El lenguaje de las piedras

Jorge Ibargüengoitia, 1989


Uno.

Se me podrá acusar de tratar sólo con una minoría selecta, pero hasta la fecha no he conocido ningún mexicano que tenga esperanza –y menos, que tenga ganas—de que sus huesos acaben en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Esta observación siempre me ha llenado de perplejidad, porque es evidente que el culto a los héroes y la tendencia a construirles monumentos son dos fenómenos que van en aumento, que están transformando nuestras ciudades y que emanan, o cuando menos deberían emanar, de un sentimiento de emulación. El hecho de que una de las principales industrias de un país en donde nadie quiere ser héroe, consista en hacer monumentos a los héroes, requiere un estudio más profundo, que no he tenido tiempo de llevar a cabo, pero por lo pronto voy a referirme a las pruebas concretas:

Hace unos años, en San Miguel Allende, un doctor español dictó una conferencia en la que explicó que este país había estado habitado, desde la más remota antigüedad, por individuos que tenían la tendencia a emprender grandes y laboriosas construcciones cuyo objeto práctico no había sido posible determinar. Sus palabras resultaron no sólo interesantes y un poco insultantes, sino proféticas, porque, precisamente en San Miguel Allende, acaba de llevarse a cabo un acto que es feliz ejemplo de esta tendencia: se arrasó el mercado municipal para construir una estatua de Allende. Los puestos y los vendedores se instalaron en la calle, entorpeciendo el tránsito, y las ratas viven ahora en casa particular.

Cuando era yo niño y pasaba temporadas en Acapulco, pensaba que cuando esa ciudad estuviera terminada y no tuviera uno que andar brincando entre montones de tierra iba a ser muy bella. Pasaron treinta años, y regresó a Acapulco, y tuve que brincar entre montones de tierra. ¿Por qué? Porque los edificios que había arquitectura mexicana, ya se cayeron de viejos y, además, porque en el malecón están construyendo un monumento a los héroes.

Por ciento que este monumento ene características muy interesantes: sobre una base de piedra hay un triángulo, en cada uno de cuyos vértices hay un busto. En el vértice superior está el busto de Hidalgo, a escala tres veces la natural, representado con rictus pronunciado.

A su izquierda, y a la derecha del espectador, está el busto de Morelos, más pequeño, a escala dos veces la natural, fácilmente reconocible por el consabido pañuelo amarrado en la cabeza. En el tercer vértice del triángulo está el busto de un personaje desconocido, o mejor dicho, no identificable, con uniforme militar de principios del siglo XIX, que bien puede ser la imagen de Guerrero, de Allende, de Iturbide: y hasta de Calleja.

De la contemplación de este monumento se desprenden dos enseñanzas: una para el propio escultor y la otra para el espectador que tenga ambiciones de llegar a ser héroe.

El escultor debe comprender que, para un observador no avezado a los términos del arte barroco, la diferencia en tamaño entre los tres bustos que están puestos en el mismo monumento no significa una diferencia en la categoría de los personajes representados de sus respectivas empresas, sino, simple y sencillamente, una diferencia en el tamaño de sus cabezas, y que, de la observación del monumento, alguien podría pensar que de los personajes represen dos unos eran cabezones y otros microcéfalos.

Más interesante, y quizá más provechosa, es la enseñanza que este monumento ofrece al aprendiz de héroe: si no es uno calvo, o no tiene uno la costumbre de amarrarse un trapo a la cabeza, hay que cultivar algo que constituya un sello inconfundible, como, por ejemplo, usar anteojos cuadrados, dejarse crecer una barba extraordinaria, por lo hirsuto, por lo ralo, o por lo largo, o taparse un ojo con un parche, porque en los rasgos fisonómicos nadie se fija, y un héroe sin imagen es como si no existiera.

A la entrada de Chilpancingo se puede observar un monumento que es extraordinario, por lo original. Consiste en un bloque de piedra rectangular. Es piedra pulida, sin relieves. No tiene ni siquiera un letrero. Estuve preguntando a qué estaba dedicado aquel monumento. Nadie supo contestarme. Me quedé pensando y pensando qué podría representar un bloque de piedra pulida: es un monumento al monolito rectangular, o quizá sea el monolito.


