Texto de hoy:
M. Merleau-Ponty, La fenomenología y las ciencias del hombre, “Introducción”
Hoy empezamos nuestro curso de Filosofía Contemporánea. Como disparador para empezar a reflexionar sobre estos temas, quisiera partir de una consideración por la que ustedes, como estudiantes de psicología familiarizadas con la existencia de mecanismos inconscientes o, más en general, subpersonales, ya habrán pasado: ¿en qué medida podemos decir que conocemos nuestra propia mente, que sabemos lo que pensamos, y que sabemos por qué lo pensamos, cuando buena parte de nuestra actividad mental se encuentra en un nivel que escapa a nuestra introspección? Pareciera ser que cuanto más se desarrolla la psicología −la psicología cognitiva, en particular, pero también la psicología “a secas”−, más lejos estamos de las tesis de Descartes, que supongo que recordarán del curso de Filosofía, acerca de cómo la mente, como “cosa que piensa”, es transparente para sí misma, y cómo su naturaleza y contenido pueden ser descubiertos por medio de una “mirada” reflexiva. Como tesis científica, podemos asumir que está más o menos bien corroborada la idea de que la mente es opaca, y no transparente, para sí misma. Ahora bien, el problema que esto plantea desde un punto de vista filosófico es: si no podemos acceder a los fundamentos de nuestras propias tomas de posición, si no sabemos por qué pensamos lo que pensamos, ¿cómo podemos entonces pretender dar razones, justificar lo que decimos? Si vamos hasta el final con la tesis de la opacidad, y entonces nos vemos en la obligación de decir algo del tipo “yo creo tal cosa, pero los motivos por los cuales la creo me resultan inaccesibles”, entonces, ¿cómo podríamos emitir nuestras opiniones, en absoluto; cómo podríamos comprometernos con alguna tesis, si inmediatamente tenemos que sospechar de lo que se nos aparece como los motivos para sostenerla? Esto plantearía una situación bastante peculiar, en la que el desarrollo mismo de ciencias como la psicología −su desarrollo, no su fracaso; de ahí la ironía− terminaría atentando contra la racionalidad de cualquier toma de posición. Se me ocurre inmediatamente un ejemplo que me dio un compañero de ustedes en el 2019. Él me preguntó si el hecho de que yo sea vegano −efectivamente lo soy, por cierto− no se debería a algún motivo subconsciente. No es que yo no pueda dar razones para justificar mi veganismo; que yo no pueda decir cosas como “mirá, la industria detrás de la producción de carne, lácteos y huevos es pavorosamente cruel”; el punto de este compañero era, más bien, que las razones reales de mi toma de posición, lo supiera yo o no, había que buscarlas tal vez en algún motivo subconsciente. Por muchas razones conscientes que yo pudiera dar, tal vez todo se explica por algún trauma de la infancia, o por el hecho de que cuando era niño no tenía un oso de peluche sino un ternero de peluche, y acá están las consecuencias. Y el hecho de que pudiera haber una explicación “profunda”, psicológica, de por qué defiendo lo que defiendo en algún sentido invalidaba, dejaba fuera de juego, mis razones conscientes. Pensemos otro ejemplo, en que estas “razones ocultas” no necesariamente las detecta una ciencia de la psique individual, como la psicología, sino una que estudia fenómenos colectivos, como la sociología. Durante el período 2018-2020, en que se dio en el país el acalorado debate sobre el aborto, quienes se oponían a la legalización presentaban muchas veces −no siempre, desde ya− argumentos del tipo “Ustedes en realidad son meras piezas movidas por intereses antinacionales, por Soros y sus cómplices, que quieren disminuir la natalidad en los países del Tercer Mundo para debilitarlos”. Noten que ahí hay un patrón similar: por más que quienes defendíamos el derecho al aborto dábamos ciertas razones explícitas, las cuales