro lo que se refiere a la conciencia de la población obrera en cuanto a sus intereses y su condición como clase.
En cierto modo podemos describir el radicalismo popular de estos años como una cultura intelectual. La conciencia articulada del autodidacto era, por encima de todo, una conciencia política, porque la primera mitad del siglo XIX, cuando la educación formal de una gran parte de la población suponía poco más que el aprendizaje de las cuatro reglas, de ningún modo fue un período de atrofia intelectual. Las ciudades e incluso los pueblos bullían con la energía desplegada por los autodidactos. Una vez aprendidas las técnicas elementales de la lectura y la escritura, los peones, artesanos, tenderos, oficinistas y maestros de escuela procedían a instruirse, ya fuese individualmente o en grupos. Y muy a menudo, los libros y los profesores eran los que la opinión reformadora aprobaba. Un zapatero, que hubiese aprendido a leer en el Antiguo Testamento, avanzaría penosamente leyendo La edad de la razón; un maestro de escuela, cuya educación alcanzase poco más allá de las homilías respetables, intentaría leer a Voltaire, Gibbon, Ricardo; aquí y allá los líderes radicales locales, tejedores, libreros, sastres, acumularían estantes llenos de periódicos radicales y aprenderían cómo manejar los Blue Books parlamentarios (informes oficiales); los trabajadores analfabetos irían, sin embargo, cada semana a una taberna en la que se leyese en voz alta y se discutiese el editorial de Cobbett.
De este modo, los obreros se formaron una imagen de la organización de la sociedad, a partir de su propia experiencia y con la ayuda de una educación desigual y conseguida a duras penas: una imagen de la sociedad que era, ante todo, política. Aprendieron a contemplar sus propias vidas como parte de una historia general del conflicto entre, por una parte, las “clases industriosas”, imprecisamente definidas, y por otra la Cámara de los Comunes no reformada. Desde 1830 en adelante, maduró una conciencia de clase, en el sentido marxista tradicional, definida con mayor claridad, en la que la población obrera se responsabilizó de seguir adelante por sí misma con las viejas y las nuevas batallas.
Estudios recientes han aclarado muchas cosas acerca dela condición del lector de la clase obrera durante esos años. Para simplificar una discusión difícil, podemos decir que más o menos dos de cada tres obreros podían leer de algún modo a principios de siglo, aunque bastantes menos podían escribir. A medida que se empezaron a notar los resultados de las escuelas dominicales y las escuelas diurnas, al igual que la voluntad de mejora personal entre la población obrera, el número de analfabetos disminuyó, aunque en las áreas donde se daban las peores condiciones de trabajo para los niños esta disminución sufrió un retraso. Pero la desenvoltura para leer era sólo la técnica elemental. La destreza para manejar argumentos abstractos coherentes no era en absoluto innata, se debía adquirir afrontando dificultades casi insalvables: la falta de tiempo libre, el coste de las velas –o de las gafas-, así como las privaciones educativas.
A pesar de la represión que se produjo después de 1819, la tradición de tener salas de periódicos, que algunas veces estaban contiguas a la tienda de algún librero radical, siguió durante la década de 1820. El elevado coste de los periódicos, en la época en que subieron los “impuestos sobre los conocimientos”, hizo que cientos de pequeños grupos llegasen a acuerdos puntuales y se asociasen para comprar el periódico que querían. De esta forma, un público lector de carácter crecientemente obrero se vio obligado a organizarse a sí mismo. Durante los años de la guerra y los inmediatamente posteriores hubo, por una parte, la década de 1820 gran parte de la prensa de la clase media se liberó de la influencia directa del gobierno y utilizó algunas de las ventajas que habían conseguido Cobbett y Carlile. De modo que hacia 1832 había dos tipos de público radical: el público de clase media, que anticipaba con placer la Liga contra las Corn Laws, y el de la clase obrera, cuyos periodistas estaban madurando ya el movimiento cartista. A lo largo de la década de los veinte la prensa obrera luchó bajo el peso abrumador de los impuestos del timbre (…) La línea divisoria iba a ser, de manera creciente, no las estrategias de “reforma” alternativas (más o menos radicales), sino las ideas alternativas respecto de la economía política.