Dos

En tiempos cardenistas se construyó en Guanajuato el monumento al Pípila. Cuando lo terminaron, todo Guanajuato dijo que era un monstruo, que estaba mal proporcionado, que el Pípila no era así, sino tuberculoso, que si le decían “Pípila” era porque tenía cara de guajolote, etcétera. ¿Quién se hubiera atrevido a decir que con el tiempo el Pípila se iba a convertir en el equivalente guanajuatense de la Torre Eiffel? Y sin embargo, en la actualidad, un treinta por ciento de las tarjetas postales que se venden en Guanajuato contiene la imagen del Pípila.

Es posible que si en vez de al Pípila hubieran hecho un monumento a Hidalgo, la indagación hubiera sido mayor. No hubiera faltado alguien que protestara por la erección de un monumento a un personaje del que ni siquiera había la seguridad de que hubiera nacido en el estado. Ni hubiera faltado quien comentara: “Fue un intruso que vino a echar todo a perder.”

El Pípila, hay que confesarlo, es un héroe perfecto. Su origen es oscuro, como es claro el lugar de su nacimiento. Como se ignora su apellido, no hay peligro de que sus descendientes vengan a exigir pensiones. Su actuación en la historia es breve, elocuente y decisiva.

Sus palabras, ninguna.

Esta última característica permitió al entonces gobernador del estado poner una de sus propias frases en el basamento de la estatua del Pípila. “Todavía quedan alhóndigas por incendiar.” Frase que en aquel entonces puso a temblar a los hacendados y que si en la actualidad apareciera en el diálogo de una película, sería considerada muy seriamente por la Oficina de Cinematografía para su cancelación.

Cuando las minas de Guanajuato vinieron a menos y dejaron de ser la industria básica de la población al ser sustituida por el turismo, se decidió hacer un monumento al minero.

Con este objetivo se echó a perder unos de los parques más agradables de la población, y probablemente de la República. Se quitó la fuente que estaba en medio y se erigió un pedestal, que en aquel momento parecía muy original, pero que en la actualidad después de haber visto olimpiadas, nos puede parecer un mal remedio de la plataforma de un foso de clavados, o bien, su antecedente rudimentario. Sobre este pedestal se colocó la imagen en bronce de un minero guanajuatense con el torso desnudo y ligeramente contrahecho, llevando un casco, de los que ya no se usan, en la cabeza. Detenido por sus manos, y apoyado en la pelvis, de manera que parece brotar de sus pantalones con una elevación de treinta grados, hay un enorme taladro de aire comprimido que parece atacar incansable y perceptualmente, la nada.

Completan el monumento una serie de protuberancias que salen del piso del parque y que rematan en sendos bustos de bronce, tallados a partir de fotografías tamaño credencial de los personajes representados, cuyos nombres aparecen en los pedestales de los bustos. Esta parte del monumento tiene como principal defecto el de que no se sabe quienes eran esos señores, porque los nombres no le recuerdan a nadie nada, aunque por inferencia puede uno suponer que los bustos representan a unos personajes que pagaron con su vida el descuido, o la tacañería, de alguna compañía minera.

Cada vez que voy a Guanajuato y veo este monumento, se me ocurre que con el tiempo, digamos un par de siglos, cuando la etapa turística haya pasado, se erigirá un monumento al hotelero. Quiero aprovechar esta ocasión para sugerir que se le represente con jaquet, un clavel en la solapa y presentando la cuenta.


Tres.

Al igual que las especies animales, que según parece, evolucionaran de acuerdo con las necesidades que les impone el medio que las rodea, los monumentos sufren una evolución, de acuerdo con las necesidades de los gobiernos que los mandan a hacer.

Por ejemplo, el monumento más importante que nos queda en tiempos de la Colonia es la estatua ecuestre de un rey, que probablemente nunca fue buen jinete, que no se vistió de romano más que para desayunar o ir a un baile de disfraces, y cuyos actos de los que se conserva la memoria son una serie de inquietudes. Pero era rey, y punto. Le hicieron su estatua, a la que ahora se le llama “El Caballito”.

