Día 2: Coca - Nuevo Rocafuerte

Sábado 10 de febrero de 2018

Me cuesta despertar. Siempre me ha costado horrores levantarme antes de que se cumplan las reglamentarias 8 horas de sueño. Sin embargo se que hoy no puedo arañar minutos al reloj. En pie, una ducha rápida, un desayuno frugal, el cepillo de dientes al neceser, la llave del gas cerrada, la mochila al hombro y la puerta de la casa cerrada.

Coca este puerto amazónico, duerme después de elegir la reina de sus carnavales. Son las 6:20 de la mañana, ya ha salido el sol, un rojo, precioso disco ardiente sobre el río Napo que nos espera paciente. El malecón está lleno de las basura de la fiesta de la noche anterior, vasos de plástico, fundas, ... en el puerto esperan unas cuarenta personas conversando entre los vendedores de empanadas y el morocho. Otras personas van y vienen bajando por el embarcadero hasta el bote bajando pesados fardos, maletas y otros bultos. Yo me acuerdo del P. Juan Carlos y le compro un diario al vendedor que se desgañita gritando "El comercio", aunque vista una camiseta del "Universo" (El diario rival)

Mientas esperamos alguien llama a los pasajeros: "los que no tenga pasaje, vengan por favor. Si nos organizamos podemos alquilar otra canoa". Hay bastantes más personas que puestos. La gente no sabe comprar con antelación. Recuerdo al joven que me vendió el boleto el día antes:

- Buenos días, quiero dos boletos a Rocafuerte.

- ¿Quiere boletos? Sí tengo.

- Sí, dos por favor.

- ¿Le sirven en el mismo boleto los dos,o quiere por separado?

- Juntos está bien, no necesito factura.

El chico, que escucha música en un celular, ocupa un desordenado despacho con un computador "all in one" que se encuentra apagado. Se agacha y me arranca una de la impresora matricial y escribe a mano: "Alvaro Gundín, puestos 31 y 32. $ 37,50. 10/2/18. En un registro aparte anota los nombres y pasaportes de los dos pasajeros. Le cancelo y salgo sonriente con mi boleto de tecnología punta.

Son más de las 7 cuando por fin comienzan a llamarnos por lista para embarcar. La marina y el ejército controlan a los pasajeros para evitar excesos de carga, lo que no evita que haya alguna pelea por algún puesto, sobre todo por los niños "que van sin boleto porque no pagan".

El bote es una barcaza grande con asientos corridos en los lado. La mercancía va en la puerta, debajo de los bancos corridos y en el medio de la barca. La gente se acomoda, las madres amarcan niños de pecho y wawas sin puesto, algún perro pasea o intenta zafarse de las manos de su dueño, suenan cajas de cartón con gallinas y pollitos. Algún militar intenta poner orden entre los asientos a la vez que los vendedores ambulantes de aguas, colas y empanadas suben abordo para vender sus últimas oportunidades.

Cuando el barco zarpa por fin, todo es silencio y excitación. En este viaje la mitad del pasaje son turistas. Coca y el nuevo día van quedando atrás y el sol de la mañana comienza a calentar. Vamos dejando a nuestro paso los puertos conocidos y los testigos de crecimiento citadino y civilización: Pompeya, Itaya, ... Unos miran con binoculares a la orilla, otros entretienen a los niños, apuran el desayuno comprado unos minutos antes, algunos empiezan a cabecear.

El barco discurre lento. Hace más de 15 días que no llueve y el río está bajísimo. El calor está bien fuerte. No tardamos en quedarnos varados en un banco de arena. Mientras la pericia del timonel - motorista nos libera del fondo del río, nos cruzamos con el turno que está realizando el trayecto inverso. Intercambian algunas bromas entre motoristas y seguimos el rumbo. Cada poco nos encontramos con gabarras y plataformas varadas. Gentes de rostro cansado y tostado por el sol esperan pacientemente parados sobre la cubierta de las gabarras cargadas de lastre, arena, contenedores, camiones, toda la maquinaria de la industria petrolera que puebla la ribera del Napo ecuatoriano. Está todo a merced de las lluvias que hagan subir el caudal del río y les libere del presidio de arena para continuar el viaje. Nosotros no tardamos en quedarnos también bien varados.