Cabe destacar particularmente dos consecuencias de la lucha. La primera, y más evidente, es que la ideología obrera que maduró en los años treinta y que, a través de diversas traslaciones, ha perdurado desde entonces, confirió un valor excepcionalmente elevado a los derechos de la prensa, de la palabra, de reunión y de libertad personal. Por supuesto, la tradición del “inglés libre por nacimiento” es mucho más antigua, pero apenas se sostiene la idea que encontramos en algunas de las interpretaciones “marxistas” tardías, según las cuales estas reivindicaciones aparecen como una herencia del “individualismo burgués”. Durante la lucha que se desarrolla entre los años 1792 y 1836, los artesanos y los obreros convirtieron esta tradición en algo particularmente suyo, añadiendo a la petición de libertad de palabra y pensamiento su propia demanda de propagación sin trabas, de la forma más barata posible, de los productos de su pensamiento.
La cultura del teatro y la imprenta era popular en un sentido más amplio que la cultura literaria de los artesanos radicales, puesto que la piedra de toque de la cultura autodidacta de los años veinte y treinta era la sobriedad moral. Es tradicional atribuirlo a la influencia del metodismo y, sin duda, se puede detectar esta influencia tanto de forma directa como indirecta. La estructura del carácter puritano subyace a la seriedad moral y la autodisciplina que permitía a los hombres estudiar a la luz de una vela, después de un día de trabajo, pero tenemos que hacer dos salvedades importantes. La primera es que el metodismo fue una influencia fuertemente anti- intelectual, de la cual la cultura popular británica no se ha recuperado jamás por completo. Y también el metodismo inculcaba que la razón y la fe son mutuamente opuestas: los ministros metodistas defendieron a su grey de los sucesivos impactos de Paine, Cobbett y Carlile aduciendo que la capacidad de leer y escribir sin una guía era la “trampa del diablo”. Si bien el metodismo desalentaba todo tipo de investigación intelectual, la adquisición de conocimiento útil se podía considerar piadosa y llena de valor. El acento, por supuesto, se ponía sobre el uso.
Los efectos de esta conjunción pueden detectarse ya en la cultura obrera de la década de los veinte. Los metodistas veían con buenos ojos la ciencia siempre que no se mezclasen esas ocupaciones con la política o la filosofía especulativa. Así pues, el metodismo y el evangelismo aportaron pocos ingredientes intelectuales activos a la cultura articulada de la población obrera, aunque pueda afirmarse que añadieron una cierta seriedad a la búsqueda de información. De hecho, se puede demostrar que la sobriedad moral fue un producto de la misma agitación radical y racionalista y que debía muchas cosas a las tradiciones jacobina y de la vieja disidencia. Además, junto con la mencionada sobriedad, la cultura artesana alimentaba los valores de la investigación intelectual y de la solidaridad. La primera cualidad la hemos visto ampliamente desplegada en la lucha por la libertad de prensa. El autodidacto tenía a menudo un conocimiento desigual y torpe, pero era propio, puesto que se había visto obligado a descubrir su propia trayectoria intelectual, se fiaba menos; su ente no se movía dentro de los senderos oficiales de una educación formal Muchas de sus ideas desafiaban a la autoridad y la autoridad había intentado suprimirlas. Por lo tanto, estaba deseoso de prestar oído a cualesquiera ideas antiautoritarias nuevas.
Las sociedades de aprendizaje colectivo eran grupos parientes de los anteriores, de manera formal o informal, se reunían semana tras semana con la intención de adquirir conocimientos, en general bajo la dirección de uno de sus miembros. Aquí y en los institutos de trabajadores manuales, se producía una cierta convergencia de las tradiciones de los templos y las radicales, pero la coexistencia no era fácil y tampoco era siempre pacífica.
