Escritos

El Panadero y el barro.

Algo de ayer, presente hoy.

Finalizaba 1995. La mesa, bien concurrida, derrochaba la alegría de los amigos. En un rincón, con una sonrisa de espuma blanca, la tarta dejó paso a la bandeja de las trufas. Las manos se fueron tendiendo para que los dedos aprisionaran la dulce fealdad. Las lenguas soñaron el rico amargor justo el tiempo que tardaron los dientes en descubrir su corazón de arcilla.

La risa explotó en las bocas hinchadas, ansiosas de escupir aquel invento que las alertadas mentes no habían desenmascarado a tiempo. La broma de inocentes se había consumado un año más. La apariencia había podido con los ojos, pero los corazones rebosaban satisfacción. Siguió la convivencia y, para general regocijo, esperaban, con el ingenio dispuesto, la próxima chanza.

En otra ocasión, también un Panadero amasó un muñeco de arcilla y le sopló un hálito de vida. Y el barro, mientras crecía y se multiplicaba, sintiéndose cada vez más y más hermoso, olvidó la belleza que encerraba. Así, halagando a sus sentidos, cada uno acabó por creerse lo más bonito del mundo.

Pronto, cual pavo real perdido entre sus plumas, el barro se borró en atavíos de sedas y brocados, de púrpuras y armiños, de alhajas y brillantes. Perdió la cordura en la embriaguez de perfumes y unturas. Apenas le quedaba de su ser la percha en que colgaba las galas ajenas que lucía. Pero se sentía feliz con cuanto poseía.

El tiempo perezoso, mientras lo endurecía, iba grabando hondo: “Tanto tienes, tanto vales”.

El Panadero, por sacarlo de aquel sin sentido, se dijo:

- Si lo ablando, quizás reviva en él la fuerza que le he dado.

Así que decidió, ¡agua va!, ponerlo a remojo. Dejó caer sobre él todo un diluvio. Y el barro, náufrago entre tanto líquido, supo que nunca más debería fiarse de los elementos.

Sin desprenderse de sus pesadas galas y aderezos, resolvió ser prevenido y hacerles frente. Ideó diversas formas de dominarlos y servirse de ellos. Y aun quiso ponerse fuera de su alcance en una torre tan alta que fuera imposible de sumergir bajo las aguas.

Mientras la construcción subía, fue creciendo también la complacencia de ver que otros fangos y limos se afanaban en trepar hasta su posición. Pronto se hizo presente el deseo de arrasar la edificación para volver a todos a la altura del mismo suelo. Los huecos botijos, redondos con la ira de su inferioridad, resonaban: ¡Muera Sansón con todos los filisteos!

Empezaba a existir el barro encumbrado y pagado de sí mismo y el lodo que anhelaba serlo. Y nadie parecía entender que ello no ayudaría a la felicidad. Alguien pediría a quien pidió y serviría a quien sirvió.

Y el tiempo, tozudo, construía la razón de la sin razón: “Más vale que muramos de pie antes de que vivamos de rodillas”. La soberbia, relegada a la vanidad y el orgullo, era el supremo argumento. Y al subirse los humos, las figurillas empezaron a conocerse como humanos.

Al Panadero, el cocido que horneaba ya le olía a chamusquina. Así que se dispuso a conocer las causas de tanto despropósito. Si Él los había hecho a todos iguales, ¿de dónde procedía la insensatez de creerse superiores los unos a los otros? ¿Por qué, despreciando lo precioso que es ser, perseguían cuanto pasa y se esfuma? ¿Por qué el desenfreno en que se ajaban y se destruían? ¿Por qué la eternidad cada día se hacía más pequeña en la precipitación de los cambios y las modas? ¿Por qué ayer es tan distinto a hoy e imposible de reconocer mañana? ¿Por qué al amor, la lealtad y la moderación los devora la lujuria, la ira y la gula? Quería repuestas a tanto porqué y a muchos más.

Pero las criaturas nada dijeron. Todo les parecía justo, bueno y sano. Quienes no veían en sí el mal tampoco podían percibirlo en los demás. El mundo era así, siempre lo había sido y ningún sentido tenía querer cambiarlo, menos cuando ya habían conseguido acostumbrarse. Todo indicaba que habían perdido el rumbo, aunque pensaban que nunca lo tuvieron. El soplo divino de la vida estaba tan dormido que parecía muerto y enterrado dentro. Nada permitía suponer su existencia.

