Rita Eder, 1982
Entre la alegoría y los realismos, entre el rescate de las formas vernáculas, los neoclasicismos y los modernismos, surge en México la innumerable sucesión de monumentos. Aparecen en los espacios esperados; en las plazas de ciudades o villorrios, y en los lugares más insólitos; una plantación de cocoteros, un valle perdido, en medio de parajes desérticos, al borde de las carreteras...
Lo que más abunda a primera vista son las tradicionales y hieráticas figuras de los próceres que intervinieron en distintos periodos que la historia mexicana ha consagrado. Poco a poco se han ido añadiendo a esta copiosa lista los nuevos rostros de individuos que han ocupado el poder en épocas recientes. Da la impresión de que existe, a pesar de una abundancia caótica de monumentos, un proyecto que garantiza, por lo menos
desde la perspectiva oficial, una idea de la continuidad republicana; ideología en la que se sustenta la nación moderna. Esto es visible en que, en la interpretación de los estilos aplicados a los monumentos, no siempre priva la dureza de los hombres de hierro que forma parte del discurso propagandístico del Estado; no falta para los mismos fines el uso de lo sentimental fincado en los estereotipos del romanticismo. Ello les hace aparecer como una mezcla de filósofos y hombres de acción. Abundan los rostros de mirada profunda, pensativa, casi soñadora. En otras ocasiones aparecen ciertos cánones del realismo socialista, visibles en las vestimentas informales y en ciertos gestos dramáticos que intentan sugerir la relación estrecha entre los hombres públicos y el trabajo, su capacidad para salir de la vida contemplativa y forjar la historia desde la praxis
El fenómeno es lo suficientemente complejo y rico en prototipos como para hacer pensara algunos que en efecto, a través de un detenido análisis de los monumentos, es posible elaborar la radiografía del poder, definir mejor a la clase política, realizar un estudio sofisticado de los distintos personajes representados que rebase la concepción (magistralmente manejada por los escritores latinoamericanos) del tirano, el caudillo, el dictador o el patriarca. Descubrir, quizás desde este ángulo, los modos retóricos de la manipulación de obreros, campesinos y marginados. Leer, en estos monigotes de piedra, las modalidades de “los aparatos ideológicos del Estado”.
Podemos hacer a través de cierto tipo de monumentos una reflexión en torno al kitsch y sus significados. Baste para ver la plaza de Cuidad Nezahualcóyotl y la representación disneylandesca de los padres de la patria y los emperadores aztecas. Este efecto es causado entre otros por la reducción en el tamaño o la escala en relación con el espacio de la plaza. Asimismo cuenta la desproporción entre el soporte de la escultura que puede ser el trono o el caballo y los personajes en cuestión. Pero, quizás, la razón de esta sensación de lo falso procede de un concepto particular de lo dramático. En vez de las poses casi dancísticas de la tradición barroco-romántica o de la dignidad de lo humano que intenta el neoclasicismo, estas esculturas se salen del canon y sus rostros son más parecidos al del hombre de la calle; la combinación entre historicidad o tradicionalismo y actitudes cotidianas nos producen la sensación de que la historieta s ha colado por la puerta de los monumentos.
Por otra parte, y como contraste absoluto, se producen monumentos de fabricación casera, espontánea, que generalmente se encuentran en pequeños poblados; aquí la propaganda se convierte en homenaje. En estas representaciones populares alejadas de los estereotipos cultos, los ejecutores del monumento se permiten una serie de libertades que modifican y trastocan un fenómeno cargado esencialmente de solemnidad. Uno de los casos de escultura de corte popular es el dedicado a los distintos oficios para los cuales los posibles modelos proceden de los símbolos del trabajo erigidos en diversos países del mundo bajo la influencia del realismo socialista.
En el caso de la representación frecuente de los héroes cuyos cánones no se ajustan a modelos cultos, pero tampoco parece posible calificarlos de arte o manifestación popular, sería necesario para tener en mente la diferenciación entre la creación popular y el surgimiento de modelos o esquemas provinciales.
Los monumentos:
¿Propaganda o escultura urbana?
Los monumentos son las distintas señales que los hombres a través de sociedades diferentes, han inventado para recordar, celebrar, honrar, perpetuar, glorificar, imponer o destruir una serie de valores y de contenidos ideológicos.