Cobbett extiende su influencia a lo largo de los años que van desde el final de las guerras hasta la aprobación del proyecto de ley de reforma. Decir que no fue un pensador sistemático en ningún sentido, no significa afirmar que no constituyese una influencia intelectual seria. A partir de la diversidad de quejas e intereses formuló un discurso radical. Cobbett creó, a partir de la lucha del movimiento en favor de la reforma, algo parecido a un martirologio y una demonología, y él mismo fue la figura central del mito, pero deberíamos dudar antes de acusarle de algo más que de vanidad personal: el mito exigía también que William Cobbett fuese visto como un simple inglés, excepcionalmente beligerante y perseverante, pero no especialmente dotado; un hombre como pudiese pensar el lector que él mismo era, o el bracero del campo de nabos, etc.
La personalización de la política –este jornalero en el jardín de su cottage, este discurso en la Cámara de los Comunes, este ejemplo de persecución- se adaptaba muy bien al pragmático acercamiento de una audiencia que estaba sólo despertando a la conciencia política. También tenía un valor oportunista en el sentido de que, al fijar la atención en circunstancias efímeras y en quejas particulares y al renunciar a los absolutos teóricos, permitía que los realistas y los republicanos, los deístas y los hombres de iglesia, se comprometiesen en un movimiento común. (…) Por otra parte, Cobbett ayudó a crear y a nutrir el anti-intelectualismo y el oportunismo teórico –enmascarado de empiricismo “práctico”- que seguía siendo una importante característica del movimiento obrero inglés.
La curiosa forma en que Cobbett se había desplazado gradualmente desde el torysmo hacia el radicalismo entrañaba un cierto oportunismo en su actitud. Había sido capaz de evitar el prejuicio anti-galo y antijacobino de los años de guerra Fue capaz de renegar de la Revolución francesa y de Tom Paine como cosas en cuya defensa no había tomado parte. Finalmente, como él mismo reconoció en términos generosos, llegó a aceptar muchos de los argumentos de Paine, pero siempre escapó al intransigente rechazo jacobino de cualquier forma de principio hereditario, y de este modo fue capaz de presentarse a sí mismo a la vez como un reformador radical y como constitucionalista. Para concluir, se puede decir que Cobbett alimentó la cultura de una clase, cuyos males comprendía, pero cuyos remedios no pudo entender.
La historia de Robert Owen en New Lanark es bien conocida e incluso legendaria. El modelo de propietario de fábrica paternalista y hombre que ha triunfado con su propio esfuerzo, que puso en cuestión la realeza, los cortesanos y los gobiernos de Europa con sus propuestas filantrópicas; la creciente exasperación en el tono de Owen a medida que recibía el aplauso cortés y la desaprobación práctica; su propaganda dirigida a todas las clases y su proclamación del milenio; el creciente interés, entre algunos obreros, por sus ideas y sus promesas; el surgimiento y el fracaso de las primeras comunidades experimentales, en particular Orbiston; la partida de Owen a Norteamérica para realizar más experimentos relativos a la construcción de nuevas comunidades (1824-1829); el crecimiento del número de seguidores del owenismo durante su ausencia, el enriquecimiento de su teoría gracias a Thompson, Gray y otros, y la adopción de una forma de owenismo por parte de algunos sindicalistas, etc… (…) La marea creciente después del regreso de Owen, cuando se encontró, casi a su pesar, a la cabeza de un movimiento que condujo al Grand Nacional Consolidated Trades Union....
Y debemos observar que los grandes experimentos de New Lanark se iniciaron para afrontar las mismas dificultades de disciplina laboral y de adaptación de los ingobernables obreros escoceses a las nuevas normas de trabajo industrial. (…) La idea de avance de la clase obrera hacia sus propios objetivos, gracias a una actividad desplegada por esa clase, era ajena a Owen, a pesar de que, entre 1829 y 1834, se vio arrastrado precisamente hacia este tipo de movimiento. Su deseo era “remoralizar a las clases bajas”.
