¿Alcanza con considerar los argumentos a favor o en contra de una creencia para que nuestro abordaje de ella sea racional? ¿No puede suceder que simplemente les otorguemos mayor o menor peso a esos argumentos según qué tan bien encajan con nuestras ideas previas? ¿Qué hacemos con el hecho de que sabemos que otras personas −igual de bien informadas e intelectualmente capaces que nosotros− han considerado los argumentos que nosotros aceptamos, y los han rechazado?
Esta clase de preguntas nos la plantea G. A. Cohen −uno de los exponentes del llamado “marxismo analítico”; es decir, de la convergencia de la filosofía analítica con la tradición del materialismo histórico−, en un texto que se sitúa más bien en los márgenes de su producción: la conferencia “Paradojas de la convicción”. Cohen se dedicó principalmente a la filosofía práctica, a cuestiones éticas y políticas −de hecho, el mismo libro en que se encuentra la conferencia que estudiamos tiene ese carácter− pero, a efectos de lo que nos interesa para nuestro curso, lo abordaremos desde el ángulo de su presentación de un problema epistemológico, como el de las “creencias que tenemos por educación” (denominadas más brevemente en inglés “nurtured beliefs”). A saber: ¿es racional preservar las creencias que nos fueron inculcadas −que nos fueron presentadas como las correctas, no como un conjunto de creencias entre otras que serían igualmente aceptables− cuando sabemos que tenemos esas creencias porque se nos educó para tenerlas, y no porque tengamos mejores razones que las personas que creen lo contrario? Pareciera que no.
Pensemos, nos dice Cohen, en dos gemelas separadas al nacer que se encuentran después de veinte años: una fue criada por una familia católica y es también católica; la otra fue criada como presbiteriana y es también presbiteriana. La católica conoce las objeciones que la presbiteriana puede hacerle a su religión y viceversa, pero cada una de las dos encuentra poco convincentes esas objeciones, con lo cual, después del diálogo, cada una de las dos sigue creyendo lo mismo que creía antes. Cada una puede considerar que su propia posición está basada en razones −de hecho lo está−, pero es consciente de que la posición de su hermana también tiene este basamento. En consecuencia, cada una piensa que no son solamente las razones lo que las llevan a creer lo que creen, sino que hay un factor diferente, no racional y no justificatorio, que inclina la balanza en una dirección o en otra: la diferencia de crianza. Esta diferencia causa que una de las gemelas acepte el catolicismo como la verdadera religión mientras que la otra acepte el presbiterianismo. Una influencia causal de este tenor no le brinda a cada una de las gemelas una razón adicional para sostener sus creencias, y por eso es que pareciera irracional que ambas continúen creyendo lo mismo que antes. Así y todo, lo interesante del caso es que esta relación causal no anula la existencia de razones de ambas partes. Causas y razones, por así decirlo, coexisten.
Este señalamiento es importante a efectos de comparar el enfoque de Cohen con el de otros autores que hemos visto, para los cuales podemos analizar o bien las causas que condujeron a sostener cierta creencia, o bien las razones que subyacen a esta actitud. Para Lewis, por ejemplo, y a diferencia del personaje “bulverista” que reconstruye para criticarlo, no debemos preocuparnos por las causas que pueden habernos conducido a sostener determinada creencia; solo debemos preocuparnos por las razones, por los posibles fundamentos que justifiquen la creencia en cuestión. Cohen, en cambio, piensa que la actividad misma de evaluar razones puede estar atravesada por influencias causales, con lo cual un tratamiento genuinamente reflexivo de la cuestión de la creencia tiene que tomar tales influencias en consideración.
Ahora bien, profundicemos un poco más en el criterio que está en juego a la hora de concluir que cada una de las gemelas −y el resto de los seres humanos que, con las particularidades del caso, creemos aquello que se nos educó para creer− puede estar siendo irracional. Lo que Cohen tiene en mente −y que figura como premisa 2 en “El Argumento” presentado en la conferencia− es que no tenemos una buena razón para creer que p a menos que creamos que nuestras razones para creer que p son mejores que las razones que tiene otra persona para sostener una creencia incompatible q. Es decir, lo que está señalando esto es que no pueden resultarnos indiferentes los desacuerdos: si sabemos que otras personas discrepan con lo que creemos, necesitaremos −a efectos de poder seguir sosteniendo nuestras propias creencias racionalmente− pensar que sus razones no son tan buenas como las nuestras; o, a la inversa, que nuestras razones son mejores que las de estas otras personas.