ciertamente no se referían a un objetivo geopolítico de mantener poco poblados a los países subdesarrollados −más bien hablábamos de cuestiones como la autonomía individual, el derecho de las personas gestantes a decidir sobre sus cuerpos−, desde la vereda de enfrente frecuentemente se usaba el recurso a no discutir esas razones explícitas, sino a cambiar el plano de la discusión; a decir “aunque ustedes no lo sepan, ustedes sostienen lo que sostienen porque son objeto de una manipulación”. Por otro lado, desde la vereda de quienes defendíamos la legalización del aborto, los argumentos muchas veces −no siempre− apuntaban a decir algo como “las personas antiderechos, lo sepan o no, están en última instancia motivadas por prejuicios religiosos”. Es interesante que cierto patrón de razonamiento, en cierto sentido, se repetía de ambos lados: incluso si quienes se oponían a la legalización no daban, en absoluto, argumentos religiosos, sino que decían cosas como “La biología nos informa que la vida empieza en el momento de la fecundación”, sin embargo quienes criticaban ese enfoque muchas veces retrucaban diciendo “No, en el fondo lo que subyace a las posiciones de ustedes −los verdaderos motivos de ustedes− son prejuicios religiosos”. Una vez más, entonces, lo que vemos es que la tesis del carácter “opaco”, no “transparente” de la conciencia funciona de algún modo quitándole relevancia a las razones que planteamos de modo explícito.
Quizá en este punto puedan decirme: “sí, bueno, un abordaje psicológico o sociológico sobre las creencias de las personas puede frecuentemente hacernos sospechar de las razones conscientes de estas personas, pero ¿qué tiene esto de malo? Esto sin duda no es un problema para las propias ciencias que lo hacen; es, en todo caso, un problema para nuestra visión ‘folk’, de sentido común, sobre nuestras propias mentes, visión que ha seguido siendo demasiado cartesiana”. Es posible, sí. Pero lo que quieren subrayar los dos autores que vamos a ver como presentación general, como primer acercamiento a cierto tipo de problema típicamente contemporáneo, es que cuando una persona utiliza un abordaje psicológico o sociológico para socavar las razones de otra persona, esta práctica involucra el riesgo de volverse contra sí misma, el riesgo de cierto “efecto búmeran”. Si tenemos que asumir, a partir de la psicología y la sociología, que por regla general nuestras tomas de posición conscientes pueden estar encubriendo, sin que lo sepamos, motivos que se nos ocultan, y si este fenómeno de algún modo devalúa nuestras tomas de posición, entonces parece que estamos frente a una situación como la que presenta el siguiente argumento (es, por cierto, una forma de argumento de autoderrota que seguramente “les suene” a quienes estudiaron en la materia Filosofía la discusión de Platón con Protágoras):
1) Cuando nos comprometemos con una proposición cualquiera p, nuestras razones conscientes para comprometernos con p probablemente no son los motivos reales de nuestra toma de posición, a los cuales no accedemos. (Premisa “psicologista” o “sociologista” explícita).
2) Si una persona no accede conscientemente a los motivos reales de su toma de posición a favor de una proposición p, entonces esa circunstancia devalúa la toma de posición en cuestión; en particular, la persona en cuestión no puede conocer que p. (Premisa implícita).
Por lo tanto,
3) Probablemente todas nuestras tomas de posición estén “devaluadas”; en particular, no alcanzan el rango de conocimiento. (Conclusión, de (1) y (2)).
Pero, por otra parte,
4) La tesis expresada en (1) es, ella misma, una proposición defendida por seres humanos. (Premisa)
Por lo tanto,
5) Probablemente el compromiso con la tesis defendida en (1) esté, él mismo, “devaluado” y no alcance el rango de conocimiento. (Conclusión, de (3) y (4)).