Y el Panadero sintió ganas de deshacer su obra. Y mientras atizaba el fuego, sin queriendo, precipitó sobre aquella generación una lluvia de candentes cenizas que abrasaron el barro perpetuando en sal y yeso su ceguera.

Las criaturas se hallaron inmortalizadas en la blandura de la piedra. Y erigieron mudos monumentos a la flaqueza de memoria para cosificar, con razón o sin ella, a quienes les apeteciera. Y, así, tenían la cal de una gloria de “quita y pon” y la arena de satisfacer la ira que, un día sí y otro también, da gusto a la piqueta y al derribo. Y se alegraron.

Esta vez el Panadero pensó:
- Tal vez esto suceda porque yo estoy demasiado encima de ellos. Puesto que los he amasado con cariño y les he soplado vida libre, voy a dejarlos ir y, quizás, dejados de mi mano providente, a su albedrío, aprendan a caminar con la fuerza interior que les soplé.

Los miró un instante. Se acarició la barbilla. Dudó y, recuperando el buen humor, se dijo:
- No obstante, conviene que les cante las cuarenta. Aunque, tal vez, dada su total falta de memoria, con hacerles recordar las diez de últimas sea suficiente.

Y en el mejor de los modos, por escrito, para que nadie pudiera hacerse el sordo, les dio su ley de vida. Todo estaba en dos tablas de piedra que ninguna hoguera podría destruir. Sobre ellas, de su propia mano, dejo escrito: “Haz el bien y no sólo evites el mal”.

Dejado a su albedrío, el barro se creyó porcelana. Cerró las tablas en un arca y prohibió que se acercaran a ella. Ya se perderían. Y se precipitó a sustituir al Panadero. Y dictó que nada era como era; todo como cada cual quisiera, siempre y cuando estuviera en su mano.

Se encargó de discutir y filosofar sobre el bien y el mal, para que ambos fueran a su gusto. Llegó a pensarse capaz de saberlo todo, de poderlo todo. Y se inventó dioses a su medida: omnipotentes, omniscientes y que, además, estaban en todas partes, lo veían todo y se chivaban. Dioses, eso sí, tiranos, déspotas, infatigablemente vigilantes y vengativos, pero, sin embargo, servidores de sus caprichos e incluso de su orden.

El barro estaba seguro de ser libre para adorar el poder; justificado para ejercer crueldad; cargado de razón para toda intolerancia; dueño del derecho de poner cadenas al pensamiento y de dictar el cómo se ha de hacer y se ha de decir; señor de lo justo y de lo injusto; de lo feo y de lo bello; de lo falso y de lo cierto.

Se había colocado en lo más alto. Hasta los dioses le servían. Y el barro nunca estuvo más feliz, ni tampoco más atormentado y sometido.

El Panadero se alarmó y dio en preocuparse. Aquellos cacharros insensatos y soberbios eran capaces de torcer el destino de felicidad para el que los había hecho. En su loco atrevimiento parecían dispuestos a hacérselas purgar. No sólo construían minuciosamente su infelicidad, sino que se aventuraban a amenazar a su propio creador. El monstruo de la apariencia ejercía su reinado en paz mientras humanos y dioses estaban placenteramente sujetos a su servidumbre.

Aún estaba a tiempo de destruirlos. El Panadero, por su natural, no se inclinaba a la violencia, todo lo contrario, era lento a la ira. Así que decidió embarrarse. Y, dicho y hecho, tras pedir consentimiento, se sirvió de una de sus propias criaturas para ser uno más de los individuos de lodo.

El Eterno se pasó treinta años aprendiendo a ser frágil como los demás. Los demás tardaron menos que cuesta contarlo en comprender que la eternidad era sólo un ratito. Luego, durante tres años, se dedicó a publicar las excelencias de hacer el bien, de ser pacífico y pobre y manso y misericordioso y limpio de corazón. Y, bueno, se lo aguantaron.

Pero, ¡ay!, cuando habló de no juzgar y de no medir a los otros, muchas voces se alzaron dudando de su cordura. Y cuando explicaba que, si el ojo está mal, todo el cuerpo estará a obscuras, la gente se preguntaba por qué le había dado por la manía de la luz, la verdad y la biga en el ojo y pasaba de él. Todo tenía un límite y lo sobrepasó cuando mandaba amar a los demás como Él los amaba. Aquello empezó a ser grave y lo consideraron peligroso.