Pero, ¿por qué necesitaríamos que nuestras razones sean mejores a las del resto de la gente? ¿Por qué no podríamos ser “pluralistas” y aceptar que cada quien crea lo que mejor le parezca, sin que esto implique que nadie sea acusado de irracionalidad? En este punto Cohen no es demasiado explícito, pero se podría completar un poco su exposición. Podríamos decir que si yo sostengo una creencia p, pero reconozco que una creencia rival q está fundada en razones, tengo el obvio problema de justificar por qué no creo q en vez de p. Lo razonable sería entonces decir que si no creo q es porque considero que, si bien hay razones que avalan esa creencia, no son tan buenas, tan convincentes, como las que tengo yo a favor de p. Si no puedo hacer esto, si me veo forzado a reconocer que las razones a favor de una y de otra creencias son igualmente buenas, entonces pareciera totalmente arbitrario que yo continúe creyendo p existiendo una alternativa plausible q; lo más sensato pareciera ser, en rigor, suspender el juicio sobre toda la cuestión. Pero no poder considerar las propias razones como mejores que las de su hermana es, piensa Cohen, lo que le sucede a cada una de las dos gemelas del experimento mental. El problema en que se encuentran las gemelas no es simplemente la existencia de algún desacuerdo, sino la existencia de un desacuerdo con una persona cuyas creencias no cabe descalificar como peor fundadas que las de uno mismo. Es esto lo que, puesto en conjunción con la constatación de que creemos ciertas cosas en virtud de nuestra educación, conduce a la conclusión de que somos masivamente irracionales.
Es por eso, piensa Cohen, que un ejemplo como el de las gemelas no es análogo a uno como “Creo que la Tierra es redonda y no plana porque mis padres no eran terraplanistas; de haberlo sido, seguramente yo creería lo contrario”. Lo que hace que pueda surgir una duda sobre nuestras propias creencias en un caso como el de las gemelas pero no a propósito de la forma de la Tierra es, piensa Cohen, que estamos convencidos de la obvia superioridad de las razones que nos llevan a creer “La Tierra es redonda” por sobre las que nos podrían incitar a creer “La Tierra es plana”. En el caso de las razones a las que pueden apelar una y otra de las gemelas, pareciera que tienen la misma “calidad”, que son igual de “buenas”.
Aquí, en cualquier caso, se presenta un problema a efectos de entender qué está queriendo decir Cohen, porque, por un lado, señala −como vimos− que cada una de las gemelas no puede considerar sus propias razones como superiores a las que sustentan la creencia de su hermana, pero, por otro lado, plantea que cada una de las hermanas aprendió cómo responder a los argumentos de la otra parte. Pero, si cada una responde a los argumentos de la otra, pareciera ser que cada una considera algo así como “Tengo objeciones que me permiten responder a los argumentos de mi hermana”, y si pensamos que un argumento sirve como respuesta a otro, evidentemente tenemos que considerar que es mejor que este otro. Así las cosas, no es obvio por qué, según la propia descripción de Cohen, cada una de las gemelas no podría realmente pensar que dispone de mejores razones que la otra. Sin embargo, tal vez podríamos decir algo como lo siguiente: Cohen está hablando de algo así como el tipo de razones, el tipo de evidencias, a que puede apelar cada una de las hermanas, y el problema es que, justamente, ninguna parece estar en condiciones de decir algo como “El tipo de razones a las que apelo yo es bueno, pero aquel al que apela mi hermana es malo”. Pareciera ser que una y otra de las gemelas tienen que recurrir a la misma clase de consideraciones: experiencias religiosas personales, textos sagrados, etcétera. Y, si ellas son legítimas para defender la creencia en el catolicismo, también tendrán que serlo para justificar las creencias presbiterianas, y viceversa.
En consecuencia, parece que queda restablecido el problema puesto de manifiesto por Cohen: creemos porque, en última instancia, nos convencen factores no justificatorios. Y creer de esta manera pareciera irracional. ¿Qué soluciones se pueden ofrecer para que esto no signifique una condena de irracionalidad contra todos los seres humanos?
Recapitulemos: el problema que Cohen denomina “paradoja de la convicción” consiste en señalar que, por un lado, tenemos tres premisas muy plausibles que parecen probar que nuestra conducta doxástica es globalmente irracional –puesto que existirían requisitos mínimos de la creencia racional que, en un gran número de casos, no cumplimos– y que, por otro lado, no somos proclives, al menos en principio, a aceptar esta conclusión.
Pues bien, tal vez podríamos aceptar la conclusión y eso disolvería el aire de paradoja; esto es, en efecto, parte de una de las soluciones que considera Cohen, la solución que denomina “depuradora de la credibilidad”. Sin necesidad de caer en un excesivo conservadurismo, podemos como mínimo ser conscientes de que la conclusión del razonamiento es tan radical que no podríamos aceptarla sin que de eso se siguiera la necesidad de modificar muchas de nuestras creencias, con lo cual ante todo abordamos la conclusión con cierto recelo.