El filántropo señor Owen se sumergió en su propia visión durante los desesperados años de depresión de la posguerra Muchos miembros de la gentry estaban horrorizados ante la extensión del desempleo y la miseria, aunque también se sentían ansioso respeto de la disposición insurreccional de los desempleados. (…) El señor Owen, cuyas extensas propiedades en New Lanark se convirtieron en un añadido de moda a los viajes elegantes, se presentó entonces con un plan, que realmente no podía haber sido mejor. Proponía confinar a los pobres en “Pueblos de Cooperación”, donde –después de recibir un capital inicial sacado de los impuestos- se mantendría por sí mismos y se volverían “útiles”, “laboriosos”, “racionales”, autodisciplinados y también abstemios. El plan olía a Malthus y a aquellos rigurosos experimentos de magistrados, como los que extrañamente se denominaban Reformadores de Nottingham, que estaban ya elaborando el plan de Chadwick de beneficencia económica mediante asilos para pobres. Incluso en el caso de que Owen –como algunos de los radicales estaban deseosos de aceptar- estuviese profunda y seriamente consternado por la miseria del pueblo, su plan sería orientado en esta dirección si el gobierno lo adoptaba.
Para Owen, los obreros, o aquellos de entre ellos que hubiesen vislumbrado la luz de la razón, deberían desvincularse de los conflictos de clase. “Esta lucha irracional e inútil debe cesar”, y, la avant garde –a través de comunidades modelo y la propaganda- debería abrir una senda gracias a la cual la población obrera pudiera simplemente conjurar los derechos de propiedad y el poder de los ricos. Por mu admirable que fuese Owen como hombre, era un pensador absurdo y, aunque tenía el valor de los excéntricos, era un dirigente político dañino. De los teóricos del owenismo, Thompson es más sensato y desafiante, mientras que Gray, Pare, el doctor King y otros tenían un sentido de la realidad más firme.
Lo que era irracional en el owenismo –o “utópico” en el habitual sentido peyorativo- era la impaciencia de la propaganda, la fe en la multiplicación de la razón mediante lecturas y tratados, la atención inadecuada a los medios. Y sobre todo estaba la funesta evasiva de Owen respecto de las realidades del poder político, y su intento de pasar por alto la cuestión de los derechos de propiedad. El socialismo cooperativo consistía simplemente en desplazar al capitalismo, sin causar dolor y sin enfrentamiento, mediante el ejemplo, la educación y mediante el desarrollo en su seno desde sus propias poblaciones, talleres y almacenes.
Se puede contemplar la nueva conciencia de la clase obrera desde dos puntos de vista. Por un lado, había la conciencia de identidad de intereses entre trabajadores de las más diversas ocupaciones y niveles de consecución, que se encarnaba en di9versas formas institucionales y que quedó expresada, en una escala sin precedentes, en el sindicalismo general de los años 1830-1834. Esta conciencia y estas instituciones se encontraban sólo en forma fragmentaria en la Inglaterra de 1780. Por otro lado, se daba una conciencia de la identidad de intereses de la clase obrera, o las “clases productivas”, frente a los de otras clases; y dentro de ésta maduraba la aspiración a un sistema alternativo, pero la definición final de esta conciencia de clase fue consecuencia, en gran parte, de la respuesta de la clase media ante la fuerza de la clase obrera. La línea quedó trazada, con extremo cuidado, con las restricciones del derecho a votar de 1832.
La característica particular del desarrollo inglés habrá sido que, donde esperaríamos encontrar un movimiento creciente de la clase media en favor de la reforma, con la clase obrera a la cola, sucedido luego por una agitación independiente de la clase obrera, de hechos nos encontramos con el proceso trastocado. El ejemplo de la Revolución francesa había iniciado tres procesos simultáneos: la aterrorizada respuesta contrarrevolucionaria de la aristocracia terrateniente y comercial; una retirada por parte de la burguesía industrial y una acomodación –en términos favorables- con el statu quo; así como una rápida radicalización del movimiento popular en favor de la reforma hasta el punto de que los cuadros jacobinos que fueron bastante resistentes para sobrevivir a lo largo de las guerras eran en su mayoría pequeños patronos, artesanos, calceteros y tundidores, además de otros trabajadores. Cabe considerar los veinticinco años que siguieron a 1795 como los años de la larga contrarrevolución y, en consecuencia, el movimiento radical siguió siendo en su mayor parte de carácter obrero, con un populismo democrático avanzado como teoría.