El primer sentido del monumento (el menhir) fue posiblemente la constancia de la muerte; más tarde, el perpetrado por los griegos y rescatado por el Renacimiento fue la glorificación del humanismo. Durante el siglo XIX, con Napoleón se utiliza el monumento en un sentido ya inventado por los romanos, el de la propaganda de carácter político, uso que hoy es predominante en la civilización occidental, lo cual no excluye otros usos, como el funerario y el conmemorativo.
El monumento abarca y se personifica de michas maneras: en una inscripción, una moneda, una ciudad, una piedra, una pirámide y demás derivados arquitectónicos, como los grandes arcos del triunfo, los obeliscos y otros; el recurso escultórico es tan sólo una manifestación de este mundo complejo y vasto.
Estas someras descripciones nos sugieren dos cuestiones: una, que los monumentos se expresan a través de los materiales, las estructuras y los cánones de las artes plásticas; la otra, que éstos son claramente distintos a la obra de arte. Quizás esta diferencia esté en que generalmente la prioridad de su intencionalidad está casi siempre fuera de sí misma.
Entramos en un terreno delicado. Entre el uso populista de la idea y los teóricos que afrontan el problema con seriedad, se han replanteado los fundamentos de las estéticas románticas, no tanto por el lado de sus conceptualizaciones de lo estético, sino por aquel que insiste en la visión elitista de la obra de arte al fomentar el concepto de inspiración y genialidad y su desvinculación de la vida sin otra finalidad más que el producir placer estético.
La desacralización del arte se ha convertido en unos de los elementos que define la modernidad artística, y hoy los limites entre lo que es y no es arte son cada vez más ambiguos. Los resultados positivos podrían ser la democratización del concepto, que acaba con las arbitrarias valoraciones y jerarquías entre artes mayores y menores, entre lo liberal y lo popular. Los significados y repercusiones sociales del arte parecen interesar más que el desgaste en el debate de una definición de lo artístico.
Sin embargo, esto trae algunas consecuencias negativas, hay una evasión de la descripción y valoración frente al fenómeno concreto. Se presenta una dificultad para definir la estructura particular de los objetos con los que tratamos, cómo analizarlos inmanentemente, cómo entenderlos desde el punto de vista de la relación mutua entre sus propios elementos.
¿Cómo separar los monumentos de esta problemática? ¿Son acaso sólo generaciones de significados exteriores, sólo son interesantes desde el punto de vista sociológico? ¿Qué representan, qué implican, cómo son recibidos, quién los ve y cómo los ve? ¿No tendrían acaso que ser signos asentados en sus propias relaciones internas?
¿Cómo separar el monumento del arte público? ¿Cómo ignorar la armonía de volúmenes y el impacto visual de un zigurat? ¿Cómo evadir la estrecha relación entre monumento y arte urbano y, en ese sentido, la importancia de soluciones exitosas como la barroca Plaza Navona?
Se acostumbra decir que a partir del siglo XIX, la importancia estética de los monumentos no cuenta, es cierto si nos limitamos a la idea del monumento como propaganda, si aceptamos la visión populista de los monumentos, si pensamos que los habitantes de las urbes deben soportar la contaminación visual inventada por algunas democracias modernas. Se trata de una herencia del neoclasicismo que fue adoptando como estilo oficial El Porfiriato no fue, pues, sólo la etapa del afrancesamiento y de los “científicos” positivistas; fue también una época que intentaba definir los valores nacionales con las limitaciones implícitas en su proyecto. Como un mínimo ejemplo, en 1885 se crea la Inspección General de Monumentos Arqueológicos, a cargo de Leopoldo Batres.
En el inicio de la arqueología, el interés por las culturas continúa la estatuaria de los indios, sin dudas regidas por ciertos cánones neoclasicistas, como lo son las de los reyes aztecas: Izcóatl y Ahuízotl de Alejandro Lacrosi, que fueron fundidas en 1889 y que en un principio se encontraban en la entrada del Paseo de la Reforma, son las ahora conocidas como los Indios Verdes trasladadas al extremo norte de la ciudad.