De acuerdo con esta solución, entonces, se trataría de resolver la paradoja –la tensión entre premisas que aceptamos y la conclusión que no– no tanto cuestionando alguna de las premisas sino, a la inversa, declarando que podemos en rigor aceptar la conclusión; es más, dado que Cohen nos habla de que esta solución cuestiona “el interés” de la conclusión del Argumento, pareciera ser que ella consiste en declarar que tal conclusión resulta, más que polémica, trivialmente verdadera, obvia: se trataría entonces de señalar que el tipo de creencias que tenemos por educación –como las políticas o las religiosas– son efectivamente irracionales, pero porque los temas a los que se refieren no parecerían susceptibles de creencias de otro tipo. En otras palabras, esta solución se inscribiría en el tipo de filosofía no-cognitivista moral, que considera que enunciados como los morales no pueden ser verdaderos ni falsos, y que, más en general, no son susceptibles de recibir apoyo racional; adherimos a ellos emotivamente, y en consecuencia no es posible saldar con argumentos un desacuerdo con respecto a ellos.
Ahora bien, de acuerdo con Cohen, esta solución no da realmente en el blanco. Y esto no se debe, piensa, solamente a que no parecería deseable abandonar toda creencia práctica del tipo de las “convicciones” que nos son inculcadas por educación, puesto que tal abandono nos llevaría a una vida gris. El verdadero problema sería que, según Cohen, el tipo de creencias “por educación” que podemos detectar y que podrían suscitar sospechas de irracionalidad como las que establece la conclusión del “Argumento” no se limitan a las esferas de la religión y la política. Cohen ilustra esto con un ejemplo de su propia formación universitaria: nota que los filósofos que, como él, fueron formados en la Universidad de Oxford tienden a aceptar la distinción entre enunciados analíticos y enunciados sintéticos, mientras que los que se graduaron en la Universidad de Harvard −donde se desempeñaba un célebre crítico de esa distinción, el filósofo Willard von Orman Quine− tienden a rechazarla. Una situación así, piensa Cohen, hace pensar que incluso cuando se trata de cuestiones tan “frías” como la de cómo clasificar epistemológicamente las proposiciones, es posible que nuestras tomas de posición estén influidas por factores no justificatorios, como lo es el trato personal con una figura prestigiosa. Nuevamente: Cohen no está sugiriendo que personas tan proclives a la argumentación racional como quienes se dedican a la filosofía no estén evaluando razones a favor y en contra de, en este caso, la distinción analítico/sintético; sí piensa, en cambio, que −una vez más− es el modo en que consideramos estas razones, el peso que le otorgamos a los argumentos de una u otra parte, lo que puede estar influido por factores “meramente” causales.
Cohen considera por otro lado la que denomina “solución de profundidad”. De acuerdo con esta alternativa, podríamos en apariencia cuestionar la tercera premisa del Argumento: simplemente no sería el caso que, como afirma esa premisa, en un gran número de casos las personas acepten una determinada proposición p en lugar de una proposición incompatible q aunque no posean mejores fundamentos para p que los que otras personas tienen para q. De acuerdo con esta solución de la paradoja, en rigor, diferentes medios de crianza dan lugar a consideraciones de diferente nivel de profundidad en cuanto al valor de las mismas creencias; así, pues, es de esperar que los católicos por regla general sopesen los argumentos a favor y en contra del catolicismo con mayor profundidad, en mayor detalle, que los presbiterianos, y así no sería injustificado que continúen sosteniendo su creencia en el catolicismo. Si esta solución funcionara, entonces, el resultado sería que aunque continuase siendo un azar que cada uno de nosotros haya nacido cuando y donde lo hizo, sin embargo no habría una conexión meramente azarosa entre haber nacido en esas circunstancias y tener buenos fundamentos para sostener ciertas creencias. Haber nacido en un hogar católico, según esta solución, no implicará estar inclinado sin mejores razones a creer en el catolicismo, sino que implicará haber adquirido –por más que el proceso de adquisición haya sido en efecto azaroso– mejores razones que las que podría tener alguien nacido en un hogar presbiteriano.