La crisis del proyecto de ley para la reforma de 1832 –o, para ser más precisos, las sucesivas crisis desde principios de 1831 hasta los “días de mayo” en 1832- ilustran esas tesis en casi todos los aspectos. La agitación surgió entre “el pueblo” y acusó rápidamente el consenso de opinión más asombroso en relación a la imperiosa necesidad de la “reforma”. La rapidez con que se extendió la agitación indica hasta qué punto estaba presente entre el pueblo la experiencia de todo tipo de agitación constitucional y cuasilegal.
La burguesía industrial deseaba de todo corazón que no se produjese una revolución, porque sabían que el mismo día que empezase una revolución se produciría un proceso de radicalización dramático, en el que los huntitas, los sindicalistas y los líderes owenitas cobrarían un apoyo creciente en casi todos los centros industriales. Los reformadores de la clase media luchaban hábilmente en los dos frentes. Por una parte, The Times aparecía como el organizador real de la agitación de masas. Por todo el país, los reformadores de la clase media y los de la clase obrera maniobraban para controlar el movimiento. En los primeros momentos, hasta el verano de 1831, los radicales de la clase media llevaban ventaja.
Desde el punto de vista de la autoridad –fuese ésta whig o tory- el peligro residía en una posible conjunción entre los artesanos socialistas y las “clases delictivas”. Pero las masas de trabajadores no cualificados de Londres vivían en un mundo distinto al de los artesanos, un mundo de privaciones extremas, analfabetismo, desmoralización muy extendida y enfermedad, que adquirió tintes dramáticos con la epidemia de cólera del invierno de 1831-1832. Tenemos aquí todos los problemas clásicos y la precaria inseguridad de una ciudad metropolitana hinchada de inmigrantes en un período de rápido crecimiento de la población.
Los trabajadores no cualificados no tenían portavoces ni organizaciones, aparte de las sociedades de socorro mutuo. Era tan probable que siguiesen la dirección de un gentleman como la de un artesano. Y, sin embargo, la severidad de la crisis política que se inició en octubre de 1831 fue suficiente para agrietar la costra de fatalismo, deferencia y necesidad dentro de la cual se hallaban encerradas sus vidas. En otoño de 1831 y en los “días de mayo” Gran Bretaña estuvo al borde de una revolución que, una vez iniciada, bien podría haber prefigurado –si tenemos en cuenta el avance simultáneo en la teoría del cooperativismo y el sindicalismo-, en su rápida radicalización, las revoluciones de 1848 y la Comuna de París.
El hecho de que la revolución no tuviese lugar se debió, en parte, al profundo constitucionalismo de aquella parte de la tradición radical cuyo portavoz era Cobbett, que instaba a la aceptación de media hogaza (refrán inglés: “media hogaza es mejor que quedarse sin pan”); y en parte a la habilidad de los radicales de la clase media en ofrecer exactamente el compromiso que no debilitase, sino que reforzase tanto al Estado como los derechos de propiedad frente a la amenaza de la clase obrera. Los líderes whig consideraban que su papel era el de descubrir los medios para “vincular masas a la propiedad y el buen orden”.
Durante los años que transcurrieron entre la Revolución francesa y el proyecto de ley de reforma se había formada una “conciencia de clase” de la clase media, más conservadora, más recelosa de las grandes causas idealistas –a menos, quizá, que fuesen las de otras naciones-, más rigurosamente egoístas que en cualquier otra nación industrializada. A partir de este momento, en la Inglaterra victoriana, la clase media radical y los intelectuales idealistas se vieron obligados a tomar partido entre las “dos naciones”. Y hay que decir en su honor que hubo muchos individuos que prefirieron identificarse como cartistas o republicanos que del otro lado.