El monumento a don Benito Juárez, realizado en 1894 y erigido en Oaxaca por el arquitecto Carlos Herrera y el escultor Concha, no sólo tiene que ver con la exaltación de los héroes de la Reforma, sino con otro aspecto de la valoración de lo indígena.
En 1906, centenario del Natalicio de Juárez, se convocó a un concurso para erigir un monumento a Juárez y los otros héroes de la Reforma; bien se sabe que ello terminó en el neodórico Hemiciclo a Juárez, de Guillermo Heredia; sin embargo, José Juan Tablada describe con entusiasmo uno de los proyectos presentados bajo el seudónimo de Zapoteca, al cual don Nicolás Mariscal, uno de los jurados calificadores, juzgó de imposible realización puesto que ya no se trataba de un homenaje a Juárez, sino de “un monumento a la civilización zapoteca”. Dice Tablada:
Se trata de una obra de arte nacional, que emancipa de la influencia extranjera, como la obra misma del libertador indio. Es un monumento zapoteca inspirado en los vestigios de ese arte, que se nos ha revelado en la maravillosa Monte Albán, y que si no es enaltecido lo bastante, es sólo porque se ignora lastimosamente. Si Juárez fue un indio de pura raza, ¿qué cosa más natural que honrarlo con el arte creado por el genio de su raza? El momento es grandioso, severo, eternamente mexicano, nuestro. Si alguna vez se ha impuesto el “nacionalismo” es hoy que se trata de honrar al héroe indígena…
Podríamos decir que este neoindigenismo resurgirá con otras características en los años veinte. Mientras tanto, entre 1889 y 1899se erigieron las estatuas de la Reforma. Son treinta y cuatro e incluyen a intelectuales, a generales de la Reforma y la Independencia, a los Constituyentes de 57, o poetas y médicos célebres.
Estos personajes están ligados al cultivo del nacionalismo oficial que, desde la época de Justo Sierra, se llamó la religión de la patria. Se formó un santoral cívico que tenía por objeto desplazar al religioso. Las contradicciones históricas desaparecen. Por arte de los monumentos y al igual que en los años posteriores con el muralismo, los héroes tienen como misión recalcar la continuidad y el todo armónico triunfante.
Los años veinte: La formación de cánones y sus consecuencias.
Si bien es cierto que puede establecerse en la tradición de los monumentos modernos un vínculo que se inicia con el Porfiriato, también lo es la necesidad de marcar las diferencias con la Revolución de 1910 y específicamente con el nacionalismo cultural, promovido por José Vasconcelos, a partir de1921.
En términos generales, esta década se caracterizó en el campo de la cultura por encontrar las raíces nacionales y para ello fue necesario recurrir a lo prehispánico y al arte popular. Fue esta primera fuente la que inquietaba sobremanera a los artistas de la época quienes tenían conocimiento del Centro de Investigaciones Antropológicas abocado al rescate de las piezas prehispánicas que se existían en el Museo Nacional.
El acercamiento a estas piezas tuvo consecuencia para el arte oficial y su intención de promover una cultura proletaria.
Encontramos que en aquella época un verdadero esfuerzo por impulsar la creatividad popular en el campo de lo escultórico, esto se manifiesta en la realización de relieves, como los de Juan Hernández, un obrero que, sin preparación previa, se aboca a los principios de la talla directa de la madera.
Sin embargo, a pesar de ciertas muestras de un estilo popular en escultura, artistas como J. M. Fernández Urbina, Ignacio Asúnsolo, encontraban que no había llegado a realizar escultura revolucionaria y denunciaban en aquel entonces (1926) que lo que predominaba era el concepto de la escultura vulgar oficial, y que era “imposible introducir una tendencia que se hermane con los antecedentes de la escultura mexicana aborigen”.
Guillermo Ruiz, de acuerdo con los otros en la corrupción de la escultura oficial, sugería que eran “los obreros que traducen nuestras mentiras en esculturas, los que deben contestar” y proponía: “Debemos trabajar directamente la materia, madera, piedra, bronce, metales, repujables, etcétera, crear nuevas formas encontradas dentro de nuestra naturaleza para que el impulso de la obra en su firme intencionalidad llegue a imponerse”.
La talla directa, que como se ha visto intentaba un arte popular, atacaba la mentira del modelado y hablaba de regreso a la tradición de la “buena escultura”, puesto que así se habían hecho las esculturas antiguas; atacaban por supuesto a Rodin y proclamaban una escultura arquitectónica.