En nuestro caso es una fiesta. La mitad del pasaje son turistas extranjeros. Enseguida preguntan si pueden bajar a ayudar. No hay respuesta pero ya hay más de una persona en el agua, niños incluidos, refrescándose y nadando.

A las órdenes del motorista y el puntero comienza la gente a empujar el bote. "Parecemos esclavos romanos" dice uno de los turistas. Tres intentos más y el barco se mece sobre el cauce del río. Ya estamos libres. Los niños regresan abordo felices entre risas y juegos.

A la 1 de la tarde, con bastante retraso, nos detenemos en Pañacocha a almorzar. Pañacocha es un pueblo en la margen izquierda del río. Un puñado de casas junto a un comedor y un hotel destartalado donde ya no duerme nadie, en un puerto de madera que aguanta el tiempo desafiando las leyes de la física. Hace unos cuatro años me detuve en Pañacocha la última vez. Entonces estaba por inaugurarse la Ciudad del Milenio, un proyecto urbanístico del gobierno, modelo estándar para modernizar y traer el progreso al país: áreas urbanas y residenciales limpias, ordenadas, salubres y con todos los servicios básicos para este recién estrenado siglo XXI.

Todo perfecto desde un despacho de Quito. Nadie planificó desde abajo, nadie si quiera consultó a los habitantes de provincias o se interesó al menos por conocer la realidad humana y social, o pero aún la geografía y la orografía del país. En el 2013 la ciudad parecía un experimento. Un laboratorio en pruebas, un intento de koljós mal planificado. Hoy, los rumores de desatención, desabastecimiento, abusos y problemas en el internado se confirman en una ciudad en la que el pasto crece entre las rendijas de los adoquines, en algunas zonas ya tan alto que no deja ver puerto ni distinguir dónde acaba la calle adoquinada y dónde es monte. Las paredes descoloridas, el moho negro anuncian el paso del tiempo y la selva que parece destinada a tragarse la ciudad no tardando mucho, devolviendo a los runas su selva. ¿Ojalá?

Quisiera pasear con calma por las calles de esta nueva Pañacocha pero el barco a penas se detiene 30 minutos. La sirena avisa para que embarquemos, los niños salen del agua y continuamos a ritmo lento por constante, sin muchos sobresaltos. Los niños están ya cansados y llaman la atención de sus padres constantemente. Algunos turistas han roto el protocolo y viajan subidos al techo del barco con el puntero y parte de la carga. En Tiputini, municipio extraoficial del Cantón, nos revisa el ejército. Poco después llegamos a nuestro destino: Nuevo Rocafuerte. El pueblo no ha cambiado: sus dos calles adoquinadas transcurren tranquilas paralelas al río. Quizá el malecón se ve un poco más envejecido, con razón en el puerto un flamante cartel anuncia la "construcción del nuevo muro de contención y malecón turístico en Nuevo Rocafuerte".

El desembarco es rápido. Gente que se levanta, carga niños, maletas y bultos. Cajas de cartón que se rompen después de 10 horas de gallinas y pollitos picando la base de la caja, liberando a toda una familia de polizones que por una vez llegan sanos y salvos a puerto.

Falta media hora para que anochezca. Caminamos hasta el final del pueblo, hacia el este, y llegamos a la Misión Capuchina. El P. Juan Carlos nos da la bienvenida y nos acomoda. Merendamos en compañía de nuestra amiga Federika, cooperante alemana que nos recibe con un kawsankichu y me cuenta todos los últimos chismes del pueblo. También están dos paisanos, Guzmán, el doctor del hospital, e Irene, una enfermera. La cena es sabrosa y tras ella asistimos a la misa de 7:30 "que no va a comenzar hasta las 8". Irene nos pasea por el pueblo antes de la misa. Da gusto pasear por la noche fresca después de un día de un calor terrible.

La Iglesia nueva de Nuevo Rocafuerte es inmensa. Me da la sensación de que cabría todo el pueblo y sobraría sitio. Es una celebración en familia. Una veintena de persnas que llega a la hora anterior, 8:00 y participan alegremente.

Tras la celebración, Federika nos invita a una crea de chocolate casera. Conversamos un rato y nos vamos a descansar. Me acunan después de mucho tiempo los insectos y la noche de la selva. Me siento en casa.