El gobierno de Porfirio Díaz se dedicó a desenterrar héroes, unos desconocidos y otros famosos, y a representarlos en estilo realista y en el momento culminante de su carrera heroica. Por ejemplo, Colón, sosteniendo con la mano una maqueta de la Tierra según él la concebía, la otra en la frente, la mirada fija en el horizonte y, probablemente, exclamando para sus adentros al ver una negra: “¡América!” O, quizás ignorante de la injusticia que se le iba a hacer: “! Colombia!”

El cura Hidalgo, enarbolando un pendón, ignorando el ángel dorado que tiene arriba “robándole cámara” de manera lamentable, está, sin lugar a dudas, diciendo lo que dicen que dijo aquel día: “¡Viva México! ¡Viva Fernando VII! ¡Vamos a matar gachupines!”

Los héroes de nuestras guerras tristes están representados, o deberían estarlo, cayendo al vacío envueltos en una bandera, o con la espalda rota, pero desenvainada, diciendo al invasor:

--¡Si tuviéramos parque…!

Con los gobiernos revolucionarios aparece en la monumenralística mexicana una nueva tendencia que consiste en intentos sucesivos de representar ideas abstractas dentro de un estilo realista.

Por ejemplo, un señor sin camisa, secándose la frente con una mano y deteniendo en la otra mano inútil, representa El Trabajo. (Que si a metáforas vamos, la ausencia de camisa podría significar no sólo el trabajo sino el trabajo mal retribuido.)

Una señora con un niño en brazos representa otra idea abstracta: La Madre.

Al pie del Monumento a La Madre, en letras de oro, hay una inscripción que dice: “A la que nos amó antes de conocernos.” ¡Se puede pedir algo más abstracto? Por cierto, que esta frase siempre me ha parecido incompleta. Debería decir: “A la que en algunos casos nos amó antes de conocernos y la que, por lo general, después de conocernos nos echó a perder.” De esta manera la frase es un poco más larga pero más exacta, creo yo.

La Seguridad Social es otra idea que ha sido representada con medios realistas, de la siguiente manera: una mujer evidentemente una madre, está absorta en la contemplación del niño que tiene en brazos, que evidentemente es su hijo, y no se da cuenta que detrás de ella un ave enorme –un águila según algunos, y el ave Roc según otros—se prepara para devorarla con todo y vástago.

En los últimos tiempos, con motivo de las Olimpiadas y como signo de que México ha entrado de lleno en el concierto de las naciones ha aparecido una nueva tendencia monumentalista. Consiste en representar ideas abstractas por medio de formas abstractas, es decir, que no representan nada, más… mucha atención, porque esto es muy importante, más que unos letreros, que aparentemente con el nombre de alguna calle, pero que en realidad son la expresión de la idea abstracta que se quiere representar. Por ejemplo nadie se daría cuenta de que los monumentos que están en la Ruta de la Amistad tuvieran algo que ver con la amistad si la avenida en donde han sido colocados no se llamara así. Pero así se llama, y, por consiguiente, esos monumentos son los monumentos de la amistad.

En la actualidad está perfilándose ya una tendencia hacia todavía un mayor abstraccionismo. Es probable que en el futuro ya ni siquiera haya monumentos, sino que los edificios van a ser tan expresivos, que bastará con verlos para darse cuenta de las aspiraciones de un pueblo. Ejemplo notable de esto son las estaciones del Metro, que expresan las ansias que tenemos todos los mexicanos de alcanzar una vida mejor y más elevada. La entrada, paradójicamente, conduce hacia abajo, hacia las profundidades de la tierra, por donde pasan trenes que lo conducen a uno, sin tropiezos, a Balbuena, por ejemplo.


O sea…

Entre tantas falta en esta recopilación, nunca cuajó una selección de monumentos propositivos, a partir por ejemplo de maquetas realizadas por estudiantes de La Esmeralda o de San Carlos con tema monumental de libre elección o documentando proyectos que no se realizaron recorriendo talleres de escultores… y qué tal las propuestas que llegaron a algún concurso famoso, como el algo así como “Homenaje a las Siete Tribus de Aztlán” para la Bahía de San Blas… o: de lo que nos salvamos por falta de préstamos, como el Zócalo capitalino que iba a ser un inmerso dizque códice en piedras de colores con todo y un monumental astabanderas con chorro para los días sin aire…

O sea: no todos los que son, y los que están tampoco.