Como notarán cuando vean los textos, la crítica de Merleau-Ponty funciona sobre la base de señalar que los enfoques que “sospechan” de los fundamentos de nuestras tomas de posición se vuelven contra sí mismos. En consecuencia, la persona que es escéptica acerca de las posiciones de las demás en virtud de que ellas podrían estar condicionadas por motivos desconocidos tiene, en principio, que llamarse a silencio, porque no puede pretender conocer siquiera una tesis como (1). Si alguien que practica el psicoanálisis nos dice que tal vez creemos algo por motivos inconscientes, ¿no podemos responderle a esa persona que también su propia adhesión al psicoanálisis puede estar motivada inconscientemente? Si alguien que defiende cierta visión vulgar del marxismo piensa que las creencias de las demás personas pueden explicarse en términos de intereses de clase y que eso las devalúa, ¿no se le puede decir que lo mismo pasa con la adhesión de esa misma persona al marxismo? Esta respuesta no concluye la cuestión, pero al menos obliga a quien defiende una tesis como (1) a pulir un poco su posición.
En el segundo de los textos que elegí para esta introducción general a la materia, “Bulverismo”, de C. S. Lewis, que acompaña al de Merleau-Ponty, el problema que les acabo de presentar aparece como motivado por dos corrientes de pensamiento contemporáneo: el marxismo y el psicoanálisis, iniciado este último, como saben, por Sigmund Freud. En este punto, Lewis confluye parcialmente con lo que un filósofo francés, Paul Ricoeur, hará al hablar de Marx, Freud y Nietzsche como “maestros de la sospecha”; esto es, como autores que nos instan a mirar con suspicacia nuestras tomas de posición, a buscar qué hay “debajo” de estas. Merleau-Ponty, por su parte, nos habla un tanto genéricamente de “psicologismo”, “sociologismo” e “historicismo”, pero sin asociar estos nombres de posiciones a los de personas concretas. Sin embargo, vale la pena señalar acá que, mientras el título de “sociologismo” al que apela Merleau-Ponty podría referirse a cierto marxismo, y por lo tanto su blanco confluiría a grandes rasgos con el de Lewis, el nombre “psicologismo”, tomando como trasfondo la tradición fenomenológica a la que pertenece Merleau-Ponty, no se refiere exclusivamente, o siquiera primariamente, al psicoanálisis. Merleau-Ponty tiene en mente, a través de Husserl −el fundador de la corriente fenomenológica en filosofía− la discusión con los autores llamados “psicologistas” en el marco de una discusión sobre los fundamentos de la lógica. Para estos autores, las “leyes” que rigen el pensamiento humano son simplemente un producto causal de particularidades psíquicas características de nuestra especie; nuestro pensamiento habría podido regirse por otras “leyes”, y ellas no habrían sido ni mejores ni peores. En cualquier caso, lo importante es que los psicologistas que tiene en mente Merleau-Ponty coinciden con el psicoanálisis en que nuestro pensamiento no es lo que parece ser; en que el modo en que pensamos está condicionado por factores que se nos escapan, como pueden serlo ciertas leyes psíquicas que deben ser investigadas por la psicología empírica. Desde este punto de vista, el “psicologismo” que tiene en mente confluye con el marxismo y el psicoanálisis en “sospechar” del valor que pueda tener la mirada introspectiva, reflexiva, que tenemos sobre nuestros propios pensamientos. En el peor de los casos, esta mirada introspectiva nos presenta al pensamiento de una manera distorsionada: nos hace creer que tenemos pensamientos distintos de los que tenemos realmente, o que sus motivos son diferentes de los motivos reales. En el mejor de los casos, esta mirada es simplemente incompleta, y necesita ser complementada por un abordaje “desde el exterior” −por usar la metáfora espacial de Merleau-Ponty− que nos es provisto por las ciencias humanas. Como fuere, no hay espacio para seguir concibiendo al sujeto cognoscente, y a su auto-conocimiento, al modo en que lo podían hacer Descartes o Hume −con las diferencias entre uno y otro, en las que no nos detendremos−. Esta observación me sirve de transición para “situar” el problema que les presento, y el hilo conductor general de nuestro curso, en la relación con la filosofía moderna, es decir, la filosofía del período inmediatamente previo al contemporáneo.