Para colmo no cumplía los requisitos sociales de los inaguantables: No era rico; no se le conocía una casa o un mal piso; ni era poderoso y andaba con la banda de los doce, que no siempre le acompañaban; ni siquiera era sabio, aunque contaba maravillosamente cuentos como el del amo de la viña o el de cierto hijo pródigo. Apenas era un mago chapucero que multiplicaba panes y peces sin mesura, como para tirar doce cestos de sobras; que andaba sobre las aguas de una tormenta, sin ninguna necesidad; que devolvía la vista a un ciego, sin ninguna elegancia, haciendo una pelotilla con un escupitajo y polvo. Además, no ocultaba que le gustaba andar con pobres, pecadores y gente de mala vida. Así que, era lógico, vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Estaba de sobra. O se presentó demasiado tarde o era la piedra de escándalo.

Entonces el barro vendió a su Amasador por el precio de una carga de ladrillos y devolvió las monedas. Pero, hete aquí, que no lo quisieron regalado y canjearon los denarios por un campo de tumbas para extraños. Fangos, lodos, arcillas y limos acordaron matarlo. Y Él se sometió pidiendo perdón por la ignorancia de quienes lo ajusticiaban, sin amargura, acordándose de su espíritu y no de sus dolores. Tras bajar, del leño, su cuerpo roto, lo enterraron y pusieron vigilancia ante su losa. Lo mismo habían hecho con sus tablas para la felicidad.

Al Pandero, la breve paz del sepulcro, le fue suficiente para probar la débil fe de quienes no habían renunciado todavía a estar de su parte. Era necesario que resucitara y resucitó para que triunfara la vida sobre la materia. Estuvo entre los suyos lo imprescindible para confirmar que vivía, que había triunfado de la muerte. Pero también para reprochar la incredulidad y garantizar una gozosa vida sin fin y prometer que enviaría su espíritu. Y se retiró prudentemente.

El barro, sin embargo, se quedó tan satisfecho. Recuperó, sin demasiado sentido ni entusiasmo, la palabra perdón y admitió la de resucitado. Domó el concepto de culpa, a su favor, al igual que había entendido el bien y el mal a su gusto. Y siguió tan cabezón, tan a lo suyo.

El tiempo se olvidaría de los hechos y de las intenciones. Por el contrario, mantendría en la memoria del barro la historia de un Panadero tan humano que viste púrpura y manto; que reina con cetro de oro y corona de pedrería; que es tenido por sabio y maestro sumo, en palabras de otros; que posee no una casa sino cientos de monumentales palacios y museos. Y que es todo un capital por explotar como árbitro de las barbas, la estatura y la belleza; como canon del bien, protagonista de la historia, superstar. A nuestro ver, esclavo, Él también, de la apariencia.

Tanto lo quiso el barro que, al final de los tiempos, son pocos quienes recuerdan, en Él, al sencillo y austero otorgador, en dos tablas de piedra, de la única constitución para vivir en gozo, apreciando, amando y respetando a nuestros semejantes, haciendo el bien y evitando el mal, porque obras son amores y no lo son buenas razones.

Y, de vuelta a la mesa de Inocentes, los amigos del amasador bromista saben muy bien que, aun vestido de chocolate, el barro es barro. También saben, por experiencia, que no es fácil distinguir una trufa verdadera de una falsa. Y, por ello, se preguntan: ¿Sabremos descubrir en el Cristo triunfante que paseamos entre olor a cera y redobles de tambor a Aquel que nos compromete porque nació en un pesebre, hijo de un carpintero, sin cuna y murió desnudo y abandonado, sin tumba, en una cruz? ¿Al que, en estos limos, la única corona que le dejamos llevar fue de espinas?

Ellos, que comparten la mesa y conviven, son hoy, con otras caras y con su Vera Cruz, los encargados de proclamar, a los cuatro vientos de nuestras calles, la inmensa humildad de Dios y la ventura de amar a quienes nos rodean como a nosotros mismos. Son los encargados de ser testigos de la fuerza interior. Sólo en ese amor, Cristo ya los ha resucitado.