Cohen no nos da demasiadas precisiones acerca de esta solución, de manera que nos obliga a tener que reponer algunos elementos nosotros, a efectos de pensar por qué podría funcionar y por qué, según él mismo señala inmediatamente, ella no funciona. La idea básica parecería ser, matizando un poco el ejemplo de las gemelas, que el hecho de que cada una de ellas conociese argumentos a favor y en contra de sus propias creencias no significa que estuvieran realmente en la misma posición epistémica respecto de ambas religiones; esto es, cada una conocerá en mayor profundidad que la otra los argumentos a favor y en contra de su propia religión, y si bien, por caso, el conjunto “argumentos a favor del presbiterianismo” puede ser un subconjunto de “argumentos en contra del catolicismo”, dado que –sin embargo– las creencias que componen una religión no son simplemente la negación de las creencias que componen la otra, es concebible entonces que la gemela presbiteriana no se haya familiarizado con la discusión acerca del catolicismo tanto como su gemela, y viceversa. Ahora bien, si esta “no familiaridad” debe ser leída en términos de que la gemela católica conoce –y puede responder– argumentos que la presbiteriana desconoce, este señalamiento implica negar la caracterización inicial del problema, en la que se nos decía que, ante las objeciones de su hermana, cada una de ellas “ha oído esos argumentos antes”. Cohen no parece reparar en que el problema que está resolviendo aquí ya no es entonces el mismo que el que introdujo previamente, pero en cualquier caso, dado que rechaza la solución por otras razones, este punto no parece importarle demasiado. Lo que nos dice Cohen para determinar que esta solución no es satisfactoria es que ella solo funciona desde la perspectiva de tercera persona –cuando nos preguntamos respecto de otras personas porque ellas discrepan entre sí respecto de ciertas cuestiones, pese a que ambas partes son igualmente inteligentes y bien informadas– pero no desde la perspectiva de primera persona –esto es, cuando cada uno de nosotros se pregunta, sobre sí mismo, si es racional seguir sosteniendo una creencia a la vez que sabemos que interlocutores nuestros, inteligentes y bien informados, la rechazan–.
Acá nuevamente Cohen no ahonda en detalles sobre por qué desde una perspectiva la respuesta funciona pero no desde la otra. Sin embargo, pareciera que se puede identificar una diferencia entre las dos perspectivas que resulta relevante a efectos del problema que Cohen está analizando. Cuando me formulo en tercera persona la pregunta sobre por qué distintos sujetos pueden sostener creencias incompatibles siendo igualmente inteligentes y bien informados, y explico esta discrepancia a partir de la “solución de profundidad”, no necesito responder a la pregunta por la racionalidad que caracterizaría la actitud de cada sujeto que sigue creyendo como lo hacía antes, y no necesito hacerlo porque no necesito atribuirle a los sujetos saber lo que yo estoy detectando en tercera persona; a saber, que el grado de profundidad con que cada uno ha considerado las creencias del otro es inferior al grado con que este otro las ha considerado. Si yo, S1, hablo en tercera persona sobre el desacuerdo de otros sujetos, S2 y S3, no necesito atribuirle a ellos mismos el ser conscientes de la diferencia de profundidad con la que han considerado sus respectivas creencias; por el contrario, si yo intento aplicar la “solución de profundidad” al caso de mis propios desacuerdos con otra persona, entonces el problema que se genera es cómo puedo yo aceptar que este interlocutor mío está mejor informado que yo respecto de las creencias que él tiene y que yo rechazo, y, pese a constatar yo esto, seguir manteniendo mis diferencias con él o ella.
La conferencia de Cohen termina entonces al modo de ciertos diálogos de Platón: reconociendo que no se ha arribado a una solución al problema. Sin embargo, hay una serie de elementos que podemos, en cualquier caso, pasar en limpio.
1) La conferencia “Paradojas de la convicción” nos permite complejizar el esquema que habíamos abordado en términos de la distinción conceptual entre causas y razones, la cual encontramos en los textos que hemos estudiado de Maurice Merleau-Ponty, de C. S. Lewis y de Luis Villoro. La propuesta de Cohen se apoya en que, en lugar de analizar por un lado las causas que explican una creencia sin por ello justificarla, y por el otro las razones con las que el sujeto de la creencia buscaría justificarla, podemos por el contrario estudiar su interrelación; esto es, cuáles son las causas de que ciertas razones nos parezcan convincentes o no lo hagan.
2) “El Argumento” que Cohen presenta en la conferencia apela a un señalamiento interesante acerca del peso epistemológico de los desacuerdos: no podemos, por regla general, considerar que la existencia de desacuerdos con otras personas no tenga relevancia para nuestras propias creencias. Por el contrario, solo podemos continuar sosteniendo racionalmente una creencia p, sabiendo que otras personas sostienen una creencia incompatible q, en la medida en que podamos suponer también que las razones por las que estas otras personas sostienen q no son tan buenas como aquellas de las que nosotros disponemos para fundamentar p.