Carlos Monsiváis, 1989
Va mi estatua en prenda.
El cortejo, los claros clarines, la espada que anuncia el tumulto de camarógrafos y fotógrafos. En cada plaza, al final o al principio de las grandes avenidas, acechando en las carreteras y en los parques, se yerguen —broncíneos, pétreos, cementéricos— los próceres. La cabeza de Juárez se multiplica aleccionando a los archiduques insensatos que aún quedan. El venerable anciano Miguel Hidalgo porta el estandarte guadalupano que anticipa las zonas de encuentro entre religión y cultura popular. El generalísimo Morelos se coloca a las puertas de la eternidad. Venustiano Carranza, Varón de Cuatro Ciénegas, abran la Constitución de la República. Emiliano Zapata nos recuerda a la vez las utopías agrarias y las transfiguraciones de Hollywood. Los paladines locales sólo de cuando en cuando atraen la curiosidad de los turistas, satisfecha vagamente por los lugareños: "Fue un general que resistió al invasor/ Ese humilde ferrocarrilero dio su vida para salvar al pasaje/ Fue una señora que entregó a sus hijos a la causa de la Reforma liberal/ Se trata de un sabio que quemó sus pestañas aclarando la fecha exacta de la fundación de la ciudad.”
Bustos, estatuas, hemiciclos, caudillos al galope, estadistas sorprendidos en plena meditación, fundadores. las instituciones y mártires de la estabilidad. La Patria Agradecida a... Con el tiempo (y nunca es necesario mucho tiempo), las estatuas y los bustos y las "creaciones alegóricas" reciben de sus frecuentadores un trato igualitario, sirven lo mismo a sesiones conmemorativas que a citas de amor, prueban que la demasiada memoria es vertiente del olvido, hacen pasar por alto sus desproporciones, que le restan armonía a lo que de ninguna manera lo hubiese tenido.
A la decoración obligatoria de plazas y de calles complementa —aportación a dúo del Estado y la so-< sedad civil— la ronda del otro heroísmo, el de los Símbolos de lo Cotidiano. Se celebra a los Hijos Predilectos que destacaron en el arte (verbigracia: las estatuas de la < enllante Esperanza Iris en Villahermosa, y del actor de cine Pedro Infante en Guamúchil); se admite sin tapujos que el criterio popular trasciende las convenciones legales (la ermita, con todo y busto policromado, dedicada en Culiacán a Jesús Malvende, bandolero social convertido en -el santo de los mariguaneneros”); Se perpetúan las exhortaciones cívicas (la portada de González Camarena para el Libro de Texto Gratuito, con la Patria frondosa y deseable, vuelta conjunto por en Tijuana); se ensalza el modus vivendi de los lugareños (el monumento a la Gran Jaiba en Tampico); se reconocen los servicios publicitarios de alcance internacional (las estatuas de Liz Taylor, Richard Burton y John Huston en Puerto Vallarla, porque allí filmaron y allí vivieron por temporadas).
La lucidez del bronce lo vuelve a estremecer
En la escultura cívica intervienen simultáneamente la revancha contra el enemigo vencido, la evocación suntuosa, el desafío político, la intimidación, la fijación de logros históricos, la exaltación del poder que es de manera implícita— proclamación de la sensibilidad del patrocinador de esta obra, y es también, y ojos vistas, confesión de inocencia cultural.
No hay pueblo sin estatua, y no hay estatua sin mensaje adjunto. Sin embargo y con rapidez, la costumbre hace de la estatuaria cívica algo equidistante del Arte y de la Historia, lo que para unos es kitsch y para otros fractura entrañable del paisaje. Sin aceptarlo, se afianza una estética de la necesidad: debernos sacarle provecho a esto vernos, porque tardará muchísimo en desaparecer. Los adefesios y las agresiones colosales destruyen las sin cid entorno y liquidan las esperanzas en nuestra ni visual, pero ya es imposible quitárnoslos de encima y es más sensato averiguar si en efecto desencadenan un gusto opuesto a las intenciones de sus creadores.
Las estatuas denuncian los cortes históricos, subrayan la estabilidad que es cortesía de quienes murieron trágicamente para dejar a otros gobernar sin sobresaltos y afirman el imperio de las veladas conmemorativas. En los generosos o estrictos metros a su disposición, las estatuas son dictámenes de gobierno /invocaciones contra la amnesia de los perdedores/ certificados de afecto filiar a quienes han facilitado la salud y la continuidad de la República.
Confusión y claridad: en la escultura cívica lo clásico se vuelve típico y “folclórico”, y allí los héroes llegan ya íntegros, sin dar explicaciones, son “nuestros contemporáneos” porque han sobrevivido a las liquidaciones de caudillos y disidentes, y reinan sobre el pasmo de multitudes no forzosamente enteradas de sus hazañas o de su nombre. Son signos del poder y de sus deliberaciones, y hacen explícitas las ansias de legitimidad de los gobiernos (ya se sabe: aislados y en el centro de la plaza municipal, Morelos, Juárez o Zapata prueban la profunda unidad: todas las épocas son una sola y en la paz la epopeya concebible es el acatamiento a la autoridad). Pero las estatuas no nos proveen de la otra información: quiénes las observan y cómo, qué tanto avisan del sentido colectivo de la historia y qué tanto de la percepción estética a pesar de todo, qué lugar ocupan en la formación escolar y urbana, cómo de reducen o se amplían los monumentos en el aprecio cotidiano, cómo se materializa lo bello y cómo se visibiliza lo oficial.
Claridad y confusión: ¿a quién le interesan las estatuas al margen de su significado, y quienes sólo derivarán placer de las “pérdidas de bulto”? Para reconocer en la estatuaria cívica valores distintos a los de la apreciación oficial, es preciso tener en cuenta los modos en que se integra con la arquitectura y la manera en la que se integra con la arquitectura y la manera en que la urbanización destruye la pedagogía directa, dejándonos librados a la estética de la consolidación en la desolación en donde todo se mezcla en oportuna simbiosis: los mártires subyugados ante el progreso y las figuras de la mitología grecolatina que delatan la ambición (o la desinformación) del gobernador que contrató al escultor; la enseñanzas cívicas que nunca darán su brazo exegético a torcer y las alucinaciones a que lleva la impunidad escultórica.
No hay arte más noble, ni realidad más viva.
El México del siglo XIX consiste un axioma: “A pesar de ser altamente republicanos debemos confesar que no hay arte más noble que el de la escultura…” Y tal nobleza no viene de los juicios estéticos, sino de su presencia ubicua, de su carácter de intromisiones de la nación en espacios antes sólo patrimonio de la iglesia. Las excepciones – estatuas de monarcas y virreyes - reafirman los vínculos del poder con la divinidad, y benefician a los señores de esta tierra con los atributos de la escultura religiosa, el primero de ellos la credulidad reverente de sus espectadores. Si la pintura se emancipa dificultosamente de lo eclesiástico (y le da a sus temas civiles las características de los relatos piadosos), la escultura adquiere su “autonomía civil” casi de inmediato, es un hecho político que se reclama su parcela de adoración popular y que en México como en todos los lugares del mundo, extrae los contenidos históricos las actas de legitimación gubernamental. En este orden de cosas, cada busto o monumento tiene funciones recordatorias: la Historia es el desfile de actos y personas que ocurrieron de modo ardiente con tal de eliminarse como alternativas. Cada estatua es el homenaje de lo que perdura a lo que no se repetirá.
Una estatua es las luchas que se asume y las que cancela, el régimen que la reivindica y la facción que intentó oponérsele. Por eso, de la destrucción del ídolo de Baal al día de hoy, casi el primer acto de liberación de un pueblo es el arrasamiento de las efigies de aquellos héroes y caudillos que al caer su base de sustentación política recobran su característica de imposiciones de la dictadura. La eliminación de estatuas es fenómeno que precede a las nuevas Constituciones; que caigan por tierra, antes que nada, los oprobios que nos irritan y laceran, derrumbándose con estrépito las efigies funestas, que el ánimo revanchista proceda a golpes de piqueta o dinamita y de disuelva acto seguido.
Es interminable la confianza en las alegorías. Desde el principio del México independiente cuenta en demasía el proceso de las representaciones. En 1822 se proclaman días patrios el 16 de septiembre y el 28 de agosto (día del santo de Iturbide, que inicia el ritual del autofestejo que usará Porfirio Díaz para añadirle al santoral cívico el 15 de septiembre, fecha de su cumpleaños). Injurioso y ostensible, un desafío persiste en la Plaza Mayor, sede de lo temporal y de lo eterno, donde el gran artista Manuel Tolsá proyectó y ejecutó la estatua ecuestre y la balaustrada elíptica que alaban las inexistentes proezas del rey Carlos IV. En un México de soberanía tan reciente, la condición de los símbolos es todo menos simbólica. En vísperas de ocupar el trono, Agustín de Iturbide manda cubrir con un globo azul la estatua de Carlos IV (“El caballito”), para que no presencie la ceremonia. Marginado de los sobresaltos del poder, El Caballito continuará enceguecido hasta 1824, cuando el primer presidente de la República, Guadalupe Victoria, juzga demasiado afrentosa su cercanía al Palacio Nacional y lo manda fundir. Momentos antes de que la estatua se convierta en un barandal, Lucas Alamán salva al insulto broncíneo y, alegando su condición de obra artística, obtiene su traslado al Colegio de Minería, donde permanecerá algún tiempo en virtual prisión. Un español, Antonio José de Irrisarri, Apostrofa:
Quisieron los mexicanos dar con este hecho una prueba de patriotismo y la dieron muy clásica de su falta de buen sentido… ¿Qué signo de servidumbre era éste? Era un recuerdo de que los reyes de España habían reinado sobre México, pero si todos los recuerdos debían borrarse, hubiera sido mejor arrojar al mar todas las monedas de oro y plata que estaban probando que los Fernandos, los Carlos y los Felipes que mandaron en España los tres últimos siglos, fueron reyes en México: y después de arrojar estas mondas al mar, a los infiernos, se debió quemar todo libro en que hubiese algo de la conquista de aquel país; y se debieron demoler el palacio del virrey, la catedral, la universidad, el Colegio de Minería y todos los demás edificios que los reyes hicieron construir.
Irrisarri es persuasivo pero no convence. El asombro primitivo ante las estatuas no es por fuerza el motivo del repudio. En espera de las realidades que los solidifiquen, los símbolos gozan de abrumadora presencia en una sociedad en formación y en la ciudad consagrada monárquica y eclesiásticamente a la obediencia o – en el más levantisco de los casos- al rezongo. Superando el animismo que ve amenazas monárquicas donde sólo hay bronce, se fortalece el aprendizaje visual de la nación nueva y halla sus apoyos y sus desmentidos la tesis que a la letra dice: “No es el hombre quien hace lo simbólico, sino lo simbólico que constituye al hombre.” En el México del XIX, las multitudes se forman en las alegorías de una nación que es, a primera vista, poemas, himnos, marchas, proclamas, leyes, esculturas y fiestas, donde la representación es el sentido de la historia y de la sociedad. Dejar en la Plaza Mayor a Carlos IV es incitar a la obediencia retrospectiva, mejor aún, admitir que la República – por lasitud o incompetencia- no consigue hacerse de símbolos propios. La idea se propaga: hagamos un país de golpe y poco a poco, sustentándonos en tradiciones implantadas con celeridad. Si los símbolos son estímulos y metas, las estatuas serán signos históricos que devienen programa de gobierno.
Los monumentos que eternicen.
En 1843 -informa Francisco de Antuñano- la Academia de Bellas Artes, probablemente ansiosa de reparar en algo la ingratitud de los años precedentes, convoca al concurso para un monumento a la independencia que gana el arquitecto Lorenzo de la Hidalga. Se elige el sitio: la Plaza Mayor, pero pronunciamientos y luchas de facciones postergan la ejecución, y sólo queda su fase inicial, el zócalo o basamento. (Por el recuerdo del proyecto inconcluso terminará llamándosele Zócalo a la Plaza de la Constitución.)
Al pensador y político liberal Ignacio Manuel Altamirano lo indignan las promesas incumplidas. En su prólogo a El romancero nacional de Guillermo Prieto (1888), él se queja: “Disponemos de un número muy corto de monumentos cívicos, sea por las guerras intestinas, o por las prioridades en el uso de los mejores materiales, o porque la prensa o los artistas mismos no promovían con empeño la erección de monumentos públicos a os héroes, y por último, quizás a causa de la apatía, que es como el fondo de nuestro carácter…” Altamirano hace el catálogo de lo disponible en 1885:
La estatua de Hidalgo en Toluca (donada por particulares). La estatua de Morelos que hizo erigir Maximiliano, y Juárez mandó trasladar a la plazuela de San Juan de Dios.
La estatua de Guerrero en la plaza de San Fernando.
La estatua de Hidalgo en San Luis Potosí.
Los cenotafios humildes en memoria de Hidalgo en Chihuahua y de Morelos en Ecatepec.
La (inminente) estatua de Cuauhtémoc en el Paseo de la Reforma.
Altamirano es tajante: no se busque más. No hay estatuas en provincia, no se persevera en el ejemplo del Gobierno de Morelos, que en los sellos públicos “reprodujo la imagen del excelso caudillo cuyo nombre lleva”, y no se atendió a la exhortación para erigir un panteón monumental “donde reposasen las cenizas de lo héroes de la patria”. Y Altamirano concluye:
Así pues, en un pueblo en el que no hay monumentos que eternicen la memoria de los héroes y en que hasta escasean las noticias acerca de ellos, no es de extrañar que no haya florecido la poesía épica nacional. Al contrario, lo sorprendente es que aún quede historia o tradición de lo que fueron, entre las clases más cultas. En cuanto al pueblo ignorante, haced la experiencia, preguntad a un hombre cualquiera, sea de los indígenas analfabetos, o bien de los mestizos que hablan español y que saben leer, quién es la Virgen de Guadalupe o el santo de tal o cual pueblo, y os dirá al instante la historia o la leyenda de los milagros. Preguntadle en seguida quién fue Morelos y quiénes fueron los Galeana, Mina, Guerrero, los Rayón, Valerio Trujano, Pedro Asencio, y se encogerá de hombros, no sabiendo qué responder. ¡Apenas se conserva un vago recuerdo de ellos en los lugares mismos que ilustraron con sus hazañas!
Esta diferencia consiste en que la iglesia ha cuidado de tener siempre presente en la imaginación popular el objeto del culto y de excitar día por día el sentimiento religioso por la enseñanza de las tradiciones.
Cuando esto no se hace valiéndose de la objetividad y de la narración, los pueblos piden irremisiblemente su historia, sus tradiciones, su religión misma.
Altamirano explica lo que será la norma de Estado: imitar a ese modelo sabio, la iglesia católica. A los héroes, literalmente, debe sacralizárseles, concediéndoles el aura de infalibilidad y asegurando su pertenencia al Más Allá. Si estos santos laicos le conceden a Id Nación el milagro de su existencia, que la imaginación popular no halle modo de quitárselos de encima. Para afirmarse, el Estado rivaliza con la omnipresencia del catolicismo, que incluso aprovecha para si "el gusto clásico", tal y como da noticia la escultura del XIX, que entrevera santos y diosas paganos, y en donde, ordenados por las tácticas eclesiásticas de "convertir" al pasado a la Verdadera Religión, abundan las copias en yeso de obras y temas clásicos, los Ganimedes y las Venus de Milo y las Victorias y los bustos de emperadores. A las ninfas, el campo estético; a las vírgenes, el didáctico. FI tema religioso in omnímodo, porque de la escultura se demanda ejemplaridad. El muy influyente maestro de arte y pintor Pelegrín Clavé le recomienda a sus discípulos: "Dad a vuestras obras el carácter conveniente a cada una, pero siempre cristiano, ya habéis tenido la felicidad de ejercer vuestro arte las aspiraciones celestiales de la religión augusta engrandece al hombre, destinándola a la contemplación eterna de aquella verdad infinita que es al tiempo la belleza infinita: Lo devocional se a lo clásico y le prepara el camino a lo heroico. Cupidos y canonizados. Mercurio y La Piedad. Cristos en la cruz y gladiadores. La cultura clásica es puente entre lo devocional y lo secular, y el apego al ideal helénico y romano crea atmósferas alucinadas, don-de. digamos, a los escritores losé Bernardo Couto y José Joaquín Pesado se les dedican bustos aptos para senadores de la Roma antigua, togados y a punto de salvar al Imperio. En coexistencia pacífica, dioses grecolatinos y emblemas de la cristiandad definen el criterio: la estatuaria será clásica o no será. En 1873, Manuel Islas entrega su grupo en mármol La Patria y Juárez, donde don Benito, en el sudario, puede ser perfectamente julio César. Amigos, mexicanos, compatriotas, préstenme sus oídos. He venido a alabar a Juárez no a enterrarlo.
Para la sociedad, las esculturas no sólo tienen signo político, sino también coloración moral. Las protestas contra una estatua en la Alameda indignan a los redactores de El Partirlo Liberal (I7 de enero de 1890, reproducido en La crítica de arte en México en el siglo XIX de Ida Rodríguez Prampolini): Se necesita toda la dosis de malicia que guardan inpetto los llamados católicos, al estilo de la gente que nos ocupamos, para lanzar el grito de escándalo y creer que peligren la inocencia y castidad de los niños porque vean en la Alameda una estatua de Venus.
¿Por qué no han dicho nada esos santos al ver los llamados niños dioses de cera que se exhiben desnudos en los nacimientos y se conservan en algunas casas en lo que llaman misterios? Debe ser, sin duda, porque se trata de muñecos las más veces deformes, que no pueden inspirarle los mismos pensamientos pecaminosos que una estatua de mujer de tamaño natural, sobre todo si tiene mérito artístico. ¿Ignoran acaso los santos que el velo con que acostumbran algunas gentes timoratas cubrir aún al Niño Dios, o algunas estatuas de mayor tamaño, sirve sólo para mayor tentación, o les basta cubrir a la desnudez con un velo como el que moralmente cubren su hipocresía?
El Ángel de la Independencia.
Como si él condujese al misticismo la rueda en flor del analfabetismo
Gerardo Diego
Fábula de Equis y Zeda
Piedra, mármoles y estabilidad. De la emoción liberal por extraer del pasado lecciones inamovibles, Porfirio Díaz rescata el primer término la ejemplaridad. A lo largo de su dictadura, él identificará la explosión demográfica de estatuas con el advenimiento de la madurez nacional. A cada gran monumento se le asignan tareas de reconciliación, de exterminio de facciones, de apoyo al régimen. Verbigracia: en 1877, se inicia en el Pasen de la Reforma esquina con Avenida de los Insurgentes la estatua de Cuauhtémoc, que se inaugurará en 1883 en el Gobierno del presidente Manuel González. Por fin, un héroe indígena, no el orgullo étnico (impensable para los partidarios), sino el principio de la reconciliación con el pasado y de un 'Y nacionalismo ornamental" que no prodigará figuras prehispánicas, pero incitará a una valoración distinta de civilizaciones entonces no muy prestigiadas, por así decirlo. “Era indígena pero fue emperador.” - Eran otros indios —es el mensaje—, arrogantes y fuertes, por entero distintos a las razas tristes que hoy por aquí vegetan.
De tan selectiva estilización derivan lo mismo el fallido monumento a Porfirio Díaz del arquitecto Aclamo Boari (autor del proyecto del Palacio de Bellas Artes), y las ensoñaciones del pintor Saturnino Herrán. En el Monumento a Cuauhtémoc, la 'toma de motivos" prehispánicos va de la copia al popurrí: reconversiones de la cultura tolteca, de la maya, de la teotihuacana, de los jeroglíficos aztecas. Magníficamente proporcionados, los paladines de las razas vencidas inician su camino hacia la apoteosis del kitsch aunque no sin contratiempos. En 1891 —refiere De Antuñano— se instalan en el Paseo de la Reforma dos estatuas monumentales del escultor Alejandro Casarín llamadas los Indios Verdes, que en 1902 son desterradas al Canal de la Viga, y en 1960 a las postrimerías de la Avenida de los Insurgentes. No todos los indios son inmortales.
El espacio didáctico por excelencia es el Paseo de la Reforma. En 1887, el escritor Francisco Sosa propone que cada estado de la República coloque allí estatuas de dos de sus personajes notables, en tamaño natural y fundidas en bronce. Porfirio Díaz se hace cargo de la entrega de pedestales y recomienda cuidadoso análisis de los merecimientos de los homenajeados. Los primeros elegidos: (km Leandra Valle y don Ignacio Ramírez. El general Díaz bendice todo lo llamado a permanecer, en 1897 inaugura el Monumento a Colon, y en su idea consagratoria de las Fiestas del Centenario, son prueba de la Paz que es Progreso las estatuas y los bustos y los monumentos funerarios y la colocación de primeras piedras. Exigencias de la orgía develatoria: el dictador junto a la tiran figura o Situación Evocada, el poema a cargo de un notable, el enjambre de cortesanos, la ciudad marcada por otra referencia hagiográfica. Revísese la agenda de ese mes de septiembre de 1910. El día 9, inauguración del monumento a la reina Isabel la Católica. El día 11, la primera piedra del monumento al general Washington y presentación en sociedad de la estatua de Louis Pasteur (cortesía de la colonia francesa). El día 13, júbilo severa-mente controlado ante la nueva efigie del Barón de Humboldt (obsequio del emperador de Alemania, Guillermo II. El 16, la obra magna, el acto largamente esperado, la inauguración de la Columna de la Independencia, obra del arquitecto Antonio Rivas Mercado, según algunos, joya del neoclásico y, según Antonio M. Bonet, obra maestra del tradicionalismo formal puramente mexicano. En la inauguración el poeta Salvador Díaz Mirón una oda “Al Buen Cura”:
¡Hidalgo!, no por ducho
excito el estro; que a tu noble hazaña
adeudo un himno, y en el habla lucho
por hacerlo con maña,
y concierto mi voz que ni con mucho
parece digna de ocasión tamaña.
La catedral del Simbolismo: en el Monumento a la Inde-pendencia hallan sitio las configuraciones emblemáticas de la Ley, la justicia, la Guerra, la Paz, el grupo escultórico del padre Hidalgo, las estatuas en mármol de los insurgentes Morelos, Guerrero, Mina y Bravo, las águilas del escudo mexicano y, coronándolo todo, ángel que es ángela, la emblematización de lo que emerge en 1810, con las cadenas rotas de la esclavitud y el laurel del triunfo destinado a ceñir las sienes de la Patria. En el bosque de los símbolos no hay cazadores furtivos y todo queda claro: el país oscuramente nacido con Miguel Hidalgo, hoy esplende con Porfirio Díaz. El día 18, se inaugura el Hemiciclo a Juárez. Puntual, el ministro Luis León de la Barra informa del costo del monumento: fueron 390 685 pesos con 96 centavos. El 20, la colonia italiana ve expuesto al sol su obsequio: el monumento a Giuseppe Garibaldi.
En el ánimo de la época (eufemismo para hablar de gusto y los procesos formativos de la clase en el poder) las estatuas son medios de comunicación masiva, lo que explica el hieratismo de los políticos al retratarse. Ellos no sólo regalan su imagen a la posteridad: también le dan instrucciones precisas al escultor y ya proceden corno estatuas vivas. Porfirio Díaz ejemplifica la norma. Él sabe que la América Ibérica y el mundo desbordan estatuas, y que mausoleos, esfinges republicanas y túmulos informan del engrandecimiento de los gobiernos que es la gloria de las ciudades. Por eso, en el Porfiriato, los monumentos aspiran a la condición de paradigmas, versiones literalmente aplastantes de la síntesis entre un pasado cubierto de hazañas y un presente cuya mejor proeza revolucionaria es no permitir ninguna. La Columna de la Independencia y el Hemiciclo a Juárez se con-memoran a sí mismos y anticipan los fastos mussolinianos y el programa que, de una u otra forma, seguirán los regímenes de la Revolución Mexicana: mientras inauguremos estatuas, la lista del panteón de héroes estará definitivamente cerrada, y nadie —salvo para posar ante el artista— se pondrá las botas de campaña.
Y tú, caudillo inmarcesible, vuelve tranquilo a tu sitial de bronce o de cemento.
Al cubo a las estatuas, requerimiento internacional sociedades como la mexicana le aportan un espectáculo: las exigencias políticas se congelan en el mal gusto que nunca acaba de morir. ¡Ah qué bonito le quedó maestro, le dice al orgulloso artista el alcalde (el gobernador) (el Presidente de la República), ante el garbo, el brío, la semejanza física (Parece como si el mismo Morelos hubiese posado para usted). Y la escultura así festejada pierde de inmediato heroicidad y su aire familiar la hurta de la crítica. De tan vista, la estatua se vuelve entrañable. De tan entrañable se vuelve invisible. De tan invisible, da lugar al siguiente requerimiento de estatus como exvotos.
El Estado que surge en los años veinte y reafirma y enriquece el catálogo de los seres o los hechos esculpibles. Una vez más, los homenajes se convierten en un aplastamiento visual o, en la minoría de los casos, en patrocinio de un genuino arte público. Las Lecciones Cívicas devastan ciudades y pueblos, inutilizan espacios fundamentales y le confieren a la monstrucidad atributos didácticos, en acatamiento de las tesis de Carlyle sobre el culto a los héroes. Allí estaban cabalgando o esperando a la comitiva que entregará ofrendas florales, Hidalgo, Morelos, Juárez, Ignacio Zaragoza… y a la lista de agregan Madero, Villa, Zapata, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas… Los artistas a cargo de estas empresas -Ignacio Asúnsolo, Fernández Urbina, Guillermo Ruiz, Mardonio Magaña y otros- provienen de la cultura de la Revolución Mexicana, desean acercarse a la grandeza del arte indígena y reproducir en algo los portentos faraónicos. A la distancia, las estatuas y los conjuntos escultóricos parecen dimanar de un proyecto específico, transmitirle a los paseantes, por si lo necesitasen, el sentido de significancia. “¡Mide tu pequeñez frente al Estado!” Y de manera aparatosa el proyecto culminará en 1938 con el monumento a la Revolución, obra de Carlos Obregón Santacilia destinada a elogiar la solidez y la permanencia de la Revolución Mexicana. El símbolo se levanta sobre las ruinas del símbolo: Obregón Santacilia aprovecha el armazón y la cúpula de una obra inconclusa del Porfiriato, el Palacio Legislativo Federal, y la rodea de representaciones de las leyes: de la Reforma, de Independencia, de la causa obrera, de la causa agraria. Y el Estado le concede al Monumento la oportunidad de la urna funeraria que, en forma ciclópea, guarde los restos de Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y, desde 1970, Lázaro Cárdenas.
Pese a todo, estoy convencido de que este culto al inabarcable autoritarismo apenas se premeditó y, más bien, fue el desprendimiento de una convicción: la monumentalidad de la arquitectura oficial presagia In lugar a desmentidos las férreas estructuras del porvenir.
Poner en su sitio a los héroes.
Recado a los Dignos de Conmemoración: sin tributos colosales de piedra y de cemento, sin la complicidad mnemotécnica de placas conmemorativas y de bustos, se habrá vivido en vano. Ante el monopolio del reconocimiento, los sectores vencidos -que también tienen a su carga de próceres- se resienten y llevan su fastidio a extremos, como lo exhibe el delirio fetichista de los sinarquistas. El domingo 19 de septiembre de 1948 -refiere Alfonso Taracena en La vida en México bajo Miguel Alemán-, dos mil sinarquistas se concentran en el Hemiciclo a Juárez y agreden al allí ensalzado.
Perora el jefe sinarquista en el Distrito Federal, doctor Rubén Mangas Alfaro: “La etapa llamada de la Reforma y la Revolución es la etapa de la desvergüenza y de la ignominia. y este gran ladrón, Juárez, fue el responsable de todo lo sucio que hay en este tiempo, porque se dedicó a robar templos, corno ese de Corpus Christi que tenemos enfrente"
En el repaso hay para iodos: "Hidalgo, cura traidor, borrachín oportunista." "Morelos, turbio agitador al servicio de las corrientes herejes"... Y llega el momento de la "desacralización laica". Un joven sinarquista se trepa a la estatua de Juárez, escupe tres veces a la cabeza de don Benito, que luego cubre con un velo negro. El maestro de ceremonias, Carlos González Obregón, justifica: "La juventud sinarquista ha cubierto la cara de Juárez, porque no queremos mirar a ese han-dilo ni queremos que él nos mire a nosotros."
Nunca ha resultado tan convincente la escultura cívica. Los agresores creen ver a don Benito, y las autoridades, en consecuencia, pregonan la agresión física a la Patria, le quitan el registro electoral a los sinarquistas y. al final, los proscriben. ¿luego de símbolos con resultados no tan simbólicos? Más bien, la certeza de que las estatuas son, inobjetablemente, educación política y corrobación artística, la prueba del dominio gubernamental sobre la ética y la estética. En el primer caso, el Estado de la Revolución mexicana maneja la buena fama de sus precursores y fundadores lo de quienes así califica) y afirma que las estatuas son y representan. Si de paso se patrocina el arte, muy bien, pero a los gobernantes les preocupa la continuidad que los incluye: hoy difaman a Juárez, mañana podrían agredirme.
Implántense monumentos para que nadie dude del sentido de la historia. Por eso en 1951, el presidente Miguel Alemán autoriza (y seguramente exige) la estatua colosal que, al entrar en funciones la Ciudad Universitaria, perpetuará su calidad de abogado, su condición de civil y su perfil de constructor del México Nuevo. Junto a la Torre de la Rectoría, togado, de birrete, empuñando el conocimiento, con el campus literalmente a sus pies, el licenciado Miguel Alemán —desde su masiva alegoría— aguarda confiado los gritos de loor de las generaciones venideras. Es tal su fe en sí mismo que no considera su estatua una provocación, sino un regalo. No prevé —porque no la concibe— la ingratitud seguramente premoderna que, desde fines de los cincuenta, se desplegará contra la estatua en forma de marchas, protestas, repudios, peticiones de expulsión y atentados dinamiteros, y que en 1968 deviene un muralismo efímero: sobre los resguardos que cubren las ruinas de la estatua, un grupo de pintores pinta en apoyo al Movimiento Estudiantil.
“¡Cómo se parece el licenciado a su estatua!”.
En los años recientes el énfasis, en materia de escultura cívica, se aleja de la educación política y se deposita sobre las vanidades personales y el “pluralismo estético”. Los museos están concentrados en la capital, es deficiente o inexistente la educación artística en las escuelas, el "monstruosismo" proporciona una clave del "gusto popular”, y el desaforado crecimiento urbano asimila de inmediato cualquier proposición monumental, de la calidad que sea. Ya conviene admitir la realidad infalsificable de la escultura cívica y feroz complemento, la “escultura civil" (los cangrejos gigantescos que anuncian marisquerías, la zoología diseneylándica de las promociones comerciales). Y, sea cual sea su relación con el arte (si alguna), estas promociones heroicas son, de algún modo, imprescindibles en el panorama nacional. Al Estado le hacen falta: son referencias históricas y geográficas, lealtad pasado y lealtad de los aquí presentes, en este solemne, a las Instituciones de la República. A la sociedad no le disgustan: de tanto verlas las considera autorretratos.
Por fortuna o por desdicha (depende de la concepción urbanística que se posea), la escultura pública cívica y "civil", es todavía un gran vínculo entre colectividades y su apreciación de la estética a gigantesca o “fuera-del-hogar-". En el siglo XIX, la escultura es instrumento de secularización (donde había un santo hay un héroe; donde hay un héroe, habrá un santo); el siglo XX, la escultura es técnica de adaptación da conducta (donde hay un héroe, hay un ideario; donde hay un ideario, habrá un catálogo de actitudes permitidas o santificadas por la muerte).
Da igual el afán de los escultores. La familiaridad despoja de cualquier contenido artístico a estatuas, bustos, conjuntos escultóricos. Queda, al final, sólo una encomienda: el criterio de la perdurabilidad, que se aplica a un ídolo del espectáculo (la estatua de Pedro Infante, resultado de una colecta de llaves viejas), a un Presidente de la República adulable, o a un político cuya moda es no pasar de moda. En Monterrey, contémplese la estatua en bronce, de diez toneladas y 4.5 m. de Fidel Velázquez, el secretario general de la CTM (“La estatua está pensada así: muy monolítica- dice el escultor Cuauhtémoc Zamudio-. Es eso lo que me sugiere la figura y el carácter de don Fidel: una piedra”). En Santiago Tianguistenco, estado de México, véase la estatua de Carlos Hank González, ex regente del Distrito Federal, que mide 2.60 m y pesa ocho toneladas. Y en el país, inauguradas cuando sus sexenios aún latían, las estatuas de los presidentes Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo (merece atención de este último, a caballo y con sombrero de charro).
“Mire -le dice el reportero del alcalde de Santiago Tianguistenco-, el profesor (Hank) está muy contento… sabe que es una modesta forma de recompensarle lo mucho que ha hecho por nosotros.” (Proceso, 26 de enero de 1981). Modesta o no la estatua asume para los políticos la calidad del homenaje irrefutable, y luego de los casi dos siglos de no mantener distancias entre las estatuas y la realidad, entre las estatuas y la inmortalidad, se esparce la convicción: sin la escultura, Coatlicue sería uno de los personajes desvanecidos de la era precortesiana. También los dioses de ayudan publicitariamente de la escultura.
Juárez, el guillotinado por excelencia.
¿En qué momento se inició la moda de las cabezas de Juárez, liberadas del cuerpo, temibles avisos a esa eternidad que cada espectador concentra? Muy probablemente al darse el cambio del gusto público. que en algo afectó a los encargados de distribuir y patrocinar estatuas. Incluso ellos se dieron cuenta: “Io clásico” había agotado sus admoniciones, se disipaba el sueño de entornos grecolatinos y el Gobierno ya debía regresar a sus grandes experimentos re uniendo a lo imposible de minimizar, aunque ya no intimidase a los reaccionarios. Y el héroe disponible, por su papel en la construcción de la nacionalidad, por la acumulación de hechos portentosos, por su carácter de majestuosa alegoría del genio nativo, era Benito Juárez, indígena, antimperialista, anticlerical, la cumbre de los Self-made men de la República.
Juárez, el impasible, preside las plazas, las carreteras, las extensiones baldías, los nichos laicos. Otras cabezas entrarán en competencia —la de Pancho Villa, la de Miguel Hidalgo, la del presidente Adolfo López Mateos"-, pero la de don Benito es insustituible porque lo incluido en sus relatos- el semblante admonitorio, la mirada puesta en el horizonte patrio, los rasgos negados a la sonrisa- es anticipo perfecto de las estatuas y su ampliación cabezomáquina. Juárez, el presagio que abre y cierra el pasado... Esto, con su habitual energía, lo comprende David Alfar Siqueiros, cultivador profesional de símbolos, al concebir en 1972 el "acueducto totémico" cuyo remate es la cabeza de Juárez. FI muy colorido arco triunfal que Siqueiros proyecta, y que a su muerte termina su cuñado Luis Arenal, rige las obsesiones visuales de la Calzada Zaragoza, y deleita a fotógrafos y sociólogos instantáneos. Este Juárez, quizá paradójicamente, responde ya a los condicionamientos de la sociedad de masas; es horrible y terrible, se vuelve adicción óptica, es vulnerable y es invulnerable, contraria los gustos establecidos y abre un espacio donde la contemplación atraviesa por referencias tremendistas, semilla de una estética nueva.
Desde los años sesenta en materia de escultura monumental lodo se vale, literalmente todo. Los ancestros indígenas adquieren la nobilísima musculatura de body-builders en Aztlán y los próceres del empresariado se convierten en figuras prometeicas (Manuel Clouthier rodeado de la niñez que llevará al triunfo a sus ideas). Se desdibuja cualquier realidad de obreros y campesinos y los seres míticos atraviesan el cemento en su persecución de los cielos. Como podrían demostrar los sombreros gigantescos y los charros dorados, en los escultores influyen los cómics y el cine de horror y el cine fantástico. Un bendito de la patria cabalga en plena emulación de Tom Mix o John Wayne, y otro se yergue, infinitamente pétreo, en claro presentimiento de The Hulk o Godzilla.
¡Un diluvio de estatuas! La sucesión dictatorial de próceres, paladines, benefactores de la Patria y del lugar natal. Lo que en algo contribuyó a la nacionalidad debe verterse al idioma figurado y real de la escultura. Sin esto he aquí la premisa y la conclusión— no hay garantía de nobles sentimientos, y se borrarán —por acción de ese olvido que es la consignación única-mente en libros— los hechos que demandan la complicidad de la gratitud. Y cada uno de los poderosos se considera acreedor a su estatua y, si puede, a su jardín escultórico. El jefe de policía capitalino (1976-1982) Anuro Duran Moreno le encarga a don Octavio Ponzanelli la hechura de su busto y de las "estatuas griegas" en su Partenón. Y así sucesivamente. Si esto va en detrimento del arte escultórico en México, apuntala las merecidas vanidades de quienes no se conciben sin su doble en bronce o en piedra.
En México, todavía, el valor de caudillos, mártires, artistas notables y valores entrañables se determina por el número de estatuas adyacentes y por la mezcla de terquedad y docilidad usada por monumentos y bustos para acomodarse al avance omnívoro de lo urbano.
Y que se cuiden los iconoclastas. Ya lo advirtió lean Cocteau: "El riesgo de un destructor de estatuas es convenirse en una.”
Suave Patria
De azteca a zapoteca, el “revival” está de moda, pero
no más que el neorromanticismo, postindigenismo,
pseudocolonialismo, neoétcnico. “Disney kitsch” o
modernismo hollywoodense. Que bostecen los
puristas, mas no se puede negar la prodigiosa
inventiva
Simplificando lo complejo, empecemos por el
Principio: las instantáneas que siguen presentan los
Cortos de “El Nacimiento de una Nación”.