Se invocaba la simplicidad expresiva y de precisión contra el pintorequismo a favor de los buenos obreros talladores de piedra, enamorados del bloque: “Hay que desear el regreso de un arte más alto, más ‘macho’.”
Con estas ideas detrás, se funda la Escuela de Talla Directa, bajo la dirección de Guillermo Ruiz. También enseñó en ella Gabriel Fernández Ledesma. La Escuela contaba con departamentos de Herrería, Talla en piedra, Fundición y Orfebrería. Un vistazo a las obras producidas por los alumnos de esta escuela en la década de los veinte hace pensar en que sin duda tuvo arraigo popular y que muchas de las obras no oficiales tienen su origen de estas enseñanzas.
Es cuela de obreros y aprendices, atacaba el arte por el arte y propone el “dinamismo edificador del artista popular”, que aprendiesen a forjar y retorcer hierros para ventanas, fundir bronce, para hacer cabezas heroicas, o labrar madera para las puertas historiadas.
Se habla de artistas autónomos a la usanza de la Edad Media, se buscaba darle también un sentido práctico. Era en algunos aspectos una especie de Bauhaus mexicana.
Durante los años treinta, aquellos artistas que abogaban por una escultura diferente a la oficial pudieron, como hubieran querido en los veinte, producir monumentos arquitectónicos, sólidos fieles al material, tales como el dedicado al general Álvaro Obregón (realizado por Ignacio Asúnsolo en 1934), el monumento a la Revolución (realizado en colaboración entre el arquitecto Obregón Santacilia y el escultor Oliveiro Martínez, 1933) y el Morelos de Guillermo Ruiz que se encuentra en la Isla de Janitzio (1936).
En tales monumentos predominan formas que emanan del arco romano, los símiles de las impresionantes entradas a las ciudades sagradas de los egipcios, mientras que los relieves, más modestamente, intentan exaltar al pueblo o a los mártires de la República.
Los años treinta podrían verse como la consolidación de la época del monumentalismo mexicano en las artes, tanto por los kilómetros de paredes pintadas por los integrantes del movimiento de pintura mural como por el tipo de monumentos erigidos. Había cuajado una forma de hacer arte y se manifestaba con la audacia y la madurez del caso: los muros pintados en el Palacio de Bellas Artes, el Orozco de Guadalajara y el Rivera inmerso en la primera etapa de la gigantesca epopeya pictórica en Palacio Nacional.
Así, la producción d monumentos entre los años del vasconcelismo hasta el fin del cardenismo se caracterizó aparentemente por la búsqueda de un estilo propio que intentaba comprender y utilizar los principios formales del arte prehispánico, pero que finalmente desembocara en los años treinta –especialmente el periodo del Maximato—en la consecución de formas relacionadas con periodos históricos autoritarios: la Roma Imperial y el Egipto Faraónico. Parece inevitable la comparación con algunos aspectos del arte europeo de entre las dos guerras (1919-1939), en que se promueven en diversos países los valores culturales nacionales y en que el realismo o los realismos servirán tanto a las causas revolucionarias como a los fascismos.
Hay una segunda característica europea que tiene parangón con los monumentos mexicanos; al mismo tiempo que se busca un arte nuevo, el Innovatio, una estética de ruptura, se conserva básicamente una estética tradicional.
Una revisión al vuelo de ciertos monumentos en algunos países europeos nos permitirá ver algunos parecidos con los mexicanos.
La italianidad monumental concebida por Mussolini, la escultura checa de los años veinte y sobre todo los símiles con el estilo monumental soviético que tuvo que ver con el plan propagandístico de Lenin escozado ente 1917 y 1922.
Hasta los años cuarenta, la búsqueda de un arte de esencia nacional fue una noción básicamente incuestionable sobre todo por en el campo de los monumentos; se iban perfilando aquellos escultores que serían los más activos durante el cardenismo y el régimen de Ávila Camacho. El turno tocó a Juan Olaguibel, cuyas obras más conocidas son la Diana y la Fuente de Petróleos. Entre Olaguibel y Arenas Betancourt, más el segundo que el primero, introdujeron variaciones en los monumentos al destacar la figura humana más que su pedestal o su soporte y esa misma figura humana dejaba de ser rígida, se volvía más hacia la expresión de emociones íntimas que patrióticas.