La línea que conduce desde 1832 al cartismo no es un péndulo fortuito que alterna agitaciones “políticas” y “económicas”, sino una progresión directa en la que movimientos simultáneos y relacionados convergen hacia un solo punto. Este punto era el derecho al voto. En cierto sentido el movimiento cartista se inició, no en 1838 con la promulgación de los “Seis puntos”, sino en el momento en que el Proyecto de reforma recibió la aprobación real. Muchas de las political unions provinciales no se disolvieron, sino que inmediatamente empezaron a hacer agitación contra el derecho al voto “tenderócrata”.
El contenido de esta renovada agitación era tal, que el voto, en sí mismo, implicaba “mucho más” y por ello tenía que ser denegado. Para los trabajadores de esta y de la siguiente década, el voto era un símbolo cuya importancia nos es difícil de apreciar, al estar nuestros ojos enturbiados por más de un siglo de niebla de “política parlamentaria bipartidista”. Implicaba, primero, égalité: igualdad de ciudadanía, dignidad personal, valía. Pero en el contexto de los años owenitas y cartistas, la demanda del derecho al voto suponía también otras demandas adicionales: una nueva forma de extender el control social de la población obrera sobre sus condiciones de vida y de trabajo. En un primer momento, y de forma inevitable, la exclusión de la clase obrera provocó un rechazo de todas las formas de acción política por parte de la propia clase obrera. Owen había preparado el terreno para ello, con su indiferencia hacia el radicalismo político. Pero durante el desplazamiento general hacia el sindicalismo, posterior a 1832, esta propensión antipolítica no era quietista sino batalladora, militante e incluso revolucionaria.
Los comunitarios owenitas fueron fértiles en ideas y experimentos que prefiguraron avances en el cuidado de los hijos, la relación entre los sexos, la educación, la vivienda y la política social Estas ideas no se discutieron sólo entre una intelectualidad reducida; durante un tiempo obreros de la construcción, alfareros, tejedores y artesanos estuvieron deseosos de arriesgar su sustento para poner a prueba algunos experimentos.
La Revolución francesa de 1830 tuvo un profundo impacto sobre el pueblo, electrizando no sólo a los radicales de Londres sino también a los reformadores de los pueblos industriales lejanos. El otro tema era el del sindicalismo industrial. Cuando Marx no tenía todavía veinte años, la batalla por la opinión de los sindicalistas ingleses, entre la economía política capitalista y la socialista, había sido –por lo menos temporalmente- ganada. “¿Qué es el capital?”, preguntaba un escritor, y otro periodista respondía: “¡Es trabajo retenido!”. Replicaba el escritor: “Pero, ¿de quién y de qué se ha retenido? Del vestido y el alimento de los pobres.”. De ahí que los obreros que habían sido “excluidos, de forma descarada, de los gobiernos sociales” desarrollasen, paso por paso, una teoría del sindicalismo, o de “Masonería Invertida”. “Las trades unions no sólo harán huelga por menos trabajo y más salario”, escribió un sindicalista, “sino que abolirán por último los salarios, se convertirán en sus propios patronos y trabajarán los unos para los otros; el capital y el trabajo no estarán separados por más tiempo, sino indisolublemente unidos en las manos de los obreros y las obreras”. Las unions mismas podrían resolver el problema del poder político; se podría formar un “Parlamento” de las clases industriosas.
Esta visión se perdió casi tan pronto como se había creado, en las terribles derrotas de 1834 y 1835. Y, cuando recobraron el aliento, los obreros volvieron al voto como la clave más práctica hacia el poder político. Se había perdido algo, pero el cartismo nunca olvidó del todo su preocupación por el control social, para la consecución del cual el voto se consideraba un medio. Estos años revelan la superación de la característica perspectiva del artesano, con su deseo de conseguir un sustento independiente “con el sudor de su frente”, y la aparición de una nueva perspectiva, más reconciliada con los nuevos medios de producción, pero que busca ejercer el poder colectivo de la clase para humanizar el entorno: mediante esta comunidad o aquella sociedad cooperativa, mediante ese control del ciego funcionamiento de la economía de mercado, este decreto, aquella medida de ayuda a los pobres. E implícito, si no siempre de forma explícita, en su perspectiva estaba el peligroso principio: la producción debe ser no para el beneficio, sino para el uso.
Esta conciencia colectiva de sí mismos fue, por supuesto, la gran adquisición espiritual de la Revolución industrial, frente a la cual debemos situar el desbaratamiento de una forma de vida más antigua y en muchos aspectos mucho más comprensible desde el punto de vista humano. Quizás esta clase obrera británica de 1832 fuese una formación única. El lento y progresivo aumento de la acumulación de capital había significado que los preliminares de la Revolución industrial se extendiesen durante cientos de años en el pasado. Desde los tiempos de los Tudor esta cultura artesana se había vuelto más compleja con cada fase de cambio técnico y social.
Enriquecida (esa cultura) por las experiencias del siglo XVII, sosteniendo a lo largo de este las tradiciones intelectuales y libertarias que hemos descrito, formando sus propias tradiciones de solidaridad en las sociedades de socorro mutuo y los clubes de oficio, estos hombres no pasaron, en una sola generación, del campesinado a la nueva ciudad industrial. Sufrieron la experiencia de la Revolución industrial como ingleses, libres por nacimiento, articulados. Los que fueron enviados a la cárcel podían conocer mejor la Biblia que los que estaban en el tribunal, y los que fueron deportados a Tasmania podían pedir a sus familiares que les mandasen el periódico Register de Cobbett.
Esta fue, quizá, la cultura popular más eminente que Inglaterra ha conocido. Contenía la masiva diversidad de los oficios: los que trabajaban el metal, madera, tejidos y cerámica, sin cuyos “misterios” heredados y sin cuya magnífica habilidad para el uso de herramientas las invenciones de la Revolución industrial no hubiesen ido más allá de la mesa de dibujo. De esta cultura de los artesanos y los autodidactos surgieron multitud de inventores, organizadores, periodistas y teóricos políticos de una calidad impresionante. Es bastante fácil decir que esa cultura miraba hacia el pasado o era conservadora. Y también es bastante cierto: una línea de las grandes agitaciones de los artesanos y los trabajadores a domicilio, que continuó durante cincuenta años, fue la de resistir el proceso de proletarización. Cuando percibieron que esta causa estaba perdida, sin embargo, tendieron la mano de nuevo, en los años treinta y cuarenta, e intentaron alcanzar nuevas formas de control social que hasta entonces sólo se habían dado en la imaginación. Durante todo este tiempo estuvieron, como clase, reprimidos y segregados en sus propias comunidades. Sin embargo, lo que la contrarrevolución intentó reprimir creció con mayor determinación todavía en las instituciones cuasi legales de la clandestinidad. Siempre que se relajaba la presión de los gobernantes, surgían trabajadores desde los pequeños obradores o las aldehuelas de tejedores y proclamaban nuevas demandas.
Se les decía que no tenían derechos, pero sabían que habían nacido libres Si la yeomanry impedían su mitin, se ganaba el derecho a realizar mítines públicos. Si los folletistas eran encarcelados, editaban folletos desde las cárceles. Si se encarcelaba a los sindicalistas, se les acompañaba a la prisión en manifestación, con bandas de música y pancartas.
Al ser segregadas de esta forma, sus instituciones adquirieron una resistencia y una capacidad de adaptación peculiares. También la clase adquirió una resonancia particular en la vida inglesa: todo, desde sus escuelas a sus tiendas, desde sus templos a sus diversiones, se convirtió en un campo de batalla de clase. Las señales de eso permanecen, pero los intrusos no siempre las comprenden. Si en nuestra vida social queda poco de la tradición de la égalité, todavía queda menos deferencia en la conciencia de clase del obrero. “Somos huérfanos, y bastardos de la sociedad”, escribió James Morrison en 1834. El tono no es de resignación, sino de orgullo.