Para caracterizar la visión de Descartes acerca de la propia mente, en particular a efectos de compararla con la que van a defender el propio Merleau-Ponty y otro filósofo contemporáneo, John McDowell, un autor llamado Jensen nos habla de lo que llama “tesis de la transparencia”, y que enunciaría lo siguiente:
Todas las características intrínsecas de la mente consciente de un sujeto son susceptibles de ser conocidas […] de un modo infalible por introspección por el propio sujeto.
Esta tesis, en efecto, es relevante para lo que estamos discutiendo aquí porque, ante todo, supone una valoración positiva de la introspección, como suficiente para conocer “todas las características intrínsecas de la mente consciente”; en este sentido, conocer las creencias de un sujeto, sus deseos, etcétera, es algo para lo cual es suficiente la vía introspectiva o, en otras palabras, algo para lo que no es necesario un enfoque “desde el exterior”, en tercera persona, como aquel al que podría recurrir la psicología o la sociología. Nunca puede ser el caso que nuestra mente consciente tenga ciertas características y no podamos captarlas introspectivamente.
Pero, en segundo lugar, lo que hace muy distintivamente moderna −y, en particular, cartesiana− esta propuesta es que nos habla no solo de introspección sino de infalibilidad de la introspección. Es decir: si, por vía introspectiva, creemos que nuestra mente tiene tales y cuales características −por ejemplo, si creemos que tenemos cierto deseo− entonces nuestra mente de hecho tiene esas características. Nunca puede suceder que creamos que nuestra mente consciente tenga ciertas características pero que nos equivoquemos al atribuírselas.
Con lo cual podemos detectar en esta moderna “tesis de la transparencia”, en rigor, dos tesis complementarias, que van cada una en una “dirección” opuesta a la otra; en concreto:
Si nuestra mente consciente tiene cierta característica C, entonces podremos formar, por introspección, la creencia de que ella tiene esa característica.
Si creemos, por introspección, que nuestra mente consciente tiene cierta característica C, entonces nuestra mente consciente de hecho tiene esa característica C.
Si agregamos, por otro lado, la tesis de que nuestra mente es, se reduce a, sus aspectos conscientes −es decir, que no hay algo así como creencias o deseos inconscientes− tenemos la visión, muy fuerte, de que el hecho de que nuestra mente tenga cierta característica es a la vez necesario y suficiente para que formemos introspectivamente la creencia de que ella tiene esa característica. En otras palabras: no hay nada que “escape” al “ojo de la mente”, y a la vez este “ojo de la mente” no se equivoca, no “ve” nada que no esté realmente ahí. Notarán, a esta altura, cuán profundamente diferente es esta visión de la mente respecto de los abordajes actuales, científicamente informados. Y justamente esa diferencia es la que Merleau-Ponty quiere poner de manifiesto en el texto: ya no podemos hacer filosofía al modo en que la hacía Descartes −sabemos demasiado sobre la opacidad de nuestras propias mentes como para compartir el optimismo que se expresa en la “tesis de la transparencia”−, pero no podemos, tampoco, comprometernos con una imagen como la del “psicologismo”, el “sociologismo” y el “historicismo”, que nos obliga a adoptar una actitud escéptica y es, en última instancia, autoderrotadora.
Será la tarea de la filosofía, en consecuencia, determinar qué “vía media” se puede encontrar entre, por un lado, una visión cartesiana de la mente −la cual ya no podemos seguir sosteniendo− y, por otro lado, una concepción acerca de nuestras propias mentes como totalmente opacas. Detengámonos, de momento, a recapitular este escenario problemático.
La introducción de La fenomenología y las ciencias del hombre, de Maurice Merleau-Ponty, nos ofrece una presentación de un rasgo distintivo de la filosofía contemporánea en contraposición a la moderna: a saber, la tesis de que no tenemos un acceso completo e infalible a nuestros propios contenidos mentales por vía de introspección.
Abandonar el cartesianismo, sin embargo, no es algo que pueda hacerse a cualquier precio: para Merleau-Ponty, las posiciones que consideren que nuestras tomas de posición funcionan de un modo completamente opaco, al punto de que las descalifican como conocimiento, son autoderrotadoras.