Los monumentos y la modernidad.
Esta manera de hacer monumentos, como hemos visto en un principio, se prolonga hasta nuestros días, pero el panorama se enriqueció, multiplicó, hasta podría decirse que se desató desafortunadamente. Bien conocido es el momento en el que la esencia de lo nacional cambia a fin de los años cincuenta y los artistas que se preocupaban por los estilos internacionales, se titubea en e campo de los monumentos; frente a la tradición, empiezan a surgir los eclecticismos. Sin que desaparezca la estatua ecuestre de tal o cual gobernador o los Morelos, Zapara o Cárdenas, empiezan a producirse lo que podríamos llamar los monumentos modernos.
Sin intentar definir el déficit concepto de lo moderno en las artes plásticas mexicanas, podemos decir que el aislamiento nacionalista en el campo de las artes inicia su transformación en la época de Miguel Alemán (1946-1952) y se consolida a lo largo de la década del cincuenta. Aparece una necesidad ilimitada de ponerse al día con las vanguardias metropolitanas. Así como esta tendencia, en pintura, dará algunos excelentes resultados, los monumentos recogerán lo mas arcaico de un internacionalismo que no llegará a cuajar. Los monumentos de cierta forma fungen como el retrato de Dorian Gray de un Estado que quiere proyectar una imagen de prosperidad nacional, de justicia social, mientras que en la realidad terminará de enriquecer a la hasta entonces incipiente burguesía y a la llamada clase política.
Hay una última etapa en todo este proceso de los monumentos, más cercana a nuestra época, en la que éstos ya no conmemoran, intentan ser señales para orientar esta inolvidable urbe. Significan la conciencia del crecimiento urbano, intentan recuperar una función social y estética y cuestionan el uso que ellos han hecho.
Escribir sobre monumentos, como de alguna manera se indicó en un principio, levanta más preguntas de las que hasta ahora pueden contestarse. Sin embargo, algunas cuestiones parecieran aclararse a través de esta breve visión histórica. En primer término sobresale una relación entre su desarrollo y los cambios ideológicos que se suscitan dentro del sistema político mexicano: hay en ese sentido la necesidad de representar lo contrario: la idea del todo armónico. Por otra parte apelan demagógicamente a la idea de la nacionalidad y los nacionalismos, pero a nadie se le ocurriría leer en los monumentos oficiales el proyecto de nación que los ha creado.
Más misterioso y atractivo es el asunto de los monumentos populares. Si bien se puede señalar la Escuela de Talla Directa, que pudo haber asentado una tradición popular, falta en ese campo mucho por explicar. Lo popular entraña inmiscuirse con los mecenazgos, comisiones, órdenes, pero, ¿cómo explicar con exactitud sus modelos, sus preferencias, la libertad que ejercen a través de los materiales y el color?
Es aquí donde podría abrirse un capítulo siempre faltante en la Historia del Arte de México, el estudio de la existencia de expresiones plásticas independientes, que finalmente podrían decirnos más que el arte oficial acerca de la complicada identidad de la producción plástica de México.
Sobre un pedestal.
Imprescindible decor de la plaza principal, los monumentos de provincia con muy seguido copias de efigies de héroes nacionales donde se revela el ingenio o la ingenuidad de los constructores locales. Frecuentemente entonan con el ambiente en escala, elección de materiales (piedra, azulejos, mosaicos, aplanados), colorido y referencias arquitectónicas a los edificios que los rodean. A pesar de un manejo menos competente de la forma y de la técnica, a menudo sucede que soluciones “naif” y sin pretensiones tengan más gracia que las intervenciones desmedidas y grandilocuentes de los últimos cuatro sexenios.
El Cabezotismo.
El síndrome de la cabezota es sin duda una herencia de los olmecas con sus enigmáticas, impresionantes cabezas monolíticas en la costa de Tabasco, entre los más antiguos restos arqueológicos de envergadura en Mesoamérica.
De megacocos de héroes nacionales está salpicado el país; en medio de la carretera, en la punta del cerro, tallados, moldeados, en bronce, en concreto, se aprecian a kilómetros de distancia.