Día 4: Cabo Pantoja - Santa Clotilde

Lunes 12 de febrero de 2018

Son las 5 de la mañana y está bien oscuro. Se escuchan ruidos de gente levantándose en la hostería. Nos alistamos y salimos con la linterna en la mano. No hay electricidad. "Ya está esperando el turno", nos dice el joven que atiende la hostería.

Salimos aprisa y embarcamos. El turno es el "Vichu", un rápido como le dicen: un bote para unos 30 o 40 pasajeros, de aluminio y de madera que hará en 2 días el trayecto que suele durar 4 o 5 días. Comparado con el bote ecuatoriano, es mucho más moderno; el timonel está al frente como en un deslizador, y el sistema le permite controlar perfectamente el motor: alzarlo, bajarlo, etc. Van dos ordenanzas que se encargan de ir ubicando la carga y encomiendas durante el viaje.

Somos unos 10 viajeros. 2 vecinos y unas funcionarias públicas que han estado haciendo el censo de población por la ribera. Es aún noche cerrada, en esas últimas horas que preceden al amanecer. Se ve un curioso resplandor blanco sobre el agua del rio. Parece un reflejo de luz de luna, pero no hay luna. Poco a poco comienza a amanecer. Clarea rápidamente y el fresco del nuevo día golpea nuestros rostros.

A lo largo de la mañana nos desprendemos de nuestras chaquetas, zapatos. El día empieza calentar. Las empleadas del Ministerio de estadística ultiman detalles en sus formularios y tablets. pasadas las 9 llegamos a Angoteros. Estoy nervioso por llegar a este lugar. Por un lado, Dominik, mi magia y contacto en perú me ha pedido recoger un paquete aquí; cuando llegamos al puerto salgo del bote y pregunto por Tupac Grefa. Nadie da razón y el bote no puede esperar. Tampoco me extraña mucho que el runa no esté. Pero Angoteros es también un nombre y lugar mágico para mí: Angoteros, el pueblo donde vivió Juan Marcos Mercier "Cocquinqche", franciscano canadiense, misionero runa entre los runas del Napo, un naporuna más. Desde que leí su biografía, La utopía de los pumas, escrita por mi amiga MIlagros Aguirre, no puedo sino sentirme llamado por este hombre como por la vida de un místico, un maestro. Juan Marcos falleció hace ya unos 13 años, pero quiero seguir sus pasos, recorrer el mapa de su vid ay sus viajes. Quisiera recorrer las Calles de Angoteros. Seguramente la casa de caña de Conquinche ya no existe, pero en algún lugar del pueblo, oculta por la orilla está su iglesia franciscana. No hay tiempo, el barco no se detiene. Pronto alcanzamos buena marcha y nos deslizamos río abajo.

Algo después nos detenemos de nuevo para recoger a una pasajera en un pequeño tambo. Es una joven de unos 15 o 16 años. Su padre le vende al motorista dos gallos grandes y dos motelos (tortuga de tierra), que son colocados en la popa del bote. Serán las 10 u 11 de la mañana cuando nos detenemos de nuevo, en frente un pueblo con un imponente colegio sobre una colina y un enorme puerto para "motonaves", dice uno de los pasajeros. Le pregunto donde estamos y no le entiendo bien la respuesta dada entre dientes. ¿San Vicente? El motorista dice que "aquí venden desayuno", pero tanto mi madre como yo no tenemos apetito, hemos venido comiendo unas galletas compradas en la frontera. Mientras paseamos, un vecino kichwa me saluda: "Alli chisi, perdón alli puncha". "Alli puncha, Imashnalla", le contesto y se sorprende al oírme contestar en kichwa. Hace como que no me entiende y me pregunta en español si voy surcando. No entiendo a que se refiere. Pregunta por Pantoja y le digo que sí, que venimos de allá, "Pantojamanta". "Ah, entonces van de bajada", me dice.

Surcar ha sido remontar el río. Me despido de él. "Samashun". El bote retoma rápido el curso rio abajo. El día calienta y salen rayos de sol que hacen reflejos dorados sobre el agua. Recuerdo aquella canción de Pete Seeger, Of time and rivers flowing, y la tarareo acompañado de la velocidad del bote.

Del tiempo y el fluir de los ríos,

las estaciones hicieron una canción

y nosotros que vivimos a su vera,

seguimos intentando cantar con ellas

sobre los ríos, los peces, y los hombres [...]

La mañana discurre tranquila. La gente mira el río en silencio hasta que el ayudante del timonel saca un pequeño parlante y pone música desde su celular. Hasta este recóndito lugar ha llegado el ruido de la civilización.

Nuestra siguiente parada es el destacamento militar del Curaray. Recogemos a un militar "algo pasado de peso" y continuamos ruta. Empieza a sentirse el cansancio del viaje en los huesos. De pronto, siento un golpe sordo contra el casco del bote. Miro a un lado y cerca d emis pies veo a una de las tortugas que ha decidido irse de marcha. Me mira fijamente, con miedo a seguir. Le doy un codazo a mi madre que sonríe al verla. Poc ap oco todo el pasaje se da cuenta del paseo de la tortuga y sonríen y conversan divertidos. Finalmente el ordenanza se da cuenta, la coge y la devuelve al fondo del barco. No tardará en soltarse de nuevo, mejor dicho de voltearse, pues las colocan boca arriba para que no caminen, y comenzar de nuevo su excursión hacia la proa. "El motelo también quiere escuchar música", dice con sorna uno de los pasajeros. Quizá fuera por el comentario, o quizá porque se le agotaron las pilas, peor la música cesó algo después.

A las 4 de la tarde llegamos a Santa Clotilde, onde haremos noche. A simple vista parece un pueblito no mucho mayor que Cabo Pantoja. Desembarcamos y el motorista del Vichu nos confirma que continuaremos viaje mañana a las 5:30 de la mañana en otro rápido, el Reyvaj. Nos indica un hotel en el mismo puerto, pero le decimos que nos hospedaremos en "el convento de las madres". Nos indica la dirección de la iglesia y atravesamos una pequeña calle para llegar a la calle principal del pueblo: una vía encementada que discurre paralela al río y pro la que circulan ruidosos motocarros. En un extremo del pueblo, subiendo un empinada escalinata hay una vieja pero imponente iglesia de madera de aire norteamericano. Pare un granero, una de esas iglesias de los Amish o algo similar. La ralidad es que lamisión de San José de Amazonas en el Napo es fundación de franciscanos canadienses.

La iglesia está cerrada, pero un vecino nos indica la casa de los padres. "Ah, uds. son los misioneros que llegan hoy, si Gilmer nos avisó". Fray Adrián y Fray Pedro salen a nuestro encuentro y nos llevan a la casa de las hermanas, tras la Iglesia, donde nos hospedaremos esa noche. Las hermanas no están, pero la mujer que atiende la casa nos recibe y nos acomoda. Literalmente nos da las llaves de la casa y nos dice "están en su casa". Hasta nos ha dejado la cena preparada. Tanta amabilidad nos abruma. Comemos algo de pollo guisado, que está sabrosísimo, nos duchamos y salimos a caminar por el pueblo hasta la hora de la misa, a la que estamos invitados.

Santa Clotilde se anima por la noche. Como en Pantoja, sólo hay luz eléctrica de 6 a 11 pm. Hay gente al fresco, paseando a pie o en motocarro, los comercios aún están abiertos y hay gente en los dos o tres comedores que encontramos. Es un pueblo pequeño pero bien pintoresco. La iglesia es una obra de arte, edificio que debería ser patrimonial, un recuerdo de otros tiempos, 50 o 60 años atrás cuando unos monjes venidos de Canadá hicieron levantar una iglesia a imagen y semejanza de las de su país natal. Es un edificio de madera, enorme, sobre pilares. Una nave central enorme con arbotantes de madera al interior y ventanas en celosía como las de los graneros norteamericanos. Encima de la portada, un campanario de madera cuadrado y culminado en una pirámide. Es realmente hermosa y es una pena que se le vean los años. Varias tablas piden ser cambiadas o pintadas, el piso cruje cuando entramos y en general el edifico se queja de los años y de la falta de atención. Me entristece. Tengo la sensación de ser testigo de algo que va a desaparecer pronto, y con ese algo también un tiempo que ya no es. Aún así me siento en la calidez de la familia. Me siento, sonrío y me relajo.

Fray Adrián y Fran Pedro aparecen más o menos a las siete. Los feligreses, además de nosotros dos, son dos vecinos del pueblo. Loas bancos están dispuestos en semicírculo en torno al altar, que está fuera del presbiterio, en medio de la nave central. "¿Quieren cantar?" dice Fray Pedro, y nos da un cantoral en cuya portada se lee Shuk shunkulla, shuk Napo. Sonrío aunque luego no cantamos en kichwa. Me gusta la prédica y reflexión de Fray Adrián: no se puede entender la fe si no hay acción: oración, fe, y acción. Me siento reconfortado.

Fray Pedro se despida hablándome en kichwa para ver si es verdad que yo también hablo. Él habla quechua de la sierra, con algo de acento extranjero, aunque no me dice de dónde es. Fray Adrián nos despida con un hasta mañana, pues él viajará mañana a Iquitos